SOCIEDAD DE BIBLIÓFILOS CHILENOS, fundada en 1945

Chile, fértil provincia, y señalada / en la región antártica famosa, / de remotas naciones respetada / por fuerte, principal y poderosa, / la gente que produce es tan granada, / tan soberbia, gallarda y belicosa, / que no ha sido por rey jamás regida, / ni a extranjero dominio sometida. La Araucana. Alonso de Ercilla y Zúñiga

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Editor: Neville Blanc

Sunday, June 30, 2013

Trailer Oficial EL FUTURO (Il Futuro) 2013





01 julio, 2013

El cine se atreve con Roberto Bolaño

Imaginario Cultural

Título: Una novelita Lumpen
Autor: Roberto Bolaño

Editorial: Anagrama
Páginas: 160
ISBN: 978-84-339-7196-8
Adaptar un obra literaria de Roberto Bolaño y llevarla al cine, no debe ser una tarea simple, más bien puede resultar compleja e incluso una odisea. Sin embargo, hace poco tiempo se estrenó la película “El Futuro”, basada en el libro “Una Novelita Lumpen”, que fue la última novela publicada por Bolaño en vida, en el año 2002.

En esta brevísima novela, que incluso podría ser leída como un cuento largo, Bolaño narra la historia de dos hermanos que viven en Roma (una Roma casi únicamente nominal y topográfica) y que un día quedan huérfanos tras la muerte de sus padres en un accidente automovilístico. Uno de ellos, la joven Bianca, se convierte en la narradora de la historia.

Esta novela narra al dramático cambio en la vida de ambos hermanos, quienes deben empezar a trabajar para sobrevivir. Ella lo hace en una peluquería, él en un gimnasio. Cada noche, mientras cenan, hacen planes de futuro, aunque éste no sea especialmente alentador. Paulatinamente ambos dejan los estudios y matan el tiempo viendo la tele. El hermano se aficiona a desarrollar su musculatura y a ver películas pornográficas. Abandonados a su suerte, terminan viviendo con dos fisicoculturista y conocen a Maciste, un viejo actor ciego que protagonizaba películas en la década del ’50. Los amigos del hermano, le piden a Bianca que seduzca al anciano, se aventure en su mansión e identifique los objetos de valor que pueden robarle.

A grandes rasgos, esa podría ser la historia de “Una novelita lumpen” y que retrata “El futuro”, la película de Alicia Scherson, que debutó en el festival de Sundance, inauguró el Festival de Cine Independiente de Roma, fue exhibida en la Feria del Libro de Turín y distinguida por los críticos acreditados en el Festival de Rotterdam.

Una propuesta que resulta atrevida e interesante, porque intentar traspasar a la pantalla grande el mundo de decadencia que plasma Bolaño, esa decadencia estética y vital, ese dejarse llevar por la rutina de los barrios bajos, por personajes al borde del precipicio que deambulan entre la oscuridad y la locura, y en escenarios donde siempre esperas que pueda suceder lo peor, no es una tarea fácil y la cineasta chilena al parecer logra salir airosa de esta aventura cinematográfica.

 

Saturday, June 29, 2013

Las cartas inéditas de Bolaño

Las cartas inéditas de Bolaño

Desde fines de los 70, el autor de 2666 mantuvo correspondencias con poetas y críticos chilenos. Sus señales de humo antes de publicar.

por Roberto Careaga C.
 
La Tercera Cultura - 29/06/2013 - 10:20
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Primero se lo propuso a Gonzalo Millán, después a Waldo Rojas. Terminaba 1993 y Roberto Bolaño, que todavía era un escritor anónimo, les pidió a los poetas que escribieran juntos, los tres, una “enciclopedia abreviada de la literatura nazi en América”. Imaginaba una serie de biografías de autores fascistas, con bibliografías, leyendas, ritos, etc., cubriendo de 1933 a 2009. Pura ficción: “Algo en el espíritu de Tlon Uqbar Orbis Tertuis (de Borges): las imágenes de nosotros mismos en los espejos cóncavos o convexos, pero espejos al fin y al cabo”, le decía a Rojas en una carta, donde añadía su sospecha de que ambos se negarían.
Dos años después, Bolaño le anunció a Rojas que siguió solo con su idea y en enero de 1996 saldrá a la calle el libro La literatura nazi en América. “Me la publica Seix Barral, lo que me pone bastante nervioso”, anota en la carta, una más de una correspondencia de 15 años que mantuvo con el poeta exiliado en París. El intercambio empezó a inicios de los 80, cuando el futuro autor de 2666 era un aspirante a poeta de pasado salvaje que intentaba una carrera en Barcelona y buscaba a tiempo completo cómplices literarios. Tenía a su lado a Bruno Montané, con quien montó una serie de revistas efímeras, pero Bolaño iba más lejos y enviaba señales por el mundo golpeando las puertas del circuito chileno.
Mientras en el Centro de Cultura Contemporánea de Barcelona se conmemoran los 10 años de su muerte con una exposición de sus papeles privados, un volumen desconocido de correspondencia de Bolaño está desperdigada completando el retrato de su largo camino a la leyenda. Como a Rojas, el autor de Los detectives salvajes también les escribió a Enrique Lihn, a la crítica Soledad Bianchi y contactó a Millán. Desde Barcelona, Girona o Blanes, Bolaño siempre supo su destino: “Mientras tanto, escribo. Tercamente. Amorosamente. No sé qué utilidad pueda tener esto, pero sigo haciéndolo. Te juro que a veces cuesta”, le escribió en 1980 a Bianchi, entonces parte del comité de redacción de la revista del exilio chileno, Araucaria.
Instalado en Barcelona desde 1977, Bolaño sobrevivió más de una década con trabajos mal pagados. Quienes lo frecuentaron en esos días, como Mauricio Electorat, lo recuerdan como un obsesivo enciclopédico, que lo leía todo y sabía cada paso de hasta del poeta más anónimo de Chile o México. También quería que supieran los suyos. En 1979, en sus primeros contactos, le pide a Lihn que le tienda una mano. El autor de La pieza oscura no sabe qué hacer con ese desconocido: “No puedo dar curso a ninguna de las peticiones porque no preparo antologías ni otorgo becas, como no sea por un milagro en que conozca el santo”, le responde.
Su carteo con Lihn empezó en 1979 y terminó en 1983. Como lo cuenta el mismo Bolaño en su relato Encuentro con Lihn, él escribió primero. Hoy al resguardo de la Fundación Getty, donde están los papeles del poeta, de las 20 misivas, 14 son de Bolaño. “Aquí en Girona ha llegado el invierno y la paranoia. Mi situación económica es desesperada”, anota el autor de Estrella distante en 1982. Y sigue: “De Chile no sé nada, nada. Completamente fuera de la literatura chilena, y horror, dentro de seis meses cumpliré 30 años. ¿Qué será de mí? ¿Es que seré un Braulio Anguita (sic) del año 2000? Dios no lo permita”.
Pero sí sabía de Chile. En la correspondencia de más de 15 años que mantuvo con Bianchi, Bolaño habla de los poetas de su generación, menciona revistas locales (La Bicicleta) y raras antologías de poesía joven (Poesía para el camino, 1977). Bianchi publicará poemas suyos en Araucaria en 1982, pero él nunca podrá entender qué era un poema del exilio: “¿En qué medida no están más exiliados ciertos artistas chilenos que viven y trabajan en Chile, con toda la represión cultural, política, económica, que muchos de los que están afuera?”, le pregunta a Bianchi en 1979 y menciona a dos “almas errantes” exiliados mucho antes del exilio: Violeta Parra y Pablo de Rokha.
A la larga, sería amigo de Bianchi: en 1992 le envió una primera versión de su definitivo libro de poesía, La universidad desconocida. También se hizo amigo de Waldo Rojas, a quien en junio 1993 le escribe desde el Hospital del Valle Hebrón (donde morirá 10 años después). Le han hecho una endoscopía, examinando el interior de su vesícula y su colédoco “como un detective en busca de un serial killer”. Y agrega: “Mi doctora favorita dice que aún no moriré. Puedo escribir un par de novelas más”.
Siempre fiel a la poesía, desde inicios de los 80 también escribe novelas: en 1984 le cuenta a Bianchi que trabaja en las novelas El espíritu de la ciencia ficción (inédita), La estrategia mediterránea (publicada como El Tercer Reich) y La pista de hielo. En 1995 le envía a Rojas el manuscrito de Estrella distante y de vuelta recibe elogios que lo dejan “anonadado”. Al año siguiente le comenta que escribe Los sinsabores del verdadero policía.
Como en los 80, a inicios de los 90 Bolaño quiere cómplices y lectores. En enero de 1997, en unas de sus últimas cartas a Rojas, pasa revista a la literatura chilena de fin de siglo: lo ha “conmovido” la reciente muerte de José Donoso, ha leído “cosas buenas, otras malas” de la Nueva Narrativa Chilena, quiere leer a Pedro Lemebel, cree que el Premio Nacional de Literatura para Miguel Arteche es una broma, asegura que el panorama de la poesía chilena es “desolador”. Le adelanta a Rojas que está escribiendo una “novela río”, probablemente Los detectives salvajes. Sospecha que lo “sacará de pobre”: no imagina que lo llevará a liderar su generación en Hispanoamérica.

Hemingway en Cuba | Informe21.com





#Tsunami Digital: El nuevo poder de las audiencias en las redes sociales

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#Tsunami Digital: El nuevo poder de las audiencias en las redes sociales (Spanish Edition) [Kindle Edition]

Eduardo Arriagada




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Book Description

June 19, 2013
Eduardo Arriagada analiza cómo las audiencias han tomado las riendas de Twitter, Facebook, diarios, revistas, la radio, la televisión y la industria editorial en el mundo. Esta recopilación de sus columnas en blogs y periódicos chilenos muestra el ritmo vertiginoso de sus reflexiones, siempre al tanto de las nuevas tendencias en los medios de comunicación. Más que un libro para estar al día, éste es un libro para vislumbrar el futuro.



"Eduardo Arriagada, periodista, investigador y académico, realiza una detallada disección de cómo el fenómeno de buscadores, redes sociales y herramientas digitales ha cambiado para siempre la forma en que los medios de comunicación tradicionales se relacionan con sus audiencias, las propias empresas con sus clientes o las personas entre sí. De paso, nos entrega luces muy claras sobre cuáles serán las mecánicas de consumo y poder en este mundo hiperconectado, donde la voz de un solo individuo puede movilizar a miles".

Vady Guerra, Director de Productos y Estrategia de Claro Chile

Monday, June 24, 2013

el precio justo de los libros antiguos

Un curso enseña a encontrar el precio justo de los libros antiguos

 
El Centro Mediterráneo de la Universidad de Granada organiza unas jornadas para tasar ejemplares raros y curiosos
 
G. Cappa              

granadahoy.com             | Actualizado 22.05.2013 - 05:00


zoom
La Biblioteca del Hospital Real acoge cerca de cincuenta incunables.

 
zoom
Una de las librerías de la biblioteca.
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Arturo Pérez-Reverte retrató a Lucas Corso, el experto bibliófilo de El Club Dumas, como alto, delgado, con una gabardina arrugada y muy pocos escrúpulos. Saliendo de los arquetipos literarios, la UGR organiza el 3 y 4 de junio un curso sobre Tasación de Libros Antiguos, Raros y Curiosos en el marco de los cursos del Centro Mediterráneo. No se busca un perfil físico pero sí profesional y las jornadas están dirigidas a bibliotecarios, libreros, miembros de las fuerzas de seguridad especializados en delitos contra el patrimonio bibliográfico y alumnos de la Facultad de Comunicación y Documentación. Son los destinatarios de un curso que enseñará a distinguir un libro que se puede comprar con la calderilla del bolsillo de otro que tiene la famosa apostilla de tener un valor incalculable.

María José Ariza, directora de la Biblioteca Universitaria, explica que en muchas ocasiones se ha encontrado con la necesidad de tasar libros antiguos antes de prestarlos para alguna exposición, dato fundamental para calcular el precio del seguro. "Sabemos el valor intrínseco del libro por la edad, los grabados, ser primera edición o un ejemplar rarísimo, pero hay otro factor que influye mucho que es el valor de mercado, algo que conocen muy bien los libreros de viejo", explica Ariza sobre un curso que pretende dotar de instrumentos a los investigadores para saber el precio de mercado de cada libro.

En el caso de la Biblioteca de la Universidad de Granada destaca el Codex Granatensis, un volumen que "no tiene precio", pero la última vez que se tasó para trasladarlo a un exposición tenía un valor de 900 millones de pesetas, "aunque ahora es mucho más", apostilla Ariza.

El Codex Granatensis es uno de los ejemplares que la Universidad guarda en la caja fuerte junto a un manuscrito de un virrey de Perú que, al dejar el puesto, hizo cuentas a la corona de sus actividades, "unas tablas que hoy en día no podría superar el mejor excel, con dibujos increíbles de los indios y las tribus", detalla Ariza.

En cuanto a los libros que más valor tienen en el mercado, ¿una primera edición de El Quijote con la firma de Cervantes sería el no va más?". "Claro que se cotizaría, pero depende del número de ejemplares que se hayan hecho, las primeras ediciones se cotizan muy caras pero también hay ediciones que por su rareza se cotizan a veces más", contesta la directora de la Biblioteca de la UGR, que afirma que todavía quedan muchas joyas por descubrir. Y no hay que irse a una biblioteca perdida entre las ruinas de una vieja ciudad. "Dentro de nuestra propia biblioteca un becario descubrió hace poco un incunable, así que ahora estamos en un proceso exhaustivo de catalogación para saber qué tenemos exactamente".

El curso lo imparten Inés del Álamo Fuentes, jefa de Servicio de la Biblioteca Histórica del Hospital Real de la Universidad de Granada; Juan Francisco Pons León prestigioso librero de Zaragoza con reconocida experiencia en tasación; y Francisco Javier Garisoain Otero, librero de viejo, propietario de la librería Libros con Historia, pionero en el comercio de libros viejos y antiguos por internet.

La fiebre por los eReader y los eBooks se desata en Londres

La fiebre por los eReader y los eBooks se desata en Londres

una acertada tipología de los bibliófilos


 


 | 24/6/2013 La Gaceta

El coleccionista de libros

El canadiense Robertson Davies escribió novela, teatro, ensayo y crítica. En este texto, publicado originalmente en la revista Holiday en 1962, esboza una acertada tipología -que resulta casi una patología- de los bibliófilos, y entre confesiones y picantes anécdotas nos confronta con la universal, perenne, insaciable afición de acumular ejemplares con algún tipo de rareza. Artículo rescatado y publicado en La Gaceta, en su número 510.

 

 

 

El canadiense Robertson Davies escribió novela, teatro, ensayo y crítica. En este texto,

publicado en la revista Holiday en 1962, esboza una acertada tipología —que resulta casi una patología— de los bibliófilos, y entre confesiones y picantes anécdotas nos confronta con la universal, perenne, insaciable afición de acumular ejemplares con algún tipo de rareza

Ilustración: EMMANUEL PEÑA

 


 

2 2 J U N I O D E 2 0 1 1

 

 

 

Hace algunos

meses visité a

unos amigos

en Irlanda que

me llevaron a

la casa de uno

de sus vecinos:

una mujer de

la nobleza que,

según ellos, se

encontraba en dificultades económicas.

Cuando entré a la biblioteca, me

quedé sorprendido y supe de inmediato

que si se decidiera a venderla podría

ganar varios miles de libras. Asumí que

tendría un gran aprecio por sus libros

y traté de guiar la conversación hacia

la literatura y el coleccionismo, pero

no tuve éxito: sólo hablaba de labranza

y jardinería, y del problema que representaba

mantener una enorme casa sin

la ayuda de un equipo de trabajo.

Por fin le pregunté sin rodeos sobre

su biblioteca. Sus ojos se empanaron.

Por un momento sentí que había tocado

un tema oscuro y doloroso, o que

había demostrado algún tipo de descortesía

estadunidense. Su respuesta

me tranquilizó.

—Supongo que es bastante linda

—dijo— pero nosotros nunca le dimos

 

 

 

 

mucha

importancia. Por ahí debe estar

un volumen de Shakespeare en

cuarto, pero hace mucho tiempo que

no lo veo, y una primera edición de Orgullo

y prejuicio, aunque es posible que

se haya perdido. Ah, también tenemos

la primera edición impresa del libro

del Venerable Beda —aquí ella apuntó

hacia un ejemplar de Historia ecclesiastica

gentis anglorum que yo ya había

identificado y cuya pasta colgaba

desprendida— entre otras cosas.

!Vaya que había otras cosas! Mientras

los demás hablaban, hice una rápida

inspección a los estantes; la biblioteca

sufría gravemente por el descuido,

pero aun así era una colección

espléndida, no había nada en ella que

un buen restaurador de libros, un poco

de amor y jabón para cuero no pudieran

arreglar. Mientras mi anfitriona

se quejaba por su mala economía, le

pregunté por qué no vender la biblioteca

si al final no la tenía en gran estima.

—No tengo la menor idea de cuánto

pedir por ella —contestó—, hace muchos

anos conocí a un hombrecillo en

una cena que me preguntó si tenía libros.

Un estadunidense; era doctor, me

parece. Yo le contesté que sí y le dije

que pasara a verlos algún día. !Creerá

que se apareció en mi puerta al día

siguiente! Era justo la hora del té y

teníamos invitados en casa, así que

mi esposo salió y le dijo que no era un

buen momento. Supongo que no lograron

ponerse de acuerdo porque el

hombrecillo nunca volvió.

—.De casualidad ese hombre se apellidaba

Rosenbach? —pregunté.

—Sí, así se llamaba —contestó ella—,

y a mí me pareció alguien más bien

molesto.

Este encuentro debió ser una de las

pocas derrotas del doctor Rosenbach

durante su famoso viaje por Irlanda, en

el que recolectó tantas piezas hermosas

para sus clientes. La reciente biografía

de Rosenbach, escrita por Edwin Wolf

y John F. Fleming, no menciona este

incidente que, para el doctor, sin duda

carecía de importancia; sin embargo,

para una senora que no ubicaba bien

dónde estaba su Shakespeare en folio,

recibir al comerciante de libros más

astuto y que mejor pagaba de nuestros

tiempos hubiera sido una oportunidad

verdaderamente lucrativa.

Esta anécdota me sirve para plantear

la cuestión de cuál es el interés

que la gente tiene por los libros. Aquellos

que ante todo los consideran ob-

 

 

 

 

jetos de valor gritan al pensar en la

oportunidad perdida de hacer negocios

con Rosenbach. Aquellos que los

aman desinteresadamente sufren al

ver una gran biblioteca —quizás una

incluso maravillosa— descuidada. Por

supuesto, también habrá quienes se

regodeen ante un espíritu aristocrático

que privilegia una reunión del té sobre

un negocio urgente.

Este último punto de vista es, a nivel

psicológico, inmensamente interesante;

sin embargo, no tiene lugar en

una discusión sobre coleccionistas

de libros. Los integrantes del primer

grupo, aquellos para quienes los libros

son objetos de valor monetario para

comprar y vender, sólo son interesantes

cuando logran algo que se acerque

a las proporciones de lo que hacía Rosenbach.

Si compran y venden a una

escala menor, bien podrían entrar al

negocio de las estampillas difíciles de

conseguir; igual que un sinnúmero

de coleccionistas de todo género, ellos

no son más que regatones y trocadores

incitados ocasionalmente por alguna

obsesión de completar un juego de

objetos para los que ellos mismos han

establecido límites arbitrarios. Por

ejemplo, si un hombre decide conseguir

ejemplares de todos los libros que

Horace Walpole produjo en su imprenta

privada de Strawberry Hill, entonces

ese hombre se habrá impuesto una

tarea difícil y cara, ya que las astutas

falsificaciones siempre ensombrecerán

semejante empresa. Tal persona

podría ser, o llegar a convertirse, en

un verdadero aficionado de Walpole;

sin embargo, lo más probable es que

la dificultad que implica coleccionar

este tipo de objetos, así como el estatus

particular que proporciona reunir

una colección completa, sea lo que en

verdad lo embelesa.

.Acaso hay algo de malo en esa actitud?

No, es similar a coleccionar pinturas

de artistas famosos o de ciertas

escuelas de pintura porque son valiosas

y no porque sean de su agrado.

Es una forma de conseguir reconocimiento

y creo que en ocasiones es

prueba de un espíritu creativo: si no

se puede crear una obra de arte, al menos

se podrá compilar una importante

colección de ellas. Los museos y las

galerías —y a través de ellos el público—

tienen una gran deuda con este

espíritu. No obstante, mi verdadera

admiración está reservada para la gente

que colecciona libros simplemente

porque los ama.

Si usted ama los libros, .por qué

no podría ser una buena edición tan

estimada como una primera edición

o alguna con características especiales?

En 1926 Edmund Wilson atacó a

Rosenbach y a sus imitadores cuando

dijo que “todo este negocio es tan

profundamente aburrido para la gente

interesada en la literatura como es

fascinante para aquellos que, incapaces

de adquirir cultura literaria, tratan

de comprar la distinción que dan

las letras al pagar precios inusuales

por rarezas bibliográficas”. En parte,

esta afirmación es cierta; no obstante,

si visitamos las enormes bibliotecas

de las universidades antiguas

donde se preservan las colecciones de

los amantes de libros del pasado, cada

una como una unidad, pronto descubriremos

mucho más. Dentro de esas

maravillosas salas podemos sentir la

presencia de algo noble, algo que ha

sido decisivo en el ennoblecimiento de

la mente del hombre. Percibimos los

libros como objetos con más carácter

que cualquier otro producto comercial

a la venta. Es demasiado parca la

afirmación de que Shakespeare es tan

Shakespeare en edición rústica como

en la hermosa edición de Nonesuch

Press de 1929, o en el primer folio de

1623, pero no todos somos calvinistas

literarios de tal magnitud. Valoramos

la belleza tanto como valoramos las

asociaciones, así que no creo que podamos

ser objeto de burla sólo porque

preferimos a nuestros héroes vestidos

apropiadamente.

El esnobismo de coleccionar libros

es lo que provoca repulsión. Supongamos

que nuestro amigo el coleccionista

nos muestra su primera edición

de Zuleika Dobson, de Max Beerbohm;

con placer tomamos el grueso libro

café sabiendo que fue esta misma edición

y en esta misma forma placentera

que Max vio por primera vez su creación

presentada al mundo: por un momento

estamos en el Londres de 1911.

Pensamos con afecto en el autor y casi

nos parece verlo a través del abismo

de 50 anos que nos divide. Es entonces

cuando nuestro amigo el coleccionista

empieza a presumir un poco: su

ejemplar, nos dice, es un Gallatin 8(b);

además, tiene el marco ornamental del

lomo estampado en verde y no en dorado.

Nos insta a no confundirlo con un

simple Gallatin 8b, un objeto inferior

impreso en 1912 y —según la mareada

eminencia del poseedor de un Gallatin

8(b)— poco digno de conservarse. Es

probable que empecemos a hartarnos

de nuestro amigo el coleccionista y le

digamos que nosotros sólo tenemos la

edición de Modern Library, que leemos

cada ano con creciente estima. Lo

anterior bien podría ser mentira, pero

de alguna manera tenemos que poner

al imbécil en su lugar. Sus tonterías

antiliterarias nos orillan a un puritanismo

bibliográfico.

Lo anterior es una posibilidad pero

siempre puede ocurrir lo peor. Podríamos

empezar a desear su tesoro.

Tal vez no codiciemos su casa ni a su

esposa (prueba fehaciente de su mal

gusto), ni su buey ni su asno, pero deseamos

su libro con fervor y llenos de

intolerancia. Sabemos cuánto le costó

porque no se lo ha podido aguantar; se

lo compró a un librero en Inglaterra (a

quien llama “mi librero” como si fuera

de su propiedad) y le costó menos

de veinte dólares, una suma considerablemente

menor a la que hubiera

tenido que pagar en Nueva York por

el mismo libro. Nosotros tenemos

veinte dólares en nuestro bolsillo justo

ahora, pero el dinero no es lo que

importa en este momento, ni nuestra

habilidad, al final, para conseguirnos

un Gallatin 8(b) de Zuleika. Es su libro

el que queremos y lo queremos en ese

momento.

Es en este estado febril que los hombres

han robado. Los coleccionistas de

libros a menudo se sienten tentados

a hurtar y, si no tienen un carácter de

hierro, seguro lo harán. En su Books

and Bidders, Rosenbach sucumbe ante

la tentación: cuando aún no decidía si

podría comprar el ejemplar del Prólogo

de Johnson que Garrick usó en Drury

Lane en 1747, deseó que fuera lo suficientemente

débil para robárselo. Si

alguna vez robó, tendrá que responder

por sus hechos ante una distinguida

companía: los amigos del fundador

de la Biblioteca Bodleiana, sir Thomas

Bodley, tenían que vigilarlo; antes de

que el papa Inocencio X consiguiera la

triple tiara se vio inmiscuido en un escándalo

relacionado con el robo de un

libro de la famosa colección perteneciente

a Montier; don Vicente, un monje

del convento de Pobla, en Aragón,

asesinó a varios coleccionistas para hacerse

de sus libros, y, claro, hombres en

posiciones políticas privilegiadas como

los cardenales Mazarino y Richelieu se

robaron bibliotecas enteras con el pretexto

de dividir las propiedades de enemigos

del Estado; por su parte, el poeta

Frederick Locker-Lampson confesó

que estuvo a punto de casarse con lady

Tadcaster para conseguir sus cuartos

y folios de Shakespeare. Este tipo de

codicia es indescriptible y tan terrible

que no se la deseo a nadie.

Yo no veo mucha diferencia entre

robar y lo que podríamos llamar “tomar

prestado con ciertas reservas

mentales”. Consiente en mi corazón

de este mal (!ay, mi corazón, que combate

al monstruo en lo obscuro de la

noche y en los crepusculares rincones

de las bibliotecas!), por muchos

anos utilicé un ex libris que incluía

la amonestación del doctor Johnson:

“Olvidar regresar un objeto prestado

(o pretender hacerlo) es la forma más

humilde de robar”. Me pregunto si los

sinvergüenzas que me han robado se

han tomado siquiera el tiempo para

despegar la etiqueta de mis libros.

Dejando de lado a todas aquellas

criaturas que valoran los libros por

las razones equivocadas, consideremos

ahora a los verdaderos coleccionistas,

sujetos magníficos como usted

y yo. .Por qué coleccionamos libros?

No existe una respuesta única u honesta.

No es sólo por el amor a la belleza,

que podría ser el motivo principal

de los coleccionistas de pinturas,

muebles o vajillas. El amante de los

libros tendrá siempre algunos hermosos

libros en sus repisas, pero también

poseerá algunos objetos nada gratos.

Uno de mis grandes favoritos es un libro

de bromas, fechado en 1686, horrible

y mal impreso; está manchado y

mal cortado, y de alguna forma sugiere

su paso por los bolsillos de varias generaciones

de veterinarios mientras

iban al bano, pero es una rareza. Sin

embargo, puedo decir que no es su rareza

lo que me atrae; cuando lo leo me

transporta casi tres siglos atrás, al reinado

de Jacobo II, y sus chistes —horrendos,

francos e indecentes— son

más agradables que si los tuviera en

una reimpresión moderna y cuidada.

Para el coleccionista de libros el sentido

histórico es cuando menos tan

fuerte como su amor por la belleza.

Claro, las cualidades únicas son valiosas,

pero sólo un hombre rico puede

aspirar a poseer un gran número de

libros que no tenga par en el mundo.

Tengo un modesto ejemplo: un ejemplar

de Punch and Judy de George

Cruikshank, que contiene todas

las pruebas presentadas al editor,

Prowett, tomadas directamente de su

libreta de apuntes. Las grandes colecciones,

como la de Pierpont Morgan,

se componen de cientos de volúmenes

únicos. El más notable en este sentido

es, por supuesto, el propio manuscrito

del libro. Morgan adquirió el exquisito

y conmovedor guion original de La

rosa y el anillo, de Thackeray, con las

ilustraciones en acuarela del propio

autor; existe una edición facsimilar y

también es lo suficientemente difícil de

encontrar como para considerarse una

agradable posesión. Este tipo de objetos

son caros; Rosenbach pagó 14 500

libras por el manuscrito de Alicia en

el país de las maravillas en un momento

en el que la libra valía casi cinco

dólares.

Un interesante tipo de libro único

es aquel que los comerciantes describen

como “extra ilustrado”. A principios

del siglo xix la gente hacía ese

tipo de libros por su propio placer. Una

persona que adquiriera la biografía de

su héroe personal bien podría también

poseer un buen número de retratos,

paisajes e incluso cartas escritas por

el propio héroe; el dueno las habría enviado

al encuadernador junto con el libro

y después de un tiempo le habrían

regresado un solo tomo, bellamente

encuadernado, con todas las pinturas y

cartas montadas con esmero sobre hojas

anadidas injertadas al texto. Libros

así pueden ser de gran interés y valor,

o pueden ser simples baratijas; depende

del gusto del dueno original. Yo tengo

uno o dos libros de este tipo sobre

el teatro y para mí las anadiduras les

otorgan su valor; sin embargo, no soy

tan tonto como para pensar que bien

podrían interesarle a cualquiera que

no haya sido hechizado por el teatro de

principios del siglo xix.

Los coleccionistas, si tienen un espíritu

anclado en la realidad, deben

decidir a temprana edad si lo que están

juntando es una colección de libros

cuyo valor esperan que se incremente

con el tiempo o simplemente

una colección que les provoca placer.

Aquel hombre que espere obtener la

fama póstuma el día en que su biblioteca

sea tragada por las fauces de una

universidad, nunca debe perder de vista

dicha meta: los bibliófilos profesionales

se abalanzarán sobre sus libros

y no tardarán en menospreciarlo si

poseía ejemplares o material sin valor

y !vaya que los legatarios son rápidos

para detectar piezas que no se ajustan

a sus elevados estándares! No obstante,

el hombre que coleccione por placer

puede comprar cualquier cosa que sea

de su agrado, sin preocuparse de que

cuando muera puedan tildarlo de urraca

ni de que los comerciantes vendan

a diez centavos cada uno de los libros

que él amó. Sí, tendrá algunas piezas

valiosas, pero como objetos sueltos es

improbable que alcancen las ofertas

posibles si hubiera controlado sus deseos

y sólo hubiera comprado los ingredientes

de una colección coherente.

En este mundo, el hombre que puede

donar a su alma mater cada libro y

borrón de manuscrito que haya poseído

Button Gwinnett o que se haya relacionado

con él, sin duda tiene mayor

estatura que el que importuna al bibliotecario

de la universidad con nada

más que retazos atractivos.

El primero hará que el gwinnettista

le esté por siempre en deuda; así, pizcas

de incienso, en forma de notas a pie

de página, le serán lanzadas a su pira

funeraria. “El desaparecido Enoch

Pobjoy, con quien los gwinnettistas están

agradecidos por la luz que su colección

arrojó sobre las disposiciones sanitarias

expuestas por Gwinnett” es lo

que será ese coleccionista, pero .qué

hay del coleccionista que vivió sólo

para el placer?

Bueno, en lo que a mí concierne es

el único coleccionista que en verdad

importa. Es un hombre que ama y lee

los libros. Los ama no sólo por lo que le

dicen —aunque ésta es su razón principal—,

sino por su apariencia, su tacto

y, sí, incluso por su olor. Es un hombre

que podría regalar sus libros, pero que

nunca piensa en conseguir la mohosa

inmortalidad con su biblioteca. Su relación

con los libros es una pasión alegre

y revitalizante.

Si consideramos lo molestos que

son los libros, es asombroso el número

de coleccionistas que uno llega a

conocer. Los libros son una molestia

desesperante; una biblioteca de apenas

unos cuantos miles de volúmenes

ancla a un hombre a una casa porque

mudarlos sería una molestia inmensa.

Yo mismo enfrenté la penosa prueba

de una mudanza y, sin importar cuánto

me concentrara en la realidad, mi

mente se estancaba en los cálculos temibles

de los anaqueles a los que podría

aspirar en la nueva casa. .Será necesario

sumergirme en el horror de un

almacén, un infierno para los libros,

en el sótano?; o —la esperanza se niega

a morir— .será posible imaginar algún

nuevo arreglo que me permita localizar

cualquier tomo en un parpadeo?

Lo que nunca puedo hacer es deshacerme

de algunos libros o renunciar

a comprar más. Supongo que eso es lo

que en verdad significa ser un coleccionista

de libros.

 

_W © Curtis Brown, New York, USA.

Traducción de Dennis Peña.

Robertson Davies, además de amante

de los libros, fue un reconocido escritor

canadiense.

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