Un fin de semana años atrás,
Jorge Carrión vino a visitarme a Cochabamba. Habló de series de televisión hasta marearme, dijo incluso algo así como que si Shakespeare viviera hoy sería un guionista de HBO. Yo ya lo estaba situando como uno más de esos teleadictos
que se pasan el fin de semana tirados en cama viendo serie tras serie, cuando me pidió que lo llevara a un tour por las librerías de la ciudad.
Un paseillo antropológico, pensé, una curiosidad turística.
Sí, era eso, pero no sólo eso. Fuimos a la librería Sea, en la esquina de las calles Colombia y España, donde durante mi infancia el dueño, don Gregorio, me vendía comics argentinos y me canjeaba novelas policiales todos los sábados, ejemplares mustios de los cuales podían salir arañas y también, con suerte, una vez en casa, la maravilla. “Como las primeras librerías griegas y romanas”, dijo Jorge mientras tomaba notas en su Moleskine, “donde se vendían libros o se alquilaban”.
Hablé de mi pasión por Conan Doyle, y Jorge dijo que en la librería Stanfords de Londres Sherlock Holmes había encargado el mapa del páramo que le permitiría resolver el caso de El sabueso de los Baskerville.
No había nada que no remitiera a Jorge a una librería. Había estado por casi todas las librerías del mundo y tenía la esperanza de que esas notas que tomaba pudieran formar alguna vez un libro, que se llamaría, vaya originalidad, Librerías. Y sí, el lugar podía interesarle, pero, fetichista como era, lo que quería era ver libros y, como en la Sea no había muchos, decidimos continuar viaje y fuimos a Los amigos del libro, en la calle Heroínas, donde en mi adolescencia yo compraba emocionado los libros de los autores del Boom -La guerra del fin del mundo,
El amor en los tiempos del cólera- y best sellers -Tiburón, Encuentros cercanos del Tercer Tipo-.
A Jorge le llamó la atención que la librería fuera también parte de la editorial Los amigos del Libro, la más importante del país en ese entonces, que funcionaba en el segundo piso del establecimiento, hecho que también remitía al origen de las librerías como lugares anexos a las editoriales en la antigüedad. Se impresionó por los estantes dedicados a literatura e historia boliviana y dijo que eso le daba una mejor imagen de Cochabamba: una ciudad debía ser una trama de comercios de libros, un negocio económico y simbólico donde se reafirmaba un gusto dominante o se inventaba uno nuevo, la literatura no era una abstracción y hasta el canon podía formarse entre los pasillos de esos núcleos culturales
(había que pensar en cuánto le debía La Generación Perdida a Shakespeare and Company y la Beat a City Lights).
Jorge se compró un montón de libros, entre feliz y resignado: sabía que no llegaría a leer ni la mitad, pero su pulsión consumista lo ganaba. Salimos de la librería y me notó triste y me preguntó qué me ocurría. Le dije que me acababa de dar cuenta de que yo no tenía tanta fe en mi ciudad, que esa red de comercios de libros no existía y que me sentía como aquel amigo de Tarija que se había puesto a llorar cuando se cerró el último cine de su ciudad. Jorge me abrazó: no había que ser apocalíptico. Él también había creído algún día que con la
llegada de Amazon y los libros digitales se acabarían las librerías. Había visto cómo se cerraban librerías en su ciudad, cómo eran transformadas en restaurantes de comida rápida.
Sí, era un lugar cada vez más frágil y asediado, pero estaba convencido de que las ciudades necesitaban de esos espacios rituales, de esas topografías eróticas, de esos ámbitos estimulantes en los que nutrirnos de materiales para construir nuestro lugar en el mundo. Habría nuevos desafíos para las librerías, sí, pero eso permitiría reinvenciones, formas creativas de adaptarse al presente.
Después Jorge partió. Hace poco me llegó su último libro. Se llama Librerías, y fue finalista del premio Anagrama de Ensayo, y derrocha inteligencia y lucidez y se maneja muy bien tanto en el análisis cultural, sociológico o literario como en el dato histórico o la anécdota visceral (puedo ver a Joyce encontrando editora para el Ulises en una librería). Me quedé pensando en la ironía de no haberlo comprado en, no sé, Tipos Infames en Madrid o Metales Pesados en Santiago.
Pero supuse que Jorge, a quien imaginé viendo en ese momento la miniserie neozelandesa de moda, o quizás recorriendo una librería de viejo en San Cristobal de las Casas en busca de libros autografiados por el subcomandante Marcos, entendería esa ironía mejor que nadie.