el primer volumen de las memorias de Jorge Edwards
El Mercurio Artes y Letras Santiago de Chile
domingo 28 de octubre de 2012
Actualizado a las 6:06 hrs.
NUEVO LIBRO | Se lanza el 10 de noviembre
Jorge Edwards, entre la memoria y la ficción
Próximo a lanzarse en la feria del libro de la Estación Mapocho, "Los Círculos Morados", el primer volumen de sus memorias, el actual embajador en Francia explica que ha querido llegar al fondo de los recuerdos de sus primeros años de vida. Sin autocomplacencia, ni exageraciones, su libro se lee como una confesión, emotiva y que toma muchos riesgos.
DANIEL SWINBURN
Al leer el primer volumen de las memorias de Jorge Edwards, se vienen al recuerdo las palabras que pronunciara Mario Vargas Llosa durante el homenaje que se le rindió al escritor chileno en Santiago en abril pasado: "Jorge resucitó un género que estaba casi extinguido, aquel del memorialista, del cronista, no como género periodístico, sino que como uno creativo. Creo que es un gran cronista, un gran memorialista, que ha utilizado ese género para hacer ficción. Él ha escrito libros como 'Persona non Grata', 'Adiós, Poeta...', sobre Neruda, o 'El Inútil de la Familia', sobre Edwards Bello, todos muy hermosos y que se pueden leer como ficciones y, al mismo tiempo, son testimonios, crónicas... Es un género que él, de alguna manera, reelabora, y su obra está construida, tanto la ficción como los ensayos, a partir de ese género híbrido, de crónica, donde hay memoria, pero también hay invención".
En estas memorias, las palabras de Vargas Llosa cobran renovada vigencia, pues memoria y ficción se confunden incluso en este libro suyo, autobiográfico, donde resalta a menudo el 'género híbrido' del que habla el autor peruano. De todas formas, en "Los círculos morados" no hay sólo un ejercicio literario original. Edwards se propone escribir con mucha honestidad episodios de sus años de infancia y adolescencia, que si bien pueden estar levemente modificados por el paso del tiempo y por su afán de reelaborarlos, entregan al lector una mirada sobre la intimidad del personaje, descarnada y vulnerable, que a ratos toma la forma de confesiones sin asomo de autoindulgencia.
Son memorias abiertas, arriesgadas, donde el autor se expone como no se había visto hasta ahora en nuestra tradición local del género, donde abunda la autocensura o autocomplacencia.
-¿Qué lo motivó a publicar las memorias más honestas escritas por un autor chileno?
"Si las memorias no son honestas, no son memorias. Mis memorias son memorias de escritor, no de escribidor. No lo digo todo, selecciono dentro del caos del pasado, pero lo que digo lo digo buceando en el fondo de las cosas, en lo que André Breton, el padre del surrealismo, llamaba "memoria profunda". La fórmula está citada en el epigrama de mi novela "El peso de la noche". Cuando pasé en mi adolescencia de escribir poesía lírica a escribir cuentos, me puse a recoger historias que formaban parte de la memoria personal o de la memoria colectiva de mi casa, de mi barrio, del colegio, de lugares de la costa central chilena. Evité la escritura demasiado deliberada. La noción de epifanías, iluminaciones repentinas, momentos privilegiados de la memoria, que usaba James Joyce, me sirvió. Y a veces escuchaba una historia y me apropiaba de la memoria ajena, sin pedir permiso."
-En Chile el género de memorias ha sido poco cultivado, y tampoco hay dentro de esa escasez buenos paradigmas. Se recuerdan, las de Alone, "Pretérito Imperfecto". Los "Diarios", de Luis Oyarzún, se acercan a un buen paradigma, pero no fueron publicados en vida. José Donoso, autocensurado por la crítica de familiares...
"A mí me gustan dos libros chilenos de memorias, con cara de tres: 'Recuerdos del pasado', de Vicente Pérez Rosales, que sería un clásico chileno, si Chile fuera un país que sabe reconocer a sus clásicos; 'Memorias de un tolstoyano', de Fernando Santiván, un libro de notable sabiduría y de humor socarrón. El tercero podría ser 'Cuando era muchacho', de José Santos González Vera. José Donoso fue censurado por la familia, una de las grandes instituciones censoras de este mundo. He escrito dos libros de memorias: 'Persona non grata', que tuvo un verdadero récord mundial de censuras, y que sobrevivió a pesar de todo, y 'Adiós, Poeta...', que ahora me gustaría revisar y publicar sin autocensura. No veo ningún motivo para no escribir el tercero, el cuarto y el quinto. Mis crónicas de los viernes son muchas veces memorias en miniatura. En 'Los círculos morados', por lo demás, hay elementos de ficción. La distancia en el tiempo produce vacilaciones de la memoria que favorecen la ficción. Una novela breve mía todavía inédita, 'El descubrimiento de la pintura', es ficción tributaria de mi memoria infantil y adolescente".
-Estas memorias se leen más bien como confesiones en el sentido de que el autor no busca el lucimiento, o la autocomplacencia, como generalmente ocurre en este género. ¿Pensó en una liberación, en un ajuste de cuentas consigo mismo? ¿Qué lo anima a la confesión?
"He leído confesiones y memorias confesionales toda mi vida: desde San Agustín hasta Jean Jacques Rousseau. Los escritos íntimos de Stendhal, sobre todo "Recuerdos de egotismo", son lo que más me gusta de su obra. Prefiero "Cosas vistas", de Victor Hugo (gruesos volúmenes con sus confesiones diarias), a casi todo el resto. Algunos autores se escandalizan frente a la intromisión del autor en sus textos. A mí me pasa lo contrario. Por eso escribí un largo ensayo sobre el brasileño Machado de Assis. Él detiene la acción y se entromete a cada rato. Lo hace con "a pena da galhofa e a tinta da melancolia" (con la pluma de la broma y la tinta de la melancolía). ¿Para qué? Para liberarse, para ajustar cuentas, para todo. Él, autodidacta puro, formado de niño en las favelas de Río, había llegado a conocer el Quijote y amaba las intromisiones bromistas de Cervantes, o esa pluma que escribió el libro y que al final cuenta: dice, en resumen, que existe para narrar esas aventuras y que don Quijote nació para que ella, la pluma, contara sus hazañas."
-¿Cómo se enfrenta un escritor de memorias con la autocensura?
"Escribir en París, en el silencio de las madrugadas, acompañado por el olor del café recién molido, sirvió para distanciar la inevitable autocensura. Si hubiera tratado de hacerlo en el tráfago de la calle Santa Lucía, en medio de chismes telefónicos, brulotes televisivos, dramones o monólogos radiales, creo que no habría podido. Madrugar salía duro, pero después despertaba y tenía la cabeza, y la memoria, y el espíritu, frescos."
-El episodio sobre abuso sexual del que usted fue víctima por parte de un sacerdote jesuita, siendo usted alumno de 11 años en el Colegio San Ignacio, es bastante dramático.
"Contar el episodio fue una forma de catarsis. Sentí que las memorias no habrían sido memorias si no lo hubiera contado. Pero ya doblé esa página. Sentir la necesidad de contar no significa que me guste contarlo."
- "Me celebro y me canto a mí mismo, -escribe usted. Walt Whitman y sus palabras iniciales adquirían un maravilloso despliegue en verso libre. ¿Y yo? Sospecho que también me canto a mí mismo, con mal disimulada satisfacción, pero no sé si me celebro. Y a menudo me desencanto". ¿Un 'Whitman con culpa, sin fe'?
"Un Walt Whitman menos eufórico, más posmoderno. Pero con una conciencia aguda del yo, del drama de la identidad. No podría ser de otra manera."
-"Me siento culpable de haber sido un niño bueno... de haber sido un hipócrita consumado...", escribe más adelante. Y luego agrega: "Y sobró el barro después, debido a la pasión del desquite que me dominó durante largos años: una especie de vergüenza social compensada".
¿Por qué ese desquite no llegó al rompimiento definitivo, total, con su medio, su clase, su familia?
"Porque soy escéptico y soy irónico. No ando reaccionando a palos. No soy Pablo de Rokha ni Perico de los Palotes. Me refugié en un dormitorio del fondo de la casa, escribiendo, leyendo, escuchando música, y escapando de vez en cuando. Lo pienso ahora y llego a la conclusión de que la fórmula no era mala. Cuando me encuentro ahora con la familia, con su lenguaje, con sus temas, me lleno de recuerdos más bien humorística. No he sido parricida ni homicida."
-Hay un capítulo notable, "Don Miguel de Unamuno y San Alberto Hurtado", que tiene una dimensión que puede ir más allá de su recuerdo personal y dar la clave para los cambios que vinieron después en la vida chilena.
"Ya lo explico en el libro. Unamuno me ayudó a ser discrepante, contradictorio, crítico, pero Hurtado me dio una visión directa, cruda, compasiva, solidaria, de la sociedad chilena. Ambos extremos me formaron: lucharon dentro de mí y a la vez se complementaron. Acabo de ver en la mañana una completa colección de fotografías de Sergio Larraín Echenique en la Agencia Magnum. Las fotografías de niños son desgarradoras. Y el impulso inicial, en parte, viene de esa mirada esencial de la compasión humana."
-La familia, escribe usted, es un pozo sin fondo. Da la impresión en sus memorias que sus recuerdos familiares marcaron a fuego buena parte de su identidad como escritor, pues estos nunca han dejado de estar presente en su obra literaria.
"'El orden de las familias' es el título de un cuento mío antologado en todas partes. "Melancolía en las familias", un gran poema del Neruda mejor. Thomas Mann decía que toda novela es una historia de familia. "Los convidados de piedra" es un tejido de historias familiares después del golpe de Estado. Ángelo Rinaldi, gran crítico francés de origen italiano, me dijo hace poco que era un huis clos (Sartre) o un Ángel exterminador (Luis Buñuel), en versión chilena. Causa del encierro: las horas de toque de queda."
-Sobre Joyce, dice: "Descubrí en esas lecturas algo que se convertiría para mí en una norma literaria liberadora. Era la idea de que la ficción se construye a partir de la experiencia: de que es elaboración, recreación, reinvención de la memoria profunda". Forzando un poco el juego, sus novelas a veces se leen como memorias, y sus memorias podrían también leerse como una novela...
"Es verdad que mis memorias se pueden leer como novelas, y mis novelas como memorias. ¿Por qué no? También la "Búsqueda del tiempo perdido" es una memoria monumental, ligeramente convertida en ficciones en algunos sectores (y no soy un loco que se cree Marcel Proust o Thomas Mann). Me gusta el deslizamiento de un género al otro, y la residencia en terrenos limítrofes. Son aventuras admitidas por la concepción actual de la novela, un género literario, a diferencia de otros, cuya evolución no termina. Quizá sea el género experimental por excelencia. Habría que escribir hoy una proclama nueva: "Por una novela sin pureza".
- "Trato de escribir memorias equilibradas, ni vanidosas ni autodestructivas, y me parece que en la línea gruesa no exagero, que trato de evitar a toda costa la exageración y a menudo lo consigo", escribe usted. El impactante episodio que relata de Valery Campbell -un romance de fin de semana que culmina con un suicidio-, ¿no desmiente en parte, esta sentencia?
"En el episodio de Valery Campbell, que es memoria con leves pinceladas de ficción, no exageré nada. Pero volví a sufrir, y hasta me sentí culpable."
-¿Quiso ser alguna vez en su juventud "poeta maldito"?
"Fui amigo de poetas malditos o seudo malditos, pero nunca me propuse imitarlos. Cuando dejé de escribir poesía en mi adolescencia, adopté la prosa como vocación y como residencia definitiva. Y supe de inmediato que la prosa exigía una forma de libertinaje y otra de disciplina."
-Otro aspecto valioso en su libro, es su sentido del humor, que a veces hace arrancar carcajadas. Humor negro. Hay una sana tendencia suya de no tomarse demasiado en serio y de reírse de sí mismo. ¿Tiene genealogía su humor?
"Cuando leí algunos de los cuentos de "El Patio" en una academia literaria y la gente se río a carcajadas, sentí que había conseguido algo. Creo que el humor debe estar en todas partes en la literatura y no notarse en exceso en ninguna. Eso se contradice con las novelas de género, las novelitas llamadas humorísticas, que me recuerdan los monólogos que se colocan como paréntesis en las funciones del Festival de Viña. A veces me río, pero casi siempre espero con impaciencia que vuelva la parte musical. ¿Genealogía? Mi madre y mi abuelo materno eran humoristas naturales."
1 Jorge Edwards retratato, junto al chofer de su padre, en su primer día de colegio.
2 Edwards, junto a su padre Sergio, su madre, Carmen Valdés, y sus dos hermanas, Angélica y Laura.
3 Jorge Edwards junto a familiares.
4 El autor con Pablo Neruda.
"Me gusta el deslizamiento de un género al otro, y la residencia en terrenos limítrofes".
FRAGMENTO ESCOGIDO Del libro "Los círculos morados"
Don Miguel de Unamuno y San Alberto Hurtado
El autor recuerda en este capítulo de sus memorias la fascinación que le produjo de adolescente la lectura de Unamuno y la influencia que tuvo en él -al mismo tiempo-, la figura del padre Hurtado.
JORGE EDWARDS
(...)Unamuno, la lectura de mi adolescencia, que inicié un poco más tarde, era otra cosa: casi (el) extremo opuesto (de Azorín). Conservo los ejemplares gastados, muchas veces releídos, subrayados, descuadernados, de La agonía del cristianismo, Del sentimiento trágico de la vida, Por tierras de Portugal y España, Contra esto y aquello. A diferencia de Azorín, que permitía una lectura lenta, reposada, de cuando en cuando interrumpida. Unamuno me arrastraba en un movimiento continuo de la lengua, como un río pedregoso, fragoroso, ritmo áspero donde ardían las ideas, las conjeturas, las hipótesis contradictorias, las emocionantes intuiciones. Era la corriente de Heráclito, una y múltiple, donde uno nunca se bañaba en las mismas aguas; la pasión demoníaca de Federico Nietzsche, la angustia nórdica, elegante, poética, desesperada, de Soren Kierkegaard, o era Shakespeare, y al otro extremo, don Francisco de Quevedo y Teresa de Ávila. La capacidad de absorción de conocimiento de Unamuno, su asombrosa fiebre lectora, sus admiraciones apasionadas y tajantes rechazos, sus citas constantes y siempre brillantes, me contagiaban y me empujaban a buscar los libros de sus autores más citados. Honoré de Balzac contemplaba la ciudad de París desde una colina y abría las manos gruesas, desaforado, devorado por el deseo, por la ambición: A nous deux, Paris! Don Miguel, a todo esto, detestaba las grandes ciudades y emprendía interminables caminatas campestres, contemplaba ríos, reflexionaba sobre la paciencia y la noción del tiempo de un pescador de caña, subía cerros en las afueras de su Bilbao natal, veía a Dios en arrebatos, en iluminaciones panteístas. Tenía una relación continua, contradictoria, intensa, desgarradoramente personal, con Dios, con el Dios suyo, que provenía en parte del Antiguo Testamento, en parte de Grecia, en parte de Cristo, pero un Cristo revisado por místicos herejes, por reformadores alemanes y del norte de Europa. Odiaba o pretendía odiar a los jesuitas, creaciones de la nación vasca, pero en alguna medida lo fascinaban y los admiraba. Pues bien, la lectura de Miguel de Unamuno tuvo en mí una influencia determinante. Me ayudó a salir de la ortodoxia católica, de sus prácticas obligatorias, de sus ritos eclesiásticos. No sé si había creído en todas esas cosas antes. No me parece, por ejemplo, que la lectura de La agonía del cristianismo me haya conducido a perder la fe católica. Me condujo, más bien, a comprender que mi pretendida fe no era válida, que no pasaba de ser una costumbre impuesta y un miedo a desviarme de ella. En otras palabras, leer aquellas páginas, en aquellas ediciones baratas y simpáticas, era socavar cimientos precarios para quedar en una situación de embriagadora libertad, de maravillosa (peligrosa, dirían algunos) disponibilidad. A partir de ahí, ¿a qué parajes mentales, espirituales, a qué aventuras de la vida y del espíritu, podía encaminarme? Un día, en la clase de religión que nos dictaba el padre Alberto Hurtado, cincuenta o sesenta años más tarde canonizado por la Iglesia Católica, levanté la mano y le pregunté con algo, creo, de audacia y, eso sí, con absoluta candidez:
-¿Qué piensa usted de Miguel de Unamuno, padre?
Como ya lo he dicho, era un tímido con arrestos de valentía suicida, uno que cerraba los ojos y se lanzaba a la pregunta, al debate público, a lo que fuera. Y cuando se lanzaba, las ideas, las reflexiones, las lecturas febriles, las noches lívidas, comenzaban a surgir a borbotones. Parecía que estaban en un puesto de reserva, en alguna antesala intelectual, pero pasaban en una fracción de segundo a la primera fila, a la vanguardia.
-¿Unamuno? -preguntó el padre Hurtado, un poco sorprendido por mi pregunta, y respondió enseguida, con ira, con voz tronante, con ojos que lanzaban centellas-: !Blasfemo, ateo, enemigo de la Iglesia! !No debes leerlo por ningún motivo, bajo ningún concepto!
Dos o tres días después de mi pregunta en clase y de su lapidaria respuesta, me encontró en el patio y me llevó a su celda de más adentro. Me habló con amistad, en un tono tranquilo, preguntando por la familia, sin mencionar a Unamuno, como si ese pequeño encontrón no hubiera existido, y me prestó un libro de poemas en francés de Charles Péguy, y creo que algo de Paul Claudel, y un libro de Raissa Maritain, cuyo título no recuerdo, salvo que tenía algo que ver con la gracia de Dios y con las aventuras a las que podía conducir. El espíritu de San Pablo, que obsesionaba a Unamuno, que era visto por él como relámpago en el camino de Damasco, como iluminación, intensamente comprometida, y que costaba asimilar, aparecía en las páginas de Raissa Maritain de un modo enteramente diferente: un personaje familiar, cuya voz, desde la profundidad de la historia, consolaba y sostenía el ánimo. Habría sido mejor, quizá, para mi tranquilidad, e incluso para mi felicidad, seguir en la línea de Raissa y Jacques Maritain, de Charles Péguy, de Bernanos, en la órbita humana e intelectual del padre Alberto Hurtado, pero el río unamuniano, su pensamiento cuajado de digresiones y arrebatos, de rupturas y cavilaciones, predominaban y, en cierto modo, en definitiva, daban cuenta de todo el resto.
-!Enemigo de la Iglesia! -había advertido el padre Hurtado, sacando pecho, hundiendo la panza, levantando las plantas de los pies con boca bien cerrada, con mirada relampagueante. No dejé, desde luego de leerlo, más bien se redobló mi interés por su lectura, y llegó un día, en la misa de la mañana, en que los compañeros de curso, de manos juntas, pero dándose empujones, abriéndose camino a empeñones disimulados, se levantaron de los bancos de madera y salieron a comulgar, y en que me quedé sentado en mi puesto, mirando al vacío, observado de reojo por el padre Lorenzo ("el Deuva" o "Diúva", apodado así porque tenía ojos que parecían uvas), que paseaba por el pasillo de la nave central, de manos hundidas en las mangas de la sotana, y por el padre González (apodado "el Chicle", como escribí en alguna parte, a causa de su piel aceitosa y pegajosa). Fue una evolución rápida y dramática, profunda, subrayada por numerosos insomnios, por conversaciones que parecían abrir cárceles mentales, por lecturas interminables. Pero dejo por un momento a Unamuno, descanso de Unamuno y descanso de mí mismo, por decirlo de algún modo, y regreso a la órbita del padre Hurtado, que ejerció en mi generación una influencia que no llamaría exactamente intelectual, y ni siquiera, en sentido estricto, religiosa, pero sí moral, social, en último término, política.
El padre Hurtado, cuyo nombre completo era Alberto Hurtado Cruchaga, apellidos reconocibles en el sector de la llamada "gente bien" de Santiago, contemporáneo de mi madre y, según personas discretas, admirador de ella en sus años de juventud, era hombre de carácter fuerte, de disciplina sólida, de espíritu indudablemente generoso, apasionado, llamado a comprometerse a fondo, con entrega total, en grandes causas. Ahora escucho en la memoria una voz muy chilena, casi campesina, que prestaba cariñosa atención a cada persona que se le acercaba, que utilizaba diminutivos curiosos, como patroncito, viejito, y que a veces hablaba de Dios como de El Patrón, indicando el cielo con un dedo, como si el planeta Tierra y el universo entero fueran su fundo. Es decir, había momentos en que parecía que el padre Hurtado estaba en comunicación directa con El Patrón, con El Señor, y que hablaba como representante suyo en la tierra, sin mostrar mayor conciencia de la audacia e incluso de la arrogancia que esto implicaba. Era hombre que insistía en el rigor, en la voluntad que debía tener cada cristiano, pero, más que eso, por encima de eso, en el amor por los demás y por los menos favorecidos, por los pobres. Amar a Cristo era amarlos a ellos, a los pobres, a los miserables de esta tierra, a los humillados y ofendidos. Y aquí venía el lado elocuente, influyente, a menudo impresionante, del padre Hurtado, que un buen católico estaría obligado a identificar hoy día como San Alberto Hurtado. El hombre, colocado delante de la clase, en posición firme, aferrado del infaltable puntero de los jesuitas pedagogos, nos revelaba la flagrante desigualdad social del país, la injusticia que clamaba al cielo, el contraste abismal entre la riqueza de las grandes familias y la pobreza miserable que se exhibía en todas partes, y sobre todo, más escandalosa, más dramática, la de los niños sin casa y que vivían debajo de los puentes del río Mapocho. Nosotros escuchábamos, y un observador superficial habría dicho que éramos insensibles a esa prédica, que volvíamos a nuestras casas ricas donde nunca faltaba nada, donde trabajaba una nube de gente de servicio, y que la palabra de Alberto Hurtado nos había entrado por una oreja y salido por la otra. Pero creo honestamente que no era así. El discurso de la riqueza y la pobreza nos trabajaba por dentro, hacía que empezáramos a ver a esas familias, la propia y las ajenas, con una mirada diferente, más penetrante, menos superficial e ingenua, menos satisfecha: una mirada crítica, destinada a aumentar en profundidad, en rechazos, en revisiones radicales. Algunos de mis compañeros de colegio, la gran mayoría, fueron recuperados por el ambiente social, el de la "gente como uno" y por sus prejuicios, sus ignorancias, sus insolencias, sus portentosas insensibilidades; por sus lenguajes clasistas, racistas, xenófobos, cuya brutalidad no alcanzábamos a captar o no queríamos captar: el de los "rotos de pata rajá", los "indios brutos", los "judíos asquerosos", los "cholos" peruanos o bolivianos, los "macacos" brasileños o ecuatorianos; es decir, todos excepto nosotros, los inteligentes, los blancos, los ingleses o los suizos de América del Sur.
Otros compañeros, sin embargo, cambiaron de las maneras más inesperadas: desde meterse de curas y convertirse a poco andar en curas de izquierda, en jesuitas "progres", que aplicarían, para citar un caso, la Reforma Agraria, con singular energía, a las tierras de sus propias familias, hasta convertirse, quizás, en mapucistas, o comunistas, pasando por una vasta gama intermedia.
(...)
domingo 28 de octubre de 2012
Actualizado a las 6:06 hrs.
NUEVO LIBRO | Se lanza el 10 de noviembre
Jorge Edwards, entre la memoria y la ficción
Próximo a lanzarse en la feria del libro de la Estación Mapocho, "Los Círculos Morados", el primer volumen de sus memorias, el actual embajador en Francia explica que ha querido llegar al fondo de los recuerdos de sus primeros años de vida. Sin autocomplacencia, ni exageraciones, su libro se lee como una confesión, emotiva y que toma muchos riesgos.
DANIEL SWINBURN
Al leer el primer volumen de las memorias de Jorge Edwards, se vienen al recuerdo las palabras que pronunciara Mario Vargas Llosa durante el homenaje que se le rindió al escritor chileno en Santiago en abril pasado: "Jorge resucitó un género que estaba casi extinguido, aquel del memorialista, del cronista, no como género periodístico, sino que como uno creativo. Creo que es un gran cronista, un gran memorialista, que ha utilizado ese género para hacer ficción. Él ha escrito libros como 'Persona non Grata', 'Adiós, Poeta...', sobre Neruda, o 'El Inútil de la Familia', sobre Edwards Bello, todos muy hermosos y que se pueden leer como ficciones y, al mismo tiempo, son testimonios, crónicas... Es un género que él, de alguna manera, reelabora, y su obra está construida, tanto la ficción como los ensayos, a partir de ese género híbrido, de crónica, donde hay memoria, pero también hay invención".
En estas memorias, las palabras de Vargas Llosa cobran renovada vigencia, pues memoria y ficción se confunden incluso en este libro suyo, autobiográfico, donde resalta a menudo el 'género híbrido' del que habla el autor peruano. De todas formas, en "Los círculos morados" no hay sólo un ejercicio literario original. Edwards se propone escribir con mucha honestidad episodios de sus años de infancia y adolescencia, que si bien pueden estar levemente modificados por el paso del tiempo y por su afán de reelaborarlos, entregan al lector una mirada sobre la intimidad del personaje, descarnada y vulnerable, que a ratos toma la forma de confesiones sin asomo de autoindulgencia.
Son memorias abiertas, arriesgadas, donde el autor se expone como no se había visto hasta ahora en nuestra tradición local del género, donde abunda la autocensura o autocomplacencia.
-¿Qué lo motivó a publicar las memorias más honestas escritas por un autor chileno?
"Si las memorias no son honestas, no son memorias. Mis memorias son memorias de escritor, no de escribidor. No lo digo todo, selecciono dentro del caos del pasado, pero lo que digo lo digo buceando en el fondo de las cosas, en lo que André Breton, el padre del surrealismo, llamaba "memoria profunda". La fórmula está citada en el epigrama de mi novela "El peso de la noche". Cuando pasé en mi adolescencia de escribir poesía lírica a escribir cuentos, me puse a recoger historias que formaban parte de la memoria personal o de la memoria colectiva de mi casa, de mi barrio, del colegio, de lugares de la costa central chilena. Evité la escritura demasiado deliberada. La noción de epifanías, iluminaciones repentinas, momentos privilegiados de la memoria, que usaba James Joyce, me sirvió. Y a veces escuchaba una historia y me apropiaba de la memoria ajena, sin pedir permiso."
-En Chile el género de memorias ha sido poco cultivado, y tampoco hay dentro de esa escasez buenos paradigmas. Se recuerdan, las de Alone, "Pretérito Imperfecto". Los "Diarios", de Luis Oyarzún, se acercan a un buen paradigma, pero no fueron publicados en vida. José Donoso, autocensurado por la crítica de familiares...
"A mí me gustan dos libros chilenos de memorias, con cara de tres: 'Recuerdos del pasado', de Vicente Pérez Rosales, que sería un clásico chileno, si Chile fuera un país que sabe reconocer a sus clásicos; 'Memorias de un tolstoyano', de Fernando Santiván, un libro de notable sabiduría y de humor socarrón. El tercero podría ser 'Cuando era muchacho', de José Santos González Vera. José Donoso fue censurado por la familia, una de las grandes instituciones censoras de este mundo. He escrito dos libros de memorias: 'Persona non grata', que tuvo un verdadero récord mundial de censuras, y que sobrevivió a pesar de todo, y 'Adiós, Poeta...', que ahora me gustaría revisar y publicar sin autocensura. No veo ningún motivo para no escribir el tercero, el cuarto y el quinto. Mis crónicas de los viernes son muchas veces memorias en miniatura. En 'Los círculos morados', por lo demás, hay elementos de ficción. La distancia en el tiempo produce vacilaciones de la memoria que favorecen la ficción. Una novela breve mía todavía inédita, 'El descubrimiento de la pintura', es ficción tributaria de mi memoria infantil y adolescente".
-Estas memorias se leen más bien como confesiones en el sentido de que el autor no busca el lucimiento, o la autocomplacencia, como generalmente ocurre en este género. ¿Pensó en una liberación, en un ajuste de cuentas consigo mismo? ¿Qué lo anima a la confesión?
"He leído confesiones y memorias confesionales toda mi vida: desde San Agustín hasta Jean Jacques Rousseau. Los escritos íntimos de Stendhal, sobre todo "Recuerdos de egotismo", son lo que más me gusta de su obra. Prefiero "Cosas vistas", de Victor Hugo (gruesos volúmenes con sus confesiones diarias), a casi todo el resto. Algunos autores se escandalizan frente a la intromisión del autor en sus textos. A mí me pasa lo contrario. Por eso escribí un largo ensayo sobre el brasileño Machado de Assis. Él detiene la acción y se entromete a cada rato. Lo hace con "a pena da galhofa e a tinta da melancolia" (con la pluma de la broma y la tinta de la melancolía). ¿Para qué? Para liberarse, para ajustar cuentas, para todo. Él, autodidacta puro, formado de niño en las favelas de Río, había llegado a conocer el Quijote y amaba las intromisiones bromistas de Cervantes, o esa pluma que escribió el libro y que al final cuenta: dice, en resumen, que existe para narrar esas aventuras y que don Quijote nació para que ella, la pluma, contara sus hazañas."
-¿Cómo se enfrenta un escritor de memorias con la autocensura?
"Escribir en París, en el silencio de las madrugadas, acompañado por el olor del café recién molido, sirvió para distanciar la inevitable autocensura. Si hubiera tratado de hacerlo en el tráfago de la calle Santa Lucía, en medio de chismes telefónicos, brulotes televisivos, dramones o monólogos radiales, creo que no habría podido. Madrugar salía duro, pero después despertaba y tenía la cabeza, y la memoria, y el espíritu, frescos."
-El episodio sobre abuso sexual del que usted fue víctima por parte de un sacerdote jesuita, siendo usted alumno de 11 años en el Colegio San Ignacio, es bastante dramático.
"Contar el episodio fue una forma de catarsis. Sentí que las memorias no habrían sido memorias si no lo hubiera contado. Pero ya doblé esa página. Sentir la necesidad de contar no significa que me guste contarlo."
- "Me celebro y me canto a mí mismo, -escribe usted. Walt Whitman y sus palabras iniciales adquirían un maravilloso despliegue en verso libre. ¿Y yo? Sospecho que también me canto a mí mismo, con mal disimulada satisfacción, pero no sé si me celebro. Y a menudo me desencanto". ¿Un 'Whitman con culpa, sin fe'?
"Un Walt Whitman menos eufórico, más posmoderno. Pero con una conciencia aguda del yo, del drama de la identidad. No podría ser de otra manera."
-"Me siento culpable de haber sido un niño bueno... de haber sido un hipócrita consumado...", escribe más adelante. Y luego agrega: "Y sobró el barro después, debido a la pasión del desquite que me dominó durante largos años: una especie de vergüenza social compensada".
¿Por qué ese desquite no llegó al rompimiento definitivo, total, con su medio, su clase, su familia?
"Porque soy escéptico y soy irónico. No ando reaccionando a palos. No soy Pablo de Rokha ni Perico de los Palotes. Me refugié en un dormitorio del fondo de la casa, escribiendo, leyendo, escuchando música, y escapando de vez en cuando. Lo pienso ahora y llego a la conclusión de que la fórmula no era mala. Cuando me encuentro ahora con la familia, con su lenguaje, con sus temas, me lleno de recuerdos más bien humorística. No he sido parricida ni homicida."
-Hay un capítulo notable, "Don Miguel de Unamuno y San Alberto Hurtado", que tiene una dimensión que puede ir más allá de su recuerdo personal y dar la clave para los cambios que vinieron después en la vida chilena.
"Ya lo explico en el libro. Unamuno me ayudó a ser discrepante, contradictorio, crítico, pero Hurtado me dio una visión directa, cruda, compasiva, solidaria, de la sociedad chilena. Ambos extremos me formaron: lucharon dentro de mí y a la vez se complementaron. Acabo de ver en la mañana una completa colección de fotografías de Sergio Larraín Echenique en la Agencia Magnum. Las fotografías de niños son desgarradoras. Y el impulso inicial, en parte, viene de esa mirada esencial de la compasión humana."
-La familia, escribe usted, es un pozo sin fondo. Da la impresión en sus memorias que sus recuerdos familiares marcaron a fuego buena parte de su identidad como escritor, pues estos nunca han dejado de estar presente en su obra literaria.
"'El orden de las familias' es el título de un cuento mío antologado en todas partes. "Melancolía en las familias", un gran poema del Neruda mejor. Thomas Mann decía que toda novela es una historia de familia. "Los convidados de piedra" es un tejido de historias familiares después del golpe de Estado. Ángelo Rinaldi, gran crítico francés de origen italiano, me dijo hace poco que era un huis clos (Sartre) o un Ángel exterminador (Luis Buñuel), en versión chilena. Causa del encierro: las horas de toque de queda."
-Sobre Joyce, dice: "Descubrí en esas lecturas algo que se convertiría para mí en una norma literaria liberadora. Era la idea de que la ficción se construye a partir de la experiencia: de que es elaboración, recreación, reinvención de la memoria profunda". Forzando un poco el juego, sus novelas a veces se leen como memorias, y sus memorias podrían también leerse como una novela...
"Es verdad que mis memorias se pueden leer como novelas, y mis novelas como memorias. ¿Por qué no? También la "Búsqueda del tiempo perdido" es una memoria monumental, ligeramente convertida en ficciones en algunos sectores (y no soy un loco que se cree Marcel Proust o Thomas Mann). Me gusta el deslizamiento de un género al otro, y la residencia en terrenos limítrofes. Son aventuras admitidas por la concepción actual de la novela, un género literario, a diferencia de otros, cuya evolución no termina. Quizá sea el género experimental por excelencia. Habría que escribir hoy una proclama nueva: "Por una novela sin pureza".
- "Trato de escribir memorias equilibradas, ni vanidosas ni autodestructivas, y me parece que en la línea gruesa no exagero, que trato de evitar a toda costa la exageración y a menudo lo consigo", escribe usted. El impactante episodio que relata de Valery Campbell -un romance de fin de semana que culmina con un suicidio-, ¿no desmiente en parte, esta sentencia?
"En el episodio de Valery Campbell, que es memoria con leves pinceladas de ficción, no exageré nada. Pero volví a sufrir, y hasta me sentí culpable."
-¿Quiso ser alguna vez en su juventud "poeta maldito"?
"Fui amigo de poetas malditos o seudo malditos, pero nunca me propuse imitarlos. Cuando dejé de escribir poesía en mi adolescencia, adopté la prosa como vocación y como residencia definitiva. Y supe de inmediato que la prosa exigía una forma de libertinaje y otra de disciplina."
-Otro aspecto valioso en su libro, es su sentido del humor, que a veces hace arrancar carcajadas. Humor negro. Hay una sana tendencia suya de no tomarse demasiado en serio y de reírse de sí mismo. ¿Tiene genealogía su humor?
"Cuando leí algunos de los cuentos de "El Patio" en una academia literaria y la gente se río a carcajadas, sentí que había conseguido algo. Creo que el humor debe estar en todas partes en la literatura y no notarse en exceso en ninguna. Eso se contradice con las novelas de género, las novelitas llamadas humorísticas, que me recuerdan los monólogos que se colocan como paréntesis en las funciones del Festival de Viña. A veces me río, pero casi siempre espero con impaciencia que vuelva la parte musical. ¿Genealogía? Mi madre y mi abuelo materno eran humoristas naturales."
1 Jorge Edwards retratato, junto al chofer de su padre, en su primer día de colegio.
2 Edwards, junto a su padre Sergio, su madre, Carmen Valdés, y sus dos hermanas, Angélica y Laura.
3 Jorge Edwards junto a familiares.
4 El autor con Pablo Neruda.
"Me gusta el deslizamiento de un género al otro, y la residencia en terrenos limítrofes".
FRAGMENTO ESCOGIDO Del libro "Los círculos morados"
Don Miguel de Unamuno y San Alberto Hurtado
El autor recuerda en este capítulo de sus memorias la fascinación que le produjo de adolescente la lectura de Unamuno y la influencia que tuvo en él -al mismo tiempo-, la figura del padre Hurtado.
JORGE EDWARDS
(...)Unamuno, la lectura de mi adolescencia, que inicié un poco más tarde, era otra cosa: casi (el) extremo opuesto (de Azorín). Conservo los ejemplares gastados, muchas veces releídos, subrayados, descuadernados, de La agonía del cristianismo, Del sentimiento trágico de la vida, Por tierras de Portugal y España, Contra esto y aquello. A diferencia de Azorín, que permitía una lectura lenta, reposada, de cuando en cuando interrumpida. Unamuno me arrastraba en un movimiento continuo de la lengua, como un río pedregoso, fragoroso, ritmo áspero donde ardían las ideas, las conjeturas, las hipótesis contradictorias, las emocionantes intuiciones. Era la corriente de Heráclito, una y múltiple, donde uno nunca se bañaba en las mismas aguas; la pasión demoníaca de Federico Nietzsche, la angustia nórdica, elegante, poética, desesperada, de Soren Kierkegaard, o era Shakespeare, y al otro extremo, don Francisco de Quevedo y Teresa de Ávila. La capacidad de absorción de conocimiento de Unamuno, su asombrosa fiebre lectora, sus admiraciones apasionadas y tajantes rechazos, sus citas constantes y siempre brillantes, me contagiaban y me empujaban a buscar los libros de sus autores más citados. Honoré de Balzac contemplaba la ciudad de París desde una colina y abría las manos gruesas, desaforado, devorado por el deseo, por la ambición: A nous deux, Paris! Don Miguel, a todo esto, detestaba las grandes ciudades y emprendía interminables caminatas campestres, contemplaba ríos, reflexionaba sobre la paciencia y la noción del tiempo de un pescador de caña, subía cerros en las afueras de su Bilbao natal, veía a Dios en arrebatos, en iluminaciones panteístas. Tenía una relación continua, contradictoria, intensa, desgarradoramente personal, con Dios, con el Dios suyo, que provenía en parte del Antiguo Testamento, en parte de Grecia, en parte de Cristo, pero un Cristo revisado por místicos herejes, por reformadores alemanes y del norte de Europa. Odiaba o pretendía odiar a los jesuitas, creaciones de la nación vasca, pero en alguna medida lo fascinaban y los admiraba. Pues bien, la lectura de Miguel de Unamuno tuvo en mí una influencia determinante. Me ayudó a salir de la ortodoxia católica, de sus prácticas obligatorias, de sus ritos eclesiásticos. No sé si había creído en todas esas cosas antes. No me parece, por ejemplo, que la lectura de La agonía del cristianismo me haya conducido a perder la fe católica. Me condujo, más bien, a comprender que mi pretendida fe no era válida, que no pasaba de ser una costumbre impuesta y un miedo a desviarme de ella. En otras palabras, leer aquellas páginas, en aquellas ediciones baratas y simpáticas, era socavar cimientos precarios para quedar en una situación de embriagadora libertad, de maravillosa (peligrosa, dirían algunos) disponibilidad. A partir de ahí, ¿a qué parajes mentales, espirituales, a qué aventuras de la vida y del espíritu, podía encaminarme? Un día, en la clase de religión que nos dictaba el padre Alberto Hurtado, cincuenta o sesenta años más tarde canonizado por la Iglesia Católica, levanté la mano y le pregunté con algo, creo, de audacia y, eso sí, con absoluta candidez:
-¿Qué piensa usted de Miguel de Unamuno, padre?
Como ya lo he dicho, era un tímido con arrestos de valentía suicida, uno que cerraba los ojos y se lanzaba a la pregunta, al debate público, a lo que fuera. Y cuando se lanzaba, las ideas, las reflexiones, las lecturas febriles, las noches lívidas, comenzaban a surgir a borbotones. Parecía que estaban en un puesto de reserva, en alguna antesala intelectual, pero pasaban en una fracción de segundo a la primera fila, a la vanguardia.
-¿Unamuno? -preguntó el padre Hurtado, un poco sorprendido por mi pregunta, y respondió enseguida, con ira, con voz tronante, con ojos que lanzaban centellas-: !Blasfemo, ateo, enemigo de la Iglesia! !No debes leerlo por ningún motivo, bajo ningún concepto!
Dos o tres días después de mi pregunta en clase y de su lapidaria respuesta, me encontró en el patio y me llevó a su celda de más adentro. Me habló con amistad, en un tono tranquilo, preguntando por la familia, sin mencionar a Unamuno, como si ese pequeño encontrón no hubiera existido, y me prestó un libro de poemas en francés de Charles Péguy, y creo que algo de Paul Claudel, y un libro de Raissa Maritain, cuyo título no recuerdo, salvo que tenía algo que ver con la gracia de Dios y con las aventuras a las que podía conducir. El espíritu de San Pablo, que obsesionaba a Unamuno, que era visto por él como relámpago en el camino de Damasco, como iluminación, intensamente comprometida, y que costaba asimilar, aparecía en las páginas de Raissa Maritain de un modo enteramente diferente: un personaje familiar, cuya voz, desde la profundidad de la historia, consolaba y sostenía el ánimo. Habría sido mejor, quizá, para mi tranquilidad, e incluso para mi felicidad, seguir en la línea de Raissa y Jacques Maritain, de Charles Péguy, de Bernanos, en la órbita humana e intelectual del padre Alberto Hurtado, pero el río unamuniano, su pensamiento cuajado de digresiones y arrebatos, de rupturas y cavilaciones, predominaban y, en cierto modo, en definitiva, daban cuenta de todo el resto.
-!Enemigo de la Iglesia! -había advertido el padre Hurtado, sacando pecho, hundiendo la panza, levantando las plantas de los pies con boca bien cerrada, con mirada relampagueante. No dejé, desde luego de leerlo, más bien se redobló mi interés por su lectura, y llegó un día, en la misa de la mañana, en que los compañeros de curso, de manos juntas, pero dándose empujones, abriéndose camino a empeñones disimulados, se levantaron de los bancos de madera y salieron a comulgar, y en que me quedé sentado en mi puesto, mirando al vacío, observado de reojo por el padre Lorenzo ("el Deuva" o "Diúva", apodado así porque tenía ojos que parecían uvas), que paseaba por el pasillo de la nave central, de manos hundidas en las mangas de la sotana, y por el padre González (apodado "el Chicle", como escribí en alguna parte, a causa de su piel aceitosa y pegajosa). Fue una evolución rápida y dramática, profunda, subrayada por numerosos insomnios, por conversaciones que parecían abrir cárceles mentales, por lecturas interminables. Pero dejo por un momento a Unamuno, descanso de Unamuno y descanso de mí mismo, por decirlo de algún modo, y regreso a la órbita del padre Hurtado, que ejerció en mi generación una influencia que no llamaría exactamente intelectual, y ni siquiera, en sentido estricto, religiosa, pero sí moral, social, en último término, política.
El padre Hurtado, cuyo nombre completo era Alberto Hurtado Cruchaga, apellidos reconocibles en el sector de la llamada "gente bien" de Santiago, contemporáneo de mi madre y, según personas discretas, admirador de ella en sus años de juventud, era hombre de carácter fuerte, de disciplina sólida, de espíritu indudablemente generoso, apasionado, llamado a comprometerse a fondo, con entrega total, en grandes causas. Ahora escucho en la memoria una voz muy chilena, casi campesina, que prestaba cariñosa atención a cada persona que se le acercaba, que utilizaba diminutivos curiosos, como patroncito, viejito, y que a veces hablaba de Dios como de El Patrón, indicando el cielo con un dedo, como si el planeta Tierra y el universo entero fueran su fundo. Es decir, había momentos en que parecía que el padre Hurtado estaba en comunicación directa con El Patrón, con El Señor, y que hablaba como representante suyo en la tierra, sin mostrar mayor conciencia de la audacia e incluso de la arrogancia que esto implicaba. Era hombre que insistía en el rigor, en la voluntad que debía tener cada cristiano, pero, más que eso, por encima de eso, en el amor por los demás y por los menos favorecidos, por los pobres. Amar a Cristo era amarlos a ellos, a los pobres, a los miserables de esta tierra, a los humillados y ofendidos. Y aquí venía el lado elocuente, influyente, a menudo impresionante, del padre Hurtado, que un buen católico estaría obligado a identificar hoy día como San Alberto Hurtado. El hombre, colocado delante de la clase, en posición firme, aferrado del infaltable puntero de los jesuitas pedagogos, nos revelaba la flagrante desigualdad social del país, la injusticia que clamaba al cielo, el contraste abismal entre la riqueza de las grandes familias y la pobreza miserable que se exhibía en todas partes, y sobre todo, más escandalosa, más dramática, la de los niños sin casa y que vivían debajo de los puentes del río Mapocho. Nosotros escuchábamos, y un observador superficial habría dicho que éramos insensibles a esa prédica, que volvíamos a nuestras casas ricas donde nunca faltaba nada, donde trabajaba una nube de gente de servicio, y que la palabra de Alberto Hurtado nos había entrado por una oreja y salido por la otra. Pero creo honestamente que no era así. El discurso de la riqueza y la pobreza nos trabajaba por dentro, hacía que empezáramos a ver a esas familias, la propia y las ajenas, con una mirada diferente, más penetrante, menos superficial e ingenua, menos satisfecha: una mirada crítica, destinada a aumentar en profundidad, en rechazos, en revisiones radicales. Algunos de mis compañeros de colegio, la gran mayoría, fueron recuperados por el ambiente social, el de la "gente como uno" y por sus prejuicios, sus ignorancias, sus insolencias, sus portentosas insensibilidades; por sus lenguajes clasistas, racistas, xenófobos, cuya brutalidad no alcanzábamos a captar o no queríamos captar: el de los "rotos de pata rajá", los "indios brutos", los "judíos asquerosos", los "cholos" peruanos o bolivianos, los "macacos" brasileños o ecuatorianos; es decir, todos excepto nosotros, los inteligentes, los blancos, los ingleses o los suizos de América del Sur.
Otros compañeros, sin embargo, cambiaron de las maneras más inesperadas: desde meterse de curas y convertirse a poco andar en curas de izquierda, en jesuitas "progres", que aplicarían, para citar un caso, la Reforma Agraria, con singular energía, a las tierras de sus propias familias, hasta convertirse, quizás, en mapucistas, o comunistas, pasando por una vasta gama intermedia.
(...)
<< Home