De nuestro distinguido consocio el historiador peruano TEODORO HAMPE MARTÍNEZ en el Centro de Estudios Histórico-Militares del Perú
VIDA, APORTES Y DESVENTURAS DE UN BIBLIÓGRAFO ERUDITO:
HOMENAJE A DON CARLOS ALBERTO ROMERO
TEODORO HAMPE MARTÍNEZ
Quisiera empezar agradeciendo al Consejo Directivo del Centro de Estudios Histórico-Militares del Perú en la persona de su Presidente, Gral. Brig. EP Herrmann Hamann Carrillo, por la acogida tan positiva y calurosa que ha otorgado a la iniciativa, formulada por mí, de rendir solemne homenaje a ese ilustre investigador de la bibliografía, la cultura y la historia peruanas que fue don Carlos Alberto Romero (1863-1956). Un día como hoy hace 50 años, en su casa de la cuadra 10 del jirón Paruro, un rincón emblemático del Centro Histórico de Lima, se extinguía la vida de este nonagenario hombre de letras. Por su trabajo de casi sesenta años continuos en la antigua Biblioteca Nacional de Lima, el señor Romero supo ganarse —casi diríamos a pulso— un sitial eminente en la vida intelectual peruana de la primera mitad del siglo XX.
También quisiera expresar mi agradecimiento a los miembros actuales de la familia Romero, quienes portan el recuerdo y el orgullo de haber conocido en la intimidad del hogar a don Carlos Alberto Romero. Me refiero especialmente a la señora Marta de Rutté Romero, su esposo e hijos, que custodian con sabiduría y primor el archivo personal de aquel notable intelectual, y a la señora Renée Romero de Rutté, con quien establecí los primeros contactos. Debo confesar hoy que la idea de hacer un estudio intensivo sobre la vida y obra del académico limeño, Director de esa Biblioteca en la que por tantos años he investigado, me rondaba en la cabeza hace mucho tiempo; pero solamente ahora he podido cumplir este deseo, al tener acceso a un conjunto de información realmente novedosa e importante.
En mi discurso de orden me propongo abordar, en primer lugar, los datos esenciales de la biografía del personaje a quien rendimos homenaje esta noche, señalando al mismo tiempo los jalones más importantes de su contribución como erudito bibliógrafo, editor e historiador, dedicado especialmente a investigar sucesos y personajes del primer contacto hispano-andino y al desarrollo de nuestra sociedad colonial. Luego enfocaré mi atención en las cartas, manuscritos y apuntes originales que contiene el archivo de la familia Romero, para dar a conocer algunos aspectos inéditos de la enorme trayectoria que siguió y nos ha dejado, casi a la manera de un libro abierto, don Carlos Alberto Romero. Un personaje a quien muchos hubieran querido relegar a un oscuro lugar de nuestra historia académica, pero que ahora rescatamos con todo el relieve que se merece.
TRAYECTORIA VITAL DE DON CARLOS ALBERTO ROMERO
En el numeroso hogar formado por don Manuel Santiago Ramírez y Portal y su esposa doña Manuela Ramírez vino al mundo, el 12 de agosto de 1863, en la ciudad de Lima, don Carlos Alberto Romero Ramírez. Las imágenes del álbum familiar le muestran rodeado de sus ocho hermanos, con numerosos sobrinos y sobrinas, que alcanzaron variada figuración en la actividad periodística, la institución castrense y el desarrollo económico y social de esta capital. Se sabe que don Carlos Alberto era nieto por línea materna de uno de los próceres de la Emancipación, don José María Ramírez, firmante del Acta de la Declaración de la Independencia de Lima, tal como lo acredita su diploma de socio activo de la Benemérita Sociedad Fundadores de la Independencia (1928).
Nuestro personaje pasó su infancia en la vecindad de la parroquia del Sagrado Corazón de Jesús (mejor conocida como Los Huérfanos) y cursó las primeras letras en la escuela dirigida por el maestro Agustín de la Rosa Toro, para pasar después a realizar su formación secundaria en el Colegio Nacional de Nuestra Señora de Guadalupe. Sin embargo, la juventud de don Carlos Alberto Romero quedaría marcada por la guerra del Pacífico y la dramática ocupación de Lima por las tropas chilenas. Tenía solo 17 años cuando fue llamado a combatir en la batalla de Miraflores en las filas de la Reserva, integrándose al batallón n° 2, que comandaba el sargento Augusto B. Leguía. Consta que por este hecho recibiría una pensión del Ejército Peruano hasta la fecha de su muerte.
En los meses finales de 1883, una vez acabada la guerra, ingresó a trabajar como meritorio en la Biblioteca Nacional, cuyo local había sufrido un terrible expolio y destrucción a manos de las fuerzas militares chilenas. El propio señor Romero refiere, en uno de sus apuntes manuscritos, que hacia febrero de 1882 había comenzado a frecuentar a don Enrique Torres Saldamando, destacado polígrafo, muy especializado en la historia colonial del Perú. Había sido Torres conservador en la primigenia Biblioteca Nacional bajo la dirección del coronel Manuel de Odriozola, con quien mantenía estrechas relaciones de amistad e intelectuales, haciéndole frecuentes y largas visitas. Y al producirse la restauración de dicho personaje a su oficio de conservador, habló éste a don Ricardo Palma poniéndole en consideración las aficiones históricas y bibliográficas de Romero y su buen manejo del inglés, francés y latín, que había aprendido en el colegio.
El 4 de diciembre de 1883 fue nombrado auxiliar de la Biblioteca Nacional, y asignado a la sección América, con sueldo de 40 soles mensuales, para colaborar estrechamente en la tarea restauradora que emprendía el famoso “Bibliotecario mendigo”. Lo que no pudo adquirir don Carlos Alberto Romero mediante formación académica, pues de hecho le resultó imposible sostener a su familia y seguir una carrera en la Universidad, lo ganó por virtud de su honradez intelectual y su directa vinculación con los más importantes científicos de aquel tiempo. El ascenso de Romero como funcionario de la Biblioteca —primero a amanuense, después a conservador y más tarde a subdirector— fue amparado en las recomendaciones de don Ricardo Palma, quien en un oficio de noviembre de 1888 escribía: “Posee buen carácter de letra y le tengo confiados el arreglo y cuidado del archivo y sala de depósito, a la vez que la comisión de recoger la correspondencia y libros del correo...”.
Los reconocimientos académicos y oficiales, tanto en el país como en el extranjero, sirvieron de premio a la carrera del ilustre autodidacta, que llegó a merecer el 8 de junio de 1928, por nombramiento del Presidente Augusto B. Leguía, el cargo de Director de la Biblioteca Nacional. Un importante historiador que nos ha dejado recientemente, don Guillermo Lohmann Villena, recordaba las estentóreas conversaciones que había mantenido en la Biblioteca con el viejo y sordo Romero, “venerable ejemplar de erudito decimonónico”. El hecho desafortunado es que le tocó hallarse en la Dirección de ese establecimiento cuando se produjo su devastador incendio, aparentemente por causa de un cortocircuito, en la madrugada del 11 de mayo de 1943. El local quedó casi destruido. Las salas Europa, América, el salón de lectura y el depósito de publicaciones fueron pasto de las llamas y no se pudo salvar nada.
SU APORTACIÓN INTELECTUAL: BIBLIOGRAFÍA E HISTORIA
La colección de cartas y papeles que han conservado, felizmente, los descendientes de don Carlos Alberto Romero nos da cuenta de la relación frecuente y amistosa que el bibliógrafo sostuvo con el chileno José Toribio Medina, con el alemán Max Uhle, con el estadounidense Hiram Bingham, con Enrique Torres Saldamando, Pablo Patrón, Manuel González de la Rosa, Luis E. Valcárcel y otros investigadores nacionales de primer orden en su tiempo. No sorprende, por lo tanto, que Romero fuese llamado a integrar la primera junta directiva del Instituto Histórico del Perú (hoy Academia Nacional de la Historia), en febrero de 1905, asumiendo la plaza de Director de la Revista Histórica. En las sucesivas entregas de esta publicación, dio a conocer decenas de estudios y aportaciones documentales.
Ya en 1899, la tarea historiográfica de nuestro personaje había sido premiada por el Ateneo de Lima (que presidía don Eugenio Larrabure y Unanue), al ganar la medalla de oro en el concurso de monografías históricas con Los de la Isla de Gallo, una minuciosa examinación biográfica de los más famosos y antiguos compañeros de Pizarro. Muchas de las contribuciones que dio a luz en la Revista Histórica circularían también como folletos, como es el caso de Los orígenes del periodismo en el Perú: de la relación al diario (1940), un trabajo que preparó originalmente para recibir la distinción de doctor honoris causa por la Facultad de Letras de la Universidad Mayor de San Marcos.
Al mismo tiempo, es de recordar que aportó trabajos sobre algunas instituciones del régimen prehispánico (como Tincunakuspa: la prueba del matrimonio entre los indios, de 1923) y una serie de ediciones de documentos del período colonial, empezando por la Memoria del virrey del Perú, marqués de Avilés, en 1901. Acompañado por el catedrático sanmarquino y director del Archivo Nacional, don Horacio H. Urteaga, inició en 1916 la famosa Colección de libros y documentos referentes a la historia del Perú, útil sin duda por el afán de recoger una serie de textos que andaban dispersos u olvidados en los archivos, pero reprochable algunas veces por su falta de rigor en la heurística documental. Romero aportó a esta Colección las biografías de los dos Cristóbal de Molina, de Polo de Ondegardo, de Pedro Pizarro, de Miguel Cabello Valboa, de Titu Cusi Yupanqui, de Martín de Murúa, de Pablo José de Arriaga, de Francisco de Ávila, de José y Francisco Mugaburu, y de varios otros cronistas de los siglos XVI y XVII.
En los años de 1940, secundando la iniciativa editorial de Francisco A. Loayza, colaboró en la colección denominada Los pequeños grandes libros de historia americana. Por esta inmensa contribución a la bibliografía peruana y continental, fue distinguido con la medalla de oro del Concejo Provincial de Lima, y fue nombrado presidente honorario del Instituto Sanmartiniano del Perú, miembro correspondiente de la Real Academia de la Historia de Madrid, de la Academia Chilena de la Historia, de la Sociedad de Americanistas de París, de las Academias Nacionales de la Historia de Argentina, Bolivia, Ecuador y Venezuela, del Instituto Histórico y Geográfico del Uruguay, etc. Pero sus enemigos —que al parecer no eran pocos— fueron implacables con el señor Romero cuando llegó la hora de su enjuiciamiento y de su desafuero administrativo, tras el incendio de la Biblioteca Nacional en 1943.
Se formó entonces una comisión investigadora para determinar las causas del siniestro, que fue integrada por José Gálvez Barrenechea, Honorio Delgado y Luis Alayza y Paz Soldán. Mucho se ha comentado acerca de la responsabilidad que pudiera haber tocado al Director por la desaparición irremediable de los fondos manuscritos e impresos que estaban a su cargo. El hecho cierto es que la pesquisa judicial, en la cual Romero fue defendido por don Rafael Loredo Mendívil (otro recordado investigador de antiguallas), terminó absolviéndolo por carencia de pruebas sobre una eventual negligencia.
UN VISTAZO A LOS MATERIALES DEL ARCHIVO ROMERO
Una larga serie de diplomas académicos, remitidos desde lugares tan diversos como Río de Janeiro, París, Quito, Buenos Aires, Santiago de Chile, La Paz, Caracas, Montevideo o Washington, D.C., dan cuenta de los numerosos contactos personales y de los reconocimientos internacionales que mereció el hombre de letras limeño. Su archivo contiene también apuntes manuscritos, recortes de periódicos, fotografías tomadas en diferentes ocasiones, y testimonios relacionados con su calidad de pensionista. Entre estos últimos, mencionaremos la Resolución Suprema N° 224/DAM, del 7 de abril de 1954, expidiendo nueva cédula de premio a don Carlos A. Romero como sobreviviente calificado de la batalla de Miraflores, con una pensión de 300 soles mensuales, y la Resolución Suprema N° 272/ED, del 29 de agosto de 1956, renovando la cédula de jubilación a favor del señor Romero por 52 años, 4 meses y 6 días de servicio efectivo en la Biblioteca Nacional.
Sin embargo, son obviamente más importantes y jugosas las piezas de su correspondencia personal. Da la impresión de que Romero hubiera hecho una selección de las cartas en los últimos años de su vida, pues el archivo que está en manos de su descendencia contiene especialmente misivas que resultan favorables a su imagen y que aparecen nombradas o aludidas en el prólogo a la obra inconclusa de don Carlos Alberto: Adiciones a la Imprenta en Lima, sobre la cual hablaremos en el acápite final. Entre las cartas que llegaron a su despacho de algunos colegas y amigos, ofreciendo su colaboración para el rescate de la Biblioteca Nacional después del incendio, hallamos la constatación de que las autoridades gubernativas nada habían hecho para dotar a ese establecimiento de cajas y estanterías de material no inflamable.
En tal sentido, merece la pena citar una carta de doña Emilia Romero de Valle, datada en Ciudad de México el 12 de mayo de 1943. La señora de Valle, peruana casada con un destacado intelectual hondureño, era una rendida admiradora del Director de la Biblioteca Nacional, y se había encargado de completar y actualizar la Bio-bibliografía de D. Carlos A. Romero, publicada originalmente por Jorge Guillermo Leguía en el Boletín Bibliográfico de la Universidad Mayor de San Marcos (1927). En la carta a la cual nos referimos denunciaba doña Emilia: “Es la incuria de todos nuestros gobiernos, que trataron a la Biblioteca con el mayor desdén, la verdadera causante de este desastre. Nunca se les ocurrió que la riqueza bibliográfica que allí teníamos debía cuidarse en forma debida, porque en el fondo la desdeñaban...”.
La correspondencia de Romero incluye una serie de piezas manuscritas de don Manuel González de la Rosa, el minucioso historiógrafo y afligido investigador peruano que radicaba en París. Como es de suponer, ambos personajes se transmitían noticias puntuales acerca de la copia y edición de manuscritos de tema peruano que se hallaban en las principales bibliotecas de París, Madrid y Londres, o bien tomaban acuerdos sobre el modo de publicar las contribuciones de La Rosa en la Revista Histórica, órgano del Instituto Histórico del Perú, donde nuestro personaje ejerció su magisterio indiscutible como Director por cerca de cuarenta años (tomos I a XVI, de 1906 a 1943).
No dejan de ser interesantes, además, las cartas autógrafas de Max Uhle, el etnógrafo y arqueólogo de origen sajón que vivió por cerca de cuarenta años en el continente americano y llegó a ser el primer director del Museo de Historia Nacional, en Lima, a partir de 1906. Una de sus comunicaciones refiere —con sabrosos comentarios— lo bueno, lo novedoso y lo aburrido del XVI Congreso Internacional de Americanistas, que tuvo lugar en Viena en 1908. A pesar de que nunca llegó a manejar suficientemente el idioma castellano, la prosa de Uhle se hace clara y rotunda al señalar, en carta del 22 de junio de 1933, que “casi podría agradecerle [a este país, el Perú] por haberme dado mayores facilidades de conocer el continente expulsándome de él de una manera fea e inmerecida...”.
Por último, debemos mencionar la correspondencia intercambiada por el señor Romero con el gran bibliógrafo y erudito de Santiago de Chile, don José Toribio Medina, una autoridad indiscutida en materias de Inquisición, tipografía y circulación de libros en toda Hispanoamérica durante la época colonial. El cuidado con que Romero conservó las misivas despachadas por Medina, nos permite reconstruir el curso de su vinculación amistosa y profesional desde el año 1890. En esta fecha, justamente, se había publicado la obra mediniana Epítome de la Imprenta en Lima —como un anticipo de posteriores indagaciones— y el autor se dirigía al bibliógrafo peruano para solicitar su ayuda en la compulsa definitiva de los materiales, a cambio de un pago por cada ficha que aportase desde la Biblioteca Nacional de Lima.
LEGADO INCONCLUSO: ADICIONES A LA IMPRENTA EN LIMA
En 1904, don José Toribio Medina empezó a publicar la versión definitiva de una de sus obras más importantes y ambiciosas: La Imprenta en Lima (1584-1824), que llegó a formar un conjunto de cuatro tomos. Se trata de una contribución rigurosa y objetiva, cuya fama descansa en la amplia documentación que le acompaña, y cumple el propósito de describir todos los libros, folletos, bandos de autoridades e inclusive papeles privados que salieron de las prensas de la ciudad de Lima durante la época de dominación española. Bien sabido es, por cierto, que a nuestra capital corresponde el privilegio de haber sido la primera ciudad donde se imprimieron textos en América del Sur.
Hay que señalar que la bibliografía acopiada por el serio y erudito investigador chileno, si bien expone 3.948 títulos, dejó al margen infinidad de hojas sueltas impresas, como podían ser “papeletas de alistamiento en el ejército, certificados de embarque de mercaderías, boletos de aduana, recibos de las cajas reales, de mortaja, recibos de ciertas congregaciones, títulos expedidos por algunas cofradías a sus socios”, etc. De aquí se explica que su obra sea factible de perfección y aumento, según lo han demostrado —con diversas listas de adiciones— estudiosos como el P. Rubén Vargas Ugarte, Graciela Araujo Espinoza y don Carlos Alberto Romero.
El trabajo original del señor Romero, Adiciones a la Imprenta en Lima, se compone de 1.015 papeletas bibliográficas, más 131 hojas suplementarias de apéndices documentales. En ellas ha reunido información sobre algunos libros que escaparon al conocimiento de Medina, así como la descripción de numerosos calendarios, añalejos de rezo, novenas, decretos de los virreyes, avisos, oraciones y carteles de toros. Consta que nuestro personaje tenía su compilación lista para el año 1929, pues una carta remitida entonces por el Director General de Bibliotecas, Archivos y Museos de Chile, don Eduardo Barrios Hudtwalcker, hablaba de la posibilidad de editar las Adiciones en ese país vecino: ya sea en la Universidad de Chile o en los nuevos talleres de imprenta de la Biblioteca Nacional santiaguina.
Transcurrieron los años, empero, sin que pudiera llevarse a efecto ese proyecto editorial, no obstante haber manifestado Barrios Hudtwalcker que “una adición de 1.500 papeletas a la obra de Medina significa obra considerable, probablemente insospechada para muchos...”. Y es un hecho conocido que las puertas de la vida institucional y la actividad editorial quedaron prácticamente cerradas para don Carlos Alberto Romero después del incendio de la Biblioteca Nacional. Pero hacia el año 1950 su proyecto de libro pareció recibir finalmente acogida de parte de don Abraham Klein, por entonces responsable de la Librería Internacional del Perú, con lo cual se animó el bibliógrafo limeño a escribir un juicioso e iluminativo prólogo, el cual nos proponemos publicar enseguida, junto con varias cartas y documentos de nuestro homenajeado.
Tampoco llegaría a materializarse la inversión de la Librería Internacional en una obra que, si bien valiosa, no garantizaba el éxito en su salida comercial. Por esta razón el P. Vargas Ugarte —sacerdote jesuita e historiador, quien siempre estuvo al lado de su amigo Romero— le propuso como solución presentar esa obra al Concurso de Fomento de la Cultura de 1954, convocado por el Ministerio de Educación Pública. Un diploma otorgado el 20 de julio de 1955 acredita que las Adiciones a la Imprenta de Lima de don Carlos Alberto Romero se hicieron con el Premio Inca Garcilaso, como la mejor contribución de ese año en el área de Historia del Perú.
Con motivo de esta noticia, los periódicos de la época volvieron a ocuparse del señor Romero, quien se encontraba viudo y enfermo, y vivía con una modesta pensión del Estado, próximo a cumplir 92 años de edad. De más está decir que la publicación de su obra inconclusa, que hubiera sido el mejor de los premios para él, tampoco llegó en esa oportunidad.
* * * *
Hoy en día las papeletas originales de Adiciones a la Imprenta en Lima se conservan en la biblioteca del Instituto Riva-Agüero, de la Pontificia Universidad Católica del Perú, que las recibió hace algunos años como parte de la riquísima colección de libros, folletos y revistas que poseyera don Félix Denegri Luna. Este académico vino a ser el poseedor del manuscrito, porque había intervenido muchos años en las tentativas para sacarlo a publicidad. Estoy firmemente persuadido de que la obra de don Carlos Alberto Romero debe finalmente circular en letras de molde, como testimonio de gratitud y reconocimiento a los diversos personajes que han estado comprometidos en la elaboración de dicho trabajo, tanto en el Perú como en Chile. En mi calidad de historiador peruano, y a la vez miembro de la Sociedad de Bibliófilos Chilenos, puedo decir a ustedes que las gestiones en favor de una edición mancomunada se hallan bastante avanzadas.
Esta historia quedaría incompleta, en fin, si no evocáramos que el viernes 31 de agosto de 1956 —hace medio siglo— fallecía en su casa de los Barrios Altos de Lima don Carlos Alberto Romero, rodeado del afecto de sus hijas Delia Rosa y Carmela Virginia Romero Viera. Tenía entonces 93 años de edad y podía contemplar con orgullo su vasta obra como bibliógrafo, investigador histórico, editor de crónicas y documentos y facilitador de las tareas de investigación de muchísimas personas en la antigua Biblioteca Nacional. Su personalidad y su legado intelectual han trascendido, de hecho, las sombras y los decenios que siguieron a su muerte. Hoy que los rencores del pasado deben ceder el paso a la evaluación desaprensiva e imparcial de los hombres (y mujeres) que nos han antecedido en las tareas de estudio, nada más digno que poner en su merecido lugar la contribución del exquisito hombre de letras que fue el señor Romero.
También quisiera expresar mi agradecimiento a los miembros actuales de la familia Romero, quienes portan el recuerdo y el orgullo de haber conocido en la intimidad del hogar a don Carlos Alberto Romero. Me refiero especialmente a la señora Marta de Rutté Romero, su esposo e hijos, que custodian con sabiduría y primor el archivo personal de aquel notable intelectual, y a la señora Renée Romero de Rutté, con quien establecí los primeros contactos. Debo confesar hoy que la idea de hacer un estudio intensivo sobre la vida y obra del académico limeño, Director de esa Biblioteca en la que por tantos años he investigado, me rondaba en la cabeza hace mucho tiempo; pero solamente ahora he podido cumplir este deseo, al tener acceso a un conjunto de información realmente novedosa e importante.
En mi discurso de orden me propongo abordar, en primer lugar, los datos esenciales de la biografía del personaje a quien rendimos homenaje esta noche, señalando al mismo tiempo los jalones más importantes de su contribución como erudito bibliógrafo, editor e historiador, dedicado especialmente a investigar sucesos y personajes del primer contacto hispano-andino y al desarrollo de nuestra sociedad colonial. Luego enfocaré mi atención en las cartas, manuscritos y apuntes originales que contiene el archivo de la familia Romero, para dar a conocer algunos aspectos inéditos de la enorme trayectoria que siguió y nos ha dejado, casi a la manera de un libro abierto, don Carlos Alberto Romero. Un personaje a quien muchos hubieran querido relegar a un oscuro lugar de nuestra historia académica, pero que ahora rescatamos con todo el relieve que se merece.
TRAYECTORIA VITAL DE DON CARLOS ALBERTO ROMERO
En el numeroso hogar formado por don Manuel Santiago Ramírez y Portal y su esposa doña Manuela Ramírez vino al mundo, el 12 de agosto de 1863, en la ciudad de Lima, don Carlos Alberto Romero Ramírez. Las imágenes del álbum familiar le muestran rodeado de sus ocho hermanos, con numerosos sobrinos y sobrinas, que alcanzaron variada figuración en la actividad periodística, la institución castrense y el desarrollo económico y social de esta capital. Se sabe que don Carlos Alberto era nieto por línea materna de uno de los próceres de la Emancipación, don José María Ramírez, firmante del Acta de la Declaración de la Independencia de Lima, tal como lo acredita su diploma de socio activo de la Benemérita Sociedad Fundadores de la Independencia (1928).
Nuestro personaje pasó su infancia en la vecindad de la parroquia del Sagrado Corazón de Jesús (mejor conocida como Los Huérfanos) y cursó las primeras letras en la escuela dirigida por el maestro Agustín de la Rosa Toro, para pasar después a realizar su formación secundaria en el Colegio Nacional de Nuestra Señora de Guadalupe. Sin embargo, la juventud de don Carlos Alberto Romero quedaría marcada por la guerra del Pacífico y la dramática ocupación de Lima por las tropas chilenas. Tenía solo 17 años cuando fue llamado a combatir en la batalla de Miraflores en las filas de la Reserva, integrándose al batallón n° 2, que comandaba el sargento Augusto B. Leguía. Consta que por este hecho recibiría una pensión del Ejército Peruano hasta la fecha de su muerte.
En los meses finales de 1883, una vez acabada la guerra, ingresó a trabajar como meritorio en la Biblioteca Nacional, cuyo local había sufrido un terrible expolio y destrucción a manos de las fuerzas militares chilenas. El propio señor Romero refiere, en uno de sus apuntes manuscritos, que hacia febrero de 1882 había comenzado a frecuentar a don Enrique Torres Saldamando, destacado polígrafo, muy especializado en la historia colonial del Perú. Había sido Torres conservador en la primigenia Biblioteca Nacional bajo la dirección del coronel Manuel de Odriozola, con quien mantenía estrechas relaciones de amistad e intelectuales, haciéndole frecuentes y largas visitas. Y al producirse la restauración de dicho personaje a su oficio de conservador, habló éste a don Ricardo Palma poniéndole en consideración las aficiones históricas y bibliográficas de Romero y su buen manejo del inglés, francés y latín, que había aprendido en el colegio.
El 4 de diciembre de 1883 fue nombrado auxiliar de la Biblioteca Nacional, y asignado a la sección América, con sueldo de 40 soles mensuales, para colaborar estrechamente en la tarea restauradora que emprendía el famoso “Bibliotecario mendigo”. Lo que no pudo adquirir don Carlos Alberto Romero mediante formación académica, pues de hecho le resultó imposible sostener a su familia y seguir una carrera en la Universidad, lo ganó por virtud de su honradez intelectual y su directa vinculación con los más importantes científicos de aquel tiempo. El ascenso de Romero como funcionario de la Biblioteca —primero a amanuense, después a conservador y más tarde a subdirector— fue amparado en las recomendaciones de don Ricardo Palma, quien en un oficio de noviembre de 1888 escribía: “Posee buen carácter de letra y le tengo confiados el arreglo y cuidado del archivo y sala de depósito, a la vez que la comisión de recoger la correspondencia y libros del correo...”.
Los reconocimientos académicos y oficiales, tanto en el país como en el extranjero, sirvieron de premio a la carrera del ilustre autodidacta, que llegó a merecer el 8 de junio de 1928, por nombramiento del Presidente Augusto B. Leguía, el cargo de Director de la Biblioteca Nacional. Un importante historiador que nos ha dejado recientemente, don Guillermo Lohmann Villena, recordaba las estentóreas conversaciones que había mantenido en la Biblioteca con el viejo y sordo Romero, “venerable ejemplar de erudito decimonónico”. El hecho desafortunado es que le tocó hallarse en la Dirección de ese establecimiento cuando se produjo su devastador incendio, aparentemente por causa de un cortocircuito, en la madrugada del 11 de mayo de 1943. El local quedó casi destruido. Las salas Europa, América, el salón de lectura y el depósito de publicaciones fueron pasto de las llamas y no se pudo salvar nada.
SU APORTACIÓN INTELECTUAL: BIBLIOGRAFÍA E HISTORIA
La colección de cartas y papeles que han conservado, felizmente, los descendientes de don Carlos Alberto Romero nos da cuenta de la relación frecuente y amistosa que el bibliógrafo sostuvo con el chileno José Toribio Medina, con el alemán Max Uhle, con el estadounidense Hiram Bingham, con Enrique Torres Saldamando, Pablo Patrón, Manuel González de la Rosa, Luis E. Valcárcel y otros investigadores nacionales de primer orden en su tiempo. No sorprende, por lo tanto, que Romero fuese llamado a integrar la primera junta directiva del Instituto Histórico del Perú (hoy Academia Nacional de la Historia), en febrero de 1905, asumiendo la plaza de Director de la Revista Histórica. En las sucesivas entregas de esta publicación, dio a conocer decenas de estudios y aportaciones documentales.
Ya en 1899, la tarea historiográfica de nuestro personaje había sido premiada por el Ateneo de Lima (que presidía don Eugenio Larrabure y Unanue), al ganar la medalla de oro en el concurso de monografías históricas con Los de la Isla de Gallo, una minuciosa examinación biográfica de los más famosos y antiguos compañeros de Pizarro. Muchas de las contribuciones que dio a luz en la Revista Histórica circularían también como folletos, como es el caso de Los orígenes del periodismo en el Perú: de la relación al diario (1940), un trabajo que preparó originalmente para recibir la distinción de doctor honoris causa por la Facultad de Letras de la Universidad Mayor de San Marcos.
Al mismo tiempo, es de recordar que aportó trabajos sobre algunas instituciones del régimen prehispánico (como Tincunakuspa: la prueba del matrimonio entre los indios, de 1923) y una serie de ediciones de documentos del período colonial, empezando por la Memoria del virrey del Perú, marqués de Avilés, en 1901. Acompañado por el catedrático sanmarquino y director del Archivo Nacional, don Horacio H. Urteaga, inició en 1916 la famosa Colección de libros y documentos referentes a la historia del Perú, útil sin duda por el afán de recoger una serie de textos que andaban dispersos u olvidados en los archivos, pero reprochable algunas veces por su falta de rigor en la heurística documental. Romero aportó a esta Colección las biografías de los dos Cristóbal de Molina, de Polo de Ondegardo, de Pedro Pizarro, de Miguel Cabello Valboa, de Titu Cusi Yupanqui, de Martín de Murúa, de Pablo José de Arriaga, de Francisco de Ávila, de José y Francisco Mugaburu, y de varios otros cronistas de los siglos XVI y XVII.
En los años de 1940, secundando la iniciativa editorial de Francisco A. Loayza, colaboró en la colección denominada Los pequeños grandes libros de historia americana. Por esta inmensa contribución a la bibliografía peruana y continental, fue distinguido con la medalla de oro del Concejo Provincial de Lima, y fue nombrado presidente honorario del Instituto Sanmartiniano del Perú, miembro correspondiente de la Real Academia de la Historia de Madrid, de la Academia Chilena de la Historia, de la Sociedad de Americanistas de París, de las Academias Nacionales de la Historia de Argentina, Bolivia, Ecuador y Venezuela, del Instituto Histórico y Geográfico del Uruguay, etc. Pero sus enemigos —que al parecer no eran pocos— fueron implacables con el señor Romero cuando llegó la hora de su enjuiciamiento y de su desafuero administrativo, tras el incendio de la Biblioteca Nacional en 1943.
Se formó entonces una comisión investigadora para determinar las causas del siniestro, que fue integrada por José Gálvez Barrenechea, Honorio Delgado y Luis Alayza y Paz Soldán. Mucho se ha comentado acerca de la responsabilidad que pudiera haber tocado al Director por la desaparición irremediable de los fondos manuscritos e impresos que estaban a su cargo. El hecho cierto es que la pesquisa judicial, en la cual Romero fue defendido por don Rafael Loredo Mendívil (otro recordado investigador de antiguallas), terminó absolviéndolo por carencia de pruebas sobre una eventual negligencia.
UN VISTAZO A LOS MATERIALES DEL ARCHIVO ROMERO
Una larga serie de diplomas académicos, remitidos desde lugares tan diversos como Río de Janeiro, París, Quito, Buenos Aires, Santiago de Chile, La Paz, Caracas, Montevideo o Washington, D.C., dan cuenta de los numerosos contactos personales y de los reconocimientos internacionales que mereció el hombre de letras limeño. Su archivo contiene también apuntes manuscritos, recortes de periódicos, fotografías tomadas en diferentes ocasiones, y testimonios relacionados con su calidad de pensionista. Entre estos últimos, mencionaremos la Resolución Suprema N° 224/DAM, del 7 de abril de 1954, expidiendo nueva cédula de premio a don Carlos A. Romero como sobreviviente calificado de la batalla de Miraflores, con una pensión de 300 soles mensuales, y la Resolución Suprema N° 272/ED, del 29 de agosto de 1956, renovando la cédula de jubilación a favor del señor Romero por 52 años, 4 meses y 6 días de servicio efectivo en la Biblioteca Nacional.
Sin embargo, son obviamente más importantes y jugosas las piezas de su correspondencia personal. Da la impresión de que Romero hubiera hecho una selección de las cartas en los últimos años de su vida, pues el archivo que está en manos de su descendencia contiene especialmente misivas que resultan favorables a su imagen y que aparecen nombradas o aludidas en el prólogo a la obra inconclusa de don Carlos Alberto: Adiciones a la Imprenta en Lima, sobre la cual hablaremos en el acápite final. Entre las cartas que llegaron a su despacho de algunos colegas y amigos, ofreciendo su colaboración para el rescate de la Biblioteca Nacional después del incendio, hallamos la constatación de que las autoridades gubernativas nada habían hecho para dotar a ese establecimiento de cajas y estanterías de material no inflamable.
En tal sentido, merece la pena citar una carta de doña Emilia Romero de Valle, datada en Ciudad de México el 12 de mayo de 1943. La señora de Valle, peruana casada con un destacado intelectual hondureño, era una rendida admiradora del Director de la Biblioteca Nacional, y se había encargado de completar y actualizar la Bio-bibliografía de D. Carlos A. Romero, publicada originalmente por Jorge Guillermo Leguía en el Boletín Bibliográfico de la Universidad Mayor de San Marcos (1927). En la carta a la cual nos referimos denunciaba doña Emilia: “Es la incuria de todos nuestros gobiernos, que trataron a la Biblioteca con el mayor desdén, la verdadera causante de este desastre. Nunca se les ocurrió que la riqueza bibliográfica que allí teníamos debía cuidarse en forma debida, porque en el fondo la desdeñaban...”.
La correspondencia de Romero incluye una serie de piezas manuscritas de don Manuel González de la Rosa, el minucioso historiógrafo y afligido investigador peruano que radicaba en París. Como es de suponer, ambos personajes se transmitían noticias puntuales acerca de la copia y edición de manuscritos de tema peruano que se hallaban en las principales bibliotecas de París, Madrid y Londres, o bien tomaban acuerdos sobre el modo de publicar las contribuciones de La Rosa en la Revista Histórica, órgano del Instituto Histórico del Perú, donde nuestro personaje ejerció su magisterio indiscutible como Director por cerca de cuarenta años (tomos I a XVI, de 1906 a 1943).
No dejan de ser interesantes, además, las cartas autógrafas de Max Uhle, el etnógrafo y arqueólogo de origen sajón que vivió por cerca de cuarenta años en el continente americano y llegó a ser el primer director del Museo de Historia Nacional, en Lima, a partir de 1906. Una de sus comunicaciones refiere —con sabrosos comentarios— lo bueno, lo novedoso y lo aburrido del XVI Congreso Internacional de Americanistas, que tuvo lugar en Viena en 1908. A pesar de que nunca llegó a manejar suficientemente el idioma castellano, la prosa de Uhle se hace clara y rotunda al señalar, en carta del 22 de junio de 1933, que “casi podría agradecerle [a este país, el Perú] por haberme dado mayores facilidades de conocer el continente expulsándome de él de una manera fea e inmerecida...”.
Por último, debemos mencionar la correspondencia intercambiada por el señor Romero con el gran bibliógrafo y erudito de Santiago de Chile, don José Toribio Medina, una autoridad indiscutida en materias de Inquisición, tipografía y circulación de libros en toda Hispanoamérica durante la época colonial. El cuidado con que Romero conservó las misivas despachadas por Medina, nos permite reconstruir el curso de su vinculación amistosa y profesional desde el año 1890. En esta fecha, justamente, se había publicado la obra mediniana Epítome de la Imprenta en Lima —como un anticipo de posteriores indagaciones— y el autor se dirigía al bibliógrafo peruano para solicitar su ayuda en la compulsa definitiva de los materiales, a cambio de un pago por cada ficha que aportase desde la Biblioteca Nacional de Lima.
LEGADO INCONCLUSO: ADICIONES A LA IMPRENTA EN LIMA
En 1904, don José Toribio Medina empezó a publicar la versión definitiva de una de sus obras más importantes y ambiciosas: La Imprenta en Lima (1584-1824), que llegó a formar un conjunto de cuatro tomos. Se trata de una contribución rigurosa y objetiva, cuya fama descansa en la amplia documentación que le acompaña, y cumple el propósito de describir todos los libros, folletos, bandos de autoridades e inclusive papeles privados que salieron de las prensas de la ciudad de Lima durante la época de dominación española. Bien sabido es, por cierto, que a nuestra capital corresponde el privilegio de haber sido la primera ciudad donde se imprimieron textos en América del Sur.
Hay que señalar que la bibliografía acopiada por el serio y erudito investigador chileno, si bien expone 3.948 títulos, dejó al margen infinidad de hojas sueltas impresas, como podían ser “papeletas de alistamiento en el ejército, certificados de embarque de mercaderías, boletos de aduana, recibos de las cajas reales, de mortaja, recibos de ciertas congregaciones, títulos expedidos por algunas cofradías a sus socios”, etc. De aquí se explica que su obra sea factible de perfección y aumento, según lo han demostrado —con diversas listas de adiciones— estudiosos como el P. Rubén Vargas Ugarte, Graciela Araujo Espinoza y don Carlos Alberto Romero.
El trabajo original del señor Romero, Adiciones a la Imprenta en Lima, se compone de 1.015 papeletas bibliográficas, más 131 hojas suplementarias de apéndices documentales. En ellas ha reunido información sobre algunos libros que escaparon al conocimiento de Medina, así como la descripción de numerosos calendarios, añalejos de rezo, novenas, decretos de los virreyes, avisos, oraciones y carteles de toros. Consta que nuestro personaje tenía su compilación lista para el año 1929, pues una carta remitida entonces por el Director General de Bibliotecas, Archivos y Museos de Chile, don Eduardo Barrios Hudtwalcker, hablaba de la posibilidad de editar las Adiciones en ese país vecino: ya sea en la Universidad de Chile o en los nuevos talleres de imprenta de la Biblioteca Nacional santiaguina.
Transcurrieron los años, empero, sin que pudiera llevarse a efecto ese proyecto editorial, no obstante haber manifestado Barrios Hudtwalcker que “una adición de 1.500 papeletas a la obra de Medina significa obra considerable, probablemente insospechada para muchos...”. Y es un hecho conocido que las puertas de la vida institucional y la actividad editorial quedaron prácticamente cerradas para don Carlos Alberto Romero después del incendio de la Biblioteca Nacional. Pero hacia el año 1950 su proyecto de libro pareció recibir finalmente acogida de parte de don Abraham Klein, por entonces responsable de la Librería Internacional del Perú, con lo cual se animó el bibliógrafo limeño a escribir un juicioso e iluminativo prólogo, el cual nos proponemos publicar enseguida, junto con varias cartas y documentos de nuestro homenajeado.
Tampoco llegaría a materializarse la inversión de la Librería Internacional en una obra que, si bien valiosa, no garantizaba el éxito en su salida comercial. Por esta razón el P. Vargas Ugarte —sacerdote jesuita e historiador, quien siempre estuvo al lado de su amigo Romero— le propuso como solución presentar esa obra al Concurso de Fomento de la Cultura de 1954, convocado por el Ministerio de Educación Pública. Un diploma otorgado el 20 de julio de 1955 acredita que las Adiciones a la Imprenta de Lima de don Carlos Alberto Romero se hicieron con el Premio Inca Garcilaso, como la mejor contribución de ese año en el área de Historia del Perú.
Con motivo de esta noticia, los periódicos de la época volvieron a ocuparse del señor Romero, quien se encontraba viudo y enfermo, y vivía con una modesta pensión del Estado, próximo a cumplir 92 años de edad. De más está decir que la publicación de su obra inconclusa, que hubiera sido el mejor de los premios para él, tampoco llegó en esa oportunidad.
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Hoy en día las papeletas originales de Adiciones a la Imprenta en Lima se conservan en la biblioteca del Instituto Riva-Agüero, de la Pontificia Universidad Católica del Perú, que las recibió hace algunos años como parte de la riquísima colección de libros, folletos y revistas que poseyera don Félix Denegri Luna. Este académico vino a ser el poseedor del manuscrito, porque había intervenido muchos años en las tentativas para sacarlo a publicidad. Estoy firmemente persuadido de que la obra de don Carlos Alberto Romero debe finalmente circular en letras de molde, como testimonio de gratitud y reconocimiento a los diversos personajes que han estado comprometidos en la elaboración de dicho trabajo, tanto en el Perú como en Chile. En mi calidad de historiador peruano, y a la vez miembro de la Sociedad de Bibliófilos Chilenos, puedo decir a ustedes que las gestiones en favor de una edición mancomunada se hallan bastante avanzadas.
Esta historia quedaría incompleta, en fin, si no evocáramos que el viernes 31 de agosto de 1956 —hace medio siglo— fallecía en su casa de los Barrios Altos de Lima don Carlos Alberto Romero, rodeado del afecto de sus hijas Delia Rosa y Carmela Virginia Romero Viera. Tenía entonces 93 años de edad y podía contemplar con orgullo su vasta obra como bibliógrafo, investigador histórico, editor de crónicas y documentos y facilitador de las tareas de investigación de muchísimas personas en la antigua Biblioteca Nacional. Su personalidad y su legado intelectual han trascendido, de hecho, las sombras y los decenios que siguieron a su muerte. Hoy que los rencores del pasado deben ceder el paso a la evaluación desaprensiva e imparcial de los hombres (y mujeres) que nos han antecedido en las tareas de estudio, nada más digno que poner en su merecido lugar la contribución del exquisito hombre de letras que fue el señor Romero.
(Discurso pronunciado en Lima, el 31 de agosto de 2006, en la sesión solemne de homenaje a don Carlos Alberto Romero organizada por el Centro de Estudios Histórico-Militares del Perú, con ocasión del 50° aniversario de su fallecimiento).
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