MARIA GRAHAM
LOS BAÑOS DE COLINA
por Mary Graham (1785-1842).
Colina ha sido principalmente conocida por sus baños. Aunque, ahora que miramos estas historias, nos damos cuenta de que podría ser conocida por muchos otros motivos. Los baños, no obstante algunas avalanchas que los han perjudicado, mantienen su prestancia y su poder. El camino es de curvas y por fin una gran piscina de agua termal anuncia que se ha llegado llegado. Mary Graham, que aquí trata los baños, era viuda y había llegado a Valparaíso el 28 de abril de 1822, fecha en que empezó su célebre "Diario de mi Residencia en Chile". Permaneció, entre nosotros, hasta febrero de 1823. La escritora inglesa dice que las aguas son recomendadas para el reumatismo, la ictericia, las escrófulas y las enfermedades cutáneas. Es extraordinariamente precisa en sus descripciones y pasa dividiendo al mundo, también en los baños de Colina, entre los ricos y los pobres, upstairs y downstairs. Pero una inglesa clasista puede, también, ser una excelente observadora.
Carlos Ruiz-Tagle
Carlos Ruiz-Tagle
Septiembre. 2 de 1822.
Hoy a las diez el señor Prevost, el señor De Roos, doña Mariquita, don José Antonio y yo, emprendimos viaje a los baños de Colina, como a diez leguas, o un poco más, de la ciudad. Hasta las primeras tres leguas de Santiago, se sigue el camino de Mendoza, que atraviesa una áspera llanura interrumpida por una pequeña altura, llamada el Portezuelo, por la cual pasamos entre dos cerros a otra parte del llano; la parte próxima a la ciudad está cubierta de huertos, regados por el agua del Salto. Pasado el Portezuelo, llegamos a una vasta hacienda de uno de los Izquierdo, donde se hacían los preparativos para el rodeo anual.
Las haciendas ganaderas, parecidas a las tierras forestales de Inglaterra, son mucho más pintorescas que las otras, pero al mismo tiempo más agrestes y con menos apariencia de civilización. Seguimos por la falda de un elevado cerro que se desprende de los Andes en una extensión como de cuatro leguas, y entramos a la garganta de la montaña en que están situados los baños. Anuncian la proximidad de ellos anchos esteros, en parte secos actualmente, árboles altos, vigorosos y variados, y una vegetación más tupida; encontramos a lo largo del camino varias casas de campo, en una de las cuales nos detuvimos a descansar y tomar algún alimento.
El ir y venir de los criados de la hacienda impartía animación e interés a la escena. Pero ahora no veíamos ni vestigios de habitación humana y pasamos la garganta por un angosto sendero de cinco a seis millas, hendido con peligroso y arduo trabajo, hasta que llegamos a los baños, que presentan un aspecto de la mayor desolación, a la que tal vez contribuyera la tristeza del día.
Todavía no termina el invierno; la hierba no alegra las faldas rojizas del cerro; sólo uno que otro arbusto de hojas perennes, con sus yemas todavía cerradas, pende de la ladera de la montaña sobre el valle que se extiende a sus pies.
Un hermoso y cristalino arroyo se abre paso por el valle; en su fuente están los célebres baños. Varios manantiales abundantes brotan de la roca viva a una temperatura que no baja de cien grados Farenheit. El agua es clarísima, sin sabor ni olor especial, pero los adquiere en unas pocas horas, al ser embotellada, según dicen. Dos series de construcciones de ladrillo, divididas en varios departamentos (no recuerdo si tres en una y cuatro en la otra, o tres en cada una), protegen los manantiales de la lluvia y el polvo. Cavidades abiertas en las rocas forman los baños, con un frente de ladrillo, por el cual un pequeño conducto cuadrado deja salir libremente el agua, de modo que una corriente constante pasa por cada depósito, sin comunicarse entre sí. La cantidad de agua caliente es tan grande que, al salir de los baños, con el aumento de un pequeño manantial que se le une en el camino, forma el río Colina, que va serpenteando por más de treinta leguas y alimenta el lago Pudahuel.
Anexas a los baños hay tres largas filas de edificios, cada uno de los cuales contiene diez o doce aposentos, con un corredor común al frente. En ellos se instalan los bañistas que acuden a Colina durante el verano, esto es, desde noviembre hasta junio. Las aguas son recomendadas para el reumatismo, la ictericia, las escrófulas y las enfermedades cutáneas. Para la gente pobre hay una serie de habitaciones; cada una mide seis pies por siete y alberga a toda una familia, que en un sitio inmediato se construye una ramada para preparar la comida. De igual manera se acomodan los ricos, con la sola diferencia que sus aposentos son mayores, llegando algunos a tener quince pies por lado. La gente vive principalmente fuera de las casas, pues en ese tiempo los cerros están cubiertos de flores y los bosques umbrosos y sin humedad. La pequeña capilla ocupa el sitio más pintoresco del valle, pero ahora está cerrada, pues ni sacerdotes ni fieles se atreven a invernar en este paraje desolado y cubierto de nieve. En la primera semana de junio, o antes, los pacientes se retiran, ciérranse las puertas de las casas, el capellán guarda las llaves de la capilla, y todo queda en profunda soledad.
Nos sentamos en uno de los corredores y tomamos el lunch que habíamos traído. Sentía tanto frío que sumergí las manos en el manantial de agua caliente y la mezclé con el vino. Mientras preparaban los caballos para el regreso, doña Mariquita y yo tuvimos la curiosidad de entrar a uno de los aposentos que encontramos abierto, curiosidad que nos costó muy cara, pues nos invadieron millares de pulgas, que supongo habían pasado varios meses sin alimento fresco, porque nos atacaron tan despiadadamente que creí tener una fuerte erupción en todo el cuerpo. Después que hubimos subido a nuestros caballos y llegado a la pequeña altura detrás de la capilla, me detuve un instante a mirar las casas solitarias, la iglesia desierta, los tristes y desnudos campos, sobre los que se cernían en esos momentos negras nubes, todo tan diferente de la animación y alegría que, según me dicen, reinan allí en los meses de verano, cuando los ancianos y los enfermos vienen en busca de salud y fuerza y, en mayor proporción que aquéllos, los jóvenes y personas sanas en busca de placeres, o para pedir la belleza que, según una arraigada y general creencia, comunican las aguas de Colina. Pero aunque doña Mariquita y yo nos mojamos con ella el rostro no notamos cambio alguno, y quedamos tal cual éramos y sin nada de maravilloso que poder contar después de nuestro viaje. Apenas salimos del desfiladero, en vez de regresar a la ciudad por el mismo camino torcimos a la derecha, y un galope de tres leguas nos puso en el pueblo de Colina, primera parada de Santiago a Mendoza y casi equidistante de la ciudad y del famoso campo de Chacabuco.
A una media milla de la iglesia de Colina está la hacienda de don Jorge Godoy, de cuya esposa e hija soy amiga. Encontramos al anciano caballero a la entrada de la casa; descansaba de las fatigas del día, con gorro, chinelas y poncho. Va muy rara vez a la ciudad, y reside aquí con su sobrino, como un patriarca en medio de sus labradores. Apenas habíamos entrado comenzó a llover con fuerza, gracias a la intercesión de San Isidro, y nos alegramos no poco de hallarnos protegidos contra la lluvia, junto a un enorme brasero lleno de carbones encendidos y con pieles de carnero bajo los pies mientras tomábamos mate, que reconforta más que el té después de un día de viaje.
Muy oportunamente hizo su aparición una abundante cena, que comenzaba con huevos preparados de diversas maneras, seguía con estofado y puchero de vaca, cordero y aves, y terminaba con manzanas y a la cual se le hizo justicia en toda regla, desde los huevos hasta las manzanas, sin perdonar tampoco los vinos de don Jorge.
MARY GRAHAM
Hoy a las diez el señor Prevost, el señor De Roos, doña Mariquita, don José Antonio y yo, emprendimos viaje a los baños de Colina, como a diez leguas, o un poco más, de la ciudad. Hasta las primeras tres leguas de Santiago, se sigue el camino de Mendoza, que atraviesa una áspera llanura interrumpida por una pequeña altura, llamada el Portezuelo, por la cual pasamos entre dos cerros a otra parte del llano; la parte próxima a la ciudad está cubierta de huertos, regados por el agua del Salto. Pasado el Portezuelo, llegamos a una vasta hacienda de uno de los Izquierdo, donde se hacían los preparativos para el rodeo anual.
Las haciendas ganaderas, parecidas a las tierras forestales de Inglaterra, son mucho más pintorescas que las otras, pero al mismo tiempo más agrestes y con menos apariencia de civilización. Seguimos por la falda de un elevado cerro que se desprende de los Andes en una extensión como de cuatro leguas, y entramos a la garganta de la montaña en que están situados los baños. Anuncian la proximidad de ellos anchos esteros, en parte secos actualmente, árboles altos, vigorosos y variados, y una vegetación más tupida; encontramos a lo largo del camino varias casas de campo, en una de las cuales nos detuvimos a descansar y tomar algún alimento.
El ir y venir de los criados de la hacienda impartía animación e interés a la escena. Pero ahora no veíamos ni vestigios de habitación humana y pasamos la garganta por un angosto sendero de cinco a seis millas, hendido con peligroso y arduo trabajo, hasta que llegamos a los baños, que presentan un aspecto de la mayor desolación, a la que tal vez contribuyera la tristeza del día.
Todavía no termina el invierno; la hierba no alegra las faldas rojizas del cerro; sólo uno que otro arbusto de hojas perennes, con sus yemas todavía cerradas, pende de la ladera de la montaña sobre el valle que se extiende a sus pies.
Un hermoso y cristalino arroyo se abre paso por el valle; en su fuente están los célebres baños. Varios manantiales abundantes brotan de la roca viva a una temperatura que no baja de cien grados Farenheit. El agua es clarísima, sin sabor ni olor especial, pero los adquiere en unas pocas horas, al ser embotellada, según dicen. Dos series de construcciones de ladrillo, divididas en varios departamentos (no recuerdo si tres en una y cuatro en la otra, o tres en cada una), protegen los manantiales de la lluvia y el polvo. Cavidades abiertas en las rocas forman los baños, con un frente de ladrillo, por el cual un pequeño conducto cuadrado deja salir libremente el agua, de modo que una corriente constante pasa por cada depósito, sin comunicarse entre sí. La cantidad de agua caliente es tan grande que, al salir de los baños, con el aumento de un pequeño manantial que se le une en el camino, forma el río Colina, que va serpenteando por más de treinta leguas y alimenta el lago Pudahuel.
Anexas a los baños hay tres largas filas de edificios, cada uno de los cuales contiene diez o doce aposentos, con un corredor común al frente. En ellos se instalan los bañistas que acuden a Colina durante el verano, esto es, desde noviembre hasta junio. Las aguas son recomendadas para el reumatismo, la ictericia, las escrófulas y las enfermedades cutáneas. Para la gente pobre hay una serie de habitaciones; cada una mide seis pies por siete y alberga a toda una familia, que en un sitio inmediato se construye una ramada para preparar la comida. De igual manera se acomodan los ricos, con la sola diferencia que sus aposentos son mayores, llegando algunos a tener quince pies por lado. La gente vive principalmente fuera de las casas, pues en ese tiempo los cerros están cubiertos de flores y los bosques umbrosos y sin humedad. La pequeña capilla ocupa el sitio más pintoresco del valle, pero ahora está cerrada, pues ni sacerdotes ni fieles se atreven a invernar en este paraje desolado y cubierto de nieve. En la primera semana de junio, o antes, los pacientes se retiran, ciérranse las puertas de las casas, el capellán guarda las llaves de la capilla, y todo queda en profunda soledad.
Nos sentamos en uno de los corredores y tomamos el lunch que habíamos traído. Sentía tanto frío que sumergí las manos en el manantial de agua caliente y la mezclé con el vino. Mientras preparaban los caballos para el regreso, doña Mariquita y yo tuvimos la curiosidad de entrar a uno de los aposentos que encontramos abierto, curiosidad que nos costó muy cara, pues nos invadieron millares de pulgas, que supongo habían pasado varios meses sin alimento fresco, porque nos atacaron tan despiadadamente que creí tener una fuerte erupción en todo el cuerpo. Después que hubimos subido a nuestros caballos y llegado a la pequeña altura detrás de la capilla, me detuve un instante a mirar las casas solitarias, la iglesia desierta, los tristes y desnudos campos, sobre los que se cernían en esos momentos negras nubes, todo tan diferente de la animación y alegría que, según me dicen, reinan allí en los meses de verano, cuando los ancianos y los enfermos vienen en busca de salud y fuerza y, en mayor proporción que aquéllos, los jóvenes y personas sanas en busca de placeres, o para pedir la belleza que, según una arraigada y general creencia, comunican las aguas de Colina. Pero aunque doña Mariquita y yo nos mojamos con ella el rostro no notamos cambio alguno, y quedamos tal cual éramos y sin nada de maravilloso que poder contar después de nuestro viaje. Apenas salimos del desfiladero, en vez de regresar a la ciudad por el mismo camino torcimos a la derecha, y un galope de tres leguas nos puso en el pueblo de Colina, primera parada de Santiago a Mendoza y casi equidistante de la ciudad y del famoso campo de Chacabuco.
A una media milla de la iglesia de Colina está la hacienda de don Jorge Godoy, de cuya esposa e hija soy amiga. Encontramos al anciano caballero a la entrada de la casa; descansaba de las fatigas del día, con gorro, chinelas y poncho. Va muy rara vez a la ciudad, y reside aquí con su sobrino, como un patriarca en medio de sus labradores. Apenas habíamos entrado comenzó a llover con fuerza, gracias a la intercesión de San Isidro, y nos alegramos no poco de hallarnos protegidos contra la lluvia, junto a un enorme brasero lleno de carbones encendidos y con pieles de carnero bajo los pies mientras tomábamos mate, que reconforta más que el té después de un día de viaje.
Muy oportunamente hizo su aparición una abundante cena, que comenzaba con huevos preparados de diversas maneras, seguía con estofado y puchero de vaca, cordero y aves, y terminaba con manzanas y a la cual se le hizo justicia en toda regla, desde los huevos hasta las manzanas, sin perdonar tampoco los vinos de don Jorge.
MARY GRAHAM
Diario de mi Residencia en Chile en 1822.
Primera edición en este sello. Buenos Aires, Editorial Francisco de Aguirre, 1972.
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