CARMEN ARRIAGADA
Universidad de Chile
Son numerosas las cartas escritas en América, por hombres y mujeres, desde el descubrimiento y la conquista hasta nuestros días, que por su evidente interés desde tales o cuales puntos de vista han sido publicadas, como epistolarios de un solo emisor o de varios emisores reunidos según criterios diversos. En cualquier caso, con la publicación se produce una sustitución: el lugar del destinatario textualizado (el "narratario") y de su recepción dentro de límites acotados por un código de convenciones y complicidades que comparte con el emisor, pasa a ocuparlo ahora un destinatario más bien advenedizo, no contemplado en la estructura de la comunicación original. Hablo de un destinatario institucionalizado, es decir, el lector como receptor de los diversos géneros discursivos que se escriben y se publican entre nosotros. Este destinatario institucional introduce desde luego una recepción distinta de los epistolarios, sometida a otros códigos de desciframiento (cualesquiera que ellos sean).
Desde el comienzo han sido los historiadores los lectores institucionales que han impuesto un cierto punto de vista profesional en la lectura de los epistolarios publicados en América Latina: ven en ellos un registro de hechos de naturaleza diversa (políticos, culturales, éticos, etc.), que pueden pasar a constituirse en elementos de prueba para argumentar tesis variadas, o un despliegue de prácticas, actitudes y gestos de un sujeto, reveladores de una "época", una "sensibilidad" o una "personalidad". En resumen, los epistolarios quedan reducidos a la condición de "documentos", o de "fuentes" de información. Aun cuando en el último tiempo han surgido indicios de cambio en este modo de leer los epistolarios, caracterizado en lo fundamental por la omisión de las cuestiones asociadas a la enunciación en beneficio de la atención puesta en los enunciados, siguen siendo ellos todavía, los historiadores, quienes mantienen la hegemonía en la fijación y administración crítica de los códigos de su lectura.
Así ha ocurrido también con el epistolario que aquí me interesa, el de Carmen Arriagada, editado en 1990 por Oscar Pinochet de la Barra con el título de Cartas de una mujer apasionada 1 .
Son numerosas las cartas escritas en América, por hombres y mujeres, desde el descubrimiento y la conquista hasta nuestros días, que por su evidente interés desde tales o cuales puntos de vista han sido publicadas, como epistolarios de un solo emisor o de varios emisores reunidos según criterios diversos. En cualquier caso, con la publicación se produce una sustitución: el lugar del destinatario textualizado (el "narratario") y de su recepción dentro de límites acotados por un código de convenciones y complicidades que comparte con el emisor, pasa a ocuparlo ahora un destinatario más bien advenedizo, no contemplado en la estructura de la comunicación original. Hablo de un destinatario institucionalizado, es decir, el lector como receptor de los diversos géneros discursivos que se escriben y se publican entre nosotros. Este destinatario institucional introduce desde luego una recepción distinta de los epistolarios, sometida a otros códigos de desciframiento (cualesquiera que ellos sean).
Desde el comienzo han sido los historiadores los lectores institucionales que han impuesto un cierto punto de vista profesional en la lectura de los epistolarios publicados en América Latina: ven en ellos un registro de hechos de naturaleza diversa (políticos, culturales, éticos, etc.), que pueden pasar a constituirse en elementos de prueba para argumentar tesis variadas, o un despliegue de prácticas, actitudes y gestos de un sujeto, reveladores de una "época", una "sensibilidad" o una "personalidad". En resumen, los epistolarios quedan reducidos a la condición de "documentos", o de "fuentes" de información. Aun cuando en el último tiempo han surgido indicios de cambio en este modo de leer los epistolarios, caracterizado en lo fundamental por la omisión de las cuestiones asociadas a la enunciación en beneficio de la atención puesta en los enunciados, siguen siendo ellos todavía, los historiadores, quienes mantienen la hegemonía en la fijación y administración crítica de los códigos de su lectura.
Así ha ocurrido también con el epistolario que aquí me interesa, el de Carmen Arriagada, editado en 1990 por Oscar Pinochet de la Barra con el título de Cartas de una mujer apasionada 1 .
Quien escribe estas cartas es una mujer chilena del siglo XIX, de clase alta, que vivió entre 1807 y 1900, es decir, 93 años. Nacida en Chillán y educada en Santiago, se casa en 1825 con Eduardo Gutike, un militar de origen alemán contratado por el ejército chileno. En 1831 muere el padre de Carmen, Pedro R. de la Arriagada, un hombre público conocido, amigo de O´Higgins, San Martín, los Carrera, Freire, Joaquín Prieto, Francisco Antonio Pinto, y al año siguiente los esposos Gutike se van a Linares, donde el padre de Carmen había dejado propiedades, urbanas y rurales, pero en 1836 se trasladan a vivir definitivamente en Talca. Es en esta ciudad donde Carmen vivirá hasta su muerte. Talca, en esos años no tendría más de 14.000 habitantes, pero era la segunda ciudad en importancia del país.
El editor de las cartas de Carmen Arriagada, en el prólogo, adscribe su pensamiento al modo de leer propio de los historiadores. Comienza por lo tanto pasando por alto la zona de la enunciación de las cartas y los horizontes de sentido construibles desde ahí, importantes como veremos, para instalarse directamente en la temática de que se ocupan los enunciados o en las inferencias que éstos permiten o hacen posible. Hace el inventario de lo que las cartas van dejando a la vista como predicados de su autora: que es lectora intensa y asidua de los ensayos y textos de ficción incluidos en el canon de su tiempo, sobre todo los autores franceses del romanticismo cuya sensibilidad y pensamiento hace suyos; que sostiene en su casa una tertulia como las practicadas en su tiempo, formada por amigos estables y miembros ocasionales; que políticamente es "pipiola", adherente entusiasta de Francisco Bilbao y crítica frente a las herencias culturales y sociales del pasado, entre ellas las posiciones conservadoras de la iglesia Católica; que fue promotora en Talca de empresas culturales como el teatro y la publicación de un periódico, El Alfa, en el que ella colaboraría. Dos afirmaciones coronan el inventario: Carmen, dice el editor, es "un apasionado testigo de su tiempo" y a la vez "nuestra más célebre escritora del género epistolar 2 " .
El editor de las cartas de Carmen Arriagada, en el prólogo, adscribe su pensamiento al modo de leer propio de los historiadores. Comienza por lo tanto pasando por alto la zona de la enunciación de las cartas y los horizontes de sentido construibles desde ahí, importantes como veremos, para instalarse directamente en la temática de que se ocupan los enunciados o en las inferencias que éstos permiten o hacen posible. Hace el inventario de lo que las cartas van dejando a la vista como predicados de su autora: que es lectora intensa y asidua de los ensayos y textos de ficción incluidos en el canon de su tiempo, sobre todo los autores franceses del romanticismo cuya sensibilidad y pensamiento hace suyos; que sostiene en su casa una tertulia como las practicadas en su tiempo, formada por amigos estables y miembros ocasionales; que políticamente es "pipiola", adherente entusiasta de Francisco Bilbao y crítica frente a las herencias culturales y sociales del pasado, entre ellas las posiciones conservadoras de la iglesia Católica; que fue promotora en Talca de empresas culturales como el teatro y la publicación de un periódico, El Alfa, en el que ella colaboraría. Dos afirmaciones coronan el inventario: Carmen, dice el editor, es "un apasionado testigo de su tiempo" y a la vez "nuestra más célebre escritora del género epistolar 2 " .
Otro historiador, Guillermo Feliú Cruz, se refiere en los siguientes términos a nuestro personaje: "Las cualidades intelectuales de doña Carmen la elevan a la categoría de la mujer de más valía de Chile en ese tiempo. Es la primera escritora. En el género epistolar no tiene ninguna que la iguale... Doña Carmen es una verdadera intelectual. La literatura no puede perder a un escritor de esta importancia. El país no puede perder este valor en la historia del pensamiento crítico chileno" . 3
Todas estas afirmaciones, en sí mismas, son irreprochables: guardan una relación de perfecta adecuación con su objeto, y cumplen una función no despreciable. Ayudan sin duda a formar una opinión, de ninguna manera arbitraria, en el terreno de nuestra memoria cultural, pero, me parece, en ningún caso contribuyen a constituir propiamente un saber de aquello que las hace posibles, es decir, del epistolario de Carmen Arriaga. Creo que ese saber no se deja construir sino a partir de las propiedades del género discursivo de que aquí se trata, de la carta, del modo en que el emisor las asume y del orden resultante, que es un orden de pensamientos, sentimientos y percepciones, y del sentido de este orden. Es en esta línea de abordaje del epistolario de Carmen donde encuentra su justificación el título de mi ponencia, que habla de "la carta como salvación".
En el terreno de la escritura, la cuestión del género discursivo comprometido forma parte, creo, de la problemática de la enunciación. En efecto, quien se sienta a una mesa, frente a hojas de papel en blanco, para escribir, tiene que decidir la modalidad de escritura a la que se va a entregar, la clase de texto que quiere producir o, también, la clase de discurso que realizará. En otras palabras: junto con comenzar a escribir tiene que decidir en que género lo hará. A lo mejor se decide a escribir una novela, o un cuento, o un soneto, o la anotación de un diario íntimo, o, si es estudiante universitario, un ensayo para una clase de literatura. Por supuesto, también puede decidir escribir una carta. Así lo hizo, y muchas veces, Carmen Arriagada. Pero la elección del género, sobre todo en el caso de las escrituras complejas por los recursos que moviliza, o por la riqueza de niveles convergentes por donde circula el sentido, nunca es arbitraria o casual: tiene que ver siempre con la naturaleza del orden que con la elección del género comienza a estructurarse. Más aún: la elección del género y el horizonte del orden a construir, tienen con frecuencia implicaciones biográficas: esa elección y ese horizonte establecen con la biografía relaciones que no son necesariamente de simetría, o especulares. Son mucho más interesantes cuando tales relaciones se establecen en una zona dominada por la discordia, los desencuentro, es decir, relaciones no de continuidad sino de ruptura.
Carmen Arriagada conocía bien el inglés y el francés. En sus cartas incluye frases en ambas lenguas, pero sobre todo en francés, la lengua de la cultura en el siglo XIX, cuyo dominio exhibe con evidente coquetería. Algunas traducciones hizo. En 1845, por ejemplo, el diario El Alfa, de Talca, publica su traducción de un texto de Balzac, y le publicará otras más adelante. También un artículo suyo, firmado con pseudónimo, había aparecido en el diario El Mercurio en 1843. Pero son escritos ocasionales, sin continuidad, interesantes sí desde el punto de vista del medio que los difunde, el periódico, uno de los tantos anclajes de la intensa, por no decir dramática, vocación de modernidad que se advierte en Carmen Arriagada. La escritura suya que permanece en el tiempo y nos seduce, articulando diversas e inesperadas claves de lectura, es obviamente la escritura de sus cartas.
Ya empezamos a vislumbrar lo que estas cartas de verdad nos plantean como elección de género discursivo y producción de escritura, cuando reparamos en su secuencia: una sucesión gobernada por una lógica subterránea, incisiva, no ajena al delirio, que parece trascender la de un simple amor, o que hace del amor, y no conscientemente tal vez, un pretexto, o, mejor, la ocasión, para su despliegue. El 23 de noviembre 1835, y desde Linares, Carmen le escribe la primera carta a Juan Mauricio Rugendas, un pintor romántico alemán de largos viajes por América, que había llegado a Chile en 1834, y a quien el esposo de Carmen parecía haber conocido, invitándolo a visitarlos. La visita se produce y, con ella, se da inicio a una correspondencia a todas luces insólita. Carmen comienza con un discurso epistolar marcado intensamente por las fórmulas de la amistad, pero rápidamente entra a la tonalidad, las estrategias y los tópicos propios del amor. Es un amor pues dentro del matrimonio, pero desde su transgresión, "infiel" por lo tanto. Los corresponsales enamorados apelan, para no ser descubiertos, al disfrazamiento de sus identidades: cambian sus nombres verdaderos por otros fingidos y previamente acortados, dejando los verdaderos para las cartas más formales y convencionales.
Pero las sorpresas se suceden, sospechosamente. Primera: Carmen responde prontamente las cartas recibidas, pero continúa escribiendo, metódicamente, incansablemente, incluso cuando no recibe respuestas. Y todo esto no por meses o por algunos años, sino a lo largo de 15 años. Segunda sorpresa: en 1841, Carmen le escribe a Rugendas dando a entender que está enterada de su relación amorosa con Clara Contardo, una joven de padres argentinos residentes en Valparaíso. Aunque no pueda evitar el lenguaje de la herida, evita las acusaciones, los lamentos de la víctima. Tampoco suspende el flujo epistolar, si bien intenta retomar el lenguaje de las primeras cartas, el de la amistad. Tercera sorpresa: Rugendas regresa a Europa y en 1849, en enero, le escribe la última carta a Carmen, pero ella sigue no obstante escribiéndole, ya sin respuestas, hasta junio de 1851. Sorpresa final: esta obstinación no tenía su base, su fuente de alimentación originaria, en una experiencia sexual concreta, algo que al parecer nunca se dio. ¿Cómo explicar entonces semejante persistencia epistolar, rayana en una verdadera obsesión de escritura?Mi respuesta a esta pregunta pasa, en primer lugar, por el género discursivo de la carta, por sus propiedades. La escritura de la carta tiene como supuesto una ausencia. Se escribe una carta al que no está ahí, donde yo estoy, al que una distancia insalvable lo separa de mí. Se escribe al otro, cuando ese otro no es más que un perfil remoto, casi fantasmático, pero que mediante la carta, y a la manera de un conjuro, nos representamos mientras escribimos, nos figuramos como presente 4 .
En el terreno de la escritura, la cuestión del género discursivo comprometido forma parte, creo, de la problemática de la enunciación. En efecto, quien se sienta a una mesa, frente a hojas de papel en blanco, para escribir, tiene que decidir la modalidad de escritura a la que se va a entregar, la clase de texto que quiere producir o, también, la clase de discurso que realizará. En otras palabras: junto con comenzar a escribir tiene que decidir en que género lo hará. A lo mejor se decide a escribir una novela, o un cuento, o un soneto, o la anotación de un diario íntimo, o, si es estudiante universitario, un ensayo para una clase de literatura. Por supuesto, también puede decidir escribir una carta. Así lo hizo, y muchas veces, Carmen Arriagada. Pero la elección del género, sobre todo en el caso de las escrituras complejas por los recursos que moviliza, o por la riqueza de niveles convergentes por donde circula el sentido, nunca es arbitraria o casual: tiene que ver siempre con la naturaleza del orden que con la elección del género comienza a estructurarse. Más aún: la elección del género y el horizonte del orden a construir, tienen con frecuencia implicaciones biográficas: esa elección y ese horizonte establecen con la biografía relaciones que no son necesariamente de simetría, o especulares. Son mucho más interesantes cuando tales relaciones se establecen en una zona dominada por la discordia, los desencuentro, es decir, relaciones no de continuidad sino de ruptura.
Carmen Arriagada conocía bien el inglés y el francés. En sus cartas incluye frases en ambas lenguas, pero sobre todo en francés, la lengua de la cultura en el siglo XIX, cuyo dominio exhibe con evidente coquetería. Algunas traducciones hizo. En 1845, por ejemplo, el diario El Alfa, de Talca, publica su traducción de un texto de Balzac, y le publicará otras más adelante. También un artículo suyo, firmado con pseudónimo, había aparecido en el diario El Mercurio en 1843. Pero son escritos ocasionales, sin continuidad, interesantes sí desde el punto de vista del medio que los difunde, el periódico, uno de los tantos anclajes de la intensa, por no decir dramática, vocación de modernidad que se advierte en Carmen Arriagada. La escritura suya que permanece en el tiempo y nos seduce, articulando diversas e inesperadas claves de lectura, es obviamente la escritura de sus cartas.
Ya empezamos a vislumbrar lo que estas cartas de verdad nos plantean como elección de género discursivo y producción de escritura, cuando reparamos en su secuencia: una sucesión gobernada por una lógica subterránea, incisiva, no ajena al delirio, que parece trascender la de un simple amor, o que hace del amor, y no conscientemente tal vez, un pretexto, o, mejor, la ocasión, para su despliegue. El 23 de noviembre 1835, y desde Linares, Carmen le escribe la primera carta a Juan Mauricio Rugendas, un pintor romántico alemán de largos viajes por América, que había llegado a Chile en 1834, y a quien el esposo de Carmen parecía haber conocido, invitándolo a visitarlos. La visita se produce y, con ella, se da inicio a una correspondencia a todas luces insólita. Carmen comienza con un discurso epistolar marcado intensamente por las fórmulas de la amistad, pero rápidamente entra a la tonalidad, las estrategias y los tópicos propios del amor. Es un amor pues dentro del matrimonio, pero desde su transgresión, "infiel" por lo tanto. Los corresponsales enamorados apelan, para no ser descubiertos, al disfrazamiento de sus identidades: cambian sus nombres verdaderos por otros fingidos y previamente acortados, dejando los verdaderos para las cartas más formales y convencionales.
Pero las sorpresas se suceden, sospechosamente. Primera: Carmen responde prontamente las cartas recibidas, pero continúa escribiendo, metódicamente, incansablemente, incluso cuando no recibe respuestas. Y todo esto no por meses o por algunos años, sino a lo largo de 15 años. Segunda sorpresa: en 1841, Carmen le escribe a Rugendas dando a entender que está enterada de su relación amorosa con Clara Contardo, una joven de padres argentinos residentes en Valparaíso. Aunque no pueda evitar el lenguaje de la herida, evita las acusaciones, los lamentos de la víctima. Tampoco suspende el flujo epistolar, si bien intenta retomar el lenguaje de las primeras cartas, el de la amistad. Tercera sorpresa: Rugendas regresa a Europa y en 1849, en enero, le escribe la última carta a Carmen, pero ella sigue no obstante escribiéndole, ya sin respuestas, hasta junio de 1851. Sorpresa final: esta obstinación no tenía su base, su fuente de alimentación originaria, en una experiencia sexual concreta, algo que al parecer nunca se dio. ¿Cómo explicar entonces semejante persistencia epistolar, rayana en una verdadera obsesión de escritura?Mi respuesta a esta pregunta pasa, en primer lugar, por el género discursivo de la carta, por sus propiedades. La escritura de la carta tiene como supuesto una ausencia. Se escribe una carta al que no está ahí, donde yo estoy, al que una distancia insalvable lo separa de mí. Se escribe al otro, cuando ese otro no es más que un perfil remoto, casi fantasmático, pero que mediante la carta, y a la manera de un conjuro, nos representamos mientras escribimos, nos figuramos como presente 4 .
Pienso que en el caso de Carmen Arriagada su vida no era sino una constelación de ausencias, una existencia cuya forma era la de un vacío. Imaginaba la pareja como una comunión intensa de cuerpos y espíritus, pero estaba casada con un hombre al que no amaba. Creía que la mujer tenía dones suficientes como para acceder a derechos y protagonismos que sin emabrgo se le negaban o se le restringían. Se sentía afín a un pensamiento moderno progresista, liberal, pero vivía en una sociedad más cerca todavía del pasado colonial que de la modernidad.
Es en esta coyuntura que descubre a Juan Mauricio Rugendas, y en él, a través de él, o desde él, la transmutación, como en la alquimia, de los metales ordinarios y bastos en metales preciosos. El pintor alemán operará para ella la conversión de todas las ausencias en una presencia inagotable, gloriosa, a la manera de una epifanía. Pero los atributos de este otro así descubierto milagrosamente, no transforman su entorno, no borran las insuficiencias de la vida cotidiana: sigue casada con el mismo hombre que la defrauda, sigue siendo una ciudadana de espíritu moderno en el mismo país de modernidad precaria, incipiente, y sigue habitando en la misma ciudad que reitera, día tras día, su estrechez cultural, su rutina provinciana. En otras palabras: lo que Rugendas encarna (la cultura y el arte modernos, el homenaje y el reconocimiento del hombre a la mujer como cuerpo e intelecto, el diálogo como intercambio de vida y potenciación de la misma) son valores que junto con ser percibidos como tales, se demuestran al mismo tiempo como no domiciliados en la realidad a la que Carmen pertenece: son valores ausentes. La ausencia los convierte en el objeto del deseo. Pero ese objeto del deseo es al mismo tiempo Rugendas.
De esta manera puede uno explicarse el fervor y la disciplina con que Carmen Arriagada fue escribiendo sus cartas. Como sujeto femenino, se niega a ser reducida a muy poco, o a casi nada, por una realidad social y cultural profundamente deficitaria en este sentido. Se rebela frente a la expectativa disponible de una identidad femenina semi borrada, o banalizada, o reducida a expresiones rudimentarias y elementales Pero, ¿qué alternativas tiene? Ella opta por la escritura, pero no cualquiera: opta por la escritura cómplice de la carta. Cómplice porque la ausencia del tú, del otro, es el supuesto de la comunicación epistolar, y es la estrategia de esta comunicación fantasmal la que le permite a Carmen "salvarse" bajo la forma de un diálogo sostenido del deseo con su objeto ausente. De ahí la fidelidad conmovedora al género de la carta. No sólo es la fidelidad a Rugendas como objeto ausente del deseo erótico: es también la fidelidad a la imagen de un mundo, que Rugendas representa y en el que hubiese querido vivir. Un mundo cuyo orden las cartas van construyendo. En esto me parece residir la razón de la seducción que el epistolario de Carmen Arriagada ejerce sobre el lector: en que no podemos dejar de ver en su escritura el instrumento encargado de levantar un orden humano moderno (erótico, cultural, social) en el que el sujeto femenino se reconoce, un orden que la vida cotidiana del siglo XIX era incapaz de hacer suyo.
Notas
* El texto que sigue forma parte de un proyecto de investigación sobre la carta de amor en Chile, patrocinado y financiado por FONDECYT (proyecto N° 1000827).volver
Es en esta coyuntura que descubre a Juan Mauricio Rugendas, y en él, a través de él, o desde él, la transmutación, como en la alquimia, de los metales ordinarios y bastos en metales preciosos. El pintor alemán operará para ella la conversión de todas las ausencias en una presencia inagotable, gloriosa, a la manera de una epifanía. Pero los atributos de este otro así descubierto milagrosamente, no transforman su entorno, no borran las insuficiencias de la vida cotidiana: sigue casada con el mismo hombre que la defrauda, sigue siendo una ciudadana de espíritu moderno en el mismo país de modernidad precaria, incipiente, y sigue habitando en la misma ciudad que reitera, día tras día, su estrechez cultural, su rutina provinciana. En otras palabras: lo que Rugendas encarna (la cultura y el arte modernos, el homenaje y el reconocimiento del hombre a la mujer como cuerpo e intelecto, el diálogo como intercambio de vida y potenciación de la misma) son valores que junto con ser percibidos como tales, se demuestran al mismo tiempo como no domiciliados en la realidad a la que Carmen pertenece: son valores ausentes. La ausencia los convierte en el objeto del deseo. Pero ese objeto del deseo es al mismo tiempo Rugendas.
De esta manera puede uno explicarse el fervor y la disciplina con que Carmen Arriagada fue escribiendo sus cartas. Como sujeto femenino, se niega a ser reducida a muy poco, o a casi nada, por una realidad social y cultural profundamente deficitaria en este sentido. Se rebela frente a la expectativa disponible de una identidad femenina semi borrada, o banalizada, o reducida a expresiones rudimentarias y elementales Pero, ¿qué alternativas tiene? Ella opta por la escritura, pero no cualquiera: opta por la escritura cómplice de la carta. Cómplice porque la ausencia del tú, del otro, es el supuesto de la comunicación epistolar, y es la estrategia de esta comunicación fantasmal la que le permite a Carmen "salvarse" bajo la forma de un diálogo sostenido del deseo con su objeto ausente. De ahí la fidelidad conmovedora al género de la carta. No sólo es la fidelidad a Rugendas como objeto ausente del deseo erótico: es también la fidelidad a la imagen de un mundo, que Rugendas representa y en el que hubiese querido vivir. Un mundo cuyo orden las cartas van construyendo. En esto me parece residir la razón de la seducción que el epistolario de Carmen Arriagada ejerce sobre el lector: en que no podemos dejar de ver en su escritura el instrumento encargado de levantar un orden humano moderno (erótico, cultural, social) en el que el sujeto femenino se reconoce, un orden que la vida cotidiana del siglo XIX era incapaz de hacer suyo.
Notas
* El texto que sigue forma parte de un proyecto de investigación sobre la carta de amor en Chile, patrocinado y financiado por FONDECYT (proyecto N° 1000827).volver
1 Santiago, Editorial Universitaria.volver
2 Véase el prólogo de Oscar Pinochet de la Barra, "Un apasionado testigo de su tiempo". Op. cit. pp. 9-15.volver
3 Citado por Oscar Pinochet de la Barra en su prólogo. Op. cit. p. 15.volver
4 Véase Patrizia Violi, "La intimidad de la ausencia: formas de la escritura epistolar". En Revista de Occidente. Madrid. N° 68, enero 1987. Pp. 87-96.volver
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