UN APORTE DEL PROFESOR JOAQUÍN GONZÁLEZ E
1
SENTIDO ACTUAL DE LAS HUMANIDADES
Alejandro Llano
Universidad de Los Andes
Santiago de Chile, enero de 2012
Hace casi veinte años, en 1987, Miguel Delibes dejó perdida en las páginas de su
libro Un mundo que agoniza la siguiente frase: “Las humanidades sufren cada día una
nueva humillación”. Esta obra trataba, sobre todo, de la destrucción del medio ambiente
natural, tema muy típico de Delibes. Pero el escritor castellano relacionaba íntimamente
el deterioro ecológico con la erosión del entorno cultural. La conexión no es arbitraria.
Un modo de pensar a la vez agresivo y resignado, olvidado de la serenidad y de la
quietud que suscita el cultivo de lo humano, tiende a atropellar la naturaleza y, a la
corta, el habitar de las personas en ella. Ahora bien, este trasfondo cultural de los
problemas de la sociedad tecnológica rara vez sale a la luz pública. Es demasiado hondo
y delicado para ser objeto de las tertulias radiofónicas o de una interpelación
parlamentaria, y no ofrece el morbo suficiente para merecer los titulares periodísticos
que se dedican a cualquier partido de la liga futbolística o al penúltimo escándalo de
alguna coyuntural pareja famosa.
Las humanidades –la literatura, la historia, la lingüística, la filosofía, la
educación, el arte- han dejado de ser aquello de que se habla. Tengo un amigo, hijo del
que fue un conocido crítico taurino, que asistía a las tertulias del diestro Belmonte en
Sevilla, en las que se hablaba frecuentemente, y con notable altura, de temas culturales.
Antes, en los ambientes cultivados, hasta en los cafés –que, según George Steiner
marcan el mapa cultural de Europa- y, por supuesto, en los salones de la buena
sociedad, se hablaba de arte y pensamiento. Hoy eso ya no lo hace casi nadie. Relatar
los escapes de crudo de un barco petrolero en las costas de Galicia, un incendio en el
gran pinar de Guadalajara, la pavorosa inundación de Nueva Orleans, los escándalos de
los ciclistas profesionales españoles o de los equipos de fútbol italianos, no deja lugar
ni tiempo para comentar la práctica desaparición del griego o la literatura en la
enseñanza secundaria.
Los estudiantes españoles pueden hacer con ventaja los dos años de Bachillerato
en Estados Unidos, porque allí se ha consumado lo que aquí se está encaminando; pero
a ninguno se le ocurre ir para tal menester a Alemania, Suiza o Austria, por la
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fundamental razón de que no saben ni la décima parte de latín que sus coetáneos
centroeuropeos.
El nivel de la educación se deteriora. Cualquier profesor de los primeros cursos
universitarios lo comprueba año tras año. Como los undergraduates de muchas
universidades norteamericanas, también las chicas y los chicos españoles empiezan a
hacerse un lío con los siglos y a hablar con giros del inglés o el japonés mal traducidos
de las pantallas de sus play stations o de los telefilms. Otras consecuencias de más alto
bordo -de tipo ético, por ejemplo- son demasiado complejas para que sea posible
detenerse en ellas aquí. Baste con decir que toda la ética está basada en la convicción de
que el espíritu es más fuerte que la materia, y el abandono de las humanidades implica
que ya no se confía en la vitalidad y la eficacia del espíritu.
Pero la historia tiene sus corsi e ricorsi. El curso de los acontecimientos
humanos tropieza también con su fatum. Expulsadas por la puerta de los planes de
estudios, las humanidades han vuelto a entrar por la ventana de los medios de
comunicación, al aparecer un año tras otro, cada vez de manera más clara, la posición
que nuestro país ocupa en la cola los rankings educativos de los países desarrollados y
de los que no lo son tanto. Se empieza a discutir públicamente de las consecuencias que
trae consigo la disminución de la exigencia en lenguaje y en matemáticas. (Porque,
dicho sea de pasada, el poco aprecio por las letras corre paralelo a la escasa atención
que se presta a las ciencias puramente teóricas, sustituidas también por asignaturas
como “Entorno” o “Educación viaria” o “Educación para la ciudadanía”). La falta de
exigencia ha permitido decir a José Luis Villacañas que la educación entre nosotros ha
dejado de regirse por el principio de realidad para pasar estar dominada por el principio
de placer.
Me parece a mí que no se trata ahora de realizar una especie de apología de las
humanidades, porque sería equivaldría a ser escuchado por los convencido para
convencidos y expertos en la materia, y quizá tendría como efecto colateral suscitar -de
rechazo- cierto regocijo en tecnócratas y globalizadores, que están empeñados
precisamente en provocar la queja de los pocos defensores de las humanidades que
todavía quedan en este pícaro mundo. Procede, más bien, afrontar el tema de una
manera abierta y sin prejuicios, con una actitud culta, pero no arqueológica ni
meramente erudita, sin olvidarse al mismo tiempo de la vertiente más práctica y, por así
decirlo, escolar o pedagógica.
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La complejidad de la cuestión exige que el problema se aborde desde varios
ángulos. Sin ánimo de ser completo ni exhaustivo, mantengo –siguiendo una idea de
Jesús de Garay- que la presencia de las humanidades en los niveles de la enseñanza
media y universitaria se ha de abordar desde una cuádruple perspectiva. Primero, las
humanidades como interpretación crítica de la realidad actual. Segundo, las
humanidades como revitalización de la cultura. Tercero, las humanidades como
reflexión sobre las grandes cuestiones personales y sociales. Cuarto, las humanidades
como catalizadores de la creatividad. Diré algo a continuación sobre cada uno de estos
puntos.
* * *
Uno. Las humanidades como interpretación crítica de la sociedad actual. En el
amplio vestíbulo de la Universidad Karl Marx de la antigua zona oriental de Berlín
figura en grandes letras la famosa tesis undécima sobre Feuerbach del propio Karl
Marx: “Los filósofos se han ocupado de comprender el mundo, ahora se trata de
cambiarlo”. Más de siglo y medio después, podríamos tomar como lema la versión de
esta tesis que le oí a un joven estudiante: “Ya hemos cambiado tanto el mundo que
ahora se trata de saber de qué va la cosa”. Él notaba la necesidad completamente inversa
a la de Marx, expresada esta vez así: ¿de qué va la cosa? O, como más académicamente
cabe preguntarse, ¿qué hay de todo esto?
De las tres míticas Gorgonas, hay una, Esteno, cuya mortal mirada sólo podían
evitar los humanos cambiando continuamente de posición. A Medusa cabía obviarla de
otra manera. Euríale era la más mortífera. Pero con Esteno había que cambiar
continuamente de posición para que no fijara la vista en ti. Pues bien, hoy nadie puede –
en el ámbito de la política, de los negocios, de la cultura incluso- permanecer mucho
tiempo en el mismo lugar, aunque sólo sea porque ningún lugar sigue siendo el mismo
durante un largo intervalo. Yo estoy aquí, en el mismo lugar donde antes estaba, puedes
decir. Pero mientras estás aquí, ese “aquí” ya no es el de antes. La mutación del
escenario te ha cambiado de posición sin tú pretenderlo.
El grado de contingencia social es tan alto que un estilo rígido y unívoco de
pensamiento merece inmediatamente el calificativo de dogmático, se torna obsoleto
enseguida. Esto no es una circunstancia de la que uno se pueda simplemente lamentar.
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No es algo que pueda pretenderse cambiar. Tal actitud sería un voluntarismo, porque
semejante fluidez, ese carácter “líquido” de nuestra civilización, tiene paradójicamente
algo de históricamente necesario, casi biológico. Por eso necesitamos formas de
pensamiento y sensibilidad suficientemente abarcantes y radicales como para hacerse
cargo de la contingencia, sin caer en el puro y simple relativismo oportunista. Y no
olvidemos tampoco que el único modo de progresar consiste en avanzar desde la
tradición a la que pertenecemos. Hemos de aprender a interpretar críticamente la
complejidad y a ser capaces de movernos continuamente en situaciones ambiguas, sin
incurrir por ello en la confusión mental ni en la incoherencia.
Cualquier gran proyecto colectivo no es simplemente técnico. Los factores más
importantes a la hora de planear, por ejemplo, la construcción de un pantano o de una
central nuclear no son técnicos: son ecológicos, antropológicos, políticos, jurídicos… Y
todo esto lo han de tener en cuenta tanto los administradores y sociólogos como los
técnicos y hombre de empresa. Esta versatilidad –inédita hasta ahora- de pensamiento y
acción sólo puede lograrse desde perspectivas sistémicas muy amplias, finas y
rigurosas. Para unificar interdisciplinarmente las materias que concurren en problemas
complejos necesitamos espacios epistemológicos inalcanzables sin un cierto cultivo
común de la filosofía, la sociología del conocimiento, la teoría de la ciencia o la
psicología social. La crítica adquiere así un sentido más amplio y menos ideologizado
que el que ha presentado frecuentemente entre nosotros. Ni en su etimología griega, ni
en su uso en otras lenguas modernas, tiene el término “crítica” una carga semántica tan
negativa y destructiva como en nuestro entorno social.
Crítica es discernimiento, criba, análisis, valoración, criterio en definitiva. Es un
modo no acartonado ni estólido de pensar, un enfoque capaz de ir y venir repetidas
veces, de descomponer y recomponer, de vislumbrar soluciones combinatorias a
problemas altamente complicados. Sólo así la enseñanza, especialmente la universitaria,
podrá cumplir la tarea de “pensar el propio tiempo” que Hegel asignó a la filosofía en
particular y a la cultura en general. De este modo será posible formar titulados que
sepan circular por la tupida red de conocimientos, sin especialismos ni corporativismos
completamente desfasados, que resultan lamentables. El campo del saber no es de nadie.
Mi cátedra, mi departamento, mi carrera, es una circunstancia sumamente adjetiva de mi
vida: soy una persona humana que trata de ampliar su conocimiento.
Segundo. Las humanidades como revitalización de la cultura. Quizá una de las
mejores definiciones de la educación sea la de convivencia culta. La paideia, la
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educación liberal, es sobre todo convivencia culta. La palabra “cultura” proviene de un
campo semántico agrícola: es cultivo, cuidado del espíritu. De nuevo en términos
hegelianos, se puede decir que la cultura es tanto espíritu objetivo, construcción de una
civilización, como espíritu subjetivo, formación de la personalidad: configuración de la
concepción del mundo, dirá después Dilthey.
Pero ahora me quiero referir a un sentido más estricto y polémico, como es el de
alta cultura o cultura clásica, contradistinguida de la que podemos llamar cultura
popular.
Nuestra civilización dispone de un tesoro de intuiciones, tradiciones, discursos,
relatos, ficciones, figuraciones plásticas, normas y sentimientos, sin los cuales no se
sabe vivir, o no se es capaz de vivir con intensidad. Esto es lo que en definitiva buscan
las humanidades: una vida intensa, que suponga un logro y que de alguna manera deje
huella. Por ejemplo, es muy difícil pensar hoy en una vida lograda en la que no juegue
un papel decisivo la lectura, como actividad habitual y postura existencial de fondo, que
ha sido magníficamente tratada por Pedro Salinas en su libro El defensor. La lectura, la
sensibilidad musical, el disfrute de las bellas artes o la capacidad de diálogo con una alta
calidad retórica… ¿por qué no?
Según dice Leo Strauss, maestro de toda una larga línea de teóricos
norteamericanos de la política, “la cultura clásica se caracteriza por su noble
simplicidad y su grandeza serena. Es una visión –añade- que contempla la realidad
humana en un plano de proximidad y viveza que rara vez se ha vuelto a repetir”. Los
antiguos griegos, los romanos, tuvieron una percepción de la realidad que estaban ellos
mismos suscitando, de las instituciones nacientes o de su primera decadencia, que
poseía un grado de vitalidad inmediata que nosotros jamás podemos alcanzar si no es
conectando de algún modo con esas instituciones de nuestra tradición intelectual y
estética; sin quedarse en ellas, pero tomando de ellas la savia originaria. “Es –dice
también Leo Strauss- una visión tan libre de la radical estrechez del especialista como
de la brutalidad del técnico, las extravagancias del visionario o las vulgaridades del
oportunista”.
Es preciso revitalizar, rescatar, esta cultura clásica, especialmente –pero no
exclusivamente- la griega y la latina. Reaparece así una larga polémica. Expresada de
manera vulgar, la pregunta tanta veces repetida sonaría así: ¿para qué estudiar latín y
griego si parecen lenguas muertas? Y la respuesta ha sonar en estos o semejantes
términos: Porque no son lenguas muertas, porque están muy vivas, porque en ellas se
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han expresado algunos de los pensamientos más profundos y de las formulaciones más
bellas de nuestro estilo occidental de vida. Además –según ha observado Alasdair
MacIntyre- nos proporcionan la capacidad de contemplar una cultura que ya no cambia,
diferenciada de otras culturas que han ido mutando. El estudio de las civilizaciones
griega y latina nos otorga la facultad de relativizar sanamente nuestra particular visión
de las cosas. Nos permite adicionalmente acceder –en el buen sentido de la palabra- a
los “lugares comunes”, a los topoi de nuestra cultura. Se recomienda actualmente la
lectura de los grandes libros de todas las épocas y procedencias, incluidos los de
pueblos largo tiempo sometidos o los de minorías que hasta ahora no han logrado
emerger. De acuerdo, nada mejor. Tengamos en cuenta las aportaciones del
multiculturalismo. Pero ahora resulta que los estudiantes no han leído a los clásicos
griegos ni latinos, que no han leído la Biblia, que no han leído la Divina Comedia.
¿Qué van a entender de un poema de Eliot o de Rilke si en cada verso hay dos o tres
implícitos procedentes de los clásicos o de las Escrituras? No hay que ser un
especialista para comprender a los poetas contemporáneos, pero si no existe un mínimo
conocimiento de las grandes creaciones literarias, religiosas y filosóficas que están en la
base de nuestra manera de pensar y de sentir, no es posible entender nada.
Es preciso rescatar la alta cultura de su petrificación arqueológica, de su lejanía,
del carácter extraño que presenta para el inmaduro o para el inculto, porque –
reconozcámoslo- algunas veces, por falta de pericia, la hemos hecho aburrida o
abstrusa. Este acercamiento sólo se puede lograr gracias al contacto directo con las
fuentes, con los textos originales.
¿Cómo lograr que los estudiantes universitarios no acaben sus carreras sin haber
leído algún diálogo de Platón, la Eneida de Virgilio, las Confesiones de San Agustín, la
Comedia de Dante, El Quijote, algunos dramas de Shakespeare, los Principia
Mathematica de Newton, las novelas de las hermanas Brönte, La democracia en
América de Tocqueville, El extranjero de Camus o, por ir más cerca, El Danubio de
Claudio Magris? Y también algunas obras centrales de ciencia. Porque se trata de
adquirir, como pedía Ortega en Misión de la Universidad, un conocimiento básico de lo
que es la nueva física o la nueva biología. La ciencia y la tecnología que de ella deriva
están configurando decisivamente nuestras vidas y, al desconocerlas, se produce el
efecto de no saber en qué mundo habitamos.
Los que han leído algunos de estos libros (yo mismo no los he leído todos), u
otros de semejante nivel, probablemente conseguirán una comprensión de lo humano
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que nunca les proporcionarán las obras de autoayuda que hoy atiborran las librerías; o,
como dice Fukuyama, los cookbooks sobre la excelencia, sabiduría precocinada para
ejecutivos. Por no hablar de esos centones de ciencia ficción y escatología
presuntamente medieval que pueblan las estantes de las grandes superficies y aparecen
en las listas de obras más vendidas.
Una persona que comprenda serena y equilibradamente la sociedad y el mundo
actual es útil para todo. Es tal la versatilidad requerida hoy por un buen profesional que
necesita una apertura intelectual mucho mayor que la que actualmente proporciona la
enseñanza convencional; es esa capacidad de cambiar continuamente de posición ante
Esteno, la Gorgona. Como escribe Antonio Machado, “¿Dónde está la utilidad de
nuestras utilidades? Volvamos a la verdad, vanidad de vanidades”.
Tres. Las humanidades como reflexión sobre las grandes cuestiones personales
y sociales. Decía Ortega y Gasset: “Que no sabemos lo que nos pasa, eso es lo que nos
pasa”. Y de manera más trivial, pero quizá más accesible, en la revista Time se recogió
ya hace años esta frase, que desde entonces ha sido muy citada: “Nunca hemos corrido
tan deprisa hacia ninguna parte”. En algunos países o en ciertas instituciones, cualquiera
de sus habitantes o componentes podría decir que daría todo el oro del mundo por saber
hacia dónde vamos. La crisis de fondo que atravesamos en este cambio de milenio
proviene, sobre todo, de la falta de orientación existencial. Desorientación que
probablemente tiene mucho que ver con el olvido de las humanidades, las cuales tratan
de las cuestiones centrales de la vida.
Ciertamente, no es cometido de la enseñanza el solucionar el problema de la
vida. Quizá, entre otras cosas, porque –como decía Wittgenstein- no existe eso que
llamamos “el problema de la vida”. En la vida hay muchos y diferentes problemas,
bastantes de los cuales sencillamente no tienen solución (solución terrenal, al menos).
Aceptar que esto es así puede representar el inicio de la sabiduría. Al menos, es un
convencimiento reiterado desde, por lo menos, la tragedia griega hasta la literatura y la
filosofía de nuestro tiempo. Pero una cosa es hacer este tipo de salvedades, que ya
suponen comenzar a enfrentarse con las cuestiones de fondo, y otra dejar que la
existencia transcurra en medio de la precipitación y la superficialidad.
Sin dejarme llevar por la añoranza, recuerdo que en mis años universitarios
perdíamos el tiempo discutiendo de política, de arte, de religión, del amor y del odio, de
la guerra y de la paz, del tiempo y del espacio, de todo lo que comparecía en nuestro
horizonte. Pero quizá ese tiempo perdido fue un tiempo formidablemente ganado, y
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aprendimos más en esas conversaciones interminables, nocturnas sobre todo, que en
algunas horas de clase o de tediosa memorización de apuntes mal tomados. De manera
creciente, en cambio, se observa que entre la gente joven el planteamiento de ese tipo de
cuestiones provoca desinterés, extrañeza o aburrimiento.
¿Qué fue del problema social? Era la cuestión número uno en torno a los años
sesenta del pasado siglo. Pero parece haberse disuelto como un azucarillo. Bien es
verdad que aquélla, la de 1968, fue una generación fracasada, según dicen. Aunque
otros sostienen que las dos únicas revoluciones que se han producido según el esquema
marxista fueron las acontecidas en torno a aquellos años: la revolución cultural y la
revolución sexual. Lo cierto es que nos pasamos de narcisistas, de pedantes y, más que
nada, de inconsecuentes. Pero tampoco se puede negar que se trata de una generación
que en España ha cumplido con la tarea histórica de la transición, mientras que algunos
de los que han venido después apuntan cierta propensión a malbaratar ese legado.
Desde entonces han pasado casi cuarenta años durante los cuales parece que las
grandes cuestiones, sin ir más lejos la de la justicia social, permanecen tan ocultas para
los profesores como para los alumnos. Pero tales problemas de fondo reaparecen una y
otra vez, porque están insertos en la condición humana. El profesor que asesoraba mi
tesis doctoral en Alemania solía decir: “Todos los filósofos se hacen las mismas
preguntas y todos dan las mismas respuestas”. Lo segundo es un poco exagerado, pero
lo primero resulta bien cierto. Porque la verdad es que todos los grandes pensadores y
artistas se han planteado los mismos interrogantes que hoy tenemos frente a nosotros. Y,
como decía Hölderlin, “donde comiences, allí permanecerás”. En todo caso, el trato con
esos temas medulares es lo que le hace crecer a uno por dentro, y lo que contribuye a la
formación de personalidades maduras y con capacidad de proyección.
Claro está que no se trata sólo de planes de estudio, cuyo cambio suele ser hacia
una situación peor. Estos asuntos de fondo no se han de abordar únicamente en
lecciones teóricas. Remiten a ambientes fértiles, a posibilidades de diálogo abierto, a
actividades complementarias de altura, a un ejercicio no constreñido de la libertad
intelectual. Tal vez nada sea tan dañino para el fomento de las humanidades como la
disuasión de dedicarse a ellas por parte de la familia o del entorno más cercano. Hubo
tiempos en los que se hablaba de “la república de las letras”, en la que participaban
muchos jóvenes, y que constituía toda una red de intercambios personales, de clubs, de
tertulias, de publicaciones casi siempre fugaces. Hoy semejante república quizá forme
una especie de submundo, invisible desde los medios de comunicación de masas. Son
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pequeños grupos que se mueven en una suerte de clandestinidad, pero que necesitarían
comprensión y apoyo para no agostarse.
No hay que empeñarse en generalizar el aprecio por el arte y el cultivo del
pensamiento. No es bueno forzar a nadie, ni siquiera para intentar que alcance la
excelencia. Es preciso apostar por los que libremente y de verdad se interesan por estas
cuestiones trascendentales, para que después sean ellos los que ejerzan una especie de
liderazgo cultural entre la gente de su edad y de su ambiente. Todo lo cual no debe
quedar encerrado entre los muros de los centros docentes, sino que ha de abrirse a la
sociedad, porque sólo se puede enseñar en aulas abiertas. Es necesario contar con
personas que no trabajan en institutos, colegios o universidades, pero que tienen espíritu
de maestros y son capaces de transmitir el entusiasmo por el saber.
Cuatro. Por último, las humanidades como catalizadores de la creatividad. Si
Max Weber se levantara de su tumba muniquesa y se diera un paseo por algunas
universidades europeas, quizá se le vendría enseguida a la mente aquella feliz expresión
suya de “rutinización del carisma”. ¿Qué es lo que diferencia a un funcionario de la
enseñanza de un maestro? ¿Qué es lo que convierte a un alumno gregario en un inquieto
buscador de la verdad? La creatividad es lo que marca las diferencias. Es el afán del
conocimiento nuevo, el ejercicio de la inteligencia como capacidad de salirse de los
supuestos. Quien se ve poseído por esta especie de locura divina, de theia manía, de la
que habla Platón en el Fedro, lo primero que hace es examinar si la pregunta está bien
hecha, si los términos del problema son adecuados, si no habrá que cambiar el enfoque
inicial, si no se trata quizá de superar las condiciones iniciales. La “funesta manía de
pensar” implica abandonar la resignación de atenerse a lo dado, tan típica de una época
materializada como la nuestra.
Todos deben investigar en su nivel. Tanto la docencia como el aprendizaje han
de implicar un factor de indagación, de invención. La enseñanza siempre tiene que
mirar, al menos por el rabillo del ojo, a la investigación. Antes que costosos laboratorios
y equipamientos, lo que hace falta en nuestros centros docentes son buenas bibliotecas,
que por cierto no han quedado superadas –como pretenden administradores cicaterospor
las redes electrónicas. No todo está en la red y, en cualquier caso, es muy diferente
ojear una pantalla que leer un libro. El amor a los libros es el primer paso para entrar en
el mundo de las humanidades y para suscitar mentalidades innovadoras.
Esta dinámica de innovación ha de ponerse en marcha desde la primera
juventud. Los buenos equipos de investigación están compuestos por personas de
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notable experiencia y por otras que no han tenido tiempo de hacer muchas cosas, pero
que tienen imaginación y vitalidad. La entrada en la sociedad del conocimiento no sólo
implica un universal acceso al saber convencional, sino que todos las personas posibles
–cuanto más numerosas y más diferenciadas, mejor- estén de algún modo tratando de
intensificar el saber, de generar conocimiento nuevo.
¿Qué aportan las humanidades a una investigación cuyo núcleo parece ser hoy
día de carácter científico-técnico? Entre otras cosas, la amplitud de horizontes y lo que
podríamos llamar capacidad sistémica. Es lo que los ilustrados y románticos alemanes
de finales del siglo XVIII y comienzos del XIX empezaron a llamar “imaginación
trascendental”, es decir, la facultad de forjar nuevos esquemas conceptuales que no
estén extraídos de lo empíricamente dado, pero cuya aplicación a la realidad pueda
llegar a realizarse. Al parecer, ciertas consecuencias de la teoría de la relatividad
propuesta por Einstein están siendo comprobadas por primera vez hoy día. El propio
Max Plank murió creyendo que su teoría de los quanta era errónea, y pocos años
después se demostró clave en el contexto de la nueva física. En terminología kantiana,
cabría decir que la imaginación trascendental es la capacidad de configurar un mundo a
priori y de comprobar a posteriori si se cumple en la realidad.
El ambiente en el que la creatividad florece es una especie de efervescencia
intelectual que no se alcanza con planteamientos de corto alcance, con objetivos
exclusivamente pragmáticos. Las humanidades contribuyen a ganar perspectivas, a
abrirse a mundos posibles o a situaciones contrafácticas. Gaston Bachelard, en su
Filosofía del no, puso de relieve esa oposición a lo meramente fáctico propia de los
grandes descubrimientos científicos. Y, por su parte, Karl Popper criticó
contundentemente la teoría positivista de la inducción, y propuso una interpretación del
método científico basada en los conceptos de conjetura y refutación (o falsación). La
mediocridad intelectual, la ceguera poética y retórica, la pérdida del sentido narrativo
propio de toda indagación, esa actitud roma y rutinaria, es letal para la fecundidad
indagadora, que nunca será realizada por una máquina: necesita de un ser vivo que la
lleve activamente a cabo.
* * *
La buena salud social depende, en buena parte, del nivel cultural del nivel
cultural de un pueblo. Sin humanidades, los planteamientos éticos se convierten en
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enfoques puramente pragmáticos o funcionalistas. Y la vida intelectual languidece,
carente de inspiración y de acicates. Prescindir de lo que no tiene aplicación inmediata
es muestra de estrechez espíritu. En cambio, fomentar lo importante que no es urgente
manifiesta generosidad y grandeza de alma. Lo más importante para el hombre es el
hombre mismo. Y de él, de nosotros mismos, de la condición humana, es precisamente
de lo que se ocupan las humanidades.
SENTIDO ACTUAL DE LAS HUMANIDADES
Alejandro Llano
Universidad de Los Andes
Santiago de Chile, enero de 2012
Hace casi veinte años, en 1987, Miguel Delibes dejó perdida en las páginas de su
libro Un mundo que agoniza la siguiente frase: “Las humanidades sufren cada día una
nueva humillación”. Esta obra trataba, sobre todo, de la destrucción del medio ambiente
natural, tema muy típico de Delibes. Pero el escritor castellano relacionaba íntimamente
el deterioro ecológico con la erosión del entorno cultural. La conexión no es arbitraria.
Un modo de pensar a la vez agresivo y resignado, olvidado de la serenidad y de la
quietud que suscita el cultivo de lo humano, tiende a atropellar la naturaleza y, a la
corta, el habitar de las personas en ella. Ahora bien, este trasfondo cultural de los
problemas de la sociedad tecnológica rara vez sale a la luz pública. Es demasiado hondo
y delicado para ser objeto de las tertulias radiofónicas o de una interpelación
parlamentaria, y no ofrece el morbo suficiente para merecer los titulares periodísticos
que se dedican a cualquier partido de la liga futbolística o al penúltimo escándalo de
alguna coyuntural pareja famosa.
Las humanidades –la literatura, la historia, la lingüística, la filosofía, la
educación, el arte- han dejado de ser aquello de que se habla. Tengo un amigo, hijo del
que fue un conocido crítico taurino, que asistía a las tertulias del diestro Belmonte en
Sevilla, en las que se hablaba frecuentemente, y con notable altura, de temas culturales.
Antes, en los ambientes cultivados, hasta en los cafés –que, según George Steiner
marcan el mapa cultural de Europa- y, por supuesto, en los salones de la buena
sociedad, se hablaba de arte y pensamiento. Hoy eso ya no lo hace casi nadie. Relatar
los escapes de crudo de un barco petrolero en las costas de Galicia, un incendio en el
gran pinar de Guadalajara, la pavorosa inundación de Nueva Orleans, los escándalos de
los ciclistas profesionales españoles o de los equipos de fútbol italianos, no deja lugar
ni tiempo para comentar la práctica desaparición del griego o la literatura en la
enseñanza secundaria.
Los estudiantes españoles pueden hacer con ventaja los dos años de Bachillerato
en Estados Unidos, porque allí se ha consumado lo que aquí se está encaminando; pero
a ninguno se le ocurre ir para tal menester a Alemania, Suiza o Austria, por la
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fundamental razón de que no saben ni la décima parte de latín que sus coetáneos
centroeuropeos.
El nivel de la educación se deteriora. Cualquier profesor de los primeros cursos
universitarios lo comprueba año tras año. Como los undergraduates de muchas
universidades norteamericanas, también las chicas y los chicos españoles empiezan a
hacerse un lío con los siglos y a hablar con giros del inglés o el japonés mal traducidos
de las pantallas de sus play stations o de los telefilms. Otras consecuencias de más alto
bordo -de tipo ético, por ejemplo- son demasiado complejas para que sea posible
detenerse en ellas aquí. Baste con decir que toda la ética está basada en la convicción de
que el espíritu es más fuerte que la materia, y el abandono de las humanidades implica
que ya no se confía en la vitalidad y la eficacia del espíritu.
Pero la historia tiene sus corsi e ricorsi. El curso de los acontecimientos
humanos tropieza también con su fatum. Expulsadas por la puerta de los planes de
estudios, las humanidades han vuelto a entrar por la ventana de los medios de
comunicación, al aparecer un año tras otro, cada vez de manera más clara, la posición
que nuestro país ocupa en la cola los rankings educativos de los países desarrollados y
de los que no lo son tanto. Se empieza a discutir públicamente de las consecuencias que
trae consigo la disminución de la exigencia en lenguaje y en matemáticas. (Porque,
dicho sea de pasada, el poco aprecio por las letras corre paralelo a la escasa atención
que se presta a las ciencias puramente teóricas, sustituidas también por asignaturas
como “Entorno” o “Educación viaria” o “Educación para la ciudadanía”). La falta de
exigencia ha permitido decir a José Luis Villacañas que la educación entre nosotros ha
dejado de regirse por el principio de realidad para pasar estar dominada por el principio
de placer.
Me parece a mí que no se trata ahora de realizar una especie de apología de las
humanidades, porque sería equivaldría a ser escuchado por los convencido para
convencidos y expertos en la materia, y quizá tendría como efecto colateral suscitar -de
rechazo- cierto regocijo en tecnócratas y globalizadores, que están empeñados
precisamente en provocar la queja de los pocos defensores de las humanidades que
todavía quedan en este pícaro mundo. Procede, más bien, afrontar el tema de una
manera abierta y sin prejuicios, con una actitud culta, pero no arqueológica ni
meramente erudita, sin olvidarse al mismo tiempo de la vertiente más práctica y, por así
decirlo, escolar o pedagógica.
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La complejidad de la cuestión exige que el problema se aborde desde varios
ángulos. Sin ánimo de ser completo ni exhaustivo, mantengo –siguiendo una idea de
Jesús de Garay- que la presencia de las humanidades en los niveles de la enseñanza
media y universitaria se ha de abordar desde una cuádruple perspectiva. Primero, las
humanidades como interpretación crítica de la realidad actual. Segundo, las
humanidades como revitalización de la cultura. Tercero, las humanidades como
reflexión sobre las grandes cuestiones personales y sociales. Cuarto, las humanidades
como catalizadores de la creatividad. Diré algo a continuación sobre cada uno de estos
puntos.
* * *
Uno. Las humanidades como interpretación crítica de la sociedad actual. En el
amplio vestíbulo de la Universidad Karl Marx de la antigua zona oriental de Berlín
figura en grandes letras la famosa tesis undécima sobre Feuerbach del propio Karl
Marx: “Los filósofos se han ocupado de comprender el mundo, ahora se trata de
cambiarlo”. Más de siglo y medio después, podríamos tomar como lema la versión de
esta tesis que le oí a un joven estudiante: “Ya hemos cambiado tanto el mundo que
ahora se trata de saber de qué va la cosa”. Él notaba la necesidad completamente inversa
a la de Marx, expresada esta vez así: ¿de qué va la cosa? O, como más académicamente
cabe preguntarse, ¿qué hay de todo esto?
De las tres míticas Gorgonas, hay una, Esteno, cuya mortal mirada sólo podían
evitar los humanos cambiando continuamente de posición. A Medusa cabía obviarla de
otra manera. Euríale era la más mortífera. Pero con Esteno había que cambiar
continuamente de posición para que no fijara la vista en ti. Pues bien, hoy nadie puede –
en el ámbito de la política, de los negocios, de la cultura incluso- permanecer mucho
tiempo en el mismo lugar, aunque sólo sea porque ningún lugar sigue siendo el mismo
durante un largo intervalo. Yo estoy aquí, en el mismo lugar donde antes estaba, puedes
decir. Pero mientras estás aquí, ese “aquí” ya no es el de antes. La mutación del
escenario te ha cambiado de posición sin tú pretenderlo.
El grado de contingencia social es tan alto que un estilo rígido y unívoco de
pensamiento merece inmediatamente el calificativo de dogmático, se torna obsoleto
enseguida. Esto no es una circunstancia de la que uno se pueda simplemente lamentar.
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No es algo que pueda pretenderse cambiar. Tal actitud sería un voluntarismo, porque
semejante fluidez, ese carácter “líquido” de nuestra civilización, tiene paradójicamente
algo de históricamente necesario, casi biológico. Por eso necesitamos formas de
pensamiento y sensibilidad suficientemente abarcantes y radicales como para hacerse
cargo de la contingencia, sin caer en el puro y simple relativismo oportunista. Y no
olvidemos tampoco que el único modo de progresar consiste en avanzar desde la
tradición a la que pertenecemos. Hemos de aprender a interpretar críticamente la
complejidad y a ser capaces de movernos continuamente en situaciones ambiguas, sin
incurrir por ello en la confusión mental ni en la incoherencia.
Cualquier gran proyecto colectivo no es simplemente técnico. Los factores más
importantes a la hora de planear, por ejemplo, la construcción de un pantano o de una
central nuclear no son técnicos: son ecológicos, antropológicos, políticos, jurídicos… Y
todo esto lo han de tener en cuenta tanto los administradores y sociólogos como los
técnicos y hombre de empresa. Esta versatilidad –inédita hasta ahora- de pensamiento y
acción sólo puede lograrse desde perspectivas sistémicas muy amplias, finas y
rigurosas. Para unificar interdisciplinarmente las materias que concurren en problemas
complejos necesitamos espacios epistemológicos inalcanzables sin un cierto cultivo
común de la filosofía, la sociología del conocimiento, la teoría de la ciencia o la
psicología social. La crítica adquiere así un sentido más amplio y menos ideologizado
que el que ha presentado frecuentemente entre nosotros. Ni en su etimología griega, ni
en su uso en otras lenguas modernas, tiene el término “crítica” una carga semántica tan
negativa y destructiva como en nuestro entorno social.
Crítica es discernimiento, criba, análisis, valoración, criterio en definitiva. Es un
modo no acartonado ni estólido de pensar, un enfoque capaz de ir y venir repetidas
veces, de descomponer y recomponer, de vislumbrar soluciones combinatorias a
problemas altamente complicados. Sólo así la enseñanza, especialmente la universitaria,
podrá cumplir la tarea de “pensar el propio tiempo” que Hegel asignó a la filosofía en
particular y a la cultura en general. De este modo será posible formar titulados que
sepan circular por la tupida red de conocimientos, sin especialismos ni corporativismos
completamente desfasados, que resultan lamentables. El campo del saber no es de nadie.
Mi cátedra, mi departamento, mi carrera, es una circunstancia sumamente adjetiva de mi
vida: soy una persona humana que trata de ampliar su conocimiento.
Segundo. Las humanidades como revitalización de la cultura. Quizá una de las
mejores definiciones de la educación sea la de convivencia culta. La paideia, la
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educación liberal, es sobre todo convivencia culta. La palabra “cultura” proviene de un
campo semántico agrícola: es cultivo, cuidado del espíritu. De nuevo en términos
hegelianos, se puede decir que la cultura es tanto espíritu objetivo, construcción de una
civilización, como espíritu subjetivo, formación de la personalidad: configuración de la
concepción del mundo, dirá después Dilthey.
Pero ahora me quiero referir a un sentido más estricto y polémico, como es el de
alta cultura o cultura clásica, contradistinguida de la que podemos llamar cultura
popular.
Nuestra civilización dispone de un tesoro de intuiciones, tradiciones, discursos,
relatos, ficciones, figuraciones plásticas, normas y sentimientos, sin los cuales no se
sabe vivir, o no se es capaz de vivir con intensidad. Esto es lo que en definitiva buscan
las humanidades: una vida intensa, que suponga un logro y que de alguna manera deje
huella. Por ejemplo, es muy difícil pensar hoy en una vida lograda en la que no juegue
un papel decisivo la lectura, como actividad habitual y postura existencial de fondo, que
ha sido magníficamente tratada por Pedro Salinas en su libro El defensor. La lectura, la
sensibilidad musical, el disfrute de las bellas artes o la capacidad de diálogo con una alta
calidad retórica… ¿por qué no?
Según dice Leo Strauss, maestro de toda una larga línea de teóricos
norteamericanos de la política, “la cultura clásica se caracteriza por su noble
simplicidad y su grandeza serena. Es una visión –añade- que contempla la realidad
humana en un plano de proximidad y viveza que rara vez se ha vuelto a repetir”. Los
antiguos griegos, los romanos, tuvieron una percepción de la realidad que estaban ellos
mismos suscitando, de las instituciones nacientes o de su primera decadencia, que
poseía un grado de vitalidad inmediata que nosotros jamás podemos alcanzar si no es
conectando de algún modo con esas instituciones de nuestra tradición intelectual y
estética; sin quedarse en ellas, pero tomando de ellas la savia originaria. “Es –dice
también Leo Strauss- una visión tan libre de la radical estrechez del especialista como
de la brutalidad del técnico, las extravagancias del visionario o las vulgaridades del
oportunista”.
Es preciso revitalizar, rescatar, esta cultura clásica, especialmente –pero no
exclusivamente- la griega y la latina. Reaparece así una larga polémica. Expresada de
manera vulgar, la pregunta tanta veces repetida sonaría así: ¿para qué estudiar latín y
griego si parecen lenguas muertas? Y la respuesta ha sonar en estos o semejantes
términos: Porque no son lenguas muertas, porque están muy vivas, porque en ellas se
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han expresado algunos de los pensamientos más profundos y de las formulaciones más
bellas de nuestro estilo occidental de vida. Además –según ha observado Alasdair
MacIntyre- nos proporcionan la capacidad de contemplar una cultura que ya no cambia,
diferenciada de otras culturas que han ido mutando. El estudio de las civilizaciones
griega y latina nos otorga la facultad de relativizar sanamente nuestra particular visión
de las cosas. Nos permite adicionalmente acceder –en el buen sentido de la palabra- a
los “lugares comunes”, a los topoi de nuestra cultura. Se recomienda actualmente la
lectura de los grandes libros de todas las épocas y procedencias, incluidos los de
pueblos largo tiempo sometidos o los de minorías que hasta ahora no han logrado
emerger. De acuerdo, nada mejor. Tengamos en cuenta las aportaciones del
multiculturalismo. Pero ahora resulta que los estudiantes no han leído a los clásicos
griegos ni latinos, que no han leído la Biblia, que no han leído la Divina Comedia.
¿Qué van a entender de un poema de Eliot o de Rilke si en cada verso hay dos o tres
implícitos procedentes de los clásicos o de las Escrituras? No hay que ser un
especialista para comprender a los poetas contemporáneos, pero si no existe un mínimo
conocimiento de las grandes creaciones literarias, religiosas y filosóficas que están en la
base de nuestra manera de pensar y de sentir, no es posible entender nada.
Es preciso rescatar la alta cultura de su petrificación arqueológica, de su lejanía,
del carácter extraño que presenta para el inmaduro o para el inculto, porque –
reconozcámoslo- algunas veces, por falta de pericia, la hemos hecho aburrida o
abstrusa. Este acercamiento sólo se puede lograr gracias al contacto directo con las
fuentes, con los textos originales.
¿Cómo lograr que los estudiantes universitarios no acaben sus carreras sin haber
leído algún diálogo de Platón, la Eneida de Virgilio, las Confesiones de San Agustín, la
Comedia de Dante, El Quijote, algunos dramas de Shakespeare, los Principia
Mathematica de Newton, las novelas de las hermanas Brönte, La democracia en
América de Tocqueville, El extranjero de Camus o, por ir más cerca, El Danubio de
Claudio Magris? Y también algunas obras centrales de ciencia. Porque se trata de
adquirir, como pedía Ortega en Misión de la Universidad, un conocimiento básico de lo
que es la nueva física o la nueva biología. La ciencia y la tecnología que de ella deriva
están configurando decisivamente nuestras vidas y, al desconocerlas, se produce el
efecto de no saber en qué mundo habitamos.
Los que han leído algunos de estos libros (yo mismo no los he leído todos), u
otros de semejante nivel, probablemente conseguirán una comprensión de lo humano
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que nunca les proporcionarán las obras de autoayuda que hoy atiborran las librerías; o,
como dice Fukuyama, los cookbooks sobre la excelencia, sabiduría precocinada para
ejecutivos. Por no hablar de esos centones de ciencia ficción y escatología
presuntamente medieval que pueblan las estantes de las grandes superficies y aparecen
en las listas de obras más vendidas.
Una persona que comprenda serena y equilibradamente la sociedad y el mundo
actual es útil para todo. Es tal la versatilidad requerida hoy por un buen profesional que
necesita una apertura intelectual mucho mayor que la que actualmente proporciona la
enseñanza convencional; es esa capacidad de cambiar continuamente de posición ante
Esteno, la Gorgona. Como escribe Antonio Machado, “¿Dónde está la utilidad de
nuestras utilidades? Volvamos a la verdad, vanidad de vanidades”.
Tres. Las humanidades como reflexión sobre las grandes cuestiones personales
y sociales. Decía Ortega y Gasset: “Que no sabemos lo que nos pasa, eso es lo que nos
pasa”. Y de manera más trivial, pero quizá más accesible, en la revista Time se recogió
ya hace años esta frase, que desde entonces ha sido muy citada: “Nunca hemos corrido
tan deprisa hacia ninguna parte”. En algunos países o en ciertas instituciones, cualquiera
de sus habitantes o componentes podría decir que daría todo el oro del mundo por saber
hacia dónde vamos. La crisis de fondo que atravesamos en este cambio de milenio
proviene, sobre todo, de la falta de orientación existencial. Desorientación que
probablemente tiene mucho que ver con el olvido de las humanidades, las cuales tratan
de las cuestiones centrales de la vida.
Ciertamente, no es cometido de la enseñanza el solucionar el problema de la
vida. Quizá, entre otras cosas, porque –como decía Wittgenstein- no existe eso que
llamamos “el problema de la vida”. En la vida hay muchos y diferentes problemas,
bastantes de los cuales sencillamente no tienen solución (solución terrenal, al menos).
Aceptar que esto es así puede representar el inicio de la sabiduría. Al menos, es un
convencimiento reiterado desde, por lo menos, la tragedia griega hasta la literatura y la
filosofía de nuestro tiempo. Pero una cosa es hacer este tipo de salvedades, que ya
suponen comenzar a enfrentarse con las cuestiones de fondo, y otra dejar que la
existencia transcurra en medio de la precipitación y la superficialidad.
Sin dejarme llevar por la añoranza, recuerdo que en mis años universitarios
perdíamos el tiempo discutiendo de política, de arte, de religión, del amor y del odio, de
la guerra y de la paz, del tiempo y del espacio, de todo lo que comparecía en nuestro
horizonte. Pero quizá ese tiempo perdido fue un tiempo formidablemente ganado, y
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aprendimos más en esas conversaciones interminables, nocturnas sobre todo, que en
algunas horas de clase o de tediosa memorización de apuntes mal tomados. De manera
creciente, en cambio, se observa que entre la gente joven el planteamiento de ese tipo de
cuestiones provoca desinterés, extrañeza o aburrimiento.
¿Qué fue del problema social? Era la cuestión número uno en torno a los años
sesenta del pasado siglo. Pero parece haberse disuelto como un azucarillo. Bien es
verdad que aquélla, la de 1968, fue una generación fracasada, según dicen. Aunque
otros sostienen que las dos únicas revoluciones que se han producido según el esquema
marxista fueron las acontecidas en torno a aquellos años: la revolución cultural y la
revolución sexual. Lo cierto es que nos pasamos de narcisistas, de pedantes y, más que
nada, de inconsecuentes. Pero tampoco se puede negar que se trata de una generación
que en España ha cumplido con la tarea histórica de la transición, mientras que algunos
de los que han venido después apuntan cierta propensión a malbaratar ese legado.
Desde entonces han pasado casi cuarenta años durante los cuales parece que las
grandes cuestiones, sin ir más lejos la de la justicia social, permanecen tan ocultas para
los profesores como para los alumnos. Pero tales problemas de fondo reaparecen una y
otra vez, porque están insertos en la condición humana. El profesor que asesoraba mi
tesis doctoral en Alemania solía decir: “Todos los filósofos se hacen las mismas
preguntas y todos dan las mismas respuestas”. Lo segundo es un poco exagerado, pero
lo primero resulta bien cierto. Porque la verdad es que todos los grandes pensadores y
artistas se han planteado los mismos interrogantes que hoy tenemos frente a nosotros. Y,
como decía Hölderlin, “donde comiences, allí permanecerás”. En todo caso, el trato con
esos temas medulares es lo que le hace crecer a uno por dentro, y lo que contribuye a la
formación de personalidades maduras y con capacidad de proyección.
Claro está que no se trata sólo de planes de estudio, cuyo cambio suele ser hacia
una situación peor. Estos asuntos de fondo no se han de abordar únicamente en
lecciones teóricas. Remiten a ambientes fértiles, a posibilidades de diálogo abierto, a
actividades complementarias de altura, a un ejercicio no constreñido de la libertad
intelectual. Tal vez nada sea tan dañino para el fomento de las humanidades como la
disuasión de dedicarse a ellas por parte de la familia o del entorno más cercano. Hubo
tiempos en los que se hablaba de “la república de las letras”, en la que participaban
muchos jóvenes, y que constituía toda una red de intercambios personales, de clubs, de
tertulias, de publicaciones casi siempre fugaces. Hoy semejante república quizá forme
una especie de submundo, invisible desde los medios de comunicación de masas. Son
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pequeños grupos que se mueven en una suerte de clandestinidad, pero que necesitarían
comprensión y apoyo para no agostarse.
No hay que empeñarse en generalizar el aprecio por el arte y el cultivo del
pensamiento. No es bueno forzar a nadie, ni siquiera para intentar que alcance la
excelencia. Es preciso apostar por los que libremente y de verdad se interesan por estas
cuestiones trascendentales, para que después sean ellos los que ejerzan una especie de
liderazgo cultural entre la gente de su edad y de su ambiente. Todo lo cual no debe
quedar encerrado entre los muros de los centros docentes, sino que ha de abrirse a la
sociedad, porque sólo se puede enseñar en aulas abiertas. Es necesario contar con
personas que no trabajan en institutos, colegios o universidades, pero que tienen espíritu
de maestros y son capaces de transmitir el entusiasmo por el saber.
Cuatro. Por último, las humanidades como catalizadores de la creatividad. Si
Max Weber se levantara de su tumba muniquesa y se diera un paseo por algunas
universidades europeas, quizá se le vendría enseguida a la mente aquella feliz expresión
suya de “rutinización del carisma”. ¿Qué es lo que diferencia a un funcionario de la
enseñanza de un maestro? ¿Qué es lo que convierte a un alumno gregario en un inquieto
buscador de la verdad? La creatividad es lo que marca las diferencias. Es el afán del
conocimiento nuevo, el ejercicio de la inteligencia como capacidad de salirse de los
supuestos. Quien se ve poseído por esta especie de locura divina, de theia manía, de la
que habla Platón en el Fedro, lo primero que hace es examinar si la pregunta está bien
hecha, si los términos del problema son adecuados, si no habrá que cambiar el enfoque
inicial, si no se trata quizá de superar las condiciones iniciales. La “funesta manía de
pensar” implica abandonar la resignación de atenerse a lo dado, tan típica de una época
materializada como la nuestra.
Todos deben investigar en su nivel. Tanto la docencia como el aprendizaje han
de implicar un factor de indagación, de invención. La enseñanza siempre tiene que
mirar, al menos por el rabillo del ojo, a la investigación. Antes que costosos laboratorios
y equipamientos, lo que hace falta en nuestros centros docentes son buenas bibliotecas,
que por cierto no han quedado superadas –como pretenden administradores cicaterospor
las redes electrónicas. No todo está en la red y, en cualquier caso, es muy diferente
ojear una pantalla que leer un libro. El amor a los libros es el primer paso para entrar en
el mundo de las humanidades y para suscitar mentalidades innovadoras.
Esta dinámica de innovación ha de ponerse en marcha desde la primera
juventud. Los buenos equipos de investigación están compuestos por personas de
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notable experiencia y por otras que no han tenido tiempo de hacer muchas cosas, pero
que tienen imaginación y vitalidad. La entrada en la sociedad del conocimiento no sólo
implica un universal acceso al saber convencional, sino que todos las personas posibles
–cuanto más numerosas y más diferenciadas, mejor- estén de algún modo tratando de
intensificar el saber, de generar conocimiento nuevo.
¿Qué aportan las humanidades a una investigación cuyo núcleo parece ser hoy
día de carácter científico-técnico? Entre otras cosas, la amplitud de horizontes y lo que
podríamos llamar capacidad sistémica. Es lo que los ilustrados y románticos alemanes
de finales del siglo XVIII y comienzos del XIX empezaron a llamar “imaginación
trascendental”, es decir, la facultad de forjar nuevos esquemas conceptuales que no
estén extraídos de lo empíricamente dado, pero cuya aplicación a la realidad pueda
llegar a realizarse. Al parecer, ciertas consecuencias de la teoría de la relatividad
propuesta por Einstein están siendo comprobadas por primera vez hoy día. El propio
Max Plank murió creyendo que su teoría de los quanta era errónea, y pocos años
después se demostró clave en el contexto de la nueva física. En terminología kantiana,
cabría decir que la imaginación trascendental es la capacidad de configurar un mundo a
priori y de comprobar a posteriori si se cumple en la realidad.
El ambiente en el que la creatividad florece es una especie de efervescencia
intelectual que no se alcanza con planteamientos de corto alcance, con objetivos
exclusivamente pragmáticos. Las humanidades contribuyen a ganar perspectivas, a
abrirse a mundos posibles o a situaciones contrafácticas. Gaston Bachelard, en su
Filosofía del no, puso de relieve esa oposición a lo meramente fáctico propia de los
grandes descubrimientos científicos. Y, por su parte, Karl Popper criticó
contundentemente la teoría positivista de la inducción, y propuso una interpretación del
método científico basada en los conceptos de conjetura y refutación (o falsación). La
mediocridad intelectual, la ceguera poética y retórica, la pérdida del sentido narrativo
propio de toda indagación, esa actitud roma y rutinaria, es letal para la fecundidad
indagadora, que nunca será realizada por una máquina: necesita de un ser vivo que la
lleve activamente a cabo.
* * *
La buena salud social depende, en buena parte, del nivel cultural del nivel
cultural de un pueblo. Sin humanidades, los planteamientos éticos se convierten en
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enfoques puramente pragmáticos o funcionalistas. Y la vida intelectual languidece,
carente de inspiración y de acicates. Prescindir de lo que no tiene aplicación inmediata
es muestra de estrechez espíritu. En cambio, fomentar lo importante que no es urgente
manifiesta generosidad y grandeza de alma. Lo más importante para el hombre es el
hombre mismo. Y de él, de nosotros mismos, de la condición humana, es precisamente
de lo que se ocupan las humanidades.
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