SOCIEDAD DE BIBLIÓFILOS CHILENOS, fundada en 1945

Chile, fértil provincia, y señalada / en la región antártica famosa, / de remotas naciones respetada / por fuerte, principal y poderosa, / la gente que produce es tan granada, / tan soberbia, gallarda y belicosa, / que no ha sido por rey jamás regida, / ni a extranjero dominio sometida. La Araucana. Alonso de Ercilla y Zúñiga

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Editor: Neville Blanc

Wednesday, March 14, 2012

UN APORTE DEL PROFESOR JOAQUÍN GONZÁLEZ E

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SENTIDO ACTUAL DE LAS HUMANIDADES


Alejandro Llano

Universidad de Los Andes

Santiago de Chile, enero de 2012



Hace casi veinte años, en 1987, Miguel Delibes dejó perdida en las páginas de su

libro Un mundo que agoniza la siguiente frase: “Las humanidades sufren cada día una

nueva humillación”. Esta obra trataba, sobre todo, de la destrucción del medio ambiente

natural, tema muy típico de Delibes. Pero el escritor castellano relacionaba íntimamente

el deterioro ecológico con la erosión del entorno cultural. La conexión no es arbitraria.

Un modo de pensar a la vez agresivo y resignado, olvidado de la serenidad y de la

quietud que suscita el cultivo de lo humano, tiende a atropellar la naturaleza y, a la

corta, el habitar de las personas en ella. Ahora bien, este trasfondo cultural de los

problemas de la sociedad tecnológica rara vez sale a la luz pública. Es demasiado hondo

y delicado para ser objeto de las tertulias radiofónicas o de una interpelación

parlamentaria, y no ofrece el morbo suficiente para merecer los titulares periodísticos

que se dedican a cualquier partido de la liga futbolística o al penúltimo escándalo de

alguna coyuntural pareja famosa.

Las humanidades –la literatura, la historia, la lingüística, la filosofía, la

educación, el arte- han dejado de ser aquello de que se habla. Tengo un amigo, hijo del

que fue un conocido crítico taurino, que asistía a las tertulias del diestro Belmonte en

Sevilla, en las que se hablaba frecuentemente, y con notable altura, de temas culturales.

Antes, en los ambientes cultivados, hasta en los cafés –que, según George Steiner

marcan el mapa cultural de Europa- y, por supuesto, en los salones de la buena

sociedad, se hablaba de arte y pensamiento. Hoy eso ya no lo hace casi nadie. Relatar

los escapes de crudo de un barco petrolero en las costas de Galicia, un incendio en el

gran pinar de Guadalajara, la pavorosa inundación de Nueva Orleans, los escándalos de

los ciclistas profesionales españoles o de los equipos de fútbol italianos, no deja lugar

ni tiempo para comentar la práctica desaparición del griego o la literatura en la

enseñanza secundaria.

Los estudiantes españoles pueden hacer con ventaja los dos años de Bachillerato

en Estados Unidos, porque allí se ha consumado lo que aquí se está encaminando; pero

a ninguno se le ocurre ir para tal menester a Alemania, Suiza o Austria, por la

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fundamental razón de que no saben ni la décima parte de latín que sus coetáneos

centroeuropeos.

El nivel de la educación se deteriora. Cualquier profesor de los primeros cursos

universitarios lo comprueba año tras año. Como los undergraduates de muchas

universidades norteamericanas, también las chicas y los chicos españoles empiezan a

hacerse un lío con los siglos y a hablar con giros del inglés o el japonés mal traducidos

de las pantallas de sus play stations o de los telefilms. Otras consecuencias de más alto

bordo -de tipo ético, por ejemplo- son demasiado complejas para que sea posible

detenerse en ellas aquí. Baste con decir que toda la ética está basada en la convicción de

que el espíritu es más fuerte que la materia, y el abandono de las humanidades implica

que ya no se confía en la vitalidad y la eficacia del espíritu.

Pero la historia tiene sus corsi e ricorsi. El curso de los acontecimientos

humanos tropieza también con su fatum. Expulsadas por la puerta de los planes de

estudios, las humanidades han vuelto a entrar por la ventana de los medios de

comunicación, al aparecer un año tras otro, cada vez de manera más clara, la posición

que nuestro país ocupa en la cola los rankings educativos de los países desarrollados y

de los que no lo son tanto. Se empieza a discutir públicamente de las consecuencias que

trae consigo la disminución de la exigencia en lenguaje y en matemáticas. (Porque,

dicho sea de pasada, el poco aprecio por las letras corre paralelo a la escasa atención

que se presta a las ciencias puramente teóricas, sustituidas también por asignaturas

como “Entorno” o “Educación viaria” o “Educación para la ciudadanía”). La falta de

exigencia ha permitido decir a José Luis Villacañas que la educación entre nosotros ha

dejado de regirse por el principio de realidad para pasar estar dominada por el principio

de placer.

Me parece a mí que no se trata ahora de realizar una especie de apología de las

humanidades, porque sería equivaldría a ser escuchado por los convencido para

convencidos y expertos en la materia, y quizá tendría como efecto colateral suscitar -de

rechazo- cierto regocijo en tecnócratas y globalizadores, que están empeñados

precisamente en provocar la queja de los pocos defensores de las humanidades que

todavía quedan en este pícaro mundo. Procede, más bien, afrontar el tema de una

manera abierta y sin prejuicios, con una actitud culta, pero no arqueológica ni

meramente erudita, sin olvidarse al mismo tiempo de la vertiente más práctica y, por así

decirlo, escolar o pedagógica.

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La complejidad de la cuestión exige que el problema se aborde desde varios

ángulos. Sin ánimo de ser completo ni exhaustivo, mantengo –siguiendo una idea de

Jesús de Garay- que la presencia de las humanidades en los niveles de la enseñanza

media y universitaria se ha de abordar desde una cuádruple perspectiva. Primero, las

humanidades como interpretación crítica de la realidad actual. Segundo, las

humanidades como revitalización de la cultura. Tercero, las humanidades como

reflexión sobre las grandes cuestiones personales y sociales. Cuarto, las humanidades

como catalizadores de la creatividad. Diré algo a continuación sobre cada uno de estos

puntos.

* * *

Uno. Las humanidades como interpretación crítica de la sociedad actual. En el

amplio vestíbulo de la Universidad Karl Marx de la antigua zona oriental de Berlín

figura en grandes letras la famosa tesis undécima sobre Feuerbach del propio Karl

Marx: “Los filósofos se han ocupado de comprender el mundo, ahora se trata de

cambiarlo”. Más de siglo y medio después, podríamos tomar como lema la versión de

esta tesis que le oí a un joven estudiante: “Ya hemos cambiado tanto el mundo que

ahora se trata de saber de qué va la cosa”. Él notaba la necesidad completamente inversa

a la de Marx, expresada esta vez así: ¿de qué va la cosa? O, como más académicamente

cabe preguntarse, ¿qué hay de todo esto?

De las tres míticas Gorgonas, hay una, Esteno, cuya mortal mirada sólo podían

evitar los humanos cambiando continuamente de posición. A Medusa cabía obviarla de

otra manera. Euríale era la más mortífera. Pero con Esteno había que cambiar

continuamente de posición para que no fijara la vista en ti. Pues bien, hoy nadie puede –

en el ámbito de la política, de los negocios, de la cultura incluso- permanecer mucho

tiempo en el mismo lugar, aunque sólo sea porque ningún lugar sigue siendo el mismo

durante un largo intervalo. Yo estoy aquí, en el mismo lugar donde antes estaba, puedes

decir. Pero mientras estás aquí, ese “aquí” ya no es el de antes. La mutación del

escenario te ha cambiado de posición sin tú pretenderlo.

El grado de contingencia social es tan alto que un estilo rígido y unívoco de

pensamiento merece inmediatamente el calificativo de dogmático, se torna obsoleto

enseguida. Esto no es una circunstancia de la que uno se pueda simplemente lamentar.

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No es algo que pueda pretenderse cambiar. Tal actitud sería un voluntarismo, porque

semejante fluidez, ese carácter “líquido” de nuestra civilización, tiene paradójicamente

algo de históricamente necesario, casi biológico. Por eso necesitamos formas de

pensamiento y sensibilidad suficientemente abarcantes y radicales como para hacerse

cargo de la contingencia, sin caer en el puro y simple relativismo oportunista. Y no

olvidemos tampoco que el único modo de progresar consiste en avanzar desde la

tradición a la que pertenecemos. Hemos de aprender a interpretar críticamente la

complejidad y a ser capaces de movernos continuamente en situaciones ambiguas, sin

incurrir por ello en la confusión mental ni en la incoherencia.

Cualquier gran proyecto colectivo no es simplemente técnico. Los factores más

importantes a la hora de planear, por ejemplo, la construcción de un pantano o de una

central nuclear no son técnicos: son ecológicos, antropológicos, políticos, jurídicos… Y

todo esto lo han de tener en cuenta tanto los administradores y sociólogos como los

técnicos y hombre de empresa. Esta versatilidad –inédita hasta ahora- de pensamiento y

acción sólo puede lograrse desde perspectivas sistémicas muy amplias, finas y

rigurosas. Para unificar interdisciplinarmente las materias que concurren en problemas

complejos necesitamos espacios epistemológicos inalcanzables sin un cierto cultivo

común de la filosofía, la sociología del conocimiento, la teoría de la ciencia o la

psicología social. La crítica adquiere así un sentido más amplio y menos ideologizado

que el que ha presentado frecuentemente entre nosotros. Ni en su etimología griega, ni

en su uso en otras lenguas modernas, tiene el término “crítica” una carga semántica tan

negativa y destructiva como en nuestro entorno social.

Crítica es discernimiento, criba, análisis, valoración, criterio en definitiva. Es un

modo no acartonado ni estólido de pensar, un enfoque capaz de ir y venir repetidas

veces, de descomponer y recomponer, de vislumbrar soluciones combinatorias a

problemas altamente complicados. Sólo así la enseñanza, especialmente la universitaria,

podrá cumplir la tarea de “pensar el propio tiempo” que Hegel asignó a la filosofía en

particular y a la cultura en general. De este modo será posible formar titulados que

sepan circular por la tupida red de conocimientos, sin especialismos ni corporativismos

completamente desfasados, que resultan lamentables. El campo del saber no es de nadie.

Mi cátedra, mi departamento, mi carrera, es una circunstancia sumamente adjetiva de mi

vida: soy una persona humana que trata de ampliar su conocimiento.

Segundo. Las humanidades como revitalización de la cultura. Quizá una de las

mejores definiciones de la educación sea la de convivencia culta. La paideia, la

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educación liberal, es sobre todo convivencia culta. La palabra “cultura” proviene de un

campo semántico agrícola: es cultivo, cuidado del espíritu. De nuevo en términos

hegelianos, se puede decir que la cultura es tanto espíritu objetivo, construcción de una

civilización, como espíritu subjetivo, formación de la personalidad: configuración de la

concepción del mundo, dirá después Dilthey.

Pero ahora me quiero referir a un sentido más estricto y polémico, como es el de

alta cultura o cultura clásica, contradistinguida de la que podemos llamar cultura

popular.

Nuestra civilización dispone de un tesoro de intuiciones, tradiciones, discursos,

relatos, ficciones, figuraciones plásticas, normas y sentimientos, sin los cuales no se

sabe vivir, o no se es capaz de vivir con intensidad. Esto es lo que en definitiva buscan

las humanidades: una vida intensa, que suponga un logro y que de alguna manera deje

huella. Por ejemplo, es muy difícil pensar hoy en una vida lograda en la que no juegue

un papel decisivo la lectura, como actividad habitual y postura existencial de fondo, que

ha sido magníficamente tratada por Pedro Salinas en su libro El defensor. La lectura, la

sensibilidad musical, el disfrute de las bellas artes o la capacidad de diálogo con una alta

calidad retórica… ¿por qué no?

Según dice Leo Strauss, maestro de toda una larga línea de teóricos

norteamericanos de la política, “la cultura clásica se caracteriza por su noble

simplicidad y su grandeza serena. Es una visión –añade- que contempla la realidad

humana en un plano de proximidad y viveza que rara vez se ha vuelto a repetir”. Los

antiguos griegos, los romanos, tuvieron una percepción de la realidad que estaban ellos

mismos suscitando, de las instituciones nacientes o de su primera decadencia, que

poseía un grado de vitalidad inmediata que nosotros jamás podemos alcanzar si no es

conectando de algún modo con esas instituciones de nuestra tradición intelectual y

estética; sin quedarse en ellas, pero tomando de ellas la savia originaria. “Es –dice

también Leo Strauss- una visión tan libre de la radical estrechez del especialista como

de la brutalidad del técnico, las extravagancias del visionario o las vulgaridades del

oportunista”.

Es preciso revitalizar, rescatar, esta cultura clásica, especialmente –pero no

exclusivamente- la griega y la latina. Reaparece así una larga polémica. Expresada de

manera vulgar, la pregunta tanta veces repetida sonaría así: ¿para qué estudiar latín y

griego si parecen lenguas muertas? Y la respuesta ha sonar en estos o semejantes

términos: Porque no son lenguas muertas, porque están muy vivas, porque en ellas se

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han expresado algunos de los pensamientos más profundos y de las formulaciones más

bellas de nuestro estilo occidental de vida. Además –según ha observado Alasdair

MacIntyre- nos proporcionan la capacidad de contemplar una cultura que ya no cambia,

diferenciada de otras culturas que han ido mutando. El estudio de las civilizaciones

griega y latina nos otorga la facultad de relativizar sanamente nuestra particular visión

de las cosas. Nos permite adicionalmente acceder –en el buen sentido de la palabra- a

los “lugares comunes”, a los topoi de nuestra cultura. Se recomienda actualmente la

lectura de los grandes libros de todas las épocas y procedencias, incluidos los de

pueblos largo tiempo sometidos o los de minorías que hasta ahora no han logrado

emerger. De acuerdo, nada mejor. Tengamos en cuenta las aportaciones del

multiculturalismo. Pero ahora resulta que los estudiantes no han leído a los clásicos

griegos ni latinos, que no han leído la Biblia, que no han leído la Divina Comedia.

¿Qué van a entender de un poema de Eliot o de Rilke si en cada verso hay dos o tres

implícitos procedentes de los clásicos o de las Escrituras? No hay que ser un

especialista para comprender a los poetas contemporáneos, pero si no existe un mínimo

conocimiento de las grandes creaciones literarias, religiosas y filosóficas que están en la

base de nuestra manera de pensar y de sentir, no es posible entender nada.

Es preciso rescatar la alta cultura de su petrificación arqueológica, de su lejanía,

del carácter extraño que presenta para el inmaduro o para el inculto, porque –

reconozcámoslo- algunas veces, por falta de pericia, la hemos hecho aburrida o

abstrusa. Este acercamiento sólo se puede lograr gracias al contacto directo con las

fuentes, con los textos originales.

¿Cómo lograr que los estudiantes universitarios no acaben sus carreras sin haber

leído algún diálogo de Platón, la Eneida de Virgilio, las Confesiones de San Agustín, la

Comedia de Dante, El Quijote, algunos dramas de Shakespeare, los Principia

Mathematica de Newton, las novelas de las hermanas Brönte, La democracia en

América de Tocqueville, El extranjero de Camus o, por ir más cerca, El Danubio de

Claudio Magris? Y también algunas obras centrales de ciencia. Porque se trata de

adquirir, como pedía Ortega en Misión de la Universidad, un conocimiento básico de lo

que es la nueva física o la nueva biología. La ciencia y la tecnología que de ella deriva

están configurando decisivamente nuestras vidas y, al desconocerlas, se produce el

efecto de no saber en qué mundo habitamos.

Los que han leído algunos de estos libros (yo mismo no los he leído todos), u

otros de semejante nivel, probablemente conseguirán una comprensión de lo humano

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que nunca les proporcionarán las obras de autoayuda que hoy atiborran las librerías; o,

como dice Fukuyama, los cookbooks sobre la excelencia, sabiduría precocinada para

ejecutivos. Por no hablar de esos centones de ciencia ficción y escatología

presuntamente medieval que pueblan las estantes de las grandes superficies y aparecen

en las listas de obras más vendidas.

Una persona que comprenda serena y equilibradamente la sociedad y el mundo

actual es útil para todo. Es tal la versatilidad requerida hoy por un buen profesional que

necesita una apertura intelectual mucho mayor que la que actualmente proporciona la

enseñanza convencional; es esa capacidad de cambiar continuamente de posición ante

Esteno, la Gorgona. Como escribe Antonio Machado, “¿Dónde está la utilidad de

nuestras utilidades? Volvamos a la verdad, vanidad de vanidades”.

Tres. Las humanidades como reflexión sobre las grandes cuestiones personales

y sociales. Decía Ortega y Gasset: “Que no sabemos lo que nos pasa, eso es lo que nos

pasa”. Y de manera más trivial, pero quizá más accesible, en la revista Time se recogió

ya hace años esta frase, que desde entonces ha sido muy citada: “Nunca hemos corrido

tan deprisa hacia ninguna parte”. En algunos países o en ciertas instituciones, cualquiera

de sus habitantes o componentes podría decir que daría todo el oro del mundo por saber

hacia dónde vamos. La crisis de fondo que atravesamos en este cambio de milenio

proviene, sobre todo, de la falta de orientación existencial. Desorientación que

probablemente tiene mucho que ver con el olvido de las humanidades, las cuales tratan

de las cuestiones centrales de la vida.

Ciertamente, no es cometido de la enseñanza el solucionar el problema de la

vida. Quizá, entre otras cosas, porque –como decía Wittgenstein- no existe eso que

llamamos “el problema de la vida”. En la vida hay muchos y diferentes problemas,

bastantes de los cuales sencillamente no tienen solución (solución terrenal, al menos).

Aceptar que esto es así puede representar el inicio de la sabiduría. Al menos, es un

convencimiento reiterado desde, por lo menos, la tragedia griega hasta la literatura y la

filosofía de nuestro tiempo. Pero una cosa es hacer este tipo de salvedades, que ya

suponen comenzar a enfrentarse con las cuestiones de fondo, y otra dejar que la

existencia transcurra en medio de la precipitación y la superficialidad.

Sin dejarme llevar por la añoranza, recuerdo que en mis años universitarios

perdíamos el tiempo discutiendo de política, de arte, de religión, del amor y del odio, de

la guerra y de la paz, del tiempo y del espacio, de todo lo que comparecía en nuestro

horizonte. Pero quizá ese tiempo perdido fue un tiempo formidablemente ganado, y

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aprendimos más en esas conversaciones interminables, nocturnas sobre todo, que en

algunas horas de clase o de tediosa memorización de apuntes mal tomados. De manera

creciente, en cambio, se observa que entre la gente joven el planteamiento de ese tipo de

cuestiones provoca desinterés, extrañeza o aburrimiento.

¿Qué fue del problema social? Era la cuestión número uno en torno a los años

sesenta del pasado siglo. Pero parece haberse disuelto como un azucarillo. Bien es

verdad que aquélla, la de 1968, fue una generación fracasada, según dicen. Aunque

otros sostienen que las dos únicas revoluciones que se han producido según el esquema

marxista fueron las acontecidas en torno a aquellos años: la revolución cultural y la

revolución sexual. Lo cierto es que nos pasamos de narcisistas, de pedantes y, más que

nada, de inconsecuentes. Pero tampoco se puede negar que se trata de una generación

que en España ha cumplido con la tarea histórica de la transición, mientras que algunos

de los que han venido después apuntan cierta propensión a malbaratar ese legado.

Desde entonces han pasado casi cuarenta años durante los cuales parece que las

grandes cuestiones, sin ir más lejos la de la justicia social, permanecen tan ocultas para

los profesores como para los alumnos. Pero tales problemas de fondo reaparecen una y

otra vez, porque están insertos en la condición humana. El profesor que asesoraba mi

tesis doctoral en Alemania solía decir: “Todos los filósofos se hacen las mismas

preguntas y todos dan las mismas respuestas”. Lo segundo es un poco exagerado, pero

lo primero resulta bien cierto. Porque la verdad es que todos los grandes pensadores y

artistas se han planteado los mismos interrogantes que hoy tenemos frente a nosotros. Y,

como decía Hölderlin, “donde comiences, allí permanecerás”. En todo caso, el trato con

esos temas medulares es lo que le hace crecer a uno por dentro, y lo que contribuye a la

formación de personalidades maduras y con capacidad de proyección.

Claro está que no se trata sólo de planes de estudio, cuyo cambio suele ser hacia

una situación peor. Estos asuntos de fondo no se han de abordar únicamente en

lecciones teóricas. Remiten a ambientes fértiles, a posibilidades de diálogo abierto, a

actividades complementarias de altura, a un ejercicio no constreñido de la libertad

intelectual. Tal vez nada sea tan dañino para el fomento de las humanidades como la

disuasión de dedicarse a ellas por parte de la familia o del entorno más cercano. Hubo

tiempos en los que se hablaba de “la república de las letras”, en la que participaban

muchos jóvenes, y que constituía toda una red de intercambios personales, de clubs, de

tertulias, de publicaciones casi siempre fugaces. Hoy semejante república quizá forme

una especie de submundo, invisible desde los medios de comunicación de masas. Son

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pequeños grupos que se mueven en una suerte de clandestinidad, pero que necesitarían

comprensión y apoyo para no agostarse.

No hay que empeñarse en generalizar el aprecio por el arte y el cultivo del

pensamiento. No es bueno forzar a nadie, ni siquiera para intentar que alcance la

excelencia. Es preciso apostar por los que libremente y de verdad se interesan por estas

cuestiones trascendentales, para que después sean ellos los que ejerzan una especie de

liderazgo cultural entre la gente de su edad y de su ambiente. Todo lo cual no debe

quedar encerrado entre los muros de los centros docentes, sino que ha de abrirse a la

sociedad, porque sólo se puede enseñar en aulas abiertas. Es necesario contar con

personas que no trabajan en institutos, colegios o universidades, pero que tienen espíritu

de maestros y son capaces de transmitir el entusiasmo por el saber.

Cuatro. Por último, las humanidades como catalizadores de la creatividad. Si

Max Weber se levantara de su tumba muniquesa y se diera un paseo por algunas

universidades europeas, quizá se le vendría enseguida a la mente aquella feliz expresión

suya de “rutinización del carisma”. ¿Qué es lo que diferencia a un funcionario de la

enseñanza de un maestro? ¿Qué es lo que convierte a un alumno gregario en un inquieto

buscador de la verdad? La creatividad es lo que marca las diferencias. Es el afán del

conocimiento nuevo, el ejercicio de la inteligencia como capacidad de salirse de los

supuestos. Quien se ve poseído por esta especie de locura divina, de theia manía, de la

que habla Platón en el Fedro, lo primero que hace es examinar si la pregunta está bien

hecha, si los términos del problema son adecuados, si no habrá que cambiar el enfoque

inicial, si no se trata quizá de superar las condiciones iniciales. La “funesta manía de

pensar” implica abandonar la resignación de atenerse a lo dado, tan típica de una época

materializada como la nuestra.

Todos deben investigar en su nivel. Tanto la docencia como el aprendizaje han

de implicar un factor de indagación, de invención. La enseñanza siempre tiene que

mirar, al menos por el rabillo del ojo, a la investigación. Antes que costosos laboratorios

y equipamientos, lo que hace falta en nuestros centros docentes son buenas bibliotecas,

que por cierto no han quedado superadas –como pretenden administradores cicaterospor

las redes electrónicas. No todo está en la red y, en cualquier caso, es muy diferente

ojear una pantalla que leer un libro. El amor a los libros es el primer paso para entrar en

el mundo de las humanidades y para suscitar mentalidades innovadoras.

Esta dinámica de innovación ha de ponerse en marcha desde la primera

juventud. Los buenos equipos de investigación están compuestos por personas de

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notable experiencia y por otras que no han tenido tiempo de hacer muchas cosas, pero

que tienen imaginación y vitalidad. La entrada en la sociedad del conocimiento no sólo

implica un universal acceso al saber convencional, sino que todos las personas posibles

–cuanto más numerosas y más diferenciadas, mejor- estén de algún modo tratando de

intensificar el saber, de generar conocimiento nuevo.

¿Qué aportan las humanidades a una investigación cuyo núcleo parece ser hoy

día de carácter científico-técnico? Entre otras cosas, la amplitud de horizontes y lo que

podríamos llamar capacidad sistémica. Es lo que los ilustrados y románticos alemanes

de finales del siglo XVIII y comienzos del XIX empezaron a llamar “imaginación

trascendental”, es decir, la facultad de forjar nuevos esquemas conceptuales que no

estén extraídos de lo empíricamente dado, pero cuya aplicación a la realidad pueda

llegar a realizarse. Al parecer, ciertas consecuencias de la teoría de la relatividad

propuesta por Einstein están siendo comprobadas por primera vez hoy día. El propio

Max Plank murió creyendo que su teoría de los quanta era errónea, y pocos años

después se demostró clave en el contexto de la nueva física. En terminología kantiana,

cabría decir que la imaginación trascendental es la capacidad de configurar un mundo a

priori y de comprobar a posteriori si se cumple en la realidad.

El ambiente en el que la creatividad florece es una especie de efervescencia

intelectual que no se alcanza con planteamientos de corto alcance, con objetivos

exclusivamente pragmáticos. Las humanidades contribuyen a ganar perspectivas, a

abrirse a mundos posibles o a situaciones contrafácticas. Gaston Bachelard, en su

Filosofía del no, puso de relieve esa oposición a lo meramente fáctico propia de los

grandes descubrimientos científicos. Y, por su parte, Karl Popper criticó

contundentemente la teoría positivista de la inducción, y propuso una interpretación del

método científico basada en los conceptos de conjetura y refutación (o falsación). La

mediocridad intelectual, la ceguera poética y retórica, la pérdida del sentido narrativo

propio de toda indagación, esa actitud roma y rutinaria, es letal para la fecundidad

indagadora, que nunca será realizada por una máquina: necesita de un ser vivo que la

lleve activamente a cabo.

* * *

La buena salud social depende, en buena parte, del nivel cultural del nivel

cultural de un pueblo. Sin humanidades, los planteamientos éticos se convierten en

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enfoques puramente pragmáticos o funcionalistas. Y la vida intelectual languidece,

carente de inspiración y de acicates. Prescindir de lo que no tiene aplicación inmediata

es muestra de estrechez espíritu. En cambio, fomentar lo importante que no es urgente

manifiesta generosidad y grandeza de alma. Lo más importante para el hombre es el

hombre mismo. Y de él, de nosotros mismos, de la condición humana, es precisamente

de lo que se ocupan las humanidades.


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