una acertada tipología de los bibliófilos
| 24/6/2013 La
Gaceta
El
coleccionista de libros
El canadiense Robertson Davies escribió novela, teatro, ensayo y
crítica. En este texto, publicado originalmente en la revista Holiday en
1962, esboza una acertada tipología -que resulta casi una patología- de los
bibliófilos, y entre confesiones y picantes anécdotas nos confronta con la
universal, perenne, insaciable afición de acumular ejemplares con algún tipo de
rareza. Artículo rescatado y publicado en La Gaceta, en su número 510.
El canadiense Robertson Davies escribió novela,
teatro, ensayo y crítica. En este texto,
publicado en la revista Holiday en
1962, esboza una acertada tipología —que resulta casi una patología— de los
bibliófilos, y entre confesiones y picantes anécdotas nos confronta con la universal,
perenne, insaciable afición de acumular ejemplares con algún tipo de rareza
Ilustración:
EMMANUEL PEÑA
2 2
J U N I O D E 2 0 1 1
Hace algunos
meses
visité a
unos
amigos
en
Irlanda que
me
llevaron a
la
casa de uno
de
sus vecinos:
una
mujer de
la
nobleza que,
según
ellos, se
encontraba
en dificultades económicas.
Cuando
entré a la biblioteca, me
quedé
sorprendido y supe de inmediato
que
si se decidiera a venderla podría
ganar
varios miles de libras. Asumí que
tendría
un gran aprecio por sus libros
y
traté de guiar la conversación hacia
la
literatura y el coleccionismo, pero
no
tuve éxito: sólo hablaba de labranza
y
jardinería, y del problema que representaba
mantener
una enorme casa sin
la
ayuda de un equipo de trabajo.
Por
fin le pregunté sin rodeos sobre
su
biblioteca. Sus ojos se empanaron.
Por
un momento sentí que había tocado
un
tema oscuro y doloroso, o que
había
demostrado algún tipo de descortesía
estadunidense.
Su respuesta
me
tranquilizó.
—Supongo
que es bastante linda
—dijo—
pero nosotros nunca le dimos
mucha
importancia.
Por ahí debe estar
un
volumen de Shakespeare en
cuarto,
pero hace mucho tiempo que
no
lo veo, y una primera edición de Orgullo
y prejuicio, aunque
es posible que
se
haya perdido. Ah, también tenemos
la
primera edición impresa del libro
del
Venerable Beda —aquí ella apuntó
hacia
un ejemplar de Historia ecclesiastica
gentis anglorum que
yo ya había
identificado
y cuya pasta colgaba
desprendida—
entre otras cosas.
!Vaya
que había otras cosas! Mientras
los
demás hablaban, hice una rápida
inspección
a los estantes; la biblioteca
sufría
gravemente por el descuido,
pero
aun así era una colección
espléndida,
no había nada en ella que
un
buen restaurador de libros, un poco
de
amor y jabón para cuero no pudieran
arreglar.
Mientras mi anfitriona
se
quejaba por su mala economía, le
pregunté
por qué no vender la biblioteca
si
al final no la tenía en gran estima.
—No
tengo la menor idea de cuánto
pedir
por ella —contestó—, hace muchos
anos
conocí a un hombrecillo en
una
cena que me preguntó si tenía libros.
Un
estadunidense; era doctor, me
parece.
Yo le contesté que sí y le dije
que
pasara a verlos algún día. !Creerá
que
se apareció en mi puerta al día
siguiente!
Era justo la hora del té y
teníamos
invitados en casa, así que
mi
esposo salió y le dijo que no era un
buen
momento. Supongo que no lograron
ponerse
de acuerdo porque el
hombrecillo
nunca volvió.
—.De
casualidad ese hombre se apellidaba
Rosenbach?
—pregunté.
—Sí,
así se llamaba —contestó ella—,
y
a mí me pareció alguien más bien
molesto.
Este
encuentro debió ser una de las
pocas
derrotas del doctor Rosenbach
durante
su famoso viaje por Irlanda, en
el
que recolectó tantas piezas hermosas
para
sus clientes. La reciente biografía
de
Rosenbach, escrita por Edwin Wolf
y
John F. Fleming, no menciona este
incidente
que, para el doctor, sin duda
carecía
de importancia; sin embargo,
para
una senora que no ubicaba bien
dónde
estaba su Shakespeare en folio,
recibir
al comerciante de libros más
astuto
y que mejor pagaba de nuestros
tiempos
hubiera sido una oportunidad
verdaderamente
lucrativa.
Esta
anécdota me sirve para plantear
la
cuestión de cuál es el interés
que
la gente tiene por los libros. Aquellos
que
ante todo los consideran ob-
jetos
de valor gritan al pensar en la
oportunidad
perdida de hacer negocios
con
Rosenbach. Aquellos que los
aman
desinteresadamente sufren al
ver
una gran biblioteca —quizás una
incluso
maravillosa— descuidada. Por
supuesto,
también habrá quienes se
regodeen
ante un espíritu aristocrático
que
privilegia una reunión del té sobre
un
negocio urgente.
Este
último punto de vista es, a nivel
psicológico,
inmensamente interesante;
sin
embargo, no tiene lugar en
una
discusión sobre coleccionistas
de
libros. Los integrantes del primer
grupo,
aquellos para quienes los libros
son
objetos de valor monetario para
comprar
y vender, sólo son interesantes
cuando
logran algo que se acerque
a
las proporciones de lo que hacía Rosenbach.
Si
compran y venden a una
escala
menor, bien podrían entrar al
negocio
de las estampillas difíciles de
conseguir;
igual que un sinnúmero
de
coleccionistas de todo género, ellos
no
son más que regatones y trocadores
incitados
ocasionalmente por alguna
obsesión
de completar un juego de
objetos
para los que ellos mismos han
establecido
límites arbitrarios. Por
ejemplo,
si un hombre decide conseguir
ejemplares
de todos los libros que
Horace
Walpole produjo en su imprenta
privada
de Strawberry Hill, entonces
ese
hombre se habrá impuesto una
tarea
difícil y cara, ya que las astutas
falsificaciones
siempre ensombrecerán
semejante
empresa. Tal persona
podría
ser, o llegar a convertirse, en
un
verdadero aficionado de Walpole;
sin
embargo, lo más probable es que
la
dificultad que implica coleccionar
este
tipo de objetos, así como el estatus
particular
que proporciona reunir
una
colección completa, sea lo que en
verdad
lo embelesa.
.Acaso
hay algo de malo en esa actitud?
No,
es similar a coleccionar pinturas
de
artistas famosos o de ciertas
escuelas
de pintura porque son valiosas
y
no porque sean de su agrado.
Es
una forma de conseguir reconocimiento
y
creo que en ocasiones es
prueba
de un espíritu creativo: si no
se
puede crear una obra de arte, al menos
se
podrá compilar una importante
colección
de ellas. Los museos y las
galerías
—y a través de ellos el público—
tienen
una gran deuda con este
espíritu.
No obstante, mi verdadera
admiración
está reservada para la gente
que
colecciona libros simplemente
porque
los ama.
Si
usted ama los libros, .por qué
no
podría ser una buena edición tan
estimada
como una primera edición
o
alguna con características especiales?
En
1926 Edmund Wilson atacó a
Rosenbach
y a sus imitadores cuando
dijo
que “todo este negocio es tan
profundamente
aburrido para la gente
interesada
en la literatura como es
fascinante
para aquellos que, incapaces
de
adquirir cultura literaria, tratan
de
comprar la distinción que dan
las
letras al pagar precios inusuales
por
rarezas bibliográficas”. En parte,
esta
afirmación es cierta; no obstante,
si
visitamos las enormes bibliotecas
de
las universidades antiguas
donde
se preservan las colecciones de
los
amantes de libros del pasado, cada
una
como una unidad, pronto descubriremos
mucho
más. Dentro de esas
maravillosas
salas podemos sentir la
presencia
de algo noble, algo que ha
sido
decisivo en el ennoblecimiento de
la
mente del hombre. Percibimos los
libros
como objetos con más carácter
que
cualquier otro producto comercial
a
la venta. Es demasiado parca la
afirmación
de que Shakespeare es tan
Shakespeare
en edición rústica como
en
la hermosa edición de Nonesuch
Press
de 1929, o en el primer folio de
1623,
pero no todos somos calvinistas
literarios
de tal magnitud. Valoramos
la
belleza tanto como valoramos las
asociaciones,
así que no creo que podamos
ser
objeto de burla sólo porque
preferimos
a nuestros héroes vestidos
apropiadamente.
El
esnobismo de coleccionar libros
es
lo que provoca repulsión. Supongamos
que
nuestro amigo el coleccionista
nos
muestra su primera edición
de
Zuleika Dobson, de Max Beerbohm;
con
placer tomamos el grueso libro
café
sabiendo que fue esta misma edición
y
en esta misma forma placentera
que
Max vio por primera vez su creación
presentada
al mundo: por un momento
estamos
en el Londres de 1911.
Pensamos
con afecto en el autor y casi
nos
parece verlo a través del abismo
de
50 anos que nos divide. Es entonces
cuando
nuestro amigo el coleccionista
empieza
a presumir un poco: su
ejemplar,
nos dice, es un Gallatin 8(b);
además,
tiene el marco ornamental del
lomo
estampado en verde y no en dorado.
Nos
insta a no confundirlo con un
simple
Gallatin 8b, un objeto inferior
impreso
en 1912 y —según la mareada
eminencia
del poseedor de un Gallatin
8(b)—
poco digno de conservarse. Es
probable
que empecemos a hartarnos
de
nuestro amigo el coleccionista y le
digamos
que nosotros sólo tenemos la
edición
de Modern Library, que leemos
cada
ano con creciente estima. Lo
anterior
bien podría ser mentira, pero
de
alguna manera tenemos que poner
al
imbécil en su lugar. Sus tonterías
antiliterarias
nos orillan a un puritanismo
bibliográfico.
Lo
anterior es una posibilidad pero
siempre
puede ocurrir lo peor. Podríamos
empezar
a desear su tesoro.
Tal
vez no codiciemos su casa ni a su
esposa
(prueba fehaciente de su mal
gusto),
ni su buey ni su asno, pero deseamos
su
libro con fervor y llenos de
intolerancia.
Sabemos cuánto le costó
porque
no se lo ha podido aguantar; se
lo
compró a un librero en Inglaterra (a
quien
llama “mi librero” como si fuera
de
su propiedad) y le costó menos
de
veinte dólares, una suma considerablemente
menor
a la que hubiera
tenido
que pagar en Nueva York por
el
mismo libro. Nosotros tenemos
veinte
dólares en nuestro bolsillo justo
ahora,
pero el dinero no es lo que
importa
en este momento, ni nuestra
habilidad,
al final, para conseguirnos
un
Gallatin 8(b) de Zuleika. Es su libro
el
que queremos y lo queremos en ese
momento.
Es
en este estado febril que los hombres
han
robado. Los coleccionistas de
libros
a menudo se sienten tentados
a
hurtar y, si no tienen un carácter de
hierro,
seguro lo harán. En su Books
and Bidders, Rosenbach
sucumbe ante
la
tentación: cuando aún no decidía si
podría
comprar el ejemplar del Prólogo
de
Johnson que Garrick usó en Drury
Lane
en 1747, deseó que fuera lo suficientemente
débil
para robárselo. Si
alguna
vez robó, tendrá que responder
por
sus hechos ante una distinguida
companía:
los amigos del fundador
de
la Biblioteca Bodleiana, sir Thomas
Bodley,
tenían que vigilarlo; antes de
que
el papa Inocencio X consiguiera la
triple
tiara se vio inmiscuido en un escándalo
relacionado
con el robo de un
libro
de la famosa colección perteneciente
a
Montier; don Vicente, un monje
del
convento de Pobla, en Aragón,
asesinó
a varios coleccionistas para hacerse
de
sus libros, y, claro, hombres en
posiciones
políticas privilegiadas como
los
cardenales Mazarino y Richelieu se
robaron
bibliotecas enteras con el pretexto
de
dividir las propiedades de enemigos
del
Estado; por su parte, el poeta
Frederick
Locker-Lampson confesó
que
estuvo a punto de casarse con lady
Tadcaster
para conseguir sus cuartos
y
folios de Shakespeare. Este tipo de
codicia
es indescriptible y tan terrible
que
no se la deseo a nadie.
Yo
no veo mucha diferencia entre
robar
y lo que podríamos llamar “tomar
prestado
con ciertas reservas
mentales”.
Consiente en mi corazón
de
este mal (!ay, mi corazón, que combate
al
monstruo en lo obscuro de la
noche
y en los crepusculares rincones
de
las bibliotecas!), por muchos
anos
utilicé un ex libris que incluía
la
amonestación del doctor Johnson:
“Olvidar
regresar un objeto prestado
(o
pretender hacerlo) es la forma más
humilde
de robar”. Me pregunto si los
sinvergüenzas
que me han robado se
han
tomado siquiera el tiempo para
despegar
la etiqueta de mis libros.
Dejando
de lado a todas aquellas
criaturas
que valoran los libros por
las
razones equivocadas, consideremos
ahora
a los verdaderos coleccionistas,
sujetos
magníficos como usted
y
yo. .Por qué coleccionamos libros?
No
existe una respuesta única u honesta.
No
es sólo por el amor a la belleza,
que
podría ser el motivo principal
de
los coleccionistas de pinturas,
muebles
o vajillas. El amante de los
libros
tendrá siempre algunos hermosos
libros
en sus repisas, pero también
poseerá
algunos objetos nada gratos.
Uno
de mis grandes favoritos es un libro
de
bromas, fechado en 1686, horrible
y
mal impreso; está manchado y
mal
cortado, y de alguna forma sugiere
su
paso por los bolsillos de varias generaciones
de
veterinarios mientras
iban
al bano, pero es una rareza. Sin
embargo,
puedo decir que no es su rareza
lo
que me atrae; cuando lo leo me
transporta
casi tres siglos atrás, al reinado
de
Jacobo II, y sus chistes —horrendos,
francos
e indecentes— son
más
agradables que si los tuviera en
una
reimpresión moderna y cuidada.
Para
el coleccionista de libros el sentido
histórico
es cuando menos tan
fuerte
como su amor por la belleza.
Claro,
las cualidades únicas son valiosas,
pero
sólo un hombre rico puede
aspirar
a poseer un gran número de
libros
que no tenga par en el mundo.
Tengo
un modesto ejemplo: un ejemplar
de Punch and Judy de George
Cruikshank,
que contiene todas
las
pruebas presentadas al editor,
Prowett,
tomadas directamente de su
libreta
de apuntes. Las grandes colecciones,
como
la de Pierpont Morgan,
se
componen de cientos de volúmenes
únicos.
El más notable en este sentido
es,
por supuesto, el propio manuscrito
del
libro. Morgan adquirió el exquisito
y
conmovedor guion original de La
rosa y el anillo, de
Thackeray, con las
ilustraciones
en acuarela del propio
autor;
existe una edición facsimilar y
también
es lo suficientemente difícil de
encontrar
como para considerarse una
agradable
posesión. Este tipo de objetos
son
caros; Rosenbach pagó 14 500
libras
por el manuscrito de Alicia en
el país de las maravillas en un momento
en
el que la libra valía casi cinco
dólares.
Un
interesante tipo de libro único
es
aquel que los comerciantes describen
como
“extra ilustrado”. A principios
del
siglo xix la gente hacía ese
tipo
de libros por su propio placer. Una
persona
que adquiriera la biografía de
su
héroe personal bien podría también
poseer
un buen número de retratos,
paisajes
e incluso cartas escritas por
el
propio héroe; el dueno las habría enviado
al
encuadernador junto con el libro
y
después de un tiempo le habrían
regresado
un solo tomo, bellamente
encuadernado,
con todas las pinturas y
cartas
montadas con esmero sobre hojas
anadidas
injertadas al texto. Libros
así
pueden ser de gran interés y valor,
o
pueden ser simples baratijas; depende
del
gusto del dueno original. Yo tengo
uno
o dos libros de este tipo sobre
el
teatro y para mí las anadiduras les
otorgan
su valor; sin embargo, no soy
tan
tonto como para pensar que bien
podrían
interesarle a cualquiera que
no
haya sido hechizado por el teatro de
principios
del siglo xix.
Los
coleccionistas, si tienen un espíritu
anclado
en la realidad, deben
decidir
a temprana edad si lo que están
juntando
es una colección de libros
cuyo
valor esperan que se incremente
con
el tiempo o simplemente
una
colección que les provoca placer.
Aquel
hombre que espere obtener la
fama
póstuma el día en que su biblioteca
sea
tragada por las fauces de una
universidad,
nunca debe perder de vista
dicha
meta: los bibliófilos profesionales
se
abalanzarán sobre sus libros
y
no tardarán en menospreciarlo si
poseía
ejemplares o material sin valor
y
!vaya que los legatarios son rápidos
para
detectar piezas que no se ajustan
a
sus elevados estándares! No obstante,
el
hombre que coleccione por placer
puede
comprar cualquier cosa que sea
de
su agrado, sin preocuparse de que
cuando
muera puedan tildarlo de urraca
ni
de que los comerciantes vendan
a
diez centavos cada uno de los libros
que
él amó. Sí, tendrá algunas piezas
valiosas,
pero como objetos sueltos es
improbable
que alcancen las ofertas
posibles
si hubiera controlado sus deseos
y
sólo hubiera comprado los ingredientes
de
una colección coherente.
En
este mundo, el hombre que puede
donar
a su alma mater cada libro y
borrón
de manuscrito que haya poseído
Button
Gwinnett o que se haya relacionado
con
él, sin duda tiene mayor
estatura
que el que importuna al bibliotecario
de
la universidad con nada
más
que retazos atractivos.
El
primero hará que el gwinnettista
le
esté por siempre en deuda; así, pizcas
de
incienso, en forma de notas a pie
de
página, le serán lanzadas a su pira
funeraria.
“El desaparecido Enoch
Pobjoy,
con quien los gwinnettistas están
agradecidos
por la luz que su colección
arrojó
sobre las disposiciones sanitarias
expuestas
por Gwinnett” es lo
que
será ese coleccionista, pero .qué
hay
del coleccionista que vivió sólo
para
el placer?
Bueno,
en lo que a mí concierne es
el
único coleccionista que en verdad
importa.
Es un hombre que ama y lee
los
libros. Los ama no sólo por lo que le
dicen
—aunque ésta es su razón principal—,
sino
por su apariencia, su tacto
y,
sí, incluso por su olor. Es un hombre
que
podría regalar sus libros, pero que
nunca
piensa en conseguir la mohosa
inmortalidad
con su biblioteca. Su relación
con
los libros es una pasión alegre
y
revitalizante.
Si
consideramos lo molestos que
son
los libros, es asombroso el número
de
coleccionistas que uno llega a
conocer.
Los libros son una molestia
desesperante;
una biblioteca de apenas
unos
cuantos miles de volúmenes
ancla
a un hombre a una casa porque
mudarlos
sería una molestia inmensa.
Yo
mismo enfrenté la penosa prueba
de
una mudanza y, sin importar cuánto
me
concentrara en la realidad, mi
mente
se estancaba en los cálculos temibles
de
los anaqueles a los que podría
aspirar
en la nueva casa. .Será necesario
sumergirme
en el horror de un
almacén,
un infierno para los libros,
en
el sótano?; o —la esperanza se niega
a
morir— .será posible imaginar algún
nuevo
arreglo que me permita localizar
cualquier
tomo en un parpadeo?
Lo
que nunca puedo hacer es deshacerme
de
algunos libros o renunciar
a
comprar más. Supongo que eso es lo
que
en verdad significa ser un coleccionista
de
libros.
_W © Curtis Brown, New York, USA.
Traducción de Dennis Peña.
Robertson Davies, además de amante
de los libros, fue un reconocido escritor
canadiense.
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