SOCIEDAD DE BIBLIÓFILOS CHILENOS, fundada en 1945

Chile, fértil provincia, y señalada / en la región antártica famosa, / de remotas naciones respetada / por fuerte, principal y poderosa, / la gente que produce es tan granada, / tan soberbia, gallarda y belicosa, / que no ha sido por rey jamás regida, / ni a extranjero dominio sometida. La Araucana. Alonso de Ercilla y Zúñiga

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Editor: Neville Blanc

Monday, June 24, 2013

una acertada tipología de los bibliófilos


 


 | 24/6/2013 La Gaceta

El coleccionista de libros

El canadiense Robertson Davies escribió novela, teatro, ensayo y crítica. En este texto, publicado originalmente en la revista Holiday en 1962, esboza una acertada tipología -que resulta casi una patología- de los bibliófilos, y entre confesiones y picantes anécdotas nos confronta con la universal, perenne, insaciable afición de acumular ejemplares con algún tipo de rareza. Artículo rescatado y publicado en La Gaceta, en su número 510.

 

 

 

El canadiense Robertson Davies escribió novela, teatro, ensayo y crítica. En este texto,

publicado en la revista Holiday en 1962, esboza una acertada tipología —que resulta casi una patología— de los bibliófilos, y entre confesiones y picantes anécdotas nos confronta con la universal, perenne, insaciable afición de acumular ejemplares con algún tipo de rareza

Ilustración: EMMANUEL PEÑA

 


 

2 2 J U N I O D E 2 0 1 1

 

 

 

Hace algunos

meses visité a

unos amigos

en Irlanda que

me llevaron a

la casa de uno

de sus vecinos:

una mujer de

la nobleza que,

según ellos, se

encontraba en dificultades económicas.

Cuando entré a la biblioteca, me

quedé sorprendido y supe de inmediato

que si se decidiera a venderla podría

ganar varios miles de libras. Asumí que

tendría un gran aprecio por sus libros

y traté de guiar la conversación hacia

la literatura y el coleccionismo, pero

no tuve éxito: sólo hablaba de labranza

y jardinería, y del problema que representaba

mantener una enorme casa sin

la ayuda de un equipo de trabajo.

Por fin le pregunté sin rodeos sobre

su biblioteca. Sus ojos se empanaron.

Por un momento sentí que había tocado

un tema oscuro y doloroso, o que

había demostrado algún tipo de descortesía

estadunidense. Su respuesta

me tranquilizó.

—Supongo que es bastante linda

—dijo— pero nosotros nunca le dimos

 

 

 

 

mucha

importancia. Por ahí debe estar

un volumen de Shakespeare en

cuarto, pero hace mucho tiempo que

no lo veo, y una primera edición de Orgullo

y prejuicio, aunque es posible que

se haya perdido. Ah, también tenemos

la primera edición impresa del libro

del Venerable Beda —aquí ella apuntó

hacia un ejemplar de Historia ecclesiastica

gentis anglorum que yo ya había

identificado y cuya pasta colgaba

desprendida— entre otras cosas.

!Vaya que había otras cosas! Mientras

los demás hablaban, hice una rápida

inspección a los estantes; la biblioteca

sufría gravemente por el descuido,

pero aun así era una colección

espléndida, no había nada en ella que

un buen restaurador de libros, un poco

de amor y jabón para cuero no pudieran

arreglar. Mientras mi anfitriona

se quejaba por su mala economía, le

pregunté por qué no vender la biblioteca

si al final no la tenía en gran estima.

—No tengo la menor idea de cuánto

pedir por ella —contestó—, hace muchos

anos conocí a un hombrecillo en

una cena que me preguntó si tenía libros.

Un estadunidense; era doctor, me

parece. Yo le contesté que sí y le dije

que pasara a verlos algún día. !Creerá

que se apareció en mi puerta al día

siguiente! Era justo la hora del té y

teníamos invitados en casa, así que

mi esposo salió y le dijo que no era un

buen momento. Supongo que no lograron

ponerse de acuerdo porque el

hombrecillo nunca volvió.

—.De casualidad ese hombre se apellidaba

Rosenbach? —pregunté.

—Sí, así se llamaba —contestó ella—,

y a mí me pareció alguien más bien

molesto.

Este encuentro debió ser una de las

pocas derrotas del doctor Rosenbach

durante su famoso viaje por Irlanda, en

el que recolectó tantas piezas hermosas

para sus clientes. La reciente biografía

de Rosenbach, escrita por Edwin Wolf

y John F. Fleming, no menciona este

incidente que, para el doctor, sin duda

carecía de importancia; sin embargo,

para una senora que no ubicaba bien

dónde estaba su Shakespeare en folio,

recibir al comerciante de libros más

astuto y que mejor pagaba de nuestros

tiempos hubiera sido una oportunidad

verdaderamente lucrativa.

Esta anécdota me sirve para plantear

la cuestión de cuál es el interés

que la gente tiene por los libros. Aquellos

que ante todo los consideran ob-

 

 

 

 

jetos de valor gritan al pensar en la

oportunidad perdida de hacer negocios

con Rosenbach. Aquellos que los

aman desinteresadamente sufren al

ver una gran biblioteca —quizás una

incluso maravillosa— descuidada. Por

supuesto, también habrá quienes se

regodeen ante un espíritu aristocrático

que privilegia una reunión del té sobre

un negocio urgente.

Este último punto de vista es, a nivel

psicológico, inmensamente interesante;

sin embargo, no tiene lugar en

una discusión sobre coleccionistas

de libros. Los integrantes del primer

grupo, aquellos para quienes los libros

son objetos de valor monetario para

comprar y vender, sólo son interesantes

cuando logran algo que se acerque

a las proporciones de lo que hacía Rosenbach.

Si compran y venden a una

escala menor, bien podrían entrar al

negocio de las estampillas difíciles de

conseguir; igual que un sinnúmero

de coleccionistas de todo género, ellos

no son más que regatones y trocadores

incitados ocasionalmente por alguna

obsesión de completar un juego de

objetos para los que ellos mismos han

establecido límites arbitrarios. Por

ejemplo, si un hombre decide conseguir

ejemplares de todos los libros que

Horace Walpole produjo en su imprenta

privada de Strawberry Hill, entonces

ese hombre se habrá impuesto una

tarea difícil y cara, ya que las astutas

falsificaciones siempre ensombrecerán

semejante empresa. Tal persona

podría ser, o llegar a convertirse, en

un verdadero aficionado de Walpole;

sin embargo, lo más probable es que

la dificultad que implica coleccionar

este tipo de objetos, así como el estatus

particular que proporciona reunir

una colección completa, sea lo que en

verdad lo embelesa.

.Acaso hay algo de malo en esa actitud?

No, es similar a coleccionar pinturas

de artistas famosos o de ciertas

escuelas de pintura porque son valiosas

y no porque sean de su agrado.

Es una forma de conseguir reconocimiento

y creo que en ocasiones es

prueba de un espíritu creativo: si no

se puede crear una obra de arte, al menos

se podrá compilar una importante

colección de ellas. Los museos y las

galerías —y a través de ellos el público—

tienen una gran deuda con este

espíritu. No obstante, mi verdadera

admiración está reservada para la gente

que colecciona libros simplemente

porque los ama.

Si usted ama los libros, .por qué

no podría ser una buena edición tan

estimada como una primera edición

o alguna con características especiales?

En 1926 Edmund Wilson atacó a

Rosenbach y a sus imitadores cuando

dijo que “todo este negocio es tan

profundamente aburrido para la gente

interesada en la literatura como es

fascinante para aquellos que, incapaces

de adquirir cultura literaria, tratan

de comprar la distinción que dan

las letras al pagar precios inusuales

por rarezas bibliográficas”. En parte,

esta afirmación es cierta; no obstante,

si visitamos las enormes bibliotecas

de las universidades antiguas

donde se preservan las colecciones de

los amantes de libros del pasado, cada

una como una unidad, pronto descubriremos

mucho más. Dentro de esas

maravillosas salas podemos sentir la

presencia de algo noble, algo que ha

sido decisivo en el ennoblecimiento de

la mente del hombre. Percibimos los

libros como objetos con más carácter

que cualquier otro producto comercial

a la venta. Es demasiado parca la

afirmación de que Shakespeare es tan

Shakespeare en edición rústica como

en la hermosa edición de Nonesuch

Press de 1929, o en el primer folio de

1623, pero no todos somos calvinistas

literarios de tal magnitud. Valoramos

la belleza tanto como valoramos las

asociaciones, así que no creo que podamos

ser objeto de burla sólo porque

preferimos a nuestros héroes vestidos

apropiadamente.

El esnobismo de coleccionar libros

es lo que provoca repulsión. Supongamos

que nuestro amigo el coleccionista

nos muestra su primera edición

de Zuleika Dobson, de Max Beerbohm;

con placer tomamos el grueso libro

café sabiendo que fue esta misma edición

y en esta misma forma placentera

que Max vio por primera vez su creación

presentada al mundo: por un momento

estamos en el Londres de 1911.

Pensamos con afecto en el autor y casi

nos parece verlo a través del abismo

de 50 anos que nos divide. Es entonces

cuando nuestro amigo el coleccionista

empieza a presumir un poco: su

ejemplar, nos dice, es un Gallatin 8(b);

además, tiene el marco ornamental del

lomo estampado en verde y no en dorado.

Nos insta a no confundirlo con un

simple Gallatin 8b, un objeto inferior

impreso en 1912 y —según la mareada

eminencia del poseedor de un Gallatin

8(b)— poco digno de conservarse. Es

probable que empecemos a hartarnos

de nuestro amigo el coleccionista y le

digamos que nosotros sólo tenemos la

edición de Modern Library, que leemos

cada ano con creciente estima. Lo

anterior bien podría ser mentira, pero

de alguna manera tenemos que poner

al imbécil en su lugar. Sus tonterías

antiliterarias nos orillan a un puritanismo

bibliográfico.

Lo anterior es una posibilidad pero

siempre puede ocurrir lo peor. Podríamos

empezar a desear su tesoro.

Tal vez no codiciemos su casa ni a su

esposa (prueba fehaciente de su mal

gusto), ni su buey ni su asno, pero deseamos

su libro con fervor y llenos de

intolerancia. Sabemos cuánto le costó

porque no se lo ha podido aguantar; se

lo compró a un librero en Inglaterra (a

quien llama “mi librero” como si fuera

de su propiedad) y le costó menos

de veinte dólares, una suma considerablemente

menor a la que hubiera

tenido que pagar en Nueva York por

el mismo libro. Nosotros tenemos

veinte dólares en nuestro bolsillo justo

ahora, pero el dinero no es lo que

importa en este momento, ni nuestra

habilidad, al final, para conseguirnos

un Gallatin 8(b) de Zuleika. Es su libro

el que queremos y lo queremos en ese

momento.

Es en este estado febril que los hombres

han robado. Los coleccionistas de

libros a menudo se sienten tentados

a hurtar y, si no tienen un carácter de

hierro, seguro lo harán. En su Books

and Bidders, Rosenbach sucumbe ante

la tentación: cuando aún no decidía si

podría comprar el ejemplar del Prólogo

de Johnson que Garrick usó en Drury

Lane en 1747, deseó que fuera lo suficientemente

débil para robárselo. Si

alguna vez robó, tendrá que responder

por sus hechos ante una distinguida

companía: los amigos del fundador

de la Biblioteca Bodleiana, sir Thomas

Bodley, tenían que vigilarlo; antes de

que el papa Inocencio X consiguiera la

triple tiara se vio inmiscuido en un escándalo

relacionado con el robo de un

libro de la famosa colección perteneciente

a Montier; don Vicente, un monje

del convento de Pobla, en Aragón,

asesinó a varios coleccionistas para hacerse

de sus libros, y, claro, hombres en

posiciones políticas privilegiadas como

los cardenales Mazarino y Richelieu se

robaron bibliotecas enteras con el pretexto

de dividir las propiedades de enemigos

del Estado; por su parte, el poeta

Frederick Locker-Lampson confesó

que estuvo a punto de casarse con lady

Tadcaster para conseguir sus cuartos

y folios de Shakespeare. Este tipo de

codicia es indescriptible y tan terrible

que no se la deseo a nadie.

Yo no veo mucha diferencia entre

robar y lo que podríamos llamar “tomar

prestado con ciertas reservas

mentales”. Consiente en mi corazón

de este mal (!ay, mi corazón, que combate

al monstruo en lo obscuro de la

noche y en los crepusculares rincones

de las bibliotecas!), por muchos

anos utilicé un ex libris que incluía

la amonestación del doctor Johnson:

“Olvidar regresar un objeto prestado

(o pretender hacerlo) es la forma más

humilde de robar”. Me pregunto si los

sinvergüenzas que me han robado se

han tomado siquiera el tiempo para

despegar la etiqueta de mis libros.

Dejando de lado a todas aquellas

criaturas que valoran los libros por

las razones equivocadas, consideremos

ahora a los verdaderos coleccionistas,

sujetos magníficos como usted

y yo. .Por qué coleccionamos libros?

No existe una respuesta única u honesta.

No es sólo por el amor a la belleza,

que podría ser el motivo principal

de los coleccionistas de pinturas,

muebles o vajillas. El amante de los

libros tendrá siempre algunos hermosos

libros en sus repisas, pero también

poseerá algunos objetos nada gratos.

Uno de mis grandes favoritos es un libro

de bromas, fechado en 1686, horrible

y mal impreso; está manchado y

mal cortado, y de alguna forma sugiere

su paso por los bolsillos de varias generaciones

de veterinarios mientras

iban al bano, pero es una rareza. Sin

embargo, puedo decir que no es su rareza

lo que me atrae; cuando lo leo me

transporta casi tres siglos atrás, al reinado

de Jacobo II, y sus chistes —horrendos,

francos e indecentes— son

más agradables que si los tuviera en

una reimpresión moderna y cuidada.

Para el coleccionista de libros el sentido

histórico es cuando menos tan

fuerte como su amor por la belleza.

Claro, las cualidades únicas son valiosas,

pero sólo un hombre rico puede

aspirar a poseer un gran número de

libros que no tenga par en el mundo.

Tengo un modesto ejemplo: un ejemplar

de Punch and Judy de George

Cruikshank, que contiene todas

las pruebas presentadas al editor,

Prowett, tomadas directamente de su

libreta de apuntes. Las grandes colecciones,

como la de Pierpont Morgan,

se componen de cientos de volúmenes

únicos. El más notable en este sentido

es, por supuesto, el propio manuscrito

del libro. Morgan adquirió el exquisito

y conmovedor guion original de La

rosa y el anillo, de Thackeray, con las

ilustraciones en acuarela del propio

autor; existe una edición facsimilar y

también es lo suficientemente difícil de

encontrar como para considerarse una

agradable posesión. Este tipo de objetos

son caros; Rosenbach pagó 14 500

libras por el manuscrito de Alicia en

el país de las maravillas en un momento

en el que la libra valía casi cinco

dólares.

Un interesante tipo de libro único

es aquel que los comerciantes describen

como “extra ilustrado”. A principios

del siglo xix la gente hacía ese

tipo de libros por su propio placer. Una

persona que adquiriera la biografía de

su héroe personal bien podría también

poseer un buen número de retratos,

paisajes e incluso cartas escritas por

el propio héroe; el dueno las habría enviado

al encuadernador junto con el libro

y después de un tiempo le habrían

regresado un solo tomo, bellamente

encuadernado, con todas las pinturas y

cartas montadas con esmero sobre hojas

anadidas injertadas al texto. Libros

así pueden ser de gran interés y valor,

o pueden ser simples baratijas; depende

del gusto del dueno original. Yo tengo

uno o dos libros de este tipo sobre

el teatro y para mí las anadiduras les

otorgan su valor; sin embargo, no soy

tan tonto como para pensar que bien

podrían interesarle a cualquiera que

no haya sido hechizado por el teatro de

principios del siglo xix.

Los coleccionistas, si tienen un espíritu

anclado en la realidad, deben

decidir a temprana edad si lo que están

juntando es una colección de libros

cuyo valor esperan que se incremente

con el tiempo o simplemente

una colección que les provoca placer.

Aquel hombre que espere obtener la

fama póstuma el día en que su biblioteca

sea tragada por las fauces de una

universidad, nunca debe perder de vista

dicha meta: los bibliófilos profesionales

se abalanzarán sobre sus libros

y no tardarán en menospreciarlo si

poseía ejemplares o material sin valor

y !vaya que los legatarios son rápidos

para detectar piezas que no se ajustan

a sus elevados estándares! No obstante,

el hombre que coleccione por placer

puede comprar cualquier cosa que sea

de su agrado, sin preocuparse de que

cuando muera puedan tildarlo de urraca

ni de que los comerciantes vendan

a diez centavos cada uno de los libros

que él amó. Sí, tendrá algunas piezas

valiosas, pero como objetos sueltos es

improbable que alcancen las ofertas

posibles si hubiera controlado sus deseos

y sólo hubiera comprado los ingredientes

de una colección coherente.

En este mundo, el hombre que puede

donar a su alma mater cada libro y

borrón de manuscrito que haya poseído

Button Gwinnett o que se haya relacionado

con él, sin duda tiene mayor

estatura que el que importuna al bibliotecario

de la universidad con nada

más que retazos atractivos.

El primero hará que el gwinnettista

le esté por siempre en deuda; así, pizcas

de incienso, en forma de notas a pie

de página, le serán lanzadas a su pira

funeraria. “El desaparecido Enoch

Pobjoy, con quien los gwinnettistas están

agradecidos por la luz que su colección

arrojó sobre las disposiciones sanitarias

expuestas por Gwinnett” es lo

que será ese coleccionista, pero .qué

hay del coleccionista que vivió sólo

para el placer?

Bueno, en lo que a mí concierne es

el único coleccionista que en verdad

importa. Es un hombre que ama y lee

los libros. Los ama no sólo por lo que le

dicen —aunque ésta es su razón principal—,

sino por su apariencia, su tacto

y, sí, incluso por su olor. Es un hombre

que podría regalar sus libros, pero que

nunca piensa en conseguir la mohosa

inmortalidad con su biblioteca. Su relación

con los libros es una pasión alegre

y revitalizante.

Si consideramos lo molestos que

son los libros, es asombroso el número

de coleccionistas que uno llega a

conocer. Los libros son una molestia

desesperante; una biblioteca de apenas

unos cuantos miles de volúmenes

ancla a un hombre a una casa porque

mudarlos sería una molestia inmensa.

Yo mismo enfrenté la penosa prueba

de una mudanza y, sin importar cuánto

me concentrara en la realidad, mi

mente se estancaba en los cálculos temibles

de los anaqueles a los que podría

aspirar en la nueva casa. .Será necesario

sumergirme en el horror de un

almacén, un infierno para los libros,

en el sótano?; o —la esperanza se niega

a morir— .será posible imaginar algún

nuevo arreglo que me permita localizar

cualquier tomo en un parpadeo?

Lo que nunca puedo hacer es deshacerme

de algunos libros o renunciar

a comprar más. Supongo que eso es lo

que en verdad significa ser un coleccionista

de libros.

 

_W © Curtis Brown, New York, USA.

Traducción de Dennis Peña.

Robertson Davies, además de amante

de los libros, fue un reconocido escritor

canadiense.

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