Hace muchos años, Heimito von Doderer, el gran narrador austriaco, teórico y creador de la “novela total”, me envió un ejemplar de su obra maestra La escalinata de Strudlhof, con una afectuosa, amplia y auto irónica dedicatoria escrita con seis lápices de colores. Algunas letras en azul, otras en rojo, una palabra entera en amarillo, y así sucesivamente. Aquella dedicatoria era probablemente también auto irónica porque utilizaba colores diferentes para escribir –a mano– sus novelas, largas como la vida misma; los colores diferenciaban los distintos planos de la novela: la narración de los sucesos, el flujo de la conciencia, las descripciones… Utilizar colores diferentes también para escribir la dedicatoria significaba que toda escritura –así fueran unas cuantas líneas– es un texto, un tejido de planos diferentes, rico en referencias; sostenido por una tensión entre la totalidad y el fragmento, lo dicho y lo no dicho. La escritura tiene colores y lápices diferentes, también para quien no escribe a mano, como lo hace Doderer. Diversos colores, diversas escrituras, también en el espacio de aquella que las abraza a todas, la escritura única e irrepetible de cada autor.
No sé cuántos lápices debería tener yo cuando, en la mesa de mi cuarto o en la del café San Marcos en Trieste, intento garabatear mis páginas. Un color simple y definido es el del lápiz con el que se escriben los libros e incluso los textos breves, de los que conocemos, antes de empezar, la naturaleza, el tema, el objetivo, al menos es lo que yo hago y he hecho en el pasado. Es el caso de los textos de crítica literaria. Por ejemplo, cuando me senté a escribir una monografía sobre Wilhelm Heinse, un autor alemán de finales del siglo XVIII, no sabía a qué resultado llegaría, pero sabía cuál era el tema y el objetivo de aquella escritura, es decir, analizar la obra del autor. El color de mi lápiz era firme, no irradiaba reflejos ni reverberaciones misteriosas, no se confundía con otros colores, no cambiaba su significado, como por ejemplo un azul marino que puede evocar nostalgia o felicidad en un mismo instante, pálido color de la angustia y la muerte. Pero ya en otros estudios críticos se había insinuado de pronto una inquietante ambigüedad, una estimulante y perturbadora incertidumbre sobre lo que yo estaba buscando. En un libro que escribí sobre Hoffmann, el genial escritor decimonónico romántico del inconsciente y el doble, me introduje en su obra y en el Romanticismo europeo que se refleja en ella. Aventurarse en el caos de sueños y fantasmas de sus relatos, donde el Yo narrativo de pronto se sorprende hablando con una voz desconocida y extraña que lo extravía, lo hechiza o lo devasta, requería no solo un análisis histórico y crítico de la obra, sino que exigía internarse en los laberintos ignotos de la vida e incluso de mi propia vida. Mientras más avanzaba en la escritura, menos sabía lo que me esperaba, cuál era el verdadero objetivo de mi búsqueda; el color de la escritura se desvanecía como una nube y cada vez ignoraba más qué libro estaba escribiendo aunque controlara meticulosamente cada detalle.
Este proceso, existencial y estilístico, se fue acentuando progresivamente aun antes de que empezara a escribir ficción, y enseguida se convirtió en una ley de la escritura.
El ensayo, por ejemplo, es una escritura que se hace a tientas, ensayando, y el argumento se va creando conforme se avanza: se construye y se busca a la vez. Es una forma de escritura que habla de un tema queriendo expresar algo diferente que no se puede decir directamente, y que el propio autor va conociendo poco a poco, se busca lo inexpresable detrás de cada imagen. Cuando escribí mi primer libro, El mito Habsbúrgico (1963), no sabía bien lo que quería escribir y esto me sucede todavía; solo cuando llego a una tercera parte o a la mitad sé qué libro quiero escribir, cuál es la metáfora detrás del tema explicito y cuál es su verdadero objetivo –por ejemplo, escribir un poema sobre un árbol y la luz que le envuelve, puede ser la única manera en ese momento para expresar el amor por una persona-. El mito Habsbúrgico celebraba el mundo austriaco como el mundo del orden que había descubierto el desorden, una literatura que había denunciado el vacío, el sinsentido, la crisis de la civilización. Un laboratorio del nihilismo contemporáneo a la vez que una guerrilla en su contra.
De igual forma, el ensayo Lejos de dónde (1971) dedicado a la civilización hebraico-oriental y vinculado con mi pasión por Isaac Bashevis Singer, a quien conocí personalmente y ha sido uno de los grandes encuentros de mi vida, se originó en la lectura casual de una narración hebraico-oriental, la historia de dos judíos de una pequeña ciudad de Europa del Este. Ambos se encuentran en una estación de tren, uno de ellos lleva muchas maletas y el otro le pregunta: “¿Adónde vas?”. Y éste responde: “Voy a Argentina”. Aquel comenta: “¡Vas muy lejos!”. Y el segundo dice: “¿Lejos de dónde?”. Es una respuesta talmúdica, que responde con una pregunta; esto significa por una parte que el judío, que vive en el exilio, siempre está lejos de todo y por otra que, teniendo una patria en el Libro, en la tradición, en la Ley, nunca se está lejos de nada. Me dediqué a leer historias de ghetto de todos los países posibles, a autores clásicos y a menores de la literatura en yiddish, historias jasídicas, relatos de todas partes del mundo y sobre todo de Europa centro-oriental. Una civilización que ha sufrido con tremenda violencia la erradicación, el exilio, persecuciones, amenazas de aniquilación de su identidad… a todo esto se han enfrentado oponiendo una resistencia extraordinaria individual y un humorismo indestructible. Éxodo, exilio, pérdida del Yo y una increíble resistencia del Yo mismo.
Pero poco a poco aquel libro se convirtió en una especie de metáfora de mi propia vida, de mis afectos más profundos, de mi existencia.
Así nació también Danubio. En septiembre de 1982, con mi mujer y algunos amigos hicimos un viaje a Eslovaquia. Estábamos entre Viena y Bratislava, cerca de la frontera Este con lo que se ha dado en llamar “la otra Europa” (creo que mucho de lo que he escrito ha surgido del deseo de quitar ese adjetivo “otra”, de lograr que se comprenda que esa Europa es igualmente digna). Veíamos fluir el Danubio, el esplendor de sus aguas, su color no se diferenciaba de la hierba del campo; no se distinguía bien dónde empezaba y dónde terminaba el río, qué era río y que no. Estábamos viviendo un momento de felicidad y armonía, uno de esos raros instantes de concordancia con el flujo de la existencia. De pronto vimos un cartel que decía: “Museo del Danubio”. Esta palabra, “museo”, aparecía tan ajena al encanto del momento, cuando Marisa dijo: “¿Qué pasaría si continuásemos vagando hasta la desembocadura del Danubio?”. Así comenzaron esos cuatro años de viajes, escritura y re-escritura, vagabundeos donde el Danubio y la Mitteleuropa se convierten en la Babel del mundo actual. La escritura de Danubio es heterogénea, impura, mezcla de géneros y de registros estilísticos, como las aguas del verdadero río –que no son azules–. Esto es válido, en formas diversas, para todos mis libros, novelas, relatos y pièces[1] teatrales que he escrito.
La escritura es a la vez un agente de aduana y un contrabandista; establece fronteras y las trasgrede. Se utilizan lápices, colores diferentes, para la escritura ético-política y para la propiamente literaria, de invención. Yo he escrito libros de fantasía, de invención, pero también hace 47 años que escribo para el Corriere della Sera, frecuentemente sobre asuntos ético-políticos. Lo que da orden al mundo es la sintaxis, y las dos escrituras: la ético-política y la fantástica-narrativa-teatral tienen sintaxis completamente distintas.
Hay tantas escrituras: las que dan voz a la tragedia y al horror de la vida y aquellas que dan voz a su encanto; las que se obsesionan con la verdad y aquellas que pretenden reinventar el mundo. Está la escritura que nace en la cabeza, en el conocimiento intelectual, y aquella que nace en la mano, en la creatividad que ignora que el autor entiende menos su obra que los demás, como me sucedió cuando hablaba con Singer y me daba cuenta de que yo entendía más sus grandes obras, sus relatos y parábolas que había escrito él y no yo.
Hay una escritura que informa sobre el mundo, que detecta las necesidades y denuncia las injusticias; también la escritura que se practica como un “buen combate”, para usar la expresión de San Pablo, en defensa del ser humano, y hay la escritura que se ejerce con absoluta e irresponsable libertad.
Hay una increíble paleta de colores diferentes, a veces cada uno separado en su propio recipiente, como en las clases de dibujo o de acuarela de la escuela, y otras veces se mezclan formando un color imposible de nombrar.
La dialéctica que siento con más fuerza es la que se da entre la escritura diurna y la nocturna –recordando la definición del gran Ernesto Sábato de quien tuve la fortuna de ser amigo–. En la primera, un escritor expresa un mundo en el que se reconoce, del que enuncia sus valores, su modo de ser, aunque todo sea de su invención. En la segunda, el escritor ajusta cuentas con algo que de pronto surge dentro de él y que tal vez ignoraba: sentimientos, pulsiones inquietantes, “verdades detestables” –como escribió Sábato–, que lo dejan estupefacto, lo horrorizan, le muestran un rostro suyo desconocido, lo ponen frente a frente con la Medusa de la vida que en ese momento no puede ser enviada con el peluquero a que le corten la cabellera de serpientes para que esté presentable.
¿Lápiz negro? En lo que me concierne, es en la narrativa donde predomina la escritura nocturna –especialmente en la novela A ciegas, y en la que estoy escribiendo y quizás publique en unos meses– además de mis textos teatrales (sobre todo en Exposición).
Comencé a escribir A ciegas en forma lineal, tradicional, pero no funcionó, no podía funcionar porque en una narración el “cómo” –es decir el estilo, la estructura, la escritura– debe corresponder, identificarse incluso, con el “qué”, con la anécdota, y con su sentido o sinsentido. No se puede escribir de forma tradicional, ordenada, racional, armónica, una historia de delirio, de descomposición de los sentidos, de desorden descomunal. El desorden y la tragedia están en las cosas y en las palabras.
Mientras escribía A ciegas, me enfrentaba a la disyuntiva entre la forma de verdad que la novela puede encontrar solo a través de la distorsión (si quiere ser auténtica), y la otra forma de verdad, por ejemplo en una narrativa ético-política, que solamente puede ser encontrada apegándose a la razón y a la racionalidad que el alto oleaje de la épica parece haber llevado al naufragio. Solo después me di cuenta, una vez terminado el libro, cuánto le debe a Noticias del Imperio de Fernando del Paso, a su flujo aglutinante que arrastra –en una mezcla de erudición, sensualidad y delirio– núcleos intrincados de vida y de Historia. Para la novela del siglo XIX –grande o menor– la acción del individuo estaba inserta en una Historia, difícil pero no del todo irracional. El escritor decimonónico, cuando inventaba historias, podía apegarse a la misma visión de la Historia que él expresaba en sus escritos históricos y políticos. Y podía incluso usar un estilo narrativo de alguna manera análogo. La escritura de Víctor Hugo en Los Misérables, no es demasiado distinta de la de sus polémicas contra Napoleón III. Kafka o Rulfo, en cambio, no hubieran podido escribir una declaración política o un mensaje de solidaridad a las víctimas de la explotación con el mismo lenguaje de la Metamorfosis o de Pedro Páramo. Las obras maestras del siglo XIX, escribió un célebre escritor italiano, Raffaele La Capria, son obras maestras imperfectas. Con estas palabras no pretendía naturalmente negar la grandeza de Kafka, Svevo, Joyce o de los grandes autores latinoamericanos, sino quería subrayar cómo estos autores habían asumido, en las estructuras mismas de su narrativa, el desorden del mundo, la dificultad o la imposibilidad de entenderlo y de expresarlo conforme con un orden, el Maelstrom en el que sucumben cosas y palabras.
¿Por qué se escribe? Por tantas razones: por amor, por miedo, como protesta, para distraerse ante la imposibilidad de vivir, para exorcizar un vacío, para buscarle un sentido a la vida. A veces para establecer un orden, otras para deshacer un orden preestablecido; para defender a alguien, para agredir a alguien. Para luchar contra el olvido, con el deseo –tal vez patético pero grande y apasionado– de proteger, de salvar las cosas y sobre todo los rostros amados, de la abrasión del tiempo, de la muerte. Escribir es también un intento de construir un Arca de Noé para salvar todo lo que amamos, para salvar –deseo vano e imposible, quijotesco pero inextirpable– cada vida.
No sé qué color tenga este grácil y maltrecho barquito de papel que podemos construir con nuestras palabras; sabemos que está destinado a hundirse pero no por eso dejamos de escribir. Y si se hunde, su escritura no será de color negro, que es ausencia de color, sino blanco, o sea la unión de todos los colores.
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