Las cartas de Eros. Enrique Lihn
Por Enrique Lihn
Carta a Gabriela
"Te amo en lo que dejaste, eso que siempre se deja de tener -un poema- y que, en un cierto sentido, no se tiene nunca". Seis textos dirigidos a mujeres imaginarias, una autobiografía velada: rescatado por Ediciones Overol, un libro escrito a comienzos de los 80 que hasta ahora se mantenía inédito.
Por Enrique Lihn.
Gabriela:
Como escribo cartas imaginarias a mujeres que, en un cierto sentido, no existen, no veo ninguna razón para que tú no seas una de mis destinatarias. Estás muerta, no es un inconveniente. Tanto más cuanto que nunca habrías recibido, de mi parte, ni leído una cosa como ésta, en la época en que te conocí de vista, ya te diré cómo. Ahora que ya no sabes nada de nada, no hace falta que ignores, señora mía, mi admiración juvenil por ti, literaria pero tan intensa como para confundirse con un patatús al corazón o el alboroto de los espermios que le censuraron al autor de Mal de amor. ¿Por qué no? He seguido hablando de ti como lo hacía en los años cincuenta —ahora que soy yo el cincuentón y no el siglo—, en el carro de un tren de tercera, en la calle Puente (cerca de la Estación Mapocho), en estado de ebriedad, en un hotel de Cartagena, ahora y aquí y en los Estados Unidos, en tu propio Barnard College —el invierno del ochenta y uno— y también en la calle, en los trenes y en los aviones. No se trata de una mera adhesión —siempre ha sido crítica— a la poeta, sino, repito, de una relación erótica entre mi cuerpo y el tuyo —ambos verbales— porque estamos hechos de palabras. El uno para el otro.
Incluso resiento, si quiero, hasta el día de hoy, como una injusticia el que acusaras recibo públicamente, con unas líneas, del librito de uno de mis amigos, y del que yo te envié el mismo año no dijeras ni agua. Si hubiera podido enamorarme de ti tendría, incluso, como todos los enamorados, un resentimiento en tu contra: no me leíste cuando yo era muchacho y buen poeta, puedes creerlo.
El hecho es que cuando te vi viva por primera y última vez, lo hice sin que se me pasara por la cabeza la ocurrencia de acercarme a tu corte. Un acto gratuito de modestia que ahora me parece antojadizo. Más de un mediador me habría allanado el terreno para que hincara el pie en tierra, frente a tu trono, intercambiara contigo una fórmula de cortesía y, tal vez, aventurara un diálogo. En cambio te esperé en las inmediaciones de la Estación Central un día polvoriento y caluroso, un número más de los que sumaba una verdadera muchedumbre. Aunque ya tenía veintiséis años, y corrí por la Alameda de las Delicias, detrás del Packard en que te hizo entrar a La Moneda el general Ibáñez y esperé al pie del balcón presidencial la aparición del monumento que ya eras tú en tu abrigo de tweed —el hábito de la Madre Superiora—, la cabeza cenicienta (tanto y tan bien que hablaste de eso) y tu aire ausente al que, en esa performance, incorporaste la más rara de tus voladas.
Habías escrito: “Soy vieja; amé los héroes / y nunca vi su cara; / por hambre de su carne / yo he comido las fábulas”. Y ahora, desde ese balcón al que, por fin, te habías asomado, diste primero por sentado y luego por desasentado que tu invitante —el señor Presidente— había hecho la Reforma Agraria.
Cuando hablaste de eso, el general dio, físicamente, un paso atrás. Eso fue, quizás, algo que te desconcertó. Y no encontraste nada mejor que el diálogo imposible. Te dirigiste a quienes, en ese momento, nos llamábamos legión (pero no de demonios sino de borregos): “Yo me lo tenía entendido así, pero son ustedes los que saben, he vivido tantos años en el extranjero. ¿Se les ha entregado, en este país, la tierra a los campesinos?”. Estabas confundiendo, quizá, las atenciones de Carlos Ibáñez con las intenciones políticas de Álvaro Obregón, o algo así. Yo tuve la impresión de que ese hermoso monumento se resentía del avance de la arteriosclerosis; porque, de veras, para algunos el Premio Nobel y para otros como yo los libros que no te apurabas nunca en publicar te habían convertido en una belleza. Yo, al menos, habría preferido tu aparición a la de Ingrid Bergman en cualquiera parte del mundo.
Al día siguiente comprendí que eras ya “la ola muerta”. No habías fingido meter la pata en el balcón por astucia, es que estabas sencillamente ida (“Me voy de ti con vigilia y con sueño / y en tu recuerdo más fiel ya me borro. / Y en tu memoria me vuelvo como esos / que no nacieron ni en llanos ni en sotos”).
Estabas leyéndonos de unas hojitas de cuaderno escolar tu discurso de agradecimiento —la Universidad de Chile te había nombrado Doctor Honoris Causa— desde la galería del segundo piso de la Casa Central a los que nos aglomerábamos en el patio, cuando, al parecer, perdiste las hojas finales. Entonces empezaste a releer, automáticamente, dos o tres de las primeras, para embarazo de todos.
Tres años después se supo que agonizabas en Long Island. La poeta de la muerte moría ahora real y verdaderamente. Escribí una elegía para ti mientras duró la agonía aunque ni tú ni yo éramos políticos, ni yo, pues, estuviera obligado a adelantarme a tu muerte real con la redacción de mi poema para una edición especial. Ocurrió así, absurdamente, porque yo, que no creo en los fantasmas, necesitaba, desde hace mucho tiempo, franquearme contigo en lo que fue un poema de amor a tu palabra.
Y asistí, por cierto, a tus funerales, después de hacer cola frente al Salón de Honor para despedirme de tu cadáver maquillado. Me volví a encontrar, parte de la aglomeración, ahora ante la puerta del Cementerio General. Otro muerto memorable, Luis Oyarzún, que por ese entonces era mucho más joven de lo que soy ahora y menos oscuro, brilló hablando de ti, como antes en la Universidad, con su inagotable y matizada elocuencia.
Eso fue todo en cuanto a nuestras relaciones rigurosamente unilaterales en lo que se refiere a tu presencia. Pero soy un especialista en tu ausencia, de los poemas en que estás y no estás; un conocedor de tu “País de la ausencia”: “Me nació de cosas / que no son país / de patrias y patrias / que tuve y perdí / de las criaturas / que yo vi morir / de lo que era mío / y se fue de mí”. Como tú, exactamente, “Amo las cosas que nunca tuve / con las otras que ya no tengo”. Te amo en lo que dejaste, eso que siempre se deja de tener —un poema— y que, en un cierto sentido, no se tiene nunca. Hay otras cosas que quisiera decirte. Vamos por partes, hasta donde me alcancen estas seis carillas.
Desde que eras una vieja de treinta años (nunca aceptaste el riesgo de ser joven, porque lo habías corrido con mala suerte) te habrás habituado a dividir las opiniones a tu paso en primeras piedras o pedradas y en cánticos de alabanzas en tu nombre, desusados incluso en esa época. Si un criticastro hablaba de tu acento hombruno, perdiendo la cortesía ad hoc de los caballeros chilenos, un poeta te confundía con María de Nazareth y hacía de ti una especie de monstruo al explicar tu fecundidad poética por el decreto de tu virginidad y viceversa. Desde la Divina o Santa Gabriela a la escribiente que “escribe con rudeza masculina y, más aún, se muestra en la descripción de sus amores animada de un carácter de hombre”.
Se te puede suponer modesta, pero no humilde: te escudaste orgullosamente en el emblema de la modestia: La maestra rural. Algo que habías sido en esas aldeas del norte o del sur. En una de ellas, para empezar, se te degradó en un patio escolar, bajo la acusación de ladrona, en el más puro estilo cuartelario y enseguida fuiste lapidada por tus compañeras y alumnas. De esa figura, pero transfigurada, hiciste en el mundo un símbolo. Y una especie de rémora, aunque te ayudara a navegar. Se diría que ibas a ejercer la poesía como un magisterio; es probable que tú misma pensaras que tus versos se agrupaban, constantemente, en poemas didácticos. Se diría que la “augur” —como te magnificó José Vasconcelos en La raza cósmica— era, ante todo, una criatura de servicio, siempre dispuesta a orar por todos y no una egoísta ni una cualquiera. Hiciste de tu imagen un ejemplo a seguir camino de los cielos y no un desvío que pudiera llevar a la nada (“apetito de nunca volver”). Por lo tanto, monseñor Lecourt en su Oración Fúnebre te pudo ofrecer al mundo, fácilmente, como una trinidad: mujer, maestra y artista cristiana. “Non potest civitas abscondi supra montem posita”, “no puede ocultarse una ciudad asentada sobre un monte”. Y pudo imaginarte “cara a cara y mudez con mudez” al arquetipo de Mujer perfecta, al Maestro Triunfante. Frente a frente y mano a mano con Arseno thelys, el Andrógino Perfecto.
Olvidaba el sacerdote, y tú misma lo habrías hecho de poder tomar la palabra más allá de la tumba (pero no hablaste), que en tu religión personal se mixturaban el cristianismo y veinte años de budismo, la creencia en el Karma y la metempsicosis.
La lectura literal pero atenta de tus mejores poemas —y no de tus páginas edificantes— sorprendería a más de algún creyente por “el amor de la nada” que se trasluce en tus oraciones: “Por si no hay después encuentros / en ninguna Vía Láctea”. Los oficiantes de diferentes cultos tendrían que estrellarse contra ti; pero en ese muro han abierto una hornacina y puesto, cada cual, una imagen inventada de su santa que se te parece, pero no más que un mármol a un cuerpo y tanto como una figura a una sombra.
Para mí eres otra especie de fantasma: una palabra amada. Te pienso algo más que un poco descreída y sin mayor ánimo de edificar ni cuerpos ni almas. Las historias de amor que te cuelgan, a partir de una supuesta confesión o de algunas insignificantes cartas de adolescencia, sirven para tu deificación y para ahondar la ignorancia de tu poesía. Me parece incluso indecente que seas aún para algunos la Virgen de Nazareth, la madre de todos los hijos del mundo o la Divina. Tampoco creo necesario volver a comparar tu vida con la de un personaje de Emily Brontë —Catalina— ligada a Heathcliff por un amor fatal. En su apuro por novelarte, poco o nada quieren saber tus mistificadores de los amores reales que pudiste tener, ni tantos ni tan pocos como los de cualquiera. Hiciste de todos ellos, quizá, el mismo fantasma y te afantasmaste alimentándolos de lo que iban a morir. Leer Tala y Lagar significa entender la relación de lo imaginario con lo fantástico y de lo fantástico con lo fantasmal y, paradójicamente, significa aprender lo que, en virtud de la poesía, reconcilia cuerpo y palabra, presencia y ausencia. Unos cuantos versos, Gabriela, eso es todo lo que te diferencia de la mayor parte de los vivos y de la gran mayoría de los muertos. Y no son didácticos, con el favor de Dios, ni optimistas. Son disfóricos y verbalmente felices: una pura conjunción de la experiencia y del lenguaje.
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