HUXLEY, UN MUNDO FELIZ?
Aldous Huxley, visionario persistente
El autor de Un mundo feliz vivió intensamente el siglo XX, hasta que, el mismo día que mataron a Kennedy, murió de cáncer. Predijo nuestra miseria por la abundancia tecnológica y sufrió por el empobrecimiento del arte.
El autor de Un mundo feliz vivió intensamente el siglo XX, hasta que, el mismo día que mataron a Kennedy, murió de cáncer. Predijo nuestra miseria por la abundancia tecnológica y sufrió por el empobrecimiento del arte.
por Marcela Fuentealba - La Tercera 23/01/2010 - 14:03
Un mundo en que la tecnología y la genética lo dominan todo: la mente, la espiritualidad, el sexo, el conocimiento. Todos son felices porque nadie sabe de las pasiones, controladas por método freudiano y gracias a una especie de antidepresivo universal, ni de la necesidad, que se maneja gracias a la producción en serie.
A comienzos de 1930, el escritor inglés Aldous Huxley imaginó que esto ocurriría en 500 años y escribió la famosísima novela Un mundo feliz, parodia ejemplar de las revoluciones que apenas se digerían entonces. Los protagonistas se llaman Lenina y un joven Marx, y muchas de las más locas invenciones narradas hoy no parecen nada dementes. Pero el asunto es mucho más interesante que eso: es una proyección del imperio humano de la eficiencia, la productividad y la felicidad, de nuestro pánico a la diferencia, al descontrol y a la podredumbre.
El incendio
En esos años, Huxley también empezó a escribir sus opiniones para varios diarios y revistas, además de ensayos sobre literatura, arte y música. Hoy se compilan en el libro Si mi biblioteca ardiera esta noche, título tomado de uno de sus textos que también resultó profético: 14 años después de publicado, la biblioteca de su casa de California, donde se fue a vivir para explorar la libertad de las drogas y de la espiritualidad new age en ciernes, se quemó una noche. Según escribe, no había tanto que lamentar, porque no le interesaban las primeras ediciones ni los libros raros, sino los más brillante clásicos: Shakespeare, Chaucer, Dante, Homero, Donne, Rimbaud, Mallarmé, Yeats, Eliot; los grandes novelistas rusos y franceses, Proust y Joyce (a pesar de su narcisismo, aclara); Montaigne y Pascal, a su juicio los polos opuestos del pensamiento humano, el terrenal y el trascendente, y algunos pocos ensayistas ingleses más.
Para Huxley, pocos libros bastan y es importante que no sobren. En uno de los ensayos dice que habría que poner un impuesto altísimo al papel, pues al ser caro se dejarían de imprimir publicaciones inútiles y dañinas, que proporcionan entretención fácil y sin contenido. "La lectura (de periódicos, revistas y ficción) es nuestro opio y nuestra anestesia universales. No leemos para estimularnos a pensar, sino para prevenir el pensamiento".
Esta igualdad de los libros y las drogas resulta coherente, según él, pues creía que la necesidad de escapar de la realidad es la misma operación del alma y obedece a un deseo místico. Por eso era partidario de que se dejara de gastar recursos en prohibir el consumo de drogas y alcohol, pues ese dinero se gastaría mejor en investigar sustitutos para la cocaína, la heroína y el alcohol, y así se entendería la necesidad del mundo feliz que las drogas proporcionan.
Además de este tipo de polémicas, nada resueltas en nuestros días, los ensayos de Huxley muestran a un lector apasionado: sus apreciaciones sobre las obras de Baudelaire, Proust, Dylan Thomas o del afilado cronista Lytton Strachey, por nombrar algunos pocos, están llenas de finos detalles y de generosidad. Lo mismo sus textos sobre la pintura de Brueghel y la música de Stravinski. Y aunque, como advirtió Isaiah Berlin, se puede pensar que Huxley tenía algo de predicador, siempre va más allá de lo meramente canónico y taxativo: piensa con soltura y minuciosidad.
La mayoría de sus contemporáneos ingleses tuvieron una opinión sobre su persona, como queda estipulado en el prólogo a esta edición, a cargo de Matías Serra.
El poeta T.S. Eliot alabó su oído agudo; el crítico Cyril Connolly se solazó de su pinta de "dandi argentino que va de Londres a Roma"; el novelista J.G. Ballard, su admirador, alabó que sus textos se sitúen en la frontera entre la religión, la ciencia y el arte.
Estas tres cualidades hablan de su fino cosmopolitismo y de su valentía para explorar la mente humana. Según él, se trataba de algo mucho más simple: "Soy un intelectual con cierto talento para el arte literario, físicamente delicado, desprovisto de emociones muy fuertes, no muy interesado en actividades prácticas e impaciente con la rutina".
Un mundo en que la tecnología y la genética lo dominan todo: la mente, la espiritualidad, el sexo, el conocimiento. Todos son felices porque nadie sabe de las pasiones, controladas por método freudiano y gracias a una especie de antidepresivo universal, ni de la necesidad, que se maneja gracias a la producción en serie.
A comienzos de 1930, el escritor inglés Aldous Huxley imaginó que esto ocurriría en 500 años y escribió la famosísima novela Un mundo feliz, parodia ejemplar de las revoluciones que apenas se digerían entonces. Los protagonistas se llaman Lenina y un joven Marx, y muchas de las más locas invenciones narradas hoy no parecen nada dementes. Pero el asunto es mucho más interesante que eso: es una proyección del imperio humano de la eficiencia, la productividad y la felicidad, de nuestro pánico a la diferencia, al descontrol y a la podredumbre.
El incendio
En esos años, Huxley también empezó a escribir sus opiniones para varios diarios y revistas, además de ensayos sobre literatura, arte y música. Hoy se compilan en el libro Si mi biblioteca ardiera esta noche, título tomado de uno de sus textos que también resultó profético: 14 años después de publicado, la biblioteca de su casa de California, donde se fue a vivir para explorar la libertad de las drogas y de la espiritualidad new age en ciernes, se quemó una noche. Según escribe, no había tanto que lamentar, porque no le interesaban las primeras ediciones ni los libros raros, sino los más brillante clásicos: Shakespeare, Chaucer, Dante, Homero, Donne, Rimbaud, Mallarmé, Yeats, Eliot; los grandes novelistas rusos y franceses, Proust y Joyce (a pesar de su narcisismo, aclara); Montaigne y Pascal, a su juicio los polos opuestos del pensamiento humano, el terrenal y el trascendente, y algunos pocos ensayistas ingleses más.
Para Huxley, pocos libros bastan y es importante que no sobren. En uno de los ensayos dice que habría que poner un impuesto altísimo al papel, pues al ser caro se dejarían de imprimir publicaciones inútiles y dañinas, que proporcionan entretención fácil y sin contenido. "La lectura (de periódicos, revistas y ficción) es nuestro opio y nuestra anestesia universales. No leemos para estimularnos a pensar, sino para prevenir el pensamiento".
Esta igualdad de los libros y las drogas resulta coherente, según él, pues creía que la necesidad de escapar de la realidad es la misma operación del alma y obedece a un deseo místico. Por eso era partidario de que se dejara de gastar recursos en prohibir el consumo de drogas y alcohol, pues ese dinero se gastaría mejor en investigar sustitutos para la cocaína, la heroína y el alcohol, y así se entendería la necesidad del mundo feliz que las drogas proporcionan.
Además de este tipo de polémicas, nada resueltas en nuestros días, los ensayos de Huxley muestran a un lector apasionado: sus apreciaciones sobre las obras de Baudelaire, Proust, Dylan Thomas o del afilado cronista Lytton Strachey, por nombrar algunos pocos, están llenas de finos detalles y de generosidad. Lo mismo sus textos sobre la pintura de Brueghel y la música de Stravinski. Y aunque, como advirtió Isaiah Berlin, se puede pensar que Huxley tenía algo de predicador, siempre va más allá de lo meramente canónico y taxativo: piensa con soltura y minuciosidad.
La mayoría de sus contemporáneos ingleses tuvieron una opinión sobre su persona, como queda estipulado en el prólogo a esta edición, a cargo de Matías Serra.
El poeta T.S. Eliot alabó su oído agudo; el crítico Cyril Connolly se solazó de su pinta de "dandi argentino que va de Londres a Roma"; el novelista J.G. Ballard, su admirador, alabó que sus textos se sitúen en la frontera entre la religión, la ciencia y el arte.
Estas tres cualidades hablan de su fino cosmopolitismo y de su valentía para explorar la mente humana. Según él, se trataba de algo mucho más simple: "Soy un intelectual con cierto talento para el arte literario, físicamente delicado, desprovisto de emociones muy fuertes, no muy interesado en actividades prácticas e impaciente con la rutina".
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