DE LAS CASAS DE NERUDA
Edwards, Jorge
La Segunda Viernes 22 de Octubre de 2010
Campos de Normandía
Los embajadores ponen las barbas en remojo antes de las visitas presidenciales. Revisan los programas cien veces al día, los corrigen doscientas veces, llaman por teléfono como locos y suele ocurrir que al final no sepan cómo se llaman ni cómo se llama el Presidente que viene de visita. A mí me hacen una invitación a Condé-sur-Iton, a la casa que compró Neruda en los días de su Premio Nobel y que Matilde, su viuda, vendió un par de años más tarde. Es un excelente motivo para refrescar la cabeza, para cambiar de tema. Salgo, pues, un domingo en la mañana, en compañía de una periodista, de una abogada, de una pintora, mujeres jóvenes e inteligentes. Hemos visto el itinerario en internet y no nos equivocamos demasiado. La campiña de Normandía, en una mañana otoñal, pero bien soleada, es una maravilla de la naturaleza y también de la historia: hay casas de piedra, castillos en medio de boscajes y ojos de agua, molinos a la orilla de un canal, torres de iglesia rematadas en agujas finas. Recomiendo leer un poema del final de la obra nerudiana: El campanario de Authenay. Para mi gusto, es uno de los mejores de toda esa etapa: una reflexión de otoño —de la naturaleza y de la vida—, sobre el trabajo de los hombres, sobre la culpable situación de los poetas, que no saben, precisamente, construir nada con sus manos, sobre el tiempo y sobre la muerte. Los hombres construyen y sus torres singulares, agudas, invictas, permanecen, anotando en el cielo con sol y con nubes cifras que no podemos interpretar. Durante el viaje en automóvil, trato de ubicar ese campanario de Authenay, pero no lo consigo. Han pasado nada menos que 39 años casi exactos desde que hice ese viaje con el poeta, en busca de una residencia secundaria, y la memoria me juega algunas malas pasadas.
A los pocos meses de llegar de embajador a París, el poeta, que había anunciado que si usted nace tonto en Chile le ponen Joaquín Fernández y lo nombran embajador, me había dicho que ya no aguantaba más vivir en el mismo edificio donde se encuentran las oficinas de la misión y donde hay que pasarse el fin de semana atendiendo el teléfono y abriendo la puerta. Tenía que buscarse otro lugar para residir, para volver a tener vida privada, para abandonar las tareas de telefonista y de portero. ¿Sabes qué otro embajador hizo lo mismo y se fue a vivir en otra parte?, le pregunté. Como el poeta no sabía, le di la información: Joaquín Fernández. ¡Bah!, exclamó él: No era tan tonto, entonces.
La casa de Condé-sur-Iton, que se levanta ahora en el centro de la calle Pablo Neruda, era una antigua herrería que después había cumplido funciones diferentes, desde aserradero y depósito de leña hasta discoteca de pueblo. Al cabo de una larga mañana de búsqueda, gracias a las indicaciones de un corredor de propiedades de un pueblo cercano, llegamos a la casa y el poeta se enamoró de ella de inmediato. ¡Amor a primera vista! Comprendí las razones en ese entonces y las comprendo todavía mejor ahora. Había un canal rumoroso que corría junto a la ventana principal de la planta baja, que cruzaba después por compuertas de madera y se precipitaba a un remanso. Todavía existe el mismo canal, pero las compuertas están carcomidas. Al fondo hay árboles y pájaros. En el tiempo de Neruda había un par de caballos. Y la planta principal de la casa es catedralicia, abierta: un espacio extraordinario, que ya nadie construiría. La dueña, empresaria en el rubro de los cosméticos, me explica que el arquitecto restaurador tuvo el buen tino de no ocupar ese espacio, de no tratar de interponer un segundo piso, de respetar ese lujo que tenía un origen poético. Contemplamos, admiramos una chimenea oblicua de ladrillo y concreto, enorme soplete que cumplía funciones de fragua en la antigua herrería, y subimos por una complicada escalera de caracol que llevaba al dormitorio principal. La vista desde arriba, desde dos ventanas bajas, es asombrosa: copas de árboles espesas, ya otoñales, vibrantes, que no dejan ver el cielo. Ideas del poeta, me digo, geografías infructuosas, pero inspiradoras. Era un paisaje de un Temuco imaginario, de sueño.
La señora empresaria y su pareja, un inglés de Essex instalado en Normandía y que se dedica a la navegación a vela, no sé si a otra cosa, nos llevan a una hostería en el pueblo de Francheville, a unos treinta kilómetros de distancia. Se llama La casa de la herrera y anuncia que su especialidad es la “cuisine authentique”, la cocina auténtica. La plaza del pueblo parece una ciudad de muñecas, con una iglesia en la que se escucha un órgano y un coro, una tienda de chocolates, la hostería, donde el cocinero está retratado en colores en la fachada, y cerca de la cual un automóvil blanco, convertible, un Chevrolet de museo, acaba de estacionarse. Es la Normandía del interior, del campo más verde y más amarillo que uno se podría imaginar, no la de las playas y los acantilados. Illiers, el Combray de la obra de Marcel Proust, se encuentra a pocos kilómetros de distancia. Combray es un pueblo de la ficción, como lo serían un Temuco, un Ñielol de la invención literaria. Yo doblo esa página al atardecer y regreso a la visita presidencial. Hay un punto en contra: la huelga sindical y estudiantil de estos días. Y dos puntos a favor: el entusiasmo por Francia y por todo lo francés de nuestro actual Presidente y la proeza de los 33 mineros rescatados de la mina. El episodio tuvo una cobertura de prensa arrolladora, y Sebastián Piñera la supo aprovechar bien. Pero prefiero no contar cosas relacionadas con mi actual trabajo en la diplomacia. Hacerlo sería atentar contra un principio esencial de la profesión. Sólo agrego que el Presidente dijo Vive la France en francés, además de Vive le Chili, y eso, para los franceses, no es poca cosa.
La Segunda Viernes 22 de Octubre de 2010
Campos de Normandía
Los embajadores ponen las barbas en remojo antes de las visitas presidenciales. Revisan los programas cien veces al día, los corrigen doscientas veces, llaman por teléfono como locos y suele ocurrir que al final no sepan cómo se llaman ni cómo se llama el Presidente que viene de visita. A mí me hacen una invitación a Condé-sur-Iton, a la casa que compró Neruda en los días de su Premio Nobel y que Matilde, su viuda, vendió un par de años más tarde. Es un excelente motivo para refrescar la cabeza, para cambiar de tema. Salgo, pues, un domingo en la mañana, en compañía de una periodista, de una abogada, de una pintora, mujeres jóvenes e inteligentes. Hemos visto el itinerario en internet y no nos equivocamos demasiado. La campiña de Normandía, en una mañana otoñal, pero bien soleada, es una maravilla de la naturaleza y también de la historia: hay casas de piedra, castillos en medio de boscajes y ojos de agua, molinos a la orilla de un canal, torres de iglesia rematadas en agujas finas. Recomiendo leer un poema del final de la obra nerudiana: El campanario de Authenay. Para mi gusto, es uno de los mejores de toda esa etapa: una reflexión de otoño —de la naturaleza y de la vida—, sobre el trabajo de los hombres, sobre la culpable situación de los poetas, que no saben, precisamente, construir nada con sus manos, sobre el tiempo y sobre la muerte. Los hombres construyen y sus torres singulares, agudas, invictas, permanecen, anotando en el cielo con sol y con nubes cifras que no podemos interpretar. Durante el viaje en automóvil, trato de ubicar ese campanario de Authenay, pero no lo consigo. Han pasado nada menos que 39 años casi exactos desde que hice ese viaje con el poeta, en busca de una residencia secundaria, y la memoria me juega algunas malas pasadas.
A los pocos meses de llegar de embajador a París, el poeta, que había anunciado que si usted nace tonto en Chile le ponen Joaquín Fernández y lo nombran embajador, me había dicho que ya no aguantaba más vivir en el mismo edificio donde se encuentran las oficinas de la misión y donde hay que pasarse el fin de semana atendiendo el teléfono y abriendo la puerta. Tenía que buscarse otro lugar para residir, para volver a tener vida privada, para abandonar las tareas de telefonista y de portero. ¿Sabes qué otro embajador hizo lo mismo y se fue a vivir en otra parte?, le pregunté. Como el poeta no sabía, le di la información: Joaquín Fernández. ¡Bah!, exclamó él: No era tan tonto, entonces.
La casa de Condé-sur-Iton, que se levanta ahora en el centro de la calle Pablo Neruda, era una antigua herrería que después había cumplido funciones diferentes, desde aserradero y depósito de leña hasta discoteca de pueblo. Al cabo de una larga mañana de búsqueda, gracias a las indicaciones de un corredor de propiedades de un pueblo cercano, llegamos a la casa y el poeta se enamoró de ella de inmediato. ¡Amor a primera vista! Comprendí las razones en ese entonces y las comprendo todavía mejor ahora. Había un canal rumoroso que corría junto a la ventana principal de la planta baja, que cruzaba después por compuertas de madera y se precipitaba a un remanso. Todavía existe el mismo canal, pero las compuertas están carcomidas. Al fondo hay árboles y pájaros. En el tiempo de Neruda había un par de caballos. Y la planta principal de la casa es catedralicia, abierta: un espacio extraordinario, que ya nadie construiría. La dueña, empresaria en el rubro de los cosméticos, me explica que el arquitecto restaurador tuvo el buen tino de no ocupar ese espacio, de no tratar de interponer un segundo piso, de respetar ese lujo que tenía un origen poético. Contemplamos, admiramos una chimenea oblicua de ladrillo y concreto, enorme soplete que cumplía funciones de fragua en la antigua herrería, y subimos por una complicada escalera de caracol que llevaba al dormitorio principal. La vista desde arriba, desde dos ventanas bajas, es asombrosa: copas de árboles espesas, ya otoñales, vibrantes, que no dejan ver el cielo. Ideas del poeta, me digo, geografías infructuosas, pero inspiradoras. Era un paisaje de un Temuco imaginario, de sueño.
La señora empresaria y su pareja, un inglés de Essex instalado en Normandía y que se dedica a la navegación a vela, no sé si a otra cosa, nos llevan a una hostería en el pueblo de Francheville, a unos treinta kilómetros de distancia. Se llama La casa de la herrera y anuncia que su especialidad es la “cuisine authentique”, la cocina auténtica. La plaza del pueblo parece una ciudad de muñecas, con una iglesia en la que se escucha un órgano y un coro, una tienda de chocolates, la hostería, donde el cocinero está retratado en colores en la fachada, y cerca de la cual un automóvil blanco, convertible, un Chevrolet de museo, acaba de estacionarse. Es la Normandía del interior, del campo más verde y más amarillo que uno se podría imaginar, no la de las playas y los acantilados. Illiers, el Combray de la obra de Marcel Proust, se encuentra a pocos kilómetros de distancia. Combray es un pueblo de la ficción, como lo serían un Temuco, un Ñielol de la invención literaria. Yo doblo esa página al atardecer y regreso a la visita presidencial. Hay un punto en contra: la huelga sindical y estudiantil de estos días. Y dos puntos a favor: el entusiasmo por Francia y por todo lo francés de nuestro actual Presidente y la proeza de los 33 mineros rescatados de la mina. El episodio tuvo una cobertura de prensa arrolladora, y Sebastián Piñera la supo aprovechar bien. Pero prefiero no contar cosas relacionadas con mi actual trabajo en la diplomacia. Hacerlo sería atentar contra un principio esencial de la profesión. Sólo agrego que el Presidente dijo Vive la France en francés, además de Vive le Chili, y eso, para los franceses, no es poca cosa.
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