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Editor: Neville Blanc

Wednesday, December 07, 2011

NICANOR PARRA VIII

 


Santiago de Chile domingo 4 de diciembre de 2011 Artes y Letras  El Mercurio Emol
Nicanor Parra, el cuarto grande de la poesía chilena
Hace ya décadas que el bien defendido parnaso de la lírica chilena -Huidobro, Mistral y Neruda- se convirtió en un cuarteto. El crítico José Miguel Ibáñez (Ignacio Valente) consagra aquí a Parra como el cuarto grande de nuestra tradición poética, en un iluminador texto.
José Miguel Ibáñez Langlois

Si pasamos a inscribir la antipoesía en su contexto literario -en la historia de la lírica chilena del siglo-, será obligado establecer su relación con la trilogía clásica que forman Huidobro, la Mistral y Neruda en las letras nacionales. Hace ya décadas que ese bien defendido parnaso se convirtió en un cuarteto. Desde luego, adivinar las jerarquías de la posteridad excede nuestro alcance; pero, puestos a reordenar para el aquí y el ahora el sentido provisional de nuestra pequeña historia poética, es justa y esclarecedora la consagración de Parra como el cuarto grande de nuestra lírica.

La libertad huidobriana

Huidobro trajo a la poesía chilena, con los renovadores aires de ultramar, una libertad expresiva que excede el propio contenido y valor de su obra concreta. Desde entonces el poema quedó abierto a toda suerte de experimentaciones, a los multiformes engendros del entusiasmo creador. Por muy lejos que esté Parra de la poética del creacionismo, es indudable que algo de este fuego ha tomado para su fragua, y no sólo el epíteto de Altazor, «antipoeta y mago». Pide el nuevo antipoeta: «Escriban lo que quieran. / En el estilo que les parezca mejor. / En poesía se permite todo».

Huidobro, amparado en el axioma de que «el poeta es un pequeño dios», también quiso que todo fuera posible en el poema: todas las transmutaciones, las audacias, las alquimias y los vértigos del intelecto constructor. Pero el ámbito de esta omnipotencia era, para Huidobro, el mundo de las imágenes y de las palabras. La libertad que el creacionismo inyectó en nuestra poesía fue formal: cualquier imagen se podía relacionar con cualquier otra, cualquier adjetivo podía modificar a cualquier nombre, cabían todas las mezclas verbales y los encuentros inéditos del paraguas con la máquina de coser sobre la mesa de disección. El juego, si bien liberador, resultó con el tiempo un tanto fantasmagórico: la realidad apenas era tocada por este malabarismo, que solo afectaba al verbo, a la imagen, al doble intelectivo de las cosas reales.

El antipoeta, en cambio, es del todo ajeno a los dioses, grandes o pequeños: se sabe un hombre de carne y barro. Y cuando vuelve a pedir que todo sea posible en el poema, no se refiere ciertamente a las proezas verbales de su Olimpo -«los poetas bajaron del Olimpo»-, sino a los lenguajes que al mismo tiempo son experiencias reales, históricas, terrestres del hombre en situación. También de la cintura para abajo, como se complace en subrayar Parra. Experiencias y no experimentos. Esta nueva libertad querrá, entonces, obrar en el mundo y no en la fantasía; querrá ser una fuerza recuperadora de la realidad en el poema; se pondrá al servicio de la relación abierta entre poesía y vida real, para que la vida misma -toda la vida- sea posible en la palabra.

La libertad huidobriana se había asentado sobre bases francesas, sobre la tradición poética de la lengua de Descartes y la liberación formal de los vanguardismos. La obra de Parra se remite a la tradición de una lengua más pobre en giros conceptuales o juegos de la razón, pero más rica en energía sensorial y más cercana a la vida: la poesía de habla inglesa, donde ha sido norma esa maravillosa libertad de decirlo todo en el poema, de plasmar todas las experiencias reales de la vida. Parra ha incorporado en nuestra poesía esa clase de facilidad, y la ha potenciado con el vasto y flexible registro del habla criolla chilena. En un medio literario algo asfixiado por las alquimias verbales de la poesía pura y del surrealismo francés, Parra nos ha devuelto el obvio contacto con las situaciones reales, anulando el entredicho que pesaba sobre los poetas cada vez que querían acercarse con claridad y sin impostación de voz a la experiencia inmediata. Éste es el signo ánglico y a la vez criollo de su liberación.

La desnudez de Mistral

Dentro de una visión esquemática, es muy difícil simplificar el sentido del aporte de la Mistral, más callado y misterioso. Frente a los juegos extranjeros, significó desde luego un giro hacia la honradez consigo mismo, sentido trágico de la existencia, fidelidad a la vida, y en el orden del lenguaje, esa palabra áspera y desnuda, el indispensable arraigo en la poesía castellana, un retorno a las fuentes cegadas por el paso de los vanguardismos. Hablar de la influencia de la Mistral es difícil; la afinidad de Parra con la poeta puede consistir en esa recia gravedad, en esa desnudez de la palabra ante las realidades últimas de la vida y la muerte, en esa honestidad poética resistente a los experimentos formales que ocurren de espaldas a lo real.

La oposición a Neruda

En cuanto a la más polémica de estas relaciones: el propio Parra ha sugerido que Neruda trajo a la poesía chilena el canto, el himno, pero no la vida, que sería el aporte específico de los antipoemas. Con esta referencia entramos en un dominio más actual y resbaladizo, y por tanto en los juicios provisorios, en los prejuicios. Cuando resonó la poderosa voz de Neruda en este rincón de América, sabido es que muy pocos poetas de Chile o aun del continente se vieron libres de su embrujo ritual. Una razón de la popularidad de Parra entre los poetas nuevos fue ésta: Parra ofreció la típica alternativa seria frente a las potencias hipnóticas del nerudismo. La relación interna de ambas voces cubre, pues, todo un período de la historia de nuestra poesía.

Las oposiciones saltan a la vista. Neruda ha dirigido su fuerza, su mejor fuerza, en la dirección del cántico, de la voz cósmica y de la entraña telúrica, de la celebración de las banderas, de la odisea y de la fábula, creando un lenguaje alucinado que destaca entre los más singulares de la poesía de su siglo. Parra ha preferido la fidelidad a la vida inmediata, el arraigo en la existencia problemática, la desmitificación a todo trance, y también el aprovechamiento poético de un lenguaje dado, el hablar de las gentes, el decir cotidiano de la chilenidad. El uno se ha ligado a las potencias dialécticas de la materia y al optimismo constructor de mundos mejores; en el fondo es un formalista del verbo. El otro se pliega con desgarro a la dialéctica más interior de la existencia y, quizá, al salto desesperado hacia lo absoluto: es un moralista al revés y un antipoeta.

Sus virtudes y defectos son contrapuestos y casi complementarios. Donde uno brilla por la intuición visceral y la coherencia inconsciente del lenguaje, lo hace el otro por el sentido de la realidad humana y la inteligencia lúcida de su expresión. Donde uno peligra por el encantarniento ambiguo de los sortilegios verbales -por la rutina del oficio-, lo hace el otro por la caída en el prosaísmo y en la obviedad.

La producción coetánea de ambos fue muy heterogénea. El Neruda final se prodigó en grandes cantidades de versos nunca desamparados de su maestría proverbial, pero ajenos ya a ese contacto íntimo con el propio destino, que da su fuerza a los momentos más altos de una poesía. Parra, si bien descomprimió en los Versos de salón, las Canciones y Artefactos el sufrimiento excesivo y casi insoportable de los antipoemas, ha estado por décadas en plena renovación de formas y experiencias, y en plena capacidad de deparar sorpresas a sus nunca preparados lectores. Al hablar así debe tenerse en cuenta, claro, que diez años separan sus nacimientos y veinte a las Residencias de los Antipoemas: tiempo suficiente para sincronizar la declinación del uno con el auge del otro. Las Residencias -el mejor Neruda- han ingresado ya con todos los honores en la historia de la poesía universal; por eso mismo, no son hoy la última palabra en materia del lenguaje poético. Los Antipoemas esperan en cambio el veredicto de los años; pero, mientras tanto, han hecho de las suyas en el mundo de la poesía más actual. El influjo multitudinario que un día ejerció Neruda sobre los poetas de Chile, lo ha ejercido luego Parra sobre una muchedumbre de antipoetas de nuevo cuño, en el país y en el continente. Pero, cosa curiosa, en el orden de las individualidades ninguno de los dos ha producido grandes discípulos directos. Sus seguidores más próximos se han atascado en retóricas de imitación. Su influjo, sí, está presente un poco por todas partes en Chile; incluso hay una mutua fecundación interna de ambas obras, que la historia clarificará. Se ha hablado con verosimilitud de la influencia de Parra sobre el Neruda de Estravagario. Y por cierto que Parra, como postnerudiano, no se entendería sin el precedente de las Residencias.



Del libro "Para Leer a Parra", Mercurio/Aguilar.

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