LOS NOMBRES DEL DUELO
Derrida: Los nombres del duelo, el silencio como
claridad
Raimundo Mier
En DERRIDA, Jacques, Las muertes de Roland Barthes, Taurus, México, 1999. Edición digital de Derrida en castellano.
http://jacquesderrida.com.ar/comentarios/mier.htm#.UTe114Lp0zA.twitter
Raimundo Mier
En DERRIDA, Jacques, Las muertes de Roland Barthes, Taurus, México, 1999. Edición digital de Derrida en castellano.
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Guardar silencio,
es lo que sin saberlo queremos todos al escribir
MAURICE BLANCHOT
MAURICE BLANCHOT
Escribir desde la
muerte
La escritura ante la muerte no es nunca
deliberada: sobreviene. Esta aparición intempestiva exacerba y enturbia el
silencio: exhibe la palabra como una indecencia, un pudor degradado. Es preciso
habitar esa excrecencia, esa locuacidad indecente. La palabra irrumpe desde una
oquedad. Pero arrancada del tiempo, es también ajena a la memoria. No obstante,
es una palabra que se encubre en la nostalgia para sellar el vacío, para
ocultarlo. La nostalgia en la escritura de la muerte no se ofrece sino como un
consuelo ante la impotencia de la memoria, es la derrota de la palabra ante lo
inasible de la desaparición. Derrida elude la tentación de la nostalgia, pero
ahonda en ella, devela el simulacro de sus reminiscencias y anticipaciones. Hace
patente su capacidad de gravitar en torno a una imagen dotada de sentido. La
nostalgia nos propone el consuelo de un pasado dotado de sentido, para ofrecer
un significado a la desaparición. Pero no basta la memoria incorpórea y difusa
de la lengua. Es preciso quizás hacer encarnar en la escritura la memoria de la
desaparición. Hacer germinar la intensidad del grito en las sonoridades tenues
de la monotonía, de los hábitos del lenguaje. Llevar al lenguaje más allá de su
espesor ceremonial, hablar a otra memoria ajena a las sonoridades familiares.
La palabra de la filosofía es reticente a la
escritura atenazada por el dolor. Para la meditación filosófica la muerte es
siempre un horizonte. No es inminencia ni intimidad, menos aún urgencia. Pero
cuando la desaparición del otro vacía nuestros espectros de la intimidad de la
espera, la escritura no puede sino surgir de la fuerza sofocada del vacío. Es
esa escritura la que se encuentra ante una desolación que no es indiferente al
reclamo de lucidez. La escritura busca abrigo en lo intolerable. Es en ese quebrantamiento de
lo intolerable donde sobreviene la escritura. Quizá sea posible hacer una
filosofía en torno a la muerte, con ella como obsesión —la filosofía antes y
después de Derrida ha hecho y hará de la muerte un tema recurrente, habitual, un guiño y un asedio que
circunscribe un territorio de reflexión. El propio Derrida vuelve incesantemente
a ella: Glas, Apories,
Il y A la
cendre, Parages entre otros—, pero la filosofía se escribe ante la muerte y no desde la muerte misma, en el abismo abierto en la propia palabra por la muerte del otro. Es
esa intimidad de la muerte la que impone una inflexión cardinal a la escritura
cuyo trazo se vuelve entonces un mero enrarecimiento de su propia historia.
Derrida escribe entonces no ante la muerte, sino desde su vórtice, en el vértigo mismo de la ausencia. Es esta experiencia
de la intimidad de la muerte la que ha marcado su escritura en momentos
cardinales, orillando su lenguaje al estremecimiento en los bordes de su propia reflexión. Pero incluso
ese vértigo en la intimidad de la muerte está señalado por la singularidad de
los nombres, de la extinción de esa presencia, de lo que subsiste de esos
nombres en el arrebato de la memoria: la muerte tocada por la amistad —el texto
ante la muerte de Roland Barthes, las
conferencias a la memoria de Paul de Man, o
por esa gratitud a Levinas, a quien lo ligó la
deuda entrañable ante quien ha hecho posible un vuelco del pensamiento, un
desapego o una posibilidad de trazarse un horizonte para la reflexión, esas
muertes que revelan la experiencia radical de la generosidad—. En la “oración
mortal”, Derrida medita sobre esa palabra,
adiós,
que sólo adquiere con la muerte su sentido
extremo; es, escribe, “una palabra que tomo de él, esa palabra que él me enseñó a pensar o a pronunciar de
otra manera”. Pero incluso la violencia de la muerte impregna también su
respuesta a la polémica, como en la reflexión tardía sobre Foucault, de quien lo
separó definitivamente una temprana discrepancia que se tornó en un silencio
intratable. Derrida escribirá después uno de los más
crudos textos en la inminencia misma de la
muerte de su madre: la crónica, instante tras instante, de la espera de
esa
muerte. Un texto ofrecido como un don en los
márgenes de un libro “de otro” (G. Bennington).
Confesión, reminiscencia, crónica de ese abatimiento de la muerte sobre una
carne ya limítrofe, el cuerpo ya perdido de la madre. Derrida escribe en el
centro de esa espera de la muerte: escribir lo inadmisible, una vela, una
víspera sin tiempo, la muerte misma que lo encierra en la esfera de la memoria
anticipada de la madre ya ausente en el cuerpo de llagas, sumida en un extravío
ya sin regreso. Confesión que es al mismo tiempo meditación con el texto
paralelo de Las confesiones de San Agustín y que congrega la
memoria del ser judío y el trayecto a la iluminación. Es una alianza
discordante, áspera, con el texto que se revuelve contra la exigencia y la
voluntad de decir verdad. Escribir el testimonio de la imposibilidad de volver a
escuchar el propio nombre de boca de la madre, escribir en el desastre de ese
nombre suspendido, de esa espera perdida de la sonoridad del propio nombre en los labios imposibles de la madre.
Ese texto radical de Derrida es quizás el punto culminante de sus textos desde
la muerte. Derrida escribe lo que habrá de truncar sus tiempos, su identidad, en
un texto que se sabe sin respuesta, ya arraigado en la carne de la orfandad. No
la muerte de otro, sino esa muerte,[i] una muerte otra, distinta de todas las otras
y como todas las otras.
Derrida revela con esa escritura la aporía
constitutiva del lenguaje filosófico: su imposibilidad de aprehender el sentido
de una obra. La filosofía se enfrenta así a su propio límite: ser una escritura
en los límites de sí misma, asumir así el imperativo de la responsabilidad,
responder a todo advenimiento. La filosofía se enfrenta a su incapadicidad para
dar nombre y palabras a la muerte de aquellos a quienes se ha amado, escribir
para fechar su tiempo sin tiempo, para nombrar la duración de una ausencia sin
lugar, para recobrar el sentido de esas palabras ya insignificantes que nombran
el tránsito a la inexistencia. Ese nombrar, ese “dar nombres” a la muerte es
quizá la capacidad de iluminar desde la claridad de la muerte los lugares de
enrarecimiento absoluto del lenguaje. La experiencia inmediata de la muerte
íntima no admite sino un rechazo de la filosofía, de los lenguajes generales, de
la doxa
y de la afirmación obstinada de cualquier
amparo en los argumentos generales del lenguaje. Es preciso habitar el
desasosiego del lenguaje para tener la esperanza de nombrar esa desaparición. Es
preciso ahondar en las reticencias de la palabra, en su repetición inhóspita,
allanar el reposo del lenguaje.
Los textos de Derrida desde la muerte emergen
de esta debilidad ante la amenaza quizás más agobiante del silencio, del olvido,
de la extinción ritual, ante el asedio de los signos de la indiferencia. Se cede
entonces ante esa otra tentación: la de una escritura tajante, singular, donde
lo escrito busca ser sólo una visión inútil y amortajada, la memoria de una
estridencia imperceptible. Entregarse al duelo de la escritura para negarse al
engaño del consuelo y a los espejismos del duelo. La escritura en la muerte
resiste así al engaño que fraguan las palabras, pero también a la identificación
con el duelo de los otros. Negarse a la esperanza inútil de que el dolor ceda
ante la obstinación de la vida. La filosofía se enfrenta a la escritura. El
impulso filosófico se revela como un gesto indecente. El pensamiento se mira en
su pura arbitrariedad, en su impulso irrisorio, vacío.
¿De dónde surge lo intolerable de la muerte?
¿Cuál es su señal? ¿Acaso pudiera ser posible trazar el límite de la aflicción,
ese territorio de lo incalificable en el que se precipita la palabra como
empujada por una voluntad igualmente gratuita, fútil, de hablar o escribir ante
la muerte? ¿Es la insistencia de esa mirada que se fragua en el vacío la que se
escribe en la estela de la muerte? ¿Hay una espera ante el cuerpo inerte de lo
muerto, en ocasión de la muerte? ¿Hay conocimiento en el vértice de la ausencia?
La escritura se aparta de la retórica propia de toda filosofía; deja de ser
filosofía para reducirse al reflejo aberrante de una voz que no puede ya
sostener el peso despoblado de las palabras, que sabe que ningún lenguaje habrá de encontrar ya un tú. Los
trazos residuales de la escritura se hunden en ese yo sin el
otro, para arrastrar consigo el gesto de la palabra hacia el
vacío de una voz sin escucha. Articulada desde la muerte, esta palabra ya sin un
tú es la indecencia misma. “Todo lenguaje que retorna a sí mismo, a nosotros,
parecería indecente, como un discurso reflexivo que regresara a la comunidad
herida, a su consuelo o su duelo”, escribirá Derrida muchos años después de la
muerte de Barthes, en ocasión de otra muerte: la de Emmanuel Levinas.
Escribir desde la muerte, en la muerte, es
arrojar ante los demás, como testigos ajenos que contemplan y creen comprender,
un lenguaje sin soportes, una sonoridad sin voz, sin reconocimiento. Es
inscribir un gesto de opacidad irreductible en la comunidad del duelo. Y sin
embargo, la escritura del duelo enfrenta otra paradoja: la indecencia del
lenguaje sin escucha es quizá menos cruel que esa otra indecencia que acompaña
el lenguaje que emerge de la estela de la muerte: la del olvido. Escribir para
disipar la sombra y la presencia del nombre de los muertos. El lenguaje se
vuelve sólo huida de la ausencia absoluta encubierta tras el nombre de quien
muere. No es construcción de la alianza en la memoria del nombre. Tampoco un
reclamo para la invención de la memoria, una invención sin horizonte, a la
deriva. El lenguaje deja de ser invocación de la memoria, reencuentro con lo
ausente, para ser él mismo esa presencia. El cuerpo del lenguaje suplanta la
materia corrompida de los cuerpos inertes. La palabra
se multiplica: prolifera en figuras, estampas en las
que se congela la reminiscencia de lo vivido, para dar lugar a la sofocación de
las emociones. Esa muerte del aliento mortal en la palabra es también el olvido
del retorno de lo muerto en la memoria. No existe la memoria de los muertos. Con
el nombre de los muertos resurge el nombre impronunciable de las muertes. Ese
nombre impronunciable que puebla los tiempos de la vida. Irradia su nombre a
todos los futuros. A todos los pasados. Las muertes se agolpan y se diseminan.
Se agregan al tejido de la memoria: “¿Y entonces, el silencio? —escribe Derrida—
¿No es otra herida, otra injuria?”
¿Cuál es el lugar de esa herida abierta por
el silencio ante la muerte? El nombre del otro se confina en la propia voz, se
extingue en la propia identidad. Los nombres mudos de las muertes nos desmembran
en ecos de escenarios, modelan la experiencia con la fijeza de la memoria, con
el fervor al recuerdo de los
furores ínfimos del amor o del apego. ¿Dónde se implanta ese silencio? ¿Cómo
admite la memoria el velo de la calma, cuando la memoria restaura de improviso
el pasado de una intimidad sin cuerpos? ¿Es entonces la serie de las muertes la
que incita el deseo contradictorio de memoria y de renuncia a la memoria? ¿Qué
deseo fecundado por la muerte nos empuja a la escritura?
¿Hay un comienzo para el duelo?, ¿un fin? El
nombre que apunta hacia el vacío, que señala algo que no existe más allá de su
nombre, pero que es al mismo tiempo irreductible a él, a lo que evoca, es un
nombre sin significación o que apunta a algo irreconocible, imposible de
compartir. No hay alianza en el duelo. El nombre rehúsa esa identidad. El
vínculo que surge en el ritual del duelo funda la intimidad sólo en la comunidad
de la ausencia, no de su sentido sino de su tiempo, su desahucio.
Y no obstante, el duelo se acoge a la
palabra. Una palabra y un
silencio dirigidos hacia la ausencia, inaudible. Y sin embargo, existe ese
destino para la palabra: es el vestigio del otro en la memoria. Ese destino le
da una sonoridad sin materia, interior. La palabra se dirige a esa efigie, a ese
espectro que adviene desde el acontecimiento de la muerte: “Al otro en mí”
—escribe Derrida—. Ese otro en
mí que es
menos un rastro que un desecho: no la sombra de quien muere, sino de su muerte
ya ocurrida. El otro en
mí: expresión
brutal y ominosa que revela el desarraigo del duelo, su palidez. El
“trabajo del duelo”, esa desesperanza, ese doblegarse ante la induración de la pérdida. El trabajo del duelo es una invención de los nombres
sucesivos de las muertes. Es también la invención de su trayectoria y su
desembocadura. Es el punto ciego de la muerte radical. La que suspende la vida
en una muerte anticipada, no es la muerte final, la desaparición absoluta. Es
otra muerte: la fatiga del lenguaje.
El nombre debería morir con cada muerte. Y, a
pesar de ella, sobrevive en el olvido del morir de los otros. La fuerza del
nombre se escinde. Nombra dos ausencias: la de una intimidad irrecuperable y la de una identidad
pública. El círculo de las dos ausencias se cierra sobre la disolvencia de la
muerte. El universo del nombre se alimenta de su propias clausura, de la
imposibilidad de salir de una referencia a la propia experiencia, sin punto de
fuga aparente. Sólo el nombre hace posible esa pluralidad de las
muertes.
El nombre, advierte Derrida, deja de señalar
hacia lo otro ajeno a mí, para apuntar sólo a esa otra calidad de lo muerto que
se inscribe en mi propia memoria. Incapaz de señalar el cuerpo otro, el nombre
recobra como destino fantasmal la evocación fragmentaria. Derrida emplea una
extraña figura: es cuando se transita hacia esas imágenes, “desde mí hasta esa
imagen de ti en mí” cuando se
atraviesa el
nombre propio de la ausencia. Aquí, ese Roland Barthes de Derrida, desconocido,
irrecuperable, nos arroja a la vertiente de nuestras propias muertes. La
claridad de la muerte se proyecta en la palabra, la marca con su persistencia en
la memoria, con su degradación paulatina, con lo punzante de su
reaparición.
No reaparece jamás la voz de los muertos.
Sólo sus ecos, escorias de acentos, de timbres adheridos a trozos de palabra y
refractados por su imagen en mí: la efigie del otro no es más que una resonancia
de la propia vida; nada del otro se preserva sino la figura forjada por el
propio deseo de cancelar lo absoluto de una ausencia. Entonces, ¿el silencio sería una redención? ¿Nos
purificaría del diálogo silencioso con la voz fragmentaria, intempestiva del
otro? No. El silencio sería quizás esa tentativa inútil de protegernos contra la
mortandad con que uno devasta la imagen de los muertos.
Es preciso hablar en el silencio, ante el
silencio del otro en el seno de su ausencia para iluminar el sintiempo de la
muerte. El silencio propio sólo es una mimesis de la muerte, su parodia
insertada en la vida. No más que un decaimiento de la palabra para consagrar la
bancarrota de la identidad. El silencio propio, acaso, podría curarnos del
simulacro y la indecencia del lenguaje, pero nos priva de la singularidad del
silencio de la ausencia. Derrida escribe: “La muerte: no es en principio una
aniquilación, el no-ser o la nada, sino una cierta experiencia, para quien
sobrevive, de lo ‘sin respuesta’.”[ii]
Se habla ante los muertos, ante la certeza de
sus muertes, para hacer audible un silencio sin significado, una palabra sin
don, sin intercambio. No hay acto de morir. No se muere para sí mismo. La muerte
es siempre del otro, que se ofrece como un don aberrante, brutal. A ese don
indeliberado de su muerte que el otro nos ofrece, no tenemos sino una respuesta:
las palabras mudas, sin destino. Es sólo en la muerte del otro donde encarna la
anticipación de la propia muerte. Esta asimetría es la que da nombre a la muerte
y la convierte en el fundamento del vínculo con los otros. El fundamento del
vínculo colectivo es una alianza sobre el fondo tácito de la ausencia, erigida
sobre el nombre de la
desaparición. La muerte se nos otorga como una prefiguración de todo vínculo,
como la posibilidad de vislumbrar un destino. Es un don que se nos otorga desde
la ausencia misma, por quien será ajeno a cualquier deseo de restitución: un don
que requiere como respuesta un gesto, un lenguaje sin respuesta. La muerte funda
la deuda radical que se sella con la destrucción de la vida y con la exigencia
de hacer imposible el olvido: dar presencia y nombre a quien ha
desaparecido.
Dedicar pensamientos a Roland Barthes, ese
don de las palabras a la figura imposible de una ausencia, no es sino el
desaliento último del lenguaje, el escándalo ínfimo de una palabra que resuena
en los escombros de un vínculo vivo diseminados en la propia historia. Será
preciso encontrar cómo ese escándalo encuentra sus palabras y su sentido en la
desaparición misma del otro. Derrida: “Para él. Para Roland Barthes, estos
pensamientos”, esas palabras no tienen escucha, surgen a la deriva. Las palabras
carecen de destino. Van dirigidas al interior de sí mismo, vacío y colmado por
el nombre de la ausencia, el lugar donde toda identidad se enrarece. Esa
violenta ambigüedad del pour una palabra dada, entregada, “para el otro”, pero también una
palabra que habla por otro, se apropia de su voz, de palabras que se pronuncian
desde la identificación con quien ha muerto: una identificación imposible. Y
esta imposibilidad constituye el escándalo, la violencia de esa generosidad
despoblada de respuestas, de una
hospitalidad baldía. La palabra nace ya marcada, destinada a encontrarse con la
extinción de la respuesta del otro.
Levinas ha hablado de esa pesadez de la
muerte infundida en el silencio absoluto que se encara en la muerte, el silencio
que desborda el rostro desaparecido y lo suplanta. Esa suplantación de un rostro
por el silencio sin cuerpo, sin mirada, borra el mundo, pero también lo hace
posible. De ahí la violencia de los márgenes, de la muerte, como el límite que
se franquea sin que sea posible la experiencia de un tránsito, lo que Derrida
llamó la aporía del morir. Escribir entonces sobre la muerte, como si invocarla
en las palabras convocara a su vez la violencia de las fronteras. Derrida
subraya y amplía las reflexiones de Heidegger sobre la muerte: a pesar de
nuestra imposibilidad de acoger la experiencia de morir, la muerte se ofrece con
una certeza sin resquicios. Es esa certeza que adviene y se implanta en la vida
desde todas las vertientes del nombre propio: el don, el vínculo social, las
fuentes y los destinos de las identidades, las figuras del tiempo, las alianzas
entre generaciones, las imágenes de la trascendencia, la fusión ritual, el
abandono de sí mismo en el no-ser, en la imposibilidad de ser. Derrida puede
escribir sobre esta convergencia de los márgenes en la muerte. Y, no obstante,
escrito más de diez años antes que Aporías y en la cauda de la muerte, Las muertes de Roland
Barthes no puede ser una meditación sobre los márgenes, acerca de ellos,
sino en
los márgenes.
¿Es posible dedicar pensamientos? ¿Dar
pensamientos, destinar pensamientos? Dar a nadie. Dedicar a nadie, destinar a
nadie. La muerte se propaga hasta el acto mismo de dar: un don muerto, sacudido
por la muerte, impregnado por ella. Es un don que se extingue en su gesto
primordial, sin alianza, sin desenlace. Y sin embargo, la amistad prefigura ya
un extraño destino del don: el don vacío y sin restitución, la generosidad que
radica sólo en el don de una presencia inminente, virtual. Derrida habrá de
citar el texto que Blanchot escribió con motivo de la muerte de su amigo,
Georges Bataille:
Debemos renunciar a conocer a aquellos a
quienes nos liga algo esencial; quiero decir, debemos acogerlos en relación con
eso desconocido con lo que ellos, a su vez, nos acogen también a nosotros en
nuestro alejamiento. La amistad, esa relación sin dependencias, sin episodios y
donde entra toda la simplicidad de la vida, pasa por el reconocimiento de la
extrañeza común que no nos permite hablar de nuestros amigos, sino solamente
hablarles...[iii]
El duelo —que es preciso separar de lo que Freud llamó “el trabajo del
duelo”— quizá no sea otra cosa que los signos extremos del amor. De ahí su
aparición como escritura y como reclamo imposible de fusión en la palabra,
incluso en el territorio mismo de la muerte, de la vida. El duelo no existe sino
como la huella indeleble que confiere su intensidad a los bordes de la vida, al
allanamiento del mundo. El amor transforma el mundo en un cuerpo punzante y ese
latido imperceptible da su fisonomía al tiempo, al cuerpo propio; esa incidencia
punzante del otro en mí hace posible la resonancia de un diálogo con el mundo en
permanente surgimiento y desaparición, es la marca de la ausencia presente del
otro, una ausencia indeleble que define a su vez los horizontes de mi historia y
mi lenguaje. El trabajo del duelo es, por el contrario,
el ejercicio de una respuesta, de una responsabilidad
ante las reminiscencias y el dolor, la necesidad de su sofocación. Mitigar el
dolor, arrancarlo de la memoria del otro para hacerlo surgir en la mimesis de la
vida. Derrida cita ese fragmento de frases contenidas, exactas, de
Barthes:
El Tiempo elimina la emoción de la pérdida
(ya no lloro), eso es todo. Todo lo demás es inmóvil. Porque lo que he perdido
no es una Figura (la Madre), sino un ser; y no un ser, sino una cualidad (un
alma): no indispensable, sino irreemplazable. Podría vivir sin la Madre (todos
lo hacemos tarde o temprano); pero la vida que me quedaba sería seguramente y
hasta el final incalificable (sin cualidad).
El trabajo del duelo no es otro que el lento
modelarse del olvido, la sofocación de su fuerza, el recurso para cancelar el
derrumbe y la plenitud de la desaparición y el abandono. Y, paradójicamente, el
trabajo del duelo es también la búsqueda de una doble memoria: memoria del otro
y de su ausencia, memoria y reclamo del dolor y deseo imposible de
su preservación, deseo de la extinción de toda intensidad
emotiva y memoria de esa extinción. El trabajo del duelo no es nunca un
repliegue interior, sino un vuelco de la propia expresión entre los otros, los
semejantes, el rito de diseminar y recobrar de los rostros y los signos de los
otros los testimonios de la alianza cuyo vértice es la muerte, inscribir
ritualmente en el mundo el nombre y la memoria sin cuerpos de la ausencia,
asegurar la intemporalidad de esa presencia ausente para afirmar con ello la
muerte irreductible: hacer de la propia vida el nombre de esa muerte.
Y, no obstante, se escribe. Quizá para tratar
de eludir en vano la infecundidad del duelo. Derrida vuelve sobre sí la
escritura: “en la situación en que escribo desde su muerte”. El texto señala una
condición, un quebrantamiento de la vida. Apunta a esa condición del duelo que
elude toda nominación y sólo puede designarse como lo que sucede a la
catástrofe. Es un tiempo ya incalificable que adviene como el sentido mismo de
la ausencia: todo lo que advenga tendrá el trazo de esa ausencia. No hay
“trabajo del duelo”.
No hay palabras para los
muertos, tampoco las hay para la muerte. Las hay para el desecho de la muerte,
para la sobrevivencia, acaso para los sobrevivientes. Las palabras sólo
delimitan el territorio cifrado de lo que sobrevive. Freud había ya advertido la
imposibilidad de figurar la muerte propia. En la contemplación de la imagen
inerte de sí mismo no es posible eludir la vida y el cuerpo que alientan la
mirada. Quien mira es siempre el sobreviviente. Fatalmente se mira la propia
muerte desde la vida, en el anuncio de la propia desaparición. Pero es preciso
advertir quizá que la representación inconsciente no sólo es incapaz de
atestiguar la propia ausencia, sino todo aquello que define sus tiempos, sus
fechas, su duración. Todo en el inconsciente se sostiene en la paradoja de una
memoria sin edad, de un instante sin bordes, de un presente sin percepción. El
inconsciente rechaza entonces los signos que hacen aprehensible lo infinito de
la muerte. La certeza de la infinitud de la muerte es ajena a la extrañeza
radical del inconsciente ante el
tiempo.
Sobre-vivir, “escribir-sobre-vivir”: tomo de
Derrida esta congregación violenta de las palabras. La sobrevivencia es la vida
más allá del advenimiento de la muerte, invadida por la muerte. Y la escritura
se inscribe siempre en esa periferia que rechaza el territorio de la vida y sin
embargo, está atada a ella por el lazo del lenguaje: sólo se puede escribir
sobre la vida. Pero ¿es posible decir la vida? Derrida escribe: “¿Quién habla de
vivir o, dicho de otra manera, sobre vivir?” ¿Cómo sería posible hablar
sobre vivir? La composición de
palabras ilumina súbitamente el sentido de ese vacío que se inscribe entre ellas y sólo tiene en el
guión una señal precaria. ¿Se puede escribir sobre la vida, por encima de ella,
más allá de ella? ¿Más allá de la vida? ¿Se escribe desde el territorio de la
muerte? ¿Quién, qué es lo que sobrevive a todas las muertes? ¿El nombre propio de quien muere es más que una
reliquia vacía, un filo que separa al sobreviviente de la vida? La vida del
sobreviviente es la suya, pero otra: una vida ajena a la vida, separada de ella;
es más un tiempo parásito, suplementario, una mera espera más allá de ese
instante en que se contempló a la muerte, se inscribió la propia vida bajo su
signo, y se prosiguió en la vida, sin salvar la muerte, sin eludirla, llevando
consigo el nuevo amparo de la otra muerte. El sobreviviente es quien se entrega
al margen del trayecto de la muerte. Derrida habría de escribir en un texto
surgido también en la estela de otra muerte —esta vez la de Jacques Ehrmann—, “la sobrevivencia puede
ser aún la vida o más o menos que la vida, el
suspenso de un más-de-vida con el que no habríamos terminado jamás”.
Y, sin embargo, vivimos la imposibilidad de
morir por otro, morir su muerte. El otro no sólo sobrevive como ausencia en nuestra sobrevivencia. La
ausencia del otro implanta un vacío en la identidad de los vivos, un vacío en la
esfera de lo propio. El vacío se propaga adentro y afuera de la muerte, adentro
y afuera de la vida. Dos vacíos. Uno arrastra al otro, una desaparición a la
otra. Es quizá por eso que el lenguaje no alcanza —escribe Derrida— para hablar
de esa ausencia que satura nuestro lenguaje. No hay ya nada qué designar, no hay
encuentro entre el vacío que sustenta la palabra
y la ausencia a la que apunta. No hay más un él o ella
como destino del lenguaje, como tampoco hay ya un yo que haga visible el nombre
de lo vivo. Escribe Derrida: “Y sin embargo, Barthes ya no es más. Sostenerse
ante esta evidencia, ante su demasiada claridad, retornar a ella sin cesar como
a lo más simple y a lo único que al retirarse en lo imposible, es capaz de dar
todavía, y dejar qué pensar.” ¿Cómo se construye la evidencia de la muerte? Se
corrobora, quizá, el cuerpo inerte, pero ¿y la desaparición?, ¿esas muertes
atestiguadas como derrumbes íntimos en la fisonomía de una vida? Derrida habla
de eso que parecía en Barthes hacer visible la inminencia de una muerte que lo
habitaba ya de antemano: esa presencia de la muerte se anunciaba en la
singularidad propia de su demasiada claridad.
Esa luz, esa claridad de Barthes, esa demasiada
claridad de Barthes, era ya la de su muerte, asumida, vivida
anticipadamente, muerto antes de la muerte.
Abrigar
las
muertes: lectura de Roland Barthes
Derrida lee El grado cero de la escritura,[iv] un primer libro deslumbrante de
Barthes, pero también el último,
La cámara lúcida.[v] Leer por
primera vez después de su muerte
esos libros, el primero y el último, es entregarse al impulso por construir la
efigie de lo muerto, por negar su precariedad, por desarraigarla de la
extenuación de la memoria y del duelo; como si se pudiera hablar del otro aún
vivo en un esfuerzo inútil por convertir la propia palabra, meramente
confesional, en algo más que una reminiscencia mutilada, en testimonio. Ceder a
la apuesta quimérica de que esos dos textos, sugiere Derrida, habrían de borrar
la discontinuidad y la sombra que quebranta en Barthes
la identidad de lo no escrito, del juego a la deriva
de su escritura, del desvanecimiento de sus claves íntimas. Ceder a la impaciencia, a la ansiedad de
leer como si esos textos fronterizos borraran la muerte misma, la incesante
invención de la vida y la mutación de la escritura para fundirse en un solo
libro, para revelar la verdad del otro en la plenitud de la efigie. Ceder
también a la fantasía de que El grado cero
de la escritura y La cámara lúcida, inscritos
en la serie quebrantada de una escritura, de una vida, habrían de revelarse,
ante la desaparición del otro, al mismo tiempo como borde y plenitud, huellas y
síntesis, signos y gestos, trazos sin sentido y monumentos emblemáticos de una
vida que se nos ofrece, sólo después de la muerte, bajo el espejismo de la
totalidad. Como si ese trayecto fuera capaz de revelar la summa
de una vida. Y, sin embargo, a pesar de esos desafíos del deseo, Derrida no
puede sino asumir en esa escritura la violencia de un sentido necesariamente
inacabado, incierto, una significación surgida de tentativas siempre en
movimiento, en un cuerpo de signos hendido por un fulgor o por la sombra de
gestos que nada preservan ya del cuerpo, ni de la suavidad de los tonos de la
voz de Barthes, ni la efímera aspereza de un giro pronunciado en las exigencias
de la escritura.
La lectura retorna así —en ese espacio de la
muerte— como amparo y como espera. Protegerse más que de la ausencia, de lo
infinito de la sombra, de lo desconocido del “otro” que emerge ya como lo
absolutamente perdido. Pero también esperamos que esos signos ofrecidos por la
memoria conjuren la sombra de la pérdida y devuelvan a la visión del “otro en
mí” el rigor de esos rasgos, su fidelidad, la singularidad viva de quien muere.
La lectura se precipita buscando en los textos la cifra de esa identidad con una
pasión inconmovida y neutra ante el reclamo de comprensión. Aprehender a través
de la lectura el gesto esencial de lo muerto, recobrar la vida desde esas
palabras exteriores a la misma vida, hace su identidad resurgir como presencia,
dotada de relieve, de edades, de duración: conjurar la duración infinita de la
ausencia. No se busca la comprensión de los textos, la mirada no se demora en
ese espejismo. La lectura parece regida por una voluntad de fidelidad. Se
enfrenta entonces a la crudeza insostenible de su límite: recorrer la letra para
sustraerse a su velo, para leer en el texto la verdad de la escritura y, con
ella, recuperar la identidad de la vida de quien ha escrito. No obstante,
Derrida afirma no una condición de fidelidad, sino un movimiento de la fidelidad que habría de emanar de ese tránsito de un borde al
otro de la obra de Barthes. Hacer
la travesía a la deriva entre los textos limítrofes se convierte en el recurso
de esta exigencia de fidelidad. Derrida se abandona a esa travesía delimitando
un territorio, “una isla” que se vuelve la mimesis de ese rostro de Barthes apenas vislumbrado. En la afirmación
de esos hordes, puntos
extremos de la obra, se afirma también el deseo de cancelar el trazo indeleble
de la muerte, la suspensión radical del tiempo de la presencia del “otro”: “todo
sigue”, la muerte no ha ocurrido, queda el texto que hace presentes en su cambio
incesante, en la metamorfosis de las lecturas, las facetas de la vida de ese
otro, ajenas aún a la extinción. La lectura se ofrece plenamente como un
acontecimiento capaz de contemplar la muerte, incorporarla en la mirada para
cancelarla.
Y no obstante, Derrida advierte y asume la
fantasmagoría de esta lectura, que adquiere los rasgos de la desolación. Leer
para escribir, para plasmar fielmente en la propia escritura la cifra de lo
muerto, de la muerte. Escribir lo leído, esa máscara inerte
recogida en ese calar a la deriva por el cuerpo del
texto. Derrida se vuelve sobre su propia escritura para leer en ella su fracaso.
Cita una frase de El grado cero de la
escritura: “Nadie puede, sin preparación, insertar su libertad de escritor en
la opacidad de la lengua, porque, a través de ella, está toda la Historia,
completa y unida al modo de una Naturaleza.”[vi]
En aquel momento Barthes
hablaba de la escritura como el gesto radical de una
libertad que, no obstante, mantiene ante el enigma encubierto de la lengua una
posición de exterioridad, resistiendo a la seducción de la familiaridad de lo
dado que se implanta con la
intimidad de la lengua, como la evidencia de la Naturaleza. La escritura era el
nombre de esa exterioridad, esa reticencia de la escritura ante la lengua,
mientras afirmaba también su encarnación en el lenguaje. La tensión entre lengua
y escritura, entre la doxa y la negatividad —subversión— de la escritura, quizá nunca
desapareció de la obra de Barthes. Acaso tomó diversos acentos, bosquejó distintas miradas. La
escritura era el fruto de esta tensión irreductible, siempre irresuelta, entre
una subversión de todo régimen de sentido y una incorporación de los límites del
lenguaje a sus impulsos de escritura, abandonadas a la deriva y a la
fragmentación.
El lugar de la escritura fue para Roland
Barthes el territorio de un deseo
investido por la amenaza y la fascinación de la utopía, que es también el del
abatimiento de la ausencia: “Saber que no se escribe para otro, saber que estas
cosas que escribo no me harán ser amado por quien amo, saber que la escritura no
compensa nada, no sublima nada, que es, precisamente, el lugar donde no estás
—es el comienzo de la escritura.”[vii]
El lugar de la ausencia del otro, donde se
vislumbra el resplandor de la muerte, es ya el comienzo de la escritura. La
escritura toma de ahí toda su fuerza imaginaria. Es en esta conjugación de
finitud e infinitud, de fragilidad y duración, donde reside la fuerza inhumana
de la escritura, lo que le da su calidad de umbral, ese límite que se ofrece
como el espectro extremo de Io inteligible y al mismo tiempo, lo irrecuperable mismo.
Y, no obstante, la escritura retorna a esa
muerte para tratar de asirla, para tratar de darle un nombre, para recobrarla
como testimonio. Es el monumento no de la muerte misma sino de lo irreparable. La muerte se nombra en la
escritura con un lenguaje incomprensible: se extiende sobre ella como un velo
suplementario; impregna privilegiadamente el nombre propio. De ahí quizá la
pasión de Barthes por la lectura de Proust, construida sobre la demora y el resguardo, la imaginación
del nombre propio, la prefiguración de la muerte en la estructura misma de la
frase. El nombre propio insiste en la escritura para inscribir en ella esa marca, ese signo siempre
al margen de la lengua, dotado de la extraña capacidad de señalar, de hacer de
la palabra sólo un guiño, un resguardo, un tiempo incorporado en la arrebatadora
complicidad del juego íntimo, en el placer de la lectura, arrastrado también por
su turbulencia. Es este juego del velo, del fulgor y la desaparición del nombre
lo que define el destino de la
escritura, su desastre:
El desastre es la impropiedad del nombre y la
desaparición del nombre propio (Derrida), ni nombre ni verbo sino un texto que
rayaría con invisibilidad e ilegibilidad todo lo que se muestra y todo lo que se
dice: un resto sin resultado ni secuela —la paciencia misma, lo pasivo, cuando
se detiene la Aufhebung al volverse inoperable[viii].
El desastre revela quizás ese sentido
suplementario aunque irrecuperable que vela la escritura con la muerte. Es una
muerte que se añade a otra. Barthes, al encarar la extraña tarea de escribir una
“autobiografía”, no puede sino inventarse en tercera persona: hablar de sí mismo
como otro, desarraigarse de su propia vida, extinguir su voz para recuperarse a
sí mismo como enigma, como memoria, como historia. “Escribir sobre sí mismo,
había escrito Barthes, puede parecer pretencioso, pero es una idea simple, como
la idea del suicidio.”[ix]
Volver a esas obras de Barthes después de su
muerte. Asumir el regreso a esa escritura como si mediante la lectura de estas
obras limítrofes fuera posible no sólo aprehender la Historia del otro —de
Barthes—, sino incluso darle una memoria en el devenir de la otra Historia,
convertirla en Naturaleza, darle esa identidad intemporal, colmada, clara,
visible y al mismo tiempo misteriosa. Hacer de la identidad del otro esa imagen
que se confunde con la Naturaleza, con esa presencia desbordante y amenazante;
esa presencia sublime que forjó el romanticismo, sin
fracturas, hecha de una fisonomía en plenitud que permite aceptar en ella la
insignificancia de la muerte y su sometimiento, su disipación, en favor de la
vida y la preservación de la especie.
La unidad imposible de la obra de Barthes,
buscada en esa lectura más allá de la muerte, parece iluminar con un tono
equívoco la pluralidad de sus muertes. Escribe Derrida:
Las muertes de Roland Barthes: por la
brutalidad un poco indecente de este plural quizá pueda pensarse que me he
resistido a la única; yo me habría negado, habría renegado, intentado borrar su
muerte. [...] ¿cómo hablar de otra manera y sin tomar ese riesgo? ¿Sin
pluralizar lo único, sin generalizarlo hasta lo que conserva de irreemplazable,
su propia muerte? ¿Y no es él mismo quien ha hablado hasta el último momento de
su muerte y, metonímicamente, de sus muertes?
Decir la pluralidad de los muertos y las
muertes no da respuesta al enigma de esa multiplicidad. ¿Cuántas muertes es
posible morir? ¿Cuántos nombres es preciso acuñar para esas muertes? ¿Cuántos
muertos es posible arrastrar como señuelos de la propia muerte, enlazados en
cada resonancia de la voz, en cada inflexión, en cada gesto de la mirada? ¿Una
tras otra, un vacío tras otro, una extinción del tiempo que precede otro tiempo,
que a su vez surge ya marcado desde su nacimiento por la evidencia de una
desaparición siempre inminente?
Leer para infundir la vida a las palabras
hechas de la materia inerte del lenguaje. Leer al otro para abismarse en el
simulacro de la restauración de la vida. La lectura es la experiencia y la
crueldad de esos bordes que, sin duda, hacen imaginable
la posibilidad de un contorno, de un perfil y de un
tiempo para los muertos.
Raymundo Mier
[i]
Jacques Derrida, “Circonfesion”, en Geoffrey Bennington y Jacques Derrida, Jacques Derrida, Seuil, París,
1991.
[iv]
Roland Barthes, El grado cero de la escritura. Seguido de
Nuevos ensayos críticos, Buenos Aires, Siglo XXI, 1973.
[v]
Roland Barthes, La cámara lúcida. Nota sobre la
fotografia, Barcelona, Paidós, 1989.
[vi]
Roland Barthes, “El grado cero de la
escritura”, en El grado cero de la escritura. Seguido de Nuevos
ensayos críticos, p. 18.
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