DE NUESTROS SOCIOS: ROBERTO AMPUERO
Tribuna
El Mercurio Domingo 08 de septiembre de 2013
Ara, no pedestal
Roberto Ampuero: "...como militante comunista en la adolescencia quiero pedir perdón a mis compatriotas porque entre 1970 y 1973 desfilé por las calles convencido de que a la democracia de Chile había que arrojarla por la borda...".
Desde el 11 de septiembre de 1973 me opuse a la dictadura de Augusto Pinochet. Entonces tenía yo 20 años y era el único militante de la juventud comunista en el Departamento de Antropología de la Universidad de Chile, en Santiago. Mi rechazo lo mantengo hasta hoy, tras haber vivido en países socialistas (1973-82), Alemania Occidental, Suecia, Estados Unidos y México, y lo expresa mi obra literaria, ensayística y periodística. Nada puede justificar la violación de DD.HH. Salí de Chile el 30 de diciembre de 1973 a Berlín Oriental porque conocí casas de seguridad de mi ex organización y allí a dos ministros de Salvador Allende, que habrían sido asesinados de ser descubiertos. Nunca había visto el temor a la muerte en los ojos de alguien.
Hablo desde esa experiencia y autoridad moral sobre los años 70. Intento hacerlo con objetividad y altura de miras, sin odio ni resentimiento, preocupado por la polarización y división política de Chile, y azorado por la facilidad con que un sector se arroga una superioridad ética vitalicia y se yergue como el inquisidor del resto del país. Su dedo apunta no solo a quienes tienen las manos manchadas de sangre o colaboraron con la dictadura, sino también a quienes optaron por la indiferencia y, lo que denota una inquietante visión tribal estigmatizadora, inclusive a los descendientes de estas personas, como si la responsabilidad política o criminal se transfiriese de padres a hijos.
Aunque renuncié a la juventud comunista en La Habana, en 1976, decepcionado del socialismo real, en mi calidad de ex militante de esa organización también quiero pedir perdón. Lo hago porque intenté refundar el Chile de fines de los 1960 para construir, con apenas 36% de apoyo ciudadano, un Chile radicalmente nuevo, que rechazaba la gran mayoría del país, representada entonces en el Parlamento por la Democracia Cristiana y el Partido Nacional. En su acuerdo en Cámara de Diputados, del 23 de agosto de 1973, ambos sectores le representaron a Allende "el grave quebrantamiento de la institucionalidad y la legalidad" en que había incurrido su gobierno, dato que merece análisis profundo.
Pido perdón también a Allende por haberlo dejado solo en su hora final. Yo fui uno de los tantos que marchaban por las calles gritando "Allende, Allende, el pueblo te defiende", pero no llegué a La Moneda a defenderlo. Siempre me ha parecido inaudito que Allende haya muerto rodeado solo de amigos médicos y escoltas. Su soledad es un símbolo poderoso. Ese 11 de septiembre no hubo un dirigente político de la Unidad Popular con él. Murió solo y huérfano de aliados, disparando un arma en la que no creía. Para parte de la izquierda era apenas un reformista, para otra un masón incapaz de manejar la economía y su alianza, para otros un pije o un comunista disfrazado. Lo dejaron sacrificarse solo los mismos que hoy lo celebran e imprimen su rostro en sus banderas. Lo hacen como si lo hubiesen acompañado al minuto postrero. Allende es ara, no pedestal, diría José Martí.
Como militante comunista en la adolescencia quiero pedir perdón además a mis compatriotas porque entre 1970 y 1973 desfilé por las calles convencido de que a la democracia de Chile había que arrojarla por la borda y de que los sistemas que imperaban en Bulgaria, la Unión Soviética o Cuba eran superiores y dignos de ser imitados. Pido perdón porque marché vociferando "Ho Ho Ho Chi Minh, lucharemos hasta el fin", "expropiar, expropiar es mandato popular", "los momios al paredón, las momias al colchón" y hasta "pueblo, conciencia, fusil, MIR MIR!". También adherí a grupos que se adiestraban en defensa personal para "neutralizar a los fascistas", que eran la gente de centro y derecha. Todos estábamos enfermos de odio. Como tenía 18, podría alegar inocencia. No lo hago. A esa edad yo contribuí a emponzoñar el clima nacional y a ver al que pensaba diferente como reaccionario y enemigo de clase, incluyendo a ex compañeros de mi conservador colegio alemán, familiares y amigos, y a los democratacristianos, que llamábamos entonces democretinos. Me arrepiento de haberme dejado arrastrar por ideas antidemocráticas, de haber creído que tenía la panacea para todos los males bajo el brazo y que los que no coincidían conmigo pertenecían al basurero de la historia. Por ello hoy le temo tanto a la polarización política, la intolerancia y la división que campea en mi querido país.
También quiero pedir perdón a los sufridos ciudadanos de los países comunistas donde viví. Y lo pido porque -a pesar de que en el socialismo comprendí de inmediato que eso tampoco lo quería para Chile- me siento responsable de haber integrado un exilio que no hizo declaración alguna de solidaridad hacia sus conciudadanos de los países comunistas, que sufrían sin libertad. Para los chilenos, exigíamos libertad, pero no veíamos el Muro ni las torres de vigías que impedían a los germano-orientales escapar al capitalismo. Para nosotros exigíamos el fin del exilio, pero nunca hicimos declaración alguna condenando la forma en que los Estados comunistas desterraban a disidentes. Para nosotros exigíamos libertad de expresión y elecciones libres, pero guardamos silencio frente a la inexistencia de partidos opositores y elecciones libres en el comunismo. Para Chile exigíamos, y con razón, el fin de la DINA, pero nunca articulamos una queja sobre la Securitate de Ceausescu, la KGB de Brezhnev o la Stasi de Honecker. Exigíamos el fin a la censura en Chile, pero nunca dijimos nada frente a la censura en el comunismo, como nos reprocha Zoé Valdés. ¿O existe alguna declaración al respecto, hecha entre 1973 y 1989, por alguna agrupación política chilena de izquierda? ¿O alguna que salude la caída del Muro de Berlín? Condenábamos con toda razón al dictador Pinochet mientras aplaudíamos y corríamos detrás de dictadores comunistas. Esto solo tiene un nombre: doble moral.
Reitero mi convicción de profunda raíz liberal y humanista: no hay dictadura buena, nada justifica violar derechos humanos. Tal vez con el repudio a dictaduras de izquierda y derecha y a las ideologías antidemocráticas, podremos hallar la ruta perdida hacia el necesario reencuentro nacional.
Roberto Ampuero
Hablo desde esa experiencia y autoridad moral sobre los años 70. Intento hacerlo con objetividad y altura de miras, sin odio ni resentimiento, preocupado por la polarización y división política de Chile, y azorado por la facilidad con que un sector se arroga una superioridad ética vitalicia y se yergue como el inquisidor del resto del país. Su dedo apunta no solo a quienes tienen las manos manchadas de sangre o colaboraron con la dictadura, sino también a quienes optaron por la indiferencia y, lo que denota una inquietante visión tribal estigmatizadora, inclusive a los descendientes de estas personas, como si la responsabilidad política o criminal se transfiriese de padres a hijos.
Aunque renuncié a la juventud comunista en La Habana, en 1976, decepcionado del socialismo real, en mi calidad de ex militante de esa organización también quiero pedir perdón. Lo hago porque intenté refundar el Chile de fines de los 1960 para construir, con apenas 36% de apoyo ciudadano, un Chile radicalmente nuevo, que rechazaba la gran mayoría del país, representada entonces en el Parlamento por la Democracia Cristiana y el Partido Nacional. En su acuerdo en Cámara de Diputados, del 23 de agosto de 1973, ambos sectores le representaron a Allende "el grave quebrantamiento de la institucionalidad y la legalidad" en que había incurrido su gobierno, dato que merece análisis profundo.
Pido perdón también a Allende por haberlo dejado solo en su hora final. Yo fui uno de los tantos que marchaban por las calles gritando "Allende, Allende, el pueblo te defiende", pero no llegué a La Moneda a defenderlo. Siempre me ha parecido inaudito que Allende haya muerto rodeado solo de amigos médicos y escoltas. Su soledad es un símbolo poderoso. Ese 11 de septiembre no hubo un dirigente político de la Unidad Popular con él. Murió solo y huérfano de aliados, disparando un arma en la que no creía. Para parte de la izquierda era apenas un reformista, para otra un masón incapaz de manejar la economía y su alianza, para otros un pije o un comunista disfrazado. Lo dejaron sacrificarse solo los mismos que hoy lo celebran e imprimen su rostro en sus banderas. Lo hacen como si lo hubiesen acompañado al minuto postrero. Allende es ara, no pedestal, diría José Martí.
Como militante comunista en la adolescencia quiero pedir perdón además a mis compatriotas porque entre 1970 y 1973 desfilé por las calles convencido de que a la democracia de Chile había que arrojarla por la borda y de que los sistemas que imperaban en Bulgaria, la Unión Soviética o Cuba eran superiores y dignos de ser imitados. Pido perdón porque marché vociferando "Ho Ho Ho Chi Minh, lucharemos hasta el fin", "expropiar, expropiar es mandato popular", "los momios al paredón, las momias al colchón" y hasta "pueblo, conciencia, fusil, MIR MIR!". También adherí a grupos que se adiestraban en defensa personal para "neutralizar a los fascistas", que eran la gente de centro y derecha. Todos estábamos enfermos de odio. Como tenía 18, podría alegar inocencia. No lo hago. A esa edad yo contribuí a emponzoñar el clima nacional y a ver al que pensaba diferente como reaccionario y enemigo de clase, incluyendo a ex compañeros de mi conservador colegio alemán, familiares y amigos, y a los democratacristianos, que llamábamos entonces democretinos. Me arrepiento de haberme dejado arrastrar por ideas antidemocráticas, de haber creído que tenía la panacea para todos los males bajo el brazo y que los que no coincidían conmigo pertenecían al basurero de la historia. Por ello hoy le temo tanto a la polarización política, la intolerancia y la división que campea en mi querido país.
También quiero pedir perdón a los sufridos ciudadanos de los países comunistas donde viví. Y lo pido porque -a pesar de que en el socialismo comprendí de inmediato que eso tampoco lo quería para Chile- me siento responsable de haber integrado un exilio que no hizo declaración alguna de solidaridad hacia sus conciudadanos de los países comunistas, que sufrían sin libertad. Para los chilenos, exigíamos libertad, pero no veíamos el Muro ni las torres de vigías que impedían a los germano-orientales escapar al capitalismo. Para nosotros exigíamos el fin del exilio, pero nunca hicimos declaración alguna condenando la forma en que los Estados comunistas desterraban a disidentes. Para nosotros exigíamos libertad de expresión y elecciones libres, pero guardamos silencio frente a la inexistencia de partidos opositores y elecciones libres en el comunismo. Para Chile exigíamos, y con razón, el fin de la DINA, pero nunca articulamos una queja sobre la Securitate de Ceausescu, la KGB de Brezhnev o la Stasi de Honecker. Exigíamos el fin a la censura en Chile, pero nunca dijimos nada frente a la censura en el comunismo, como nos reprocha Zoé Valdés. ¿O existe alguna declaración al respecto, hecha entre 1973 y 1989, por alguna agrupación política chilena de izquierda? ¿O alguna que salude la caída del Muro de Berlín? Condenábamos con toda razón al dictador Pinochet mientras aplaudíamos y corríamos detrás de dictadores comunistas. Esto solo tiene un nombre: doble moral.
Reitero mi convicción de profunda raíz liberal y humanista: no hay dictadura buena, nada justifica violar derechos humanos. Tal vez con el repudio a dictaduras de izquierda y derecha y a las ideologías antidemocráticas, podremos hallar la ruta perdida hacia el necesario reencuentro nacional.
Roberto Ampuero
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