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Editor: Neville Blanc

Saturday, November 25, 2006

Celedonio PERELLÓN ILUSTRA SALOMÉ

SALOMÉ
OSCAR WILDE - CELEDONIO PERELLÓN

portada de la primera edición
Pocas figuras han tenido en la historia del arte tanto éxito como Salomé, o Herodías, dado que a menudo se las ha confundido: su prestigio se remonta en el arte pictórico a Memling, Cranach, Tiziano o Tiépolo; pero su esplendor arranca sobre todo de mediados del siglo XIX, desde la aparición de un libro del poeta alemán Heinrich Heine, Atta Troll, que cruza de nuevo, con otras miras, la figura malvadamente apasionada de Salomé con la bandeja en la que Herodes le sirve la cabeza decapitada de Juan el Bautista; desde 1841, fecha de publicación de Atta Troll, Salomé y el suplicio del profeta se convierten en una imagen obsesiva para el arte -en especial para el Art Nouveau, para los simbolistas, con Gustave Moreau a la cabeza, que repitió una y otra vez el tema- y las letras: en los Salones parisinos de la segunda mitad del siglo, que anualmente exponían la producción pictórica, no hubo año en que no aparecieran cinco o seis Salomé; y en 1912 ya se contabilizaban cerca de 2.800 poemas -homenajes y denuestos- de la bailarina que, con los lúbricos movimientos de su danza, consiguió la cabeza de un hombre.
Pese a sus vanguardias y a la relegación del tema, de la trama, como objeto central del cuadro, el siglo XX ha seguido sintiéndose atraído por la hermosa cortadora de cabezas: Sonia Delaunay, Julius Minger y Francis Picabia en pintura, Guillaume Apollinaire y Jean Cocteau en poesía, Richard Strauss o Leonard Bernstein en música -por citar sólo algunos nombres de cada una de esas artes- han puesto otras luces, otras metáforas y otros sonidos a una Salomé a la que Oscar Wilde prestó, en su tragedia, una carga hasta entonces insospechada de erotismo, de turbios y equívocos deseos que, sólo pocos años más tarde, Sigmund Freud analizaría.
La primera edición de esta Salomé de Oscar Wilde tuvo en Aubrey Beardsley el mejor ilustrador de ese Art Nouveau que embellecía, inundando de sueño, el ámbito y las figuras. Las líneas, iluminadas por claridades que procedían de una visión mística, elevaban la realidad a categoría de sueño, de ciudad celeste que debía mucho -en sus rasgos, en sus ropajes- a Oriente, pero un Oriente más japonizante que ese Oriente mediterráneo que, con su carga de sexualidad a flor de piel, empapa la danza de Salomé.
Ahora, Celedonio Perellón vuelve a enfrentarse al mito como homenaje a Oscar Wilde en el centenario exacto de su muerte. Y lo hace de la mano de la realidad histórica de un lado, de la mano del sueño de otro. La minuciosidad casi histórica con que, en los dibujos a línea que acompañan al texto, describe el mundo oriental de Judea, que ha asumido en parte las costumbres del conquistador romano, sus ropajes, la riqueza de sus tiaras y diademas, contrasta con la libertad absoluta de los aguafuertes donde lo que hace Perellón es leer el mito de Salomé desde el interior, desde el sueño, tensamente erótico de la protagonista, que adopta formas diversas: oscuros animales en acecho, plantas que se retuercen, ojos alucinados del Bautista que clama para prohibir.
No hay aquí concesiones a la realidad inmediata: el ojo que vigila el desperezamiento desnudo de la mujer es ojo porque sueña, no porque ve; sus cabelleras hirsutas las ha soltado un viento de tragedia, el que incuba el deseo; y esas caras que trasparecen a través de las copas o de los cuerpos de mujer, como esos rostros que se asoman a las paredes en las casas embrujadas, vuelven a ser hijas de la noche, engendradas por la lubricidad que anima el subconsciente de la hija de Herodías.
Y la luna, ese metal de plata con el que el texto de Oscar Wilde teje la amenaza de la tragedia, preside con su blancura seca, vacía y redonda, todo ese mundo de erotismo desbordado, de erotismo mortífero, que lleva dentro de sí Salomé, segura de los estragos que su baile puede provocar en ese títere que llevó en la historia el nombre de Herodes.
Con la mezcla de minucioso realismo y de un onirismo erótica desatado, Celedonio Perellón sitúa la visión del mito de Salomé en una dimensión nueva: entre el cómic y el surrealismo, Perellón describe a un tiempo la historia de una época muy concreta, con los pormenores cotidianos y los detalles exigibles a la verosimilitud, y el mito sublimada del erotismo: que los protagonistas fueran, en la historia, y más todavía en la leyenda, unos seres llamados Herodes, Juan el Bautista, Salomé y Herodías, importa poco: nombres y personajes no son más que la diversa indumentaria que envuelve una pulsión universal, de todos los tiempos y países: el trabajo subconsciente y arrasador del amor, capa de llegar a la tragedia.
Es lo que Celedonio Perellón devuelve al mito de Salomé: realismo histórico y onirismo desaforado en los dibujos y las láminas con que ha tratado de acercarse, una vez más, al mito del deseo y su labor de zapa en el sueño, como homenaje a esta magnífica figura que, hace poco más de cien años, Oscar Wilde supo leer de otra forma, libre de las atadura religiosas de donde procede, para expresar lo que quizá haya sido la fuerza motriz del siglo XX: la sexualidad como expresión más profunda de la vida íntima, exclusivamente propia, de cada individuo. Sólo la poesía y el sueño -y Sigmund Freud hurgará en esa dirección- pueden expresarla por encima de la razón; la poesía, el sueño... y otras formas artísticas: desde la ópera de Richard Strauss hasta este trabajo reciente de Perellón, prueba de su trato con el mundo subconsciente, más real siempre que lo palmario que tenemos ante la vista; porque un ojo ve, sobre todo, porque sueña.
Mauro Armiño

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