ALVARO BISAMA: 100 LIBROS CHILENOS
ALVARO BISAMA
FILSA 2008
Pedro Pablo Guerrero
Álvaro Bisama, también conocido como el comelibros de El Mercurio, este año llega por partida doble a la Feria Internacional del Libro de Santiago. El primero es Música Marciana, del que ya hablaremos en otra ocasión. Cien libros Chilenos es el otro. Gracias a emol.com, nos enteramos de una interesante entrevista sobre este último libro.
Cien.
Pedro Pablo Guerrero
Álvaro Bisama, también conocido como el comelibros de El Mercurio, este año llega por partida doble a la Feria Internacional del Libro de Santiago. El primero es Música Marciana, del que ya hablaremos en otra ocasión. Cien libros Chilenos es el otro. Gracias a emol.com, nos enteramos de una interesante entrevista sobre este último libro.
Cien.
Un número cerrado, recordable y, a la vez, un título que saluda la idea del segundo centenario, momento de balances y listados. Cien libros chilenos (Ediciones B) reúne cien reseñas de igual número de textos, desde La Araucana, de Alonso de Ercilla, hasta Ygdrasil, de Jorge Baradit: el alfa y el omega que configuran, en opinión del autor, “la idea de un país tan delirante como cercano”. Un top hundred provocador, asumidamente freak o raro, que congrega en el mismo salón a Manuel Lacunza, José Donoso, Marcela Paz, Roberto Bolaño y Pepo -”Condorito” y otras historietas ocupan en esta biblioteca personal un lugar equivalente al de novelas, colecciones de relatos, crónicas, libros de historia y poemarios-, por el aporte que todos estos autores han hecho a las “imágenes o ideas [que] nos hemos forjado de nuestra identidad”, señala Álvaro Bisama (Valparaíso, 1975). “No es un libro académico -aclara en el prólogo-. Menos un canon. Nada más lejos de sus intenciones”.
por Pedro Pablo Guerrero
-¿No es entonces un anti-canon, pero un canon al fin, obsesionado con el rastreo freak de algo que identificas como “lo chileno”?
-Canon es lo que hace Goic, en sus ensayos sobre la novela chilena. O la selección de documentos que junta Promis. O Alone, escribiendo su historia personal. Cien libros… no tiene esa voluntad absoluta y autoritaria, ese deseo de sentar bases. Es una colección de respuestas -paulatinas, accidentales- sobre qué es o puede ser la literatura chilena. Cien… puede ser leído como un relato. Por supuesto, hay una pauta, la misma con la que trabajo a veces en las columnas, pero haciéndola funcionar en un espacio más amplio, casi como una novela coral: hay quizás una voluntad de anomalía en algo que se enseña o vende casi normalizado y sin tensiones; señales de que sobre la calma aparente de nuestra literatura se esconde una tempestad que está estallando cada día.
-¿Por qué incorporas autores que, a todas luces, no te gustan, como Claudio Giaconi, Enrique Lafourcade, Gonzalo Vial, Pablo Huneeus, Gonzalo Contreras? ¿Relegas, en esos casos, a un segundo plano la valoración estética?
-No sé si el criterio estético queda relegado: esos autores fueron comentados sobre esa base. Al lado de Hijo de ladrón y de su concepto arriesgado de novela total, Giaconi y Lafourcade lucen como autores muy menores, haciendo una clase de narrativa que Rojas ya había vuelto obsoleta. Por otro lado, Cien… es como una road movie. El libro tiene infinidad de paraderos agradables y otros desagradables, que son los menos. Creo que el gusto personal se compone también de preguntas, de dudas, de cosas que siempre están en sospecha y necesitan ser puestas en entredicho. Por ejemplo, decir que La ciudad anterior no era tan buena como creíamos, o que Palomita blanca, que es un best seller absoluto, también es un bodrio absoluto.
-Describes a la Generación del 50 como un “movimiento iracundo o triste” y “una casta literaria que quiso cambiarlo todo y terminó perpetrando los mismos vicios que criticaba”. ¿Una generación perdida?
-Yo creo que son una generación inquietante: ellos son el fin del XIX, más que la novedad del XX; lo que me parece aterrador, por cierto. Los primeros cuentos de Skármeta o de Wacquez son para mí diez mil veces más modernos o contemporáneos. Los personajes del primer Skármeta están escuchando a Ella Fitzgerald y teniendo sexo como conejos y no automutilándose en su habitación con Dostoievski mientras miran un crucifijo roto. Por lo mismo, no sé si Donoso en el fondo perteneció a la generación del 50: Coronación es una despedida de ese mundo. Donde ellos ven a Proust, Donoso ve a Buñuel. De ahí que la obra de Lihn sea relevante porque trabaja ese patetismo, analiza y disecciona las ceremonias de la crueldad, el desorden de las familias, el hastío de clase y luego le da a todo eso una salida paródica bestial, que luce ahora como insobornable e insoslayable. En el fondo, Lihn comprende toda esa petulancia y la desmenuza con un rigor intelectual inusitado y feroz.
-”Mariano Latorre y sus horribles novelitas campesinas”, escribes. ¿Se trata de un canon urbano que finalmente desplaza al rural?
-No sé si desplacé nada. El libro es arbitrario. Para las encuestas y la representatividad, tenemos los programas de TVN tipo “Grandes chilenos”. Cien… está escrito desde mi gusto personal como lector, y Latorre siempre me ha parecido bastante menor al lado de Federico Gana, por ejemplo. Creo que Alone dice algo parecido. Por mi parte, incluyo al mismo Gana y sus Días de campo y a Pedro Prado con Un juez rural. Por otro lado, yo no creo mucho en esa matriz rural a ultranza: Martín Rivas y Casa grande son novelas sobre Santiago o sobre la idea de una metrópolis en expansión. La literatura chilena surge de ese deseo.
-Menos de un tercio de los títulos son de poesía. ¿Desmientes el mito de que Chile es un país de poetas, reconocido incluso con dos premios Nobel?
-Pero Cien… también está lleno de ensayo, historietas, crónica y drama porque me interesaba que hubiera dispersión en los géneros. Respecto del prestigio internacional de la poesía chilena, nunca pensé demasiado en eso. Hay algo de chauvinismo en esa idea. Al lado del Nobel, me parece tanto o más relevante el hecho de que la Mistral fuera excluida de la antología de Anguita y Volodia. Esa exclusión tenía que ver con cómo estaba siendo leída. De hecho, que ganara el Nobel debe haber sido algo medio impresentable y complejo porque obligó al campo cultural chileno a reevaluar su lugar e impostar una lectura posterior de alguien que en el fondo les molestaba.
-Están Hugo Correa y Nicolás Palacios, dos autores “incorrectos”. ¿Por qué no Miguel Serrano?
-Porque no soy fan de Miguel Serrano. Eso es todo. Quizás debí meter a Lonco Quilapán, que es como Serrano pero más psicotrónico y camp, si es que eso es posible. Respecto de Palacios, Encina escribió su historia de Chile pensando en él y Teillier también ha sido lector suyo. O sea, se ha colado de manera más persistente, instalándose en silencio como un método o una tesis en nuestra historiografía. No sé por qué nadie ha escrito una novela sobre Palacios, que estuvo en la ocupación de Lima y presenció la masacre de Santa María. Su vida es quizás más interesante que Raza chilena. Sobre Correa, no sé si sea incorrecto. Más bien se trata de un autor secreto de ciencia ficción dura en un lugar donde no hay una cultura científica. Es interesante ese gesto de Correa: el de un género que es más una utopía, un deseo exasperado que una lectura del presente, como podía ser la sci/fi americana del período. De ahí que Correa sea inocente o ingenuo antes que incorrecto.
-Con tu gesto de elegir libros de historietas, ¿buscas incorporar definitivamente este género en el canon de la literatura chilena?
-No sé si definitivamente. En Cien… nada quiere ser definitivo. Por el contrario, se trata de una visión parcial, de un relato particular. Algunos cómics me parecen relevantes más allá del género. Aquí nunca tuvimos a un Oesterheld, que describió una invasión extraterrestre desde la lógica de su barrio bonaerense. Aún nos falta harto para eso. Pero quizás da lo mismo porque las historietas que se mencionan en Cien… son para mí obras mayores: la comedia ligera de Subercaseaux, los ejercicios visuales de Hervi, la triste crónica de Checho López, la genialidad terminal de Lihn. Todos son ejercicios narrativos que usan al máximo sus recursos, tienen el coraje de retratar in situ la sociedad que los rodea, mientras se adentran en la felicidad o el horror de la cultura de su época.
-Está Baradit, pero no Zambra, dos autores de tu generación. ¿Apuestas por una narrativa futura protagonizada por la ciencia ficción y lo fantástico que ponga fin a la hegemonía del realismo en la literatura chilena?
-Va Ygdrasil porque era un cierre perfecto para el libro, más allá de las afinidades generacionales. Si Baradit hubiera tenido 120 años estaría igual. Cien… comienza con La Araucana y termina con una escatología espacial. No tenemos hombres de las cavernas ni monolitos, pero sí conquistadores españoles e imbunches sadomasoquistas. Por otro lado, yo no tengo militancia alguna en la ciencia ficción y menos fe en ella como para salvarnos del realismo, porque, ¿qué diablos es el realismo? Una ficción consensuada sobre cómo nos relatamos al modo de una falacia mal leída y mal enseñada. O una broma usada en los talleres literarios de la década pasada. La literatura chilena más interesante siempre es anómala a esa matriz.
Titulo: Cien libros chilenosAutor: Álvaro BisamaEditorial: Ediciones B, Colección Dulce Patria, Santiago, 2008, 313 páginas.Género: Ensayo
Bonus track
MANUEL LACUNZA
“Me interesa de Lacunza el hecho de que compusiera o reflexionara Venida del Mesías en gloria y majestad desde un exilio absoluto. Lacunza era jesuita y, en el plazo de unos pocos años, fue expulsado de América y luego la orden a la que pertenecía fue disuelta por el Vaticano. Pero Lacunza actúa al modo del título de un viejo single de REM: es el fin del mundo, pero se siente bien. O por lo menos escribe. Además, ¿hay algo más apocalíptico que el hecho de que todos los referentes que componen tu realidad inmediata queden en el aire? Mientras, él no abandona el ejercicio intelectual, la escritura y lectura como sistema de vida. Por el contrario, debate el libro con sus pares, lo propone como un ejercicio de investigación, hace circular un opúsculo. En ese sentido, no es difícil darse cuenta de que Lacunza compone una reflexión milenarista en el momento exacto en que su propia inmediatez, paulatinamente, se desvanece: hay una imagen potente ahí de la escritura como sistema de procesamiento de la identidad, como reflejo secreto del mundo. Las fechas no pueden ser más claras. Lacunza está escribiendo o pensando mientras se produce la Revolución Francesa y las identidades nacionales criollas están aprendiendo el arte de la conspiración”.
GENERACIÓN DEL 38
“Es hija de su tiempo, no sé si sus textos hayan sobrevivido más allá de lo documental. De ahí que preferí leer otras obras que llegaban a conclusiones e ideas parecidas, pero que tuvieran presente elementos literarios que superaran la mera militancia o la tesis. En ese sentido, me parecen más interesantes autores tangenciales a la Generación del 38: González Vera, Coloane y Manuel Rojas, que hablan de lo mismo pero logran darle varias vueltas al problema. González Vera consigue en Alhué una novela sobre la clase popular que no evade el lirismo y la desolación. Hijo de ladrón entra en esos territorios como una obra maestra sin parangón. En vez de tesis alguna, propone empatía humana y ciudadana, juegos de montaje temporal, piensa en la literatura como un campo de batalla que sucede en el plano de la lengua, hace la revolución en cada frase. Lo mismo Coloane, que termina El último grumete de la Baquedano presentando a un personaje que ha abandonado todo para convertirse en aborigen. Adiós la república, bienvenida la barbarie, parece querer decir. Eso me parece más radical que cualquier novela de realismo socialista. Además, la queja de Droguett en el prólogo de Los asesinados del Seguro Obrero es extrema y clave para entender aquella época: la novela chilena, por más que lo ha intentado, no ha logrado representar la violencia de clase y la sangre contenidas en el relato de la identidad”.
PRIMER CAPÍTULO DE “CIEN LIBROS CHILENOS”
Cero
Confesión: este libro bien podría ser una novela por capítulos o un folletín, uno tan confuso como obsesivo. Comienza en el momento en que un conquistador español anota sus versos en las cortezas de los árboles, por falta de papel, y termina, muy apropiadamente, con el fin del mundo: un tiempo espacial remoto, donde el universo conocido, en una escatología que hubiera hecho feliz al padre Lacunza, hace reset y comienza de nuevo. Entre esas dos imágenes, la de La Araucana de Ercilla y la de Ygdrasil, de Jorge Baradit, hay casi quinientos años, y la idea de un país tan delirante como cercano.
También hay cien obras entre ellas. Este volumen contiene cien reseñas de otros tantos textos chilenos. Chilenos en el mejor y peor sentido de la palabra; porque tienen que ver con Chile, porque son libros contaminados por este decorado que a la vez registran, bocetean e inventan. Es una biblioteca personal, por supuesto. Una versión de Chile. Mi versión. Porque es, antes que nada, el libro de un lector que intenta aprender qué diablos es la tradición mientras se pierde o se encuenta en una biblioteca.
Por eso este libro es más una pregunta que una respuesta. Acicateado por el virus del Bicentenario, me interesa ver qué imágenes o ideas nos hemos forjado de nuestra identidad, de lo que somos, de los lugares que habitamos alguna vez y que ya han dejado de existir. Se trata de un viaje por un lugar tan extraño como inhóspito, tan cálido como distante, tan íntimo como excéntrico. Puede ser leído como un paseo por un circo de freaks o por las catacumbas de la memoria nacional. Porque la literatura chilena, como toda literatura, es rara. O, mejor dicho, evade lo que los libros escolares enseñan de ella: brilla ahí cierta anomalía, cierto gusto por el abismo, la sensación de saltar al vacío o marearse de vértigo ante el despeñadero.
Se trata de una tradición que se presenta casi siempre desde una incómoda normalidad y que, leída a ras de piso, se vuelve un continente inquietante y brumoso. No en vano la habitan santos varones obsesionados con el fin de todas las cosas, como el padre Lacunza, o profetas delirantes del nacionalismo como Nicolás Palacios. En medio hay guerrillas y batallas, fabulosos perdedores como Pablo de Rokha, héroes insoportables como Neruda o megalómanos como Huidobro. Pero también brillan la claridad y precisión de José Santos González Vera, o enfermos de nocturnidad como Pedro Prado.Pero no es un libro académico. Menos un canon. Nada más lejos de sus intenciones. Por el contrario, fue escrito desde la posibilidad de despejar los textos de ese peso –o ese karma: la fijación del papel que cumplen en la pichanga que es nuestra tradición–, de acercarlos al lector común.
Escribirlo me obligó a releer. A comprobar cuántos de los lugares comunes que había aprendido sobrevivían a un examen más atento. Hubo decepciones, sorpresas, descubrimientos, conspiraciones, fanatismos y sospechas. De ahí que el criterio de selección sea tan arbitrario y carezca de cualquier pretensión de construir un canon. Por supuesto, sé que algunas de las obras citadas ni siquiera son libros en el sentido más literal de la palabra. Se trata de fanzines, revistas de cómics underground, manuscritos de dramaturgia. Pero quiero referirme a estos materiales como libros porque eso los dota de cierto espesor dramático que es también un peso literario, un peso que los convierte en algo más que documentos dispersos y secretos de una época determinada. Nada más atractivo que ampliar el mismo concepto de libro en este volumen, trabajando la idea de una biblioteca nacional hecha de objetos heterogéneos y distantes, de caminos contrapuestos, de obras diversas.
En este volumen hay espacio para todo. Caben autores como Juan Emar, con su escritura cargada de mala leche, su humor excéntrico y sus solitarias pretensiones de ser un Breton o un Musil local, que me parecieron ahora tan entrañables y necesarias como antes. Lo mismo puede decirse de Enrique Araya, dueño del humor más filoso y la capacidad para la comedia más desternillante entre todos los autores chilenos. También hay algunas historietas.
La mayoría son brillantes y justificaron con creces su relectura: desde el Von Pilsener de Pedro Subercaseaux hasta esa perfecta novela realista que es el Checho López del olvidado Martín Ramírez, este género secreto y menospreciado viene siendo un reflejo más o menos exacto de los problemas de la cultura chilena en cada momento del que se ocupa. Lo mismo corre para el drama: leer a Juan Radrigán o a Jorge Díaz sigue siendo una experiencia demoledora, tan asombrosa como necesaria.Mención aparte merecen los textos relacionados con la poesía: en cierto modo los mejores novelistas nacionales, sobre todo durante el siglo veinte, han sido sus poetas. Desde el pop perfecto de Pablo Neruda hasta la rabia desmenuzada de De Rokha, pasando por el dandismo de Vicente Huidobro, la desesperanza casi total de Lihn y la soledad mistraliana, los poetas han redactado los apuntes para esa gran novela nacional que nuestros narradores nunca han terminado de escribir.
No hay aquí cien escritores. Ciertos autores se repiten. Esta familia es chica, es un clan. Neruda, Mistral, Lihn o Donoso aparecen reseñados con alguna de sus obras centrales y luego sus textos póstumos o finales. O al revés: me fijé en sus obras de juventud y luego volví sobre sus textos mayores (Droguett), o jugué con el desdoblamiento de poetas y prosistas (Huidobro) o cronistas y novelistas (Edwards Bello, aquella bestia todoterreno de la novela y el periodismo). Esa multiplicación siempre me atrajo; se trata de autores que podían ser dobles o triples agentes de su propia confusión literaria porque borraban con el codo lo que escribían con la mano, mientras multiplicaban sus máscaras para bailar en esa fiesta triste o vertiginosa que es nuestra literatura.
Esa fiesta y este libro se aceleran en la medida que se acercan al presente. No es azaroso: me interesan esas señales de cómo construimos un imaginario diario en las cercanías de esa fecha fatídica, extraña y especular que es el Bicentenario. Mientras más cerca la efeméride, más angustioso, más urgente se vuelve ese discurso. Más intenso. Porque hay una duda ahí, una falencia que Nicanor Parra enunció más que bien y al modo de una boutade hace varias décadas.
Una pregunta que han contestado Lastarria, Droguett, Oyarzún, Donoso, Chihuailaf y gran parte de los autores que aparecen en este libro. Ninguna respuesta ha sido, por cierto, satisfactoria. Es el peso de la noche. O del día. O de la Historia. En ese contexto, me gustaría que este libro ayudara, por un rato, a despejar esa afirmación de Parra: «Creemos ser país/ y la verdad es que somos apenas paisaje».Buen viaje.A.B.
LISTA DE LIBROS RESEÑADOS EN CIEN LIBROS CHILENOS
1. La Araucana, Alonso de Ercilla 2. El cautiverio feliz, Francisco Núñez de Pineda 3. Venida del Mesías en gloria y majestad, Manuel Lacunza 4. Don Guillermo, José Victorino Lastarria 5. Martín Rivas, Alberto Blest Gana 6. Los Lisperguer y la Quintrala, Benjamín Vicuña Mackenna 7. Desde Júpiter, Saint Paul 8. Recuerdos del pasado, Vicente Pérez Rosales 9. Azul, Rubén Darío 10. Sub-Terra, Baldomero Lillo 11. Raza chilena, Nicolás Palacios 12. Von Pilsener, Pedro Subercaseaux 13. Casa grande, Luis Orrego Luco 14. Alma chilena, Carlos Pezoa Véliz 15. El niño que enloqueció de amor, Eduardo Barrios 16. Días de campo, Federico Gana 17. El roto, Joaquín Edwards Bello 18. Desolación, Gabriela Mistral 19. Un juez rural, Pedro Prado 20. Veinte poemas de amor y una canción desesperada, Pablo Neruda 21. Alhué, José Santos González Vera 22. Escritura de Raimundo Contreras, Pablo de Rokha 23. El socio, Jenaro Prieto 24. Altazor, Vicente Huidobro 25. Cagliostro, Vicente Huidobro 26. Antología de la poesía chilena nueva, Volodia Teitelboim & Eduardo Anguita. 27. Diez, Juan Emar 28. La amortajada, María Luisa Bombal 29. Los asesinados del Seguro Obrero, Carlos Droguett 30. El último grumete de la Baquedano, Francisco Coloane31. Papelucho, Marcela Paz32. La luna era mi tierra, Enrique Araya33. Condorito, Pepo34. Hijo de ladrón, Manuel Rojas35. Décimas, Violeta Parra36. Poemas y antipoemas, Nicanor Parra37. Historia personal de la literatura chilena, Alone38. La difícil juventud, Claudio Giaconi39. Yo soy tú, Jorge Délano40. Memorias de un tolstoyano, Fernando Santiván41. Para ángeles y gorriones, Jorge Teillier42. Caballo de copas, Fernando Alegría43. Los altísimos, Hugo Correa44. El cepillo de dientes, Jorge Díaz45. La brecha, Mercedes Valdivieso46. El río, Alfredo Gómez Morel47. El tony chico, Luis Alberto Heiremans48. Patas de perro, Carlos Droguett49. Venus en el pudridero, Eduardo Anguita50. Temas de la cultura chilena, Luis Oyarzún51. Poema de Chile, Gabriela Mistral52. Mampato, Themo Lobos53. El obsceno pájaro de la noche, José Donoso54. Excesos, Mauricio Wacquez55. Palomita blanca, Enrique Lafourcade56. Para leer al Pato Donald, Dorfman & Mattelart57. El ciclista del San Cristóbal, Antonio Skármeta58. Mitópolis, Joaquín Edwards Bello59. El libro blanco del cambio de gobierno en Chile, Gonzalo Vial60. Persona non grata, Jorge Edwards61. Confieso que he vivido, Pablo Neruda62. Tejas Verdes, Hernán Valdés63. La nueva novela, Juan Luis Martínez64. La ciudad, Gonzalo Millán65. A partir de Manhattan, Enrique Lihn66. Purgatorio, Raúl Zurita67. Del espacio de acá, Ronald Kay68. El Incal, Jodorowsky & Moebius69. Hechos consumados, Juan Radrigán70. La cultura huachaca, Pablo Huneeus71. Lumpérica, Diamela Eltit72. De amor y de sombra, Isabel Allende73. Proyecto de obras completas, Rodrigo Lira74. Autobiografía por encargo, Cristián Huneeus75. Los Sea Harrier, Diego Maquieira76. Checho López, Martín Ramírez77. Celos que matan pero no tanto, Teresa Calderón78. Thrash comics 3, Jucca79. Trauko 19, varios autores80. Los zarpazos del Puma, Patricia Verdugo81. La ciudad anterior, Gonzalo Contreras82. Arte marcial, Bruno Vidal83. Roma, la loba, Enrique Lihn84. Poética del cine, Raúl Ruiz85. Por favor, rebobinar, Alberto Fuguet86. Obra completa, Rolando Cárdenas87. Ángeles y solitarios, Ramón Díaz Eterovic88. De sueños azules y contrasueños, Elicura Chihuailaf90. Chile actual: anatomía de un mito, Tomás Moulian89. Conjeturas sobre la memoria de mi tribu, José Donoso91. Memorias prematuras, Rafael Gumucio92. Tengo miedo torero, Pedro Lemebel93. El empampado Riquelme, Francisco Mouat 94. 2666, Roberto Bolaño 95. Lear rey & mendigo, Shakespeare & Parra 96. Harakiri, Claudio Bertoni 97. Narrativa completa, Adolfo Couve 98. La ola muerta, Germán Marín 99. Chao no más, Hervi 100. Ygdrasil, Jorge Baradit
por Pedro Pablo Guerrero
-¿No es entonces un anti-canon, pero un canon al fin, obsesionado con el rastreo freak de algo que identificas como “lo chileno”?
-Canon es lo que hace Goic, en sus ensayos sobre la novela chilena. O la selección de documentos que junta Promis. O Alone, escribiendo su historia personal. Cien libros… no tiene esa voluntad absoluta y autoritaria, ese deseo de sentar bases. Es una colección de respuestas -paulatinas, accidentales- sobre qué es o puede ser la literatura chilena. Cien… puede ser leído como un relato. Por supuesto, hay una pauta, la misma con la que trabajo a veces en las columnas, pero haciéndola funcionar en un espacio más amplio, casi como una novela coral: hay quizás una voluntad de anomalía en algo que se enseña o vende casi normalizado y sin tensiones; señales de que sobre la calma aparente de nuestra literatura se esconde una tempestad que está estallando cada día.
-¿Por qué incorporas autores que, a todas luces, no te gustan, como Claudio Giaconi, Enrique Lafourcade, Gonzalo Vial, Pablo Huneeus, Gonzalo Contreras? ¿Relegas, en esos casos, a un segundo plano la valoración estética?
-No sé si el criterio estético queda relegado: esos autores fueron comentados sobre esa base. Al lado de Hijo de ladrón y de su concepto arriesgado de novela total, Giaconi y Lafourcade lucen como autores muy menores, haciendo una clase de narrativa que Rojas ya había vuelto obsoleta. Por otro lado, Cien… es como una road movie. El libro tiene infinidad de paraderos agradables y otros desagradables, que son los menos. Creo que el gusto personal se compone también de preguntas, de dudas, de cosas que siempre están en sospecha y necesitan ser puestas en entredicho. Por ejemplo, decir que La ciudad anterior no era tan buena como creíamos, o que Palomita blanca, que es un best seller absoluto, también es un bodrio absoluto.
-Describes a la Generación del 50 como un “movimiento iracundo o triste” y “una casta literaria que quiso cambiarlo todo y terminó perpetrando los mismos vicios que criticaba”. ¿Una generación perdida?
-Yo creo que son una generación inquietante: ellos son el fin del XIX, más que la novedad del XX; lo que me parece aterrador, por cierto. Los primeros cuentos de Skármeta o de Wacquez son para mí diez mil veces más modernos o contemporáneos. Los personajes del primer Skármeta están escuchando a Ella Fitzgerald y teniendo sexo como conejos y no automutilándose en su habitación con Dostoievski mientras miran un crucifijo roto. Por lo mismo, no sé si Donoso en el fondo perteneció a la generación del 50: Coronación es una despedida de ese mundo. Donde ellos ven a Proust, Donoso ve a Buñuel. De ahí que la obra de Lihn sea relevante porque trabaja ese patetismo, analiza y disecciona las ceremonias de la crueldad, el desorden de las familias, el hastío de clase y luego le da a todo eso una salida paródica bestial, que luce ahora como insobornable e insoslayable. En el fondo, Lihn comprende toda esa petulancia y la desmenuza con un rigor intelectual inusitado y feroz.
-”Mariano Latorre y sus horribles novelitas campesinas”, escribes. ¿Se trata de un canon urbano que finalmente desplaza al rural?
-No sé si desplacé nada. El libro es arbitrario. Para las encuestas y la representatividad, tenemos los programas de TVN tipo “Grandes chilenos”. Cien… está escrito desde mi gusto personal como lector, y Latorre siempre me ha parecido bastante menor al lado de Federico Gana, por ejemplo. Creo que Alone dice algo parecido. Por mi parte, incluyo al mismo Gana y sus Días de campo y a Pedro Prado con Un juez rural. Por otro lado, yo no creo mucho en esa matriz rural a ultranza: Martín Rivas y Casa grande son novelas sobre Santiago o sobre la idea de una metrópolis en expansión. La literatura chilena surge de ese deseo.
-Menos de un tercio de los títulos son de poesía. ¿Desmientes el mito de que Chile es un país de poetas, reconocido incluso con dos premios Nobel?
-Pero Cien… también está lleno de ensayo, historietas, crónica y drama porque me interesaba que hubiera dispersión en los géneros. Respecto del prestigio internacional de la poesía chilena, nunca pensé demasiado en eso. Hay algo de chauvinismo en esa idea. Al lado del Nobel, me parece tanto o más relevante el hecho de que la Mistral fuera excluida de la antología de Anguita y Volodia. Esa exclusión tenía que ver con cómo estaba siendo leída. De hecho, que ganara el Nobel debe haber sido algo medio impresentable y complejo porque obligó al campo cultural chileno a reevaluar su lugar e impostar una lectura posterior de alguien que en el fondo les molestaba.
-Están Hugo Correa y Nicolás Palacios, dos autores “incorrectos”. ¿Por qué no Miguel Serrano?
-Porque no soy fan de Miguel Serrano. Eso es todo. Quizás debí meter a Lonco Quilapán, que es como Serrano pero más psicotrónico y camp, si es que eso es posible. Respecto de Palacios, Encina escribió su historia de Chile pensando en él y Teillier también ha sido lector suyo. O sea, se ha colado de manera más persistente, instalándose en silencio como un método o una tesis en nuestra historiografía. No sé por qué nadie ha escrito una novela sobre Palacios, que estuvo en la ocupación de Lima y presenció la masacre de Santa María. Su vida es quizás más interesante que Raza chilena. Sobre Correa, no sé si sea incorrecto. Más bien se trata de un autor secreto de ciencia ficción dura en un lugar donde no hay una cultura científica. Es interesante ese gesto de Correa: el de un género que es más una utopía, un deseo exasperado que una lectura del presente, como podía ser la sci/fi americana del período. De ahí que Correa sea inocente o ingenuo antes que incorrecto.
-Con tu gesto de elegir libros de historietas, ¿buscas incorporar definitivamente este género en el canon de la literatura chilena?
-No sé si definitivamente. En Cien… nada quiere ser definitivo. Por el contrario, se trata de una visión parcial, de un relato particular. Algunos cómics me parecen relevantes más allá del género. Aquí nunca tuvimos a un Oesterheld, que describió una invasión extraterrestre desde la lógica de su barrio bonaerense. Aún nos falta harto para eso. Pero quizás da lo mismo porque las historietas que se mencionan en Cien… son para mí obras mayores: la comedia ligera de Subercaseaux, los ejercicios visuales de Hervi, la triste crónica de Checho López, la genialidad terminal de Lihn. Todos son ejercicios narrativos que usan al máximo sus recursos, tienen el coraje de retratar in situ la sociedad que los rodea, mientras se adentran en la felicidad o el horror de la cultura de su época.
-Está Baradit, pero no Zambra, dos autores de tu generación. ¿Apuestas por una narrativa futura protagonizada por la ciencia ficción y lo fantástico que ponga fin a la hegemonía del realismo en la literatura chilena?
-Va Ygdrasil porque era un cierre perfecto para el libro, más allá de las afinidades generacionales. Si Baradit hubiera tenido 120 años estaría igual. Cien… comienza con La Araucana y termina con una escatología espacial. No tenemos hombres de las cavernas ni monolitos, pero sí conquistadores españoles e imbunches sadomasoquistas. Por otro lado, yo no tengo militancia alguna en la ciencia ficción y menos fe en ella como para salvarnos del realismo, porque, ¿qué diablos es el realismo? Una ficción consensuada sobre cómo nos relatamos al modo de una falacia mal leída y mal enseñada. O una broma usada en los talleres literarios de la década pasada. La literatura chilena más interesante siempre es anómala a esa matriz.
Titulo: Cien libros chilenosAutor: Álvaro BisamaEditorial: Ediciones B, Colección Dulce Patria, Santiago, 2008, 313 páginas.Género: Ensayo
Bonus track
MANUEL LACUNZA
“Me interesa de Lacunza el hecho de que compusiera o reflexionara Venida del Mesías en gloria y majestad desde un exilio absoluto. Lacunza era jesuita y, en el plazo de unos pocos años, fue expulsado de América y luego la orden a la que pertenecía fue disuelta por el Vaticano. Pero Lacunza actúa al modo del título de un viejo single de REM: es el fin del mundo, pero se siente bien. O por lo menos escribe. Además, ¿hay algo más apocalíptico que el hecho de que todos los referentes que componen tu realidad inmediata queden en el aire? Mientras, él no abandona el ejercicio intelectual, la escritura y lectura como sistema de vida. Por el contrario, debate el libro con sus pares, lo propone como un ejercicio de investigación, hace circular un opúsculo. En ese sentido, no es difícil darse cuenta de que Lacunza compone una reflexión milenarista en el momento exacto en que su propia inmediatez, paulatinamente, se desvanece: hay una imagen potente ahí de la escritura como sistema de procesamiento de la identidad, como reflejo secreto del mundo. Las fechas no pueden ser más claras. Lacunza está escribiendo o pensando mientras se produce la Revolución Francesa y las identidades nacionales criollas están aprendiendo el arte de la conspiración”.
GENERACIÓN DEL 38
“Es hija de su tiempo, no sé si sus textos hayan sobrevivido más allá de lo documental. De ahí que preferí leer otras obras que llegaban a conclusiones e ideas parecidas, pero que tuvieran presente elementos literarios que superaran la mera militancia o la tesis. En ese sentido, me parecen más interesantes autores tangenciales a la Generación del 38: González Vera, Coloane y Manuel Rojas, que hablan de lo mismo pero logran darle varias vueltas al problema. González Vera consigue en Alhué una novela sobre la clase popular que no evade el lirismo y la desolación. Hijo de ladrón entra en esos territorios como una obra maestra sin parangón. En vez de tesis alguna, propone empatía humana y ciudadana, juegos de montaje temporal, piensa en la literatura como un campo de batalla que sucede en el plano de la lengua, hace la revolución en cada frase. Lo mismo Coloane, que termina El último grumete de la Baquedano presentando a un personaje que ha abandonado todo para convertirse en aborigen. Adiós la república, bienvenida la barbarie, parece querer decir. Eso me parece más radical que cualquier novela de realismo socialista. Además, la queja de Droguett en el prólogo de Los asesinados del Seguro Obrero es extrema y clave para entender aquella época: la novela chilena, por más que lo ha intentado, no ha logrado representar la violencia de clase y la sangre contenidas en el relato de la identidad”.
PRIMER CAPÍTULO DE “CIEN LIBROS CHILENOS”
Cero
Confesión: este libro bien podría ser una novela por capítulos o un folletín, uno tan confuso como obsesivo. Comienza en el momento en que un conquistador español anota sus versos en las cortezas de los árboles, por falta de papel, y termina, muy apropiadamente, con el fin del mundo: un tiempo espacial remoto, donde el universo conocido, en una escatología que hubiera hecho feliz al padre Lacunza, hace reset y comienza de nuevo. Entre esas dos imágenes, la de La Araucana de Ercilla y la de Ygdrasil, de Jorge Baradit, hay casi quinientos años, y la idea de un país tan delirante como cercano.
También hay cien obras entre ellas. Este volumen contiene cien reseñas de otros tantos textos chilenos. Chilenos en el mejor y peor sentido de la palabra; porque tienen que ver con Chile, porque son libros contaminados por este decorado que a la vez registran, bocetean e inventan. Es una biblioteca personal, por supuesto. Una versión de Chile. Mi versión. Porque es, antes que nada, el libro de un lector que intenta aprender qué diablos es la tradición mientras se pierde o se encuenta en una biblioteca.
Por eso este libro es más una pregunta que una respuesta. Acicateado por el virus del Bicentenario, me interesa ver qué imágenes o ideas nos hemos forjado de nuestra identidad, de lo que somos, de los lugares que habitamos alguna vez y que ya han dejado de existir. Se trata de un viaje por un lugar tan extraño como inhóspito, tan cálido como distante, tan íntimo como excéntrico. Puede ser leído como un paseo por un circo de freaks o por las catacumbas de la memoria nacional. Porque la literatura chilena, como toda literatura, es rara. O, mejor dicho, evade lo que los libros escolares enseñan de ella: brilla ahí cierta anomalía, cierto gusto por el abismo, la sensación de saltar al vacío o marearse de vértigo ante el despeñadero.
Se trata de una tradición que se presenta casi siempre desde una incómoda normalidad y que, leída a ras de piso, se vuelve un continente inquietante y brumoso. No en vano la habitan santos varones obsesionados con el fin de todas las cosas, como el padre Lacunza, o profetas delirantes del nacionalismo como Nicolás Palacios. En medio hay guerrillas y batallas, fabulosos perdedores como Pablo de Rokha, héroes insoportables como Neruda o megalómanos como Huidobro. Pero también brillan la claridad y precisión de José Santos González Vera, o enfermos de nocturnidad como Pedro Prado.Pero no es un libro académico. Menos un canon. Nada más lejos de sus intenciones. Por el contrario, fue escrito desde la posibilidad de despejar los textos de ese peso –o ese karma: la fijación del papel que cumplen en la pichanga que es nuestra tradición–, de acercarlos al lector común.
Escribirlo me obligó a releer. A comprobar cuántos de los lugares comunes que había aprendido sobrevivían a un examen más atento. Hubo decepciones, sorpresas, descubrimientos, conspiraciones, fanatismos y sospechas. De ahí que el criterio de selección sea tan arbitrario y carezca de cualquier pretensión de construir un canon. Por supuesto, sé que algunas de las obras citadas ni siquiera son libros en el sentido más literal de la palabra. Se trata de fanzines, revistas de cómics underground, manuscritos de dramaturgia. Pero quiero referirme a estos materiales como libros porque eso los dota de cierto espesor dramático que es también un peso literario, un peso que los convierte en algo más que documentos dispersos y secretos de una época determinada. Nada más atractivo que ampliar el mismo concepto de libro en este volumen, trabajando la idea de una biblioteca nacional hecha de objetos heterogéneos y distantes, de caminos contrapuestos, de obras diversas.
En este volumen hay espacio para todo. Caben autores como Juan Emar, con su escritura cargada de mala leche, su humor excéntrico y sus solitarias pretensiones de ser un Breton o un Musil local, que me parecieron ahora tan entrañables y necesarias como antes. Lo mismo puede decirse de Enrique Araya, dueño del humor más filoso y la capacidad para la comedia más desternillante entre todos los autores chilenos. También hay algunas historietas.
La mayoría son brillantes y justificaron con creces su relectura: desde el Von Pilsener de Pedro Subercaseaux hasta esa perfecta novela realista que es el Checho López del olvidado Martín Ramírez, este género secreto y menospreciado viene siendo un reflejo más o menos exacto de los problemas de la cultura chilena en cada momento del que se ocupa. Lo mismo corre para el drama: leer a Juan Radrigán o a Jorge Díaz sigue siendo una experiencia demoledora, tan asombrosa como necesaria.Mención aparte merecen los textos relacionados con la poesía: en cierto modo los mejores novelistas nacionales, sobre todo durante el siglo veinte, han sido sus poetas. Desde el pop perfecto de Pablo Neruda hasta la rabia desmenuzada de De Rokha, pasando por el dandismo de Vicente Huidobro, la desesperanza casi total de Lihn y la soledad mistraliana, los poetas han redactado los apuntes para esa gran novela nacional que nuestros narradores nunca han terminado de escribir.
No hay aquí cien escritores. Ciertos autores se repiten. Esta familia es chica, es un clan. Neruda, Mistral, Lihn o Donoso aparecen reseñados con alguna de sus obras centrales y luego sus textos póstumos o finales. O al revés: me fijé en sus obras de juventud y luego volví sobre sus textos mayores (Droguett), o jugué con el desdoblamiento de poetas y prosistas (Huidobro) o cronistas y novelistas (Edwards Bello, aquella bestia todoterreno de la novela y el periodismo). Esa multiplicación siempre me atrajo; se trata de autores que podían ser dobles o triples agentes de su propia confusión literaria porque borraban con el codo lo que escribían con la mano, mientras multiplicaban sus máscaras para bailar en esa fiesta triste o vertiginosa que es nuestra literatura.
Esa fiesta y este libro se aceleran en la medida que se acercan al presente. No es azaroso: me interesan esas señales de cómo construimos un imaginario diario en las cercanías de esa fecha fatídica, extraña y especular que es el Bicentenario. Mientras más cerca la efeméride, más angustioso, más urgente se vuelve ese discurso. Más intenso. Porque hay una duda ahí, una falencia que Nicanor Parra enunció más que bien y al modo de una boutade hace varias décadas.
Una pregunta que han contestado Lastarria, Droguett, Oyarzún, Donoso, Chihuailaf y gran parte de los autores que aparecen en este libro. Ninguna respuesta ha sido, por cierto, satisfactoria. Es el peso de la noche. O del día. O de la Historia. En ese contexto, me gustaría que este libro ayudara, por un rato, a despejar esa afirmación de Parra: «Creemos ser país/ y la verdad es que somos apenas paisaje».Buen viaje.A.B.
LISTA DE LIBROS RESEÑADOS EN CIEN LIBROS CHILENOS
1. La Araucana, Alonso de Ercilla 2. El cautiverio feliz, Francisco Núñez de Pineda 3. Venida del Mesías en gloria y majestad, Manuel Lacunza 4. Don Guillermo, José Victorino Lastarria 5. Martín Rivas, Alberto Blest Gana 6. Los Lisperguer y la Quintrala, Benjamín Vicuña Mackenna 7. Desde Júpiter, Saint Paul 8. Recuerdos del pasado, Vicente Pérez Rosales 9. Azul, Rubén Darío 10. Sub-Terra, Baldomero Lillo 11. Raza chilena, Nicolás Palacios 12. Von Pilsener, Pedro Subercaseaux 13. Casa grande, Luis Orrego Luco 14. Alma chilena, Carlos Pezoa Véliz 15. El niño que enloqueció de amor, Eduardo Barrios 16. Días de campo, Federico Gana 17. El roto, Joaquín Edwards Bello 18. Desolación, Gabriela Mistral 19. Un juez rural, Pedro Prado 20. Veinte poemas de amor y una canción desesperada, Pablo Neruda 21. Alhué, José Santos González Vera 22. Escritura de Raimundo Contreras, Pablo de Rokha 23. El socio, Jenaro Prieto 24. Altazor, Vicente Huidobro 25. Cagliostro, Vicente Huidobro 26. Antología de la poesía chilena nueva, Volodia Teitelboim & Eduardo Anguita. 27. Diez, Juan Emar 28. La amortajada, María Luisa Bombal 29. Los asesinados del Seguro Obrero, Carlos Droguett 30. El último grumete de la Baquedano, Francisco Coloane31. Papelucho, Marcela Paz32. La luna era mi tierra, Enrique Araya33. Condorito, Pepo34. Hijo de ladrón, Manuel Rojas35. Décimas, Violeta Parra36. Poemas y antipoemas, Nicanor Parra37. Historia personal de la literatura chilena, Alone38. La difícil juventud, Claudio Giaconi39. Yo soy tú, Jorge Délano40. Memorias de un tolstoyano, Fernando Santiván41. Para ángeles y gorriones, Jorge Teillier42. Caballo de copas, Fernando Alegría43. Los altísimos, Hugo Correa44. El cepillo de dientes, Jorge Díaz45. La brecha, Mercedes Valdivieso46. El río, Alfredo Gómez Morel47. El tony chico, Luis Alberto Heiremans48. Patas de perro, Carlos Droguett49. Venus en el pudridero, Eduardo Anguita50. Temas de la cultura chilena, Luis Oyarzún51. Poema de Chile, Gabriela Mistral52. Mampato, Themo Lobos53. El obsceno pájaro de la noche, José Donoso54. Excesos, Mauricio Wacquez55. Palomita blanca, Enrique Lafourcade56. Para leer al Pato Donald, Dorfman & Mattelart57. El ciclista del San Cristóbal, Antonio Skármeta58. Mitópolis, Joaquín Edwards Bello59. El libro blanco del cambio de gobierno en Chile, Gonzalo Vial60. Persona non grata, Jorge Edwards61. Confieso que he vivido, Pablo Neruda62. Tejas Verdes, Hernán Valdés63. La nueva novela, Juan Luis Martínez64. La ciudad, Gonzalo Millán65. A partir de Manhattan, Enrique Lihn66. Purgatorio, Raúl Zurita67. Del espacio de acá, Ronald Kay68. El Incal, Jodorowsky & Moebius69. Hechos consumados, Juan Radrigán70. La cultura huachaca, Pablo Huneeus71. Lumpérica, Diamela Eltit72. De amor y de sombra, Isabel Allende73. Proyecto de obras completas, Rodrigo Lira74. Autobiografía por encargo, Cristián Huneeus75. Los Sea Harrier, Diego Maquieira76. Checho López, Martín Ramírez77. Celos que matan pero no tanto, Teresa Calderón78. Thrash comics 3, Jucca79. Trauko 19, varios autores80. Los zarpazos del Puma, Patricia Verdugo81. La ciudad anterior, Gonzalo Contreras82. Arte marcial, Bruno Vidal83. Roma, la loba, Enrique Lihn84. Poética del cine, Raúl Ruiz85. Por favor, rebobinar, Alberto Fuguet86. Obra completa, Rolando Cárdenas87. Ángeles y solitarios, Ramón Díaz Eterovic88. De sueños azules y contrasueños, Elicura Chihuailaf90. Chile actual: anatomía de un mito, Tomás Moulian89. Conjeturas sobre la memoria de mi tribu, José Donoso91. Memorias prematuras, Rafael Gumucio92. Tengo miedo torero, Pedro Lemebel93. El empampado Riquelme, Francisco Mouat 94. 2666, Roberto Bolaño 95. Lear rey & mendigo, Shakespeare & Parra 96. Harakiri, Claudio Bertoni 97. Narrativa completa, Adolfo Couve 98. La ola muerta, Germán Marín 99. Chao no más, Hervi 100. Ygdrasil, Jorge Baradit
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