ANTONIO BACHILLER Y MORALES
Cubanos ilustres
Antonio Bachiller y Morales
Antonio Bachiller y Morales
por José Martí
La inteligencia es don casual que la Naturaleza, soñolienta a veces, pone en el cráneo de un vil, como pone en un cuerpo de hetaira[1] la hermosura: a muchos hombres se les puede dejar la espalda descubierta de un tirón, y enseñar el letrero que dice claro: "¡hetaira!" El don propio, y medida del mérito, es el carácter, o sea el denuedo para obrar conforme a la virtud, que tiene como enemigos los consejos del mundo y los afectos más poderosos del alma.
Americano apasionado, cronista ejemplar, filólogo experto, arqueólogo famoso, filósofo asiduo, abogado justo, maestro amable, literato diligente, era orgullo de Cuba Bachiller y Morales, y ornato de su raza. Pero más que por aquella laboriosidad pasmosa, clave y auxiliar de todas sus demás virtudes; más que por aquellos anaqueles de saber que hacían de su mente capaz, una como biblioteca alejandrina; más que por aquel candor moral que en tiempos aciagos, y con la bota del amo en la frente, le tuvo entretenido, como en quehacer doméstico, en investigar las curiosidades más recónditas de su Cuba, de su América, y los modos más varios de serles útil; más que por aquella mezcla dichosa de ingenuidad y respeto en la defensa de sus juicios, y por la sencillez e ingenio con que trataba, como a amigos de su corazón, al principiante más terco y al niño más humilde; más que por aquella juventud perenne en que mantuvieron su inteligencia el afán de saber y la limpieza de su vida, fue Bachiller notable porque cuando pudo abandonar a su país o seguirlo en la crisis a que le tenían mal preparado su carácter pacífico, su filosofía generosa, su complacencia en las dignidades, su desconfianza en la empresa, sus hábitos de rico, dejó su casa de mármol con sus fuentes y sus flores, y sus libros, y sin más caudal que su mujer, se vino a vivir con el honor, donde las miradas no saludan, y el sol no calienta a los viejos, y cae la nieve.
Y vivió en estos fríos, sin que la mudanza de fortuna le agriase la mansedumbre, con aquella sanidad ejemplar que le daba fuerza de mente, en su vida de prócer habanero, para acabar traduciendo versos pomposos de Lefranc de Pompignan el día que había empezado cotejando el libro de Horn sobre orígenes de América, con la relación del pobre lego Ramón Pane, escrita por mandado de su señor el almirante; o rematar, en el desahogo del domingo, un estudio sobre los nombres del aje, o la región de los omaguas de casco de oro y peto de algodón, o un comentario sobre lo que dice Moke de la raza pacífica de las Antillas en su Historia de los Pueblos Americanos.
Nueva York mismo, harto ocupada para contesías, le daba puesto de honor en sus academias; y no había asiento más bruñido que el del "caballero cubano", en la biblioteca de Astor; porque de otra cosa no muestra vanidad, pero sí de que sepan cómo estuvo en la biblioteca "por última vez en tal día".
Pero lo que enamoraba de él era aquel carácter jovial y sencillo, a que la muerte de sus hijos dio ya, al medio de la vida, la sazón de la tristeza, más no el ceño que en almas menos bellas pone la desgracia. Con saber tanto, jamás pedanteaba; ni se ponía como otros, donde le oyesen, así como sin querer, las novedades que acaba de entresacar de este o aquel libro, o componer, con cierto aire que parezca desorfen, en la soledad de la alcoba literaria; ni era escritor femenil, celoso y turbulento, que va dejando caer por donde pasa piedras envueltas en papeles de colores, de modo que llamen la atención, sobre la fama del que con su valer le mueve a envidia; sino que fue, en la amistad como en la cátedra, hombre natural, que decía lo que pensaba con llaneza, sin esconder la sabiduría, que era mucha para escondida, ni ponerla a toda hora por delante; y gozaba como si le reconocieran el suyo, cuando hallaba un mérito nuevo que admirar. Y en las cosas del decoro, mucho más meritorias y difíciles que las de la palabra, no iba él, que sabía harto del mundo, censurando a los caídos y a los flojos; más no era de los que creen todo permisible, hasta la vileza, si se la puede esconder bien, hasta el crimen de los crímenes, que es disfrazar la vileza de virtud, con tal de adelantar en los bienes del mundo y preponderar sobre sus rivales. El amaba el bienestar, y supo procurárselo con las artes lícitas y concesiones prudentes de la vida; pero donde su fuero de hombre podía sufrir merma, o le querían sofocar la opinión libre, o le lastimaban en algo su corazón cubano, aquel jurista tímido tenía bravura de tribuno, y era como los de Flandes, que antes que abjurar de su pensamiento querían que se les pegase la lengua al paladar. El fue tipo ejemplar de aquellos próceres cubanos, que lo eran por su amor al derecho y a su pasión por el bien del infeliz; a tan de adentro traían, como fósforo del hueso y glóbulo de la sangre, el cariño a la patria, que era como sajarles en la carne viva, o poner manos en la mano de su corazón el atentar a aquella a quien, con fe de caballeros, habían jurado en pago de la vida, purísima ternura. Con ella se iban a la desdicha: por ella se sofocaban en el pecho el ardor generoso: por ella pedían a la naturaleza una mejilla más para ofrecérsela al tirano. Para ella viven, y con ella resplandecen. Con ella y con América.
El Avisador Hispano-americano, 24 de enero de 1889.
La inteligencia es don casual que la Naturaleza, soñolienta a veces, pone en el cráneo de un vil, como pone en un cuerpo de hetaira[1] la hermosura: a muchos hombres se les puede dejar la espalda descubierta de un tirón, y enseñar el letrero que dice claro: "¡hetaira!" El don propio, y medida del mérito, es el carácter, o sea el denuedo para obrar conforme a la virtud, que tiene como enemigos los consejos del mundo y los afectos más poderosos del alma.
Americano apasionado, cronista ejemplar, filólogo experto, arqueólogo famoso, filósofo asiduo, abogado justo, maestro amable, literato diligente, era orgullo de Cuba Bachiller y Morales, y ornato de su raza. Pero más que por aquella laboriosidad pasmosa, clave y auxiliar de todas sus demás virtudes; más que por aquellos anaqueles de saber que hacían de su mente capaz, una como biblioteca alejandrina; más que por aquel candor moral que en tiempos aciagos, y con la bota del amo en la frente, le tuvo entretenido, como en quehacer doméstico, en investigar las curiosidades más recónditas de su Cuba, de su América, y los modos más varios de serles útil; más que por aquella mezcla dichosa de ingenuidad y respeto en la defensa de sus juicios, y por la sencillez e ingenio con que trataba, como a amigos de su corazón, al principiante más terco y al niño más humilde; más que por aquella juventud perenne en que mantuvieron su inteligencia el afán de saber y la limpieza de su vida, fue Bachiller notable porque cuando pudo abandonar a su país o seguirlo en la crisis a que le tenían mal preparado su carácter pacífico, su filosofía generosa, su complacencia en las dignidades, su desconfianza en la empresa, sus hábitos de rico, dejó su casa de mármol con sus fuentes y sus flores, y sus libros, y sin más caudal que su mujer, se vino a vivir con el honor, donde las miradas no saludan, y el sol no calienta a los viejos, y cae la nieve.
Y vivió en estos fríos, sin que la mudanza de fortuna le agriase la mansedumbre, con aquella sanidad ejemplar que le daba fuerza de mente, en su vida de prócer habanero, para acabar traduciendo versos pomposos de Lefranc de Pompignan el día que había empezado cotejando el libro de Horn sobre orígenes de América, con la relación del pobre lego Ramón Pane, escrita por mandado de su señor el almirante; o rematar, en el desahogo del domingo, un estudio sobre los nombres del aje, o la región de los omaguas de casco de oro y peto de algodón, o un comentario sobre lo que dice Moke de la raza pacífica de las Antillas en su Historia de los Pueblos Americanos.
Nueva York mismo, harto ocupada para contesías, le daba puesto de honor en sus academias; y no había asiento más bruñido que el del "caballero cubano", en la biblioteca de Astor; porque de otra cosa no muestra vanidad, pero sí de que sepan cómo estuvo en la biblioteca "por última vez en tal día".
Pero lo que enamoraba de él era aquel carácter jovial y sencillo, a que la muerte de sus hijos dio ya, al medio de la vida, la sazón de la tristeza, más no el ceño que en almas menos bellas pone la desgracia. Con saber tanto, jamás pedanteaba; ni se ponía como otros, donde le oyesen, así como sin querer, las novedades que acaba de entresacar de este o aquel libro, o componer, con cierto aire que parezca desorfen, en la soledad de la alcoba literaria; ni era escritor femenil, celoso y turbulento, que va dejando caer por donde pasa piedras envueltas en papeles de colores, de modo que llamen la atención, sobre la fama del que con su valer le mueve a envidia; sino que fue, en la amistad como en la cátedra, hombre natural, que decía lo que pensaba con llaneza, sin esconder la sabiduría, que era mucha para escondida, ni ponerla a toda hora por delante; y gozaba como si le reconocieran el suyo, cuando hallaba un mérito nuevo que admirar. Y en las cosas del decoro, mucho más meritorias y difíciles que las de la palabra, no iba él, que sabía harto del mundo, censurando a los caídos y a los flojos; más no era de los que creen todo permisible, hasta la vileza, si se la puede esconder bien, hasta el crimen de los crímenes, que es disfrazar la vileza de virtud, con tal de adelantar en los bienes del mundo y preponderar sobre sus rivales. El amaba el bienestar, y supo procurárselo con las artes lícitas y concesiones prudentes de la vida; pero donde su fuero de hombre podía sufrir merma, o le querían sofocar la opinión libre, o le lastimaban en algo su corazón cubano, aquel jurista tímido tenía bravura de tribuno, y era como los de Flandes, que antes que abjurar de su pensamiento querían que se les pegase la lengua al paladar. El fue tipo ejemplar de aquellos próceres cubanos, que lo eran por su amor al derecho y a su pasión por el bien del infeliz; a tan de adentro traían, como fósforo del hueso y glóbulo de la sangre, el cariño a la patria, que era como sajarles en la carne viva, o poner manos en la mano de su corazón el atentar a aquella a quien, con fe de caballeros, habían jurado en pago de la vida, purísima ternura. Con ella se iban a la desdicha: por ella se sofocaban en el pecho el ardor generoso: por ella pedían a la naturaleza una mejilla más para ofrecérsela al tirano. Para ella viven, y con ella resplandecen. Con ella y con América.
El Avisador Hispano-americano, 24 de enero de 1889.
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