NUESTROS CONSOCIOS OPINAN: NURIELDÍN HERMOSILLA
Entrevista
El Mercurio Domingo 06 de Julio de 2008
Nurieldín Hermosilla, descubridor del “Álbum de Isla Negra”
Pedro Pablo Guerrero
En el mundo de los bibliófilos y coleccionistas chilenos, el abogado Nurieldín Hermosilla tiene fama de ser uno de los más exigentes y especializados. Propietario de una colección que supera las 900 piezas, entre libros y documentos relacionados con Neruda, cualquier librero o anticuario sabe a quién dirigirse cuando llega a sus manos un objeto nerudiano. Los especialistas son pocos, todos se conocen y actúan como una verdadera red, intercambiando datos según sus particulares intereses.
Pedro Pablo Guerrero
En el mundo de los bibliófilos y coleccionistas chilenos, el abogado Nurieldín Hermosilla tiene fama de ser uno de los más exigentes y especializados. Propietario de una colección que supera las 900 piezas, entre libros y documentos relacionados con Neruda, cualquier librero o anticuario sabe a quién dirigirse cuando llega a sus manos un objeto nerudiano. Los especialistas son pocos, todos se conocen y actúan como una verdadera red, intercambiando datos según sus particulares intereses.
Con genuino entusiasmo y sentido del suspenso, Nurieldín Hermosilla saca de una caja fuerte la adquisición más importante que ha realizado en el último tiempo: un antiguo álbum de postales con tapas en sobrerrelieve a la moda jungstil (art deco) sobre la cual se puede leer, en alemán, “Postkarten-Album”. En lugar de postales o fotos, catorce de sus páginas (todas con sus correspondientes ranuras) están escritas a mano por Neruda con tinta verde. Es un conjunto de poemas que, agrupados bajo el título de “Álbum de Isla Negra”, fechado por el propio autor en 1969, le dedica a Alicia Urrutia, sobrina de su esposa Matilde, acogida junto a su pequeña hija Rosario en la casa de Isla Negra a comienzos de los sesenta.
Considerada el último amor del poeta, Alicia Urrutia es una incógnita acorazada en el silencio que mantiene hasta hoy en algún rincón de Arica. En sus libros, Jorge Edwards, Volodia Teitelboim, Enrique Lafourcade e Inés María Cardone han intentado hacer un poco de luz sobre aquella mujer joven, de cuerpo atractivo, tímida, callada, casi invisible, que se ocupaba de las tareas domésticas y hacía trabajos de costura para su tía. Por lo menos hasta 1970, año en que Matilde los sorprendió in fraganti, Alicia fue la amante del poeta y sería también la musa que figura, con el nombre de Rosía, en su libro La espada encendida (1970), título adoptado de La Biblia, en la versión de Casiodoro de Reina (1569). Hermosilla también conserva el ejemplar publicado por Ediciones Sociedades Bíblicas en América Latina que perteneció a Neruda. En él están el timbre inconfundible del pez encerrado en una esfera armilar, la firma del poeta y un pasaje del Génesis marcado en tinta verde: “Echó, pues, fuera al hombre, y puso al oriente del huerto del Edén querubines, y la espada encendida que se revolvía por todos lados, para guardar el camino del árbol de la vida”.
En el “Club de Tobi” —como llama al anexo de su enorme y nerudiana casa en El Arrayán— donde hay una mesa de billar acorralada por cuadros, esculturas y libros, Hermosilla se explaya sobre las implicaciones y circunstancias que rodean la aparición del manuscrito.—¿Cómo se enteró de que había un álbum de Neruda en venta?—Por un librero del centro, muy conocido y serio, especializado en poesía chilena. A su local llegó el año pasado una persona. Le prestó por dos horas este libro para que lo revisara y decidiera si le interesaba o no. Costaba una suma alta, según me contó, aunque nunca me dijo lo que pagó por él. Me llamó por teléfono y llegó a mi oficina con el libro. Me dijo: “Don Nuri, yo creo que esto es una joyita, pero no tengo idea quién es la persona que me lo ofrece ni quién es esta Alicia”. El tipo que se lo llevó sabía lo que valía, porque le hizo gran alharaca. Era una persona de unos sesenta años, de bigote, canoso, correctamente vestido, de corbata, que no quiso identificarse.
—¿Cuánto pagó usted por él?—El librero me cobró el doble de lo que había pagado, pero le conseguí una rebaja y, lo más importante, facilidades de pago, porque era una suma muy alta.
—¿Más de seis cifras?—Más. Pero a cierta edad uno empieza a hacer las cosas que siempre quiso. Esto sucede especialmente con los viciosos del coleccionismo, como nosotros. Este libro no se va de aquí, me dije. No tenía alternativa, le iba a pagar lo que me pidiera. Yo encuentro que no hay un precio real para algo así.—¿Cómo sabe que no es una falsificación? —No hay ninguna posibilidad. Siempre me fijo en la “P” de Pablo: es muy difícil hacerla. Corresponde todo: caligrafía, estilo, sistema. El libro descansa en estos poemillas que son típicas cosas de Neruda y de sus álbumes. Yo tengo cuatro de los cinco que al parecer hizo: Java, Nyon, Terusa e Isla Negra. Sólo me falta el de Capri, que, me parece, está en la Fundación.
—¿Tenía antecedentes de la existencia de un “Álbum de Isla Negra”?—No. Se desconocía absolutamente. Yo les he preguntado a las personas más relacionadas con Neruda en esa época y nadie tenía la menor idea. Todos suponen que esto tiene que haberlo traído la propia Alicia cuando anduvo por Isla Negra el año pasado. Creo que ella se decidió a confirmar su amor con Neruda y puso a la venta este libro para legitimarse y terminar con el mito. El Álbum es una directa y definitiva comprobación, desde la pluma del poeta, de sus amores con Alicia. Ella en el libro no habla, no escribe, no existe, ni ha existido, es la enamorada silenciosa y oculta, la habitante del jardín del poeta “donde sólo llega tu sombra”, la de ella, a quien Neruda le dice “yo colecciono tus lágrimas”. Todo dentro del romanticismo pleno de felicidad y tragedia.
—¿Qué imagen de Alicia percibe usted en este libro?—Es su “compañera del cielo”, la que lo convierte en “ola estrellada”, pero que al mismo tiempo lo hace grabar su nombre en un “trozo de corteza que sacó del árbol del olvido”. Esto muestra “frustraciones del tiempo propias de la vida que se aleja”, y que resume en los versos finales: “Aquí guardo… el naufragio… repetido… de mis sueños”.
—¿Cuál cree que fue la intención de Neruda al dedicarle este libro a Alicia?—Este Álbum no es un “lamento de solitario”, como escribió Neruda en su prólogo de Canción de Gesta, sino un mensaje, un regalo, un objeto material poético confeccionado para consolarla, para que lo recuerde, porque no fructifica la esperada reciprocidad amorosa. Lo más probable es que este Álbum sea el resultado de una decisión muy firme de Neruda, en el sentido de usar todos los momentos, pero cercado por las circunstancias de vida clandestina, secreta. Finalmente no ha decidido dar el gran salto que a lo mejor ni ella pedía. Cambia el escenario usando el silencio, aun cuando con certeza debiera seguir correspondencia. Sería muy valioso que Alicia hiciera pública esas cartas de que nos habla Edwards, que deben ser posteriores a 1969. De todos modos, ciertos versos son premonitorios de los días finales que el poeta ya intuye cercanos.
—¿Por qué no se decide a dar ese gran salto?—Mi opinión, no sustentada sino presumida, es que Neruda no es capaz de romper con Matilde y salir a volar con Alicia, quizás porque todavía está muy ligado a Matilde o porque el amor por esta niña no alcanza a tapar el déficit de la relación. Por su formación, por su manera de ser, por su carácter, ella es todo lo contrario de Matilde. Neruda necesitaba a una mujer fuerte que lo manejara, una administradora del castillo personal en que pasó sus últimos años. Matilde se transformó en su verdadera guardia de corps. Era muy celosa, y con razón, porque las mujeres lo acosaban. Pero yo creo que Matilde, con su actitud emperrada, también produjo un alejamiento de personas que eran amigas sinceras de Neruda, incluyendo a parientes. —Más allá de lo testimonial, ¿qué valor literario le asigna a este álbum?—Es una obra en que lo seriamente literario parece quedar fuera, y sin embargo es dulce, suave, a veces trágicamente triste, como sus versos finales, una transmisión tácita de dulzura en que los silencios son el mensaje. Es notable que a los 65 años, Neruda viva un renacimiento y logre traducir estos juegos amorosos post adolescencia en poesía fresca, juvenil, sin arrepentimiento ni vergüenza, cuando “en esta danza de los días la vida se aleja de mi propia vida”, como escribe. Siempre hay un dejo de nostalgia, de tristeza, algo tanguera tal vez.
Considerada el último amor del poeta, Alicia Urrutia es una incógnita acorazada en el silencio que mantiene hasta hoy en algún rincón de Arica. En sus libros, Jorge Edwards, Volodia Teitelboim, Enrique Lafourcade e Inés María Cardone han intentado hacer un poco de luz sobre aquella mujer joven, de cuerpo atractivo, tímida, callada, casi invisible, que se ocupaba de las tareas domésticas y hacía trabajos de costura para su tía. Por lo menos hasta 1970, año en que Matilde los sorprendió in fraganti, Alicia fue la amante del poeta y sería también la musa que figura, con el nombre de Rosía, en su libro La espada encendida (1970), título adoptado de La Biblia, en la versión de Casiodoro de Reina (1569). Hermosilla también conserva el ejemplar publicado por Ediciones Sociedades Bíblicas en América Latina que perteneció a Neruda. En él están el timbre inconfundible del pez encerrado en una esfera armilar, la firma del poeta y un pasaje del Génesis marcado en tinta verde: “Echó, pues, fuera al hombre, y puso al oriente del huerto del Edén querubines, y la espada encendida que se revolvía por todos lados, para guardar el camino del árbol de la vida”.
En el “Club de Tobi” —como llama al anexo de su enorme y nerudiana casa en El Arrayán— donde hay una mesa de billar acorralada por cuadros, esculturas y libros, Hermosilla se explaya sobre las implicaciones y circunstancias que rodean la aparición del manuscrito.—¿Cómo se enteró de que había un álbum de Neruda en venta?—Por un librero del centro, muy conocido y serio, especializado en poesía chilena. A su local llegó el año pasado una persona. Le prestó por dos horas este libro para que lo revisara y decidiera si le interesaba o no. Costaba una suma alta, según me contó, aunque nunca me dijo lo que pagó por él. Me llamó por teléfono y llegó a mi oficina con el libro. Me dijo: “Don Nuri, yo creo que esto es una joyita, pero no tengo idea quién es la persona que me lo ofrece ni quién es esta Alicia”. El tipo que se lo llevó sabía lo que valía, porque le hizo gran alharaca. Era una persona de unos sesenta años, de bigote, canoso, correctamente vestido, de corbata, que no quiso identificarse.
—¿Cuánto pagó usted por él?—El librero me cobró el doble de lo que había pagado, pero le conseguí una rebaja y, lo más importante, facilidades de pago, porque era una suma muy alta.
—¿Más de seis cifras?—Más. Pero a cierta edad uno empieza a hacer las cosas que siempre quiso. Esto sucede especialmente con los viciosos del coleccionismo, como nosotros. Este libro no se va de aquí, me dije. No tenía alternativa, le iba a pagar lo que me pidiera. Yo encuentro que no hay un precio real para algo así.—¿Cómo sabe que no es una falsificación? —No hay ninguna posibilidad. Siempre me fijo en la “P” de Pablo: es muy difícil hacerla. Corresponde todo: caligrafía, estilo, sistema. El libro descansa en estos poemillas que son típicas cosas de Neruda y de sus álbumes. Yo tengo cuatro de los cinco que al parecer hizo: Java, Nyon, Terusa e Isla Negra. Sólo me falta el de Capri, que, me parece, está en la Fundación.
—¿Tenía antecedentes de la existencia de un “Álbum de Isla Negra”?—No. Se desconocía absolutamente. Yo les he preguntado a las personas más relacionadas con Neruda en esa época y nadie tenía la menor idea. Todos suponen que esto tiene que haberlo traído la propia Alicia cuando anduvo por Isla Negra el año pasado. Creo que ella se decidió a confirmar su amor con Neruda y puso a la venta este libro para legitimarse y terminar con el mito. El Álbum es una directa y definitiva comprobación, desde la pluma del poeta, de sus amores con Alicia. Ella en el libro no habla, no escribe, no existe, ni ha existido, es la enamorada silenciosa y oculta, la habitante del jardín del poeta “donde sólo llega tu sombra”, la de ella, a quien Neruda le dice “yo colecciono tus lágrimas”. Todo dentro del romanticismo pleno de felicidad y tragedia.
—¿Qué imagen de Alicia percibe usted en este libro?—Es su “compañera del cielo”, la que lo convierte en “ola estrellada”, pero que al mismo tiempo lo hace grabar su nombre en un “trozo de corteza que sacó del árbol del olvido”. Esto muestra “frustraciones del tiempo propias de la vida que se aleja”, y que resume en los versos finales: “Aquí guardo… el naufragio… repetido… de mis sueños”.
—¿Cuál cree que fue la intención de Neruda al dedicarle este libro a Alicia?—Este Álbum no es un “lamento de solitario”, como escribió Neruda en su prólogo de Canción de Gesta, sino un mensaje, un regalo, un objeto material poético confeccionado para consolarla, para que lo recuerde, porque no fructifica la esperada reciprocidad amorosa. Lo más probable es que este Álbum sea el resultado de una decisión muy firme de Neruda, en el sentido de usar todos los momentos, pero cercado por las circunstancias de vida clandestina, secreta. Finalmente no ha decidido dar el gran salto que a lo mejor ni ella pedía. Cambia el escenario usando el silencio, aun cuando con certeza debiera seguir correspondencia. Sería muy valioso que Alicia hiciera pública esas cartas de que nos habla Edwards, que deben ser posteriores a 1969. De todos modos, ciertos versos son premonitorios de los días finales que el poeta ya intuye cercanos.
—¿Por qué no se decide a dar ese gran salto?—Mi opinión, no sustentada sino presumida, es que Neruda no es capaz de romper con Matilde y salir a volar con Alicia, quizás porque todavía está muy ligado a Matilde o porque el amor por esta niña no alcanza a tapar el déficit de la relación. Por su formación, por su manera de ser, por su carácter, ella es todo lo contrario de Matilde. Neruda necesitaba a una mujer fuerte que lo manejara, una administradora del castillo personal en que pasó sus últimos años. Matilde se transformó en su verdadera guardia de corps. Era muy celosa, y con razón, porque las mujeres lo acosaban. Pero yo creo que Matilde, con su actitud emperrada, también produjo un alejamiento de personas que eran amigas sinceras de Neruda, incluyendo a parientes. —Más allá de lo testimonial, ¿qué valor literario le asigna a este álbum?—Es una obra en que lo seriamente literario parece quedar fuera, y sin embargo es dulce, suave, a veces trágicamente triste, como sus versos finales, una transmisión tácita de dulzura en que los silencios son el mensaje. Es notable que a los 65 años, Neruda viva un renacimiento y logre traducir estos juegos amorosos post adolescencia en poesía fresca, juvenil, sin arrepentimiento ni vergüenza, cuando “en esta danza de los días la vida se aleja de mi propia vida”, como escribe. Siempre hay un dejo de nostalgia, de tristeza, algo tanguera tal vez.
Pablo y Alicia
Hernán Loyola
Hay sectores de la prensa y de la TV chilenas que desde hace años intentan la plena incorporación de la figura de Alicia Urrutia al folklore nerudiano, asignándole en la vida del poeta, quieras o no, el rol de una Josie Bliss otoñal, de una pantera de Coihueco tardíamente trasplantada a Isla Negra. Que yo sepa, hasta ahora los resultados han sido muy modestos porque Alicia no ha “colaborado”, defendiendo en cambio, con irreductible dignidad, la memoria privada y personal (la justa privacy) de la relación que vivió con Neruda. Lo cual, a mi entender, habla muy bien de la autenticidad de sus sentimientos y, a la vez, de su respeto a sí misma.
Así sucedió también con el joven Neruda. Su poema “Tango del viudo” fue escrito en Calcuta, 1928, y “Josie Bliss” en Madrid, 1935, sin que nadie (aparte de Tomás Lago y algún otro amigo íntimo del poeta) estableciera una relación entre ambos textos, simplemente porque Neruda no hizo público el trasfondo autobiográfico que los unía sino en 1962, en sus crónicas para la revista O Cruzeiro Internacional. Esto significa que durante más de 30 años “Tango del viudo” fue leído y admirado al margen del folklore de la pantera birmana. Desde el punto de vista de los mass media actuales, una gran telenovela perdida.
Peor aún, la persecución unilateral (por no decir obsesiva) de los detalles eróticos “para la galería” ha obstaculizado en ambos casos (Josie y Alicia) la verdadera lectura del acontecer pasional, o sea, de lo biográfico, al proyectarse a los poemas. Josie Bliss fue la primera mujer con quien Neruda convivió establemente (si bien por pocos meses). Su maestría en las artes amatorias orientales no habría tenido tan duradero efecto en la memoria y en los textos de Neruda (habría sido sólo una amante más en su lista) sin su concomitante maestría en las artes culinarias y caseras. Viviendo con ella el cónsul-poeta descubrió su lado “convencional” de buen chileno medio y su bien poco original aspiración a una mujer doblemente sabia, en la cama y en la cocina. Por eso la llama “mi esposa birmana”.Pero esta exitosa dualidad de la experiencia la hizo fuerte al punto de determinar en Neruda la revisión o crítica del fundamento de su poesía anterior (los sueños y la imaginería conexa al Sur de la infancia) en favor de otro fundamento con los pies en la tierra, conexo a la circunstancia que vivía en Rangún. En breve: por extraño que parezca, a Josie Bliss debemos el título Residencia en la tierra que Neruda inventó a mediados de 1928 (en el culmen de la convivencia) para la importante compilación de poemas en que estaba trabajando. Y le debemos en buena parte el desarrollo sucesivo del libro, que no por casualidad se cierra en 1935 con un poema titulado precisamente “Josie Bliss”.
Simetrías y diferencias con Josie Bliss
La experiencia vivida con Alicia alcanza una proyección textual en cierto modo simétrica y de opuesto significado. Dejo de lado el anecdotario, ya bien conocido a través de Jorge Edwards, de Volodia Teitelboim y en particular de Enrique Lafourcade con su libro Neruda en el país de las maravillas (1994). Me interesa señalar, en cambio, que entre 1964 y 1968 la “residencia en la tierra” de Neruda atraviesa una fuerte crisis marcada por las sucesivas casi llegadas al Premio Nobel (por entonces el importante rol de la CIA en esos fracasos era sólo una suposición); por la carta abierta del gobierno cubano (1966); por la conexa crítica con que lo asedian el MIR y la ultraizquierda en general, sumándose al silencio hostil de que es objeto su poesía por parte de la prensa de derecha en Chile; por los tanques soviéticos en Praga (1968); y en lo personal por un enfriamiento (sucesivo al matrimonio, 1966) de su relación con esa cumplida y mejorada versión de Josie Bliss que fue Matilde (incluyendo las furias) y por la aparición de los primeros signos de una amenazante enfermedad.
Los libros de la crisis son Las manos del día (1968) y Fin de mundo (1969). Pero Neruda no se rinde: busca superarla y renacer. Lo ayudarán dos factores concomitantes y sólo en apariencia contradictorios: su secreto enamoramiento con Alicia y su candidatura comunista a la presidencia de Chile. Los libros del renacer: uno de título explícito, Aún (1969), y La espada encendida (1970). Este último es por un lado la metáfora lírico-narrativa del triángulo Pablo-Alicia-Matilde en clave mítica (Rhodo, el patriarca de 130 años; Rosía, la doncella sin edad; el Volcán implacable). Por otro lado el libro supone la suspensión de la “residencia en la tierra”, o sea de la historia, para reencontrarla atravesando el territorio del mito bíblico-patagónico, con movimiento contrario al de “Alturas de Macchu Picchu” (1946), donde el mito prehispánico transitaba hacia la historia con un poeta también renaciente: “Sube a nacer conmigo, hermano”.
Para resumir la compleja relación de Alicia Urrutia con la poesía de Neruda (y no sólo con el hombre), concluyo citando al eminente Alain Sicard: “El interés de La espada encendida está en que muestra, mejor que ningún otro libro de Neruda, cómo las certezas de la historia emprenden los difíciles caminos de la experiencia personal, manteniendo con ésta un constante intercambio dialéctico en medio del cual está situada la concepción nerudiana del amor”.
Hernán Loyola
Hay sectores de la prensa y de la TV chilenas que desde hace años intentan la plena incorporación de la figura de Alicia Urrutia al folklore nerudiano, asignándole en la vida del poeta, quieras o no, el rol de una Josie Bliss otoñal, de una pantera de Coihueco tardíamente trasplantada a Isla Negra. Que yo sepa, hasta ahora los resultados han sido muy modestos porque Alicia no ha “colaborado”, defendiendo en cambio, con irreductible dignidad, la memoria privada y personal (la justa privacy) de la relación que vivió con Neruda. Lo cual, a mi entender, habla muy bien de la autenticidad de sus sentimientos y, a la vez, de su respeto a sí misma.
Así sucedió también con el joven Neruda. Su poema “Tango del viudo” fue escrito en Calcuta, 1928, y “Josie Bliss” en Madrid, 1935, sin que nadie (aparte de Tomás Lago y algún otro amigo íntimo del poeta) estableciera una relación entre ambos textos, simplemente porque Neruda no hizo público el trasfondo autobiográfico que los unía sino en 1962, en sus crónicas para la revista O Cruzeiro Internacional. Esto significa que durante más de 30 años “Tango del viudo” fue leído y admirado al margen del folklore de la pantera birmana. Desde el punto de vista de los mass media actuales, una gran telenovela perdida.
Peor aún, la persecución unilateral (por no decir obsesiva) de los detalles eróticos “para la galería” ha obstaculizado en ambos casos (Josie y Alicia) la verdadera lectura del acontecer pasional, o sea, de lo biográfico, al proyectarse a los poemas. Josie Bliss fue la primera mujer con quien Neruda convivió establemente (si bien por pocos meses). Su maestría en las artes amatorias orientales no habría tenido tan duradero efecto en la memoria y en los textos de Neruda (habría sido sólo una amante más en su lista) sin su concomitante maestría en las artes culinarias y caseras. Viviendo con ella el cónsul-poeta descubrió su lado “convencional” de buen chileno medio y su bien poco original aspiración a una mujer doblemente sabia, en la cama y en la cocina. Por eso la llama “mi esposa birmana”.Pero esta exitosa dualidad de la experiencia la hizo fuerte al punto de determinar en Neruda la revisión o crítica del fundamento de su poesía anterior (los sueños y la imaginería conexa al Sur de la infancia) en favor de otro fundamento con los pies en la tierra, conexo a la circunstancia que vivía en Rangún. En breve: por extraño que parezca, a Josie Bliss debemos el título Residencia en la tierra que Neruda inventó a mediados de 1928 (en el culmen de la convivencia) para la importante compilación de poemas en que estaba trabajando. Y le debemos en buena parte el desarrollo sucesivo del libro, que no por casualidad se cierra en 1935 con un poema titulado precisamente “Josie Bliss”.
Simetrías y diferencias con Josie Bliss
La experiencia vivida con Alicia alcanza una proyección textual en cierto modo simétrica y de opuesto significado. Dejo de lado el anecdotario, ya bien conocido a través de Jorge Edwards, de Volodia Teitelboim y en particular de Enrique Lafourcade con su libro Neruda en el país de las maravillas (1994). Me interesa señalar, en cambio, que entre 1964 y 1968 la “residencia en la tierra” de Neruda atraviesa una fuerte crisis marcada por las sucesivas casi llegadas al Premio Nobel (por entonces el importante rol de la CIA en esos fracasos era sólo una suposición); por la carta abierta del gobierno cubano (1966); por la conexa crítica con que lo asedian el MIR y la ultraizquierda en general, sumándose al silencio hostil de que es objeto su poesía por parte de la prensa de derecha en Chile; por los tanques soviéticos en Praga (1968); y en lo personal por un enfriamiento (sucesivo al matrimonio, 1966) de su relación con esa cumplida y mejorada versión de Josie Bliss que fue Matilde (incluyendo las furias) y por la aparición de los primeros signos de una amenazante enfermedad.
Los libros de la crisis son Las manos del día (1968) y Fin de mundo (1969). Pero Neruda no se rinde: busca superarla y renacer. Lo ayudarán dos factores concomitantes y sólo en apariencia contradictorios: su secreto enamoramiento con Alicia y su candidatura comunista a la presidencia de Chile. Los libros del renacer: uno de título explícito, Aún (1969), y La espada encendida (1970). Este último es por un lado la metáfora lírico-narrativa del triángulo Pablo-Alicia-Matilde en clave mítica (Rhodo, el patriarca de 130 años; Rosía, la doncella sin edad; el Volcán implacable). Por otro lado el libro supone la suspensión de la “residencia en la tierra”, o sea de la historia, para reencontrarla atravesando el territorio del mito bíblico-patagónico, con movimiento contrario al de “Alturas de Macchu Picchu” (1946), donde el mito prehispánico transitaba hacia la historia con un poeta también renaciente: “Sube a nacer conmigo, hermano”.
Para resumir la compleja relación de Alicia Urrutia con la poesía de Neruda (y no sólo con el hombre), concluyo citando al eminente Alain Sicard: “El interés de La espada encendida está en que muestra, mejor que ningún otro libro de Neruda, cómo las certezas de la historia emprenden los difíciles caminos de la experiencia personal, manteniendo con ésta un constante intercambio dialéctico en medio del cual está situada la concepción nerudiana del amor”.
La residencia en Argüelles
Bernardo Reyes
Rodolfo Reyes no entendía cómo era que en la extensión de un fundo podía caber una ciudad entera. Hombre de silvestre inocencia, conectado indisolublemente al lenguaje de la foresta y la lluvia del sur, solía buscar a su hermano menor, perdido en alguna pensión de mala muerte de la urbe doblegada por el invierno.
Eran viajes esporádicos, en días desencantados en la vida de los hermanos: a la golpiza paterna, por el descaro de pretender ser becado por el Conservatorio de Música de Santiago, en atención a su voz esplendente, se sumaba la suspensión de ayuda económica a Neruda por el desatino de su deserción a los estudios de Pedagogía en Francés, en aras de su vocación poética: don José del Carmen, el padre brusco —como lo definiera eufemísticamente el poeta—, deseaba hombres productivos, y no artistas viciosos y libertinos.
Rodolfo se alojaba donde Orlando Mason, el hermanastro no reconocido de ambos, fundador del diario “La Mañana” de Temuco y poeta. Desde esa casa salían los hermanos a recorrer la noche de Santiago, cuando la bohemia artística era habitada por ciertos hijos pródigos del infierno y la esperanza.Sabido es que la generación del 20 fue diezmada por el alcohol y la morfina. Jorge Edwards, en su última novela, añade fumaderos de opio santiaguinos a la escena.
Las calles olían al gas del alumbrado, y pasado el atardecer, un efluvio de tabaco y tango señalaba el sendero hasta el mundo chambreado del sueño. Rodolfo regresaba al sur enamorado de buenas samaritanas, quienes transmutaban lágrimas en carcajadas, en esos antros generosos de calle Eyzaguirre, o de Bandera, o San Pablo.
Era el mundo de El habitante y su esperanza, antes de ser escrito, y antes de la partida de Neftalí a los paupérrimos consulados de Oriente, verdadera salvada de los excesos que a muchos llevó volando a la tumba, parafraseando sin rigor al poeta en su elegía al autoinmolado compañero de juergas, Alberto Rojas Jiménez.
Ya por esos días varios de los poemas de Residencia en la tierra habían sido publicados, y presumimos que la mayor parte de las primeras versiones del resto de los poemas ya existían.
La presencia silenciosa de Rodolfo en Santiago no es mencionada en las múltiples biografías del poeta.Para ser sinceros, casi siempre la vida familiar de Pablo Neruda ha sido omitida, salvo cuando es útil a las particulares convicciones de biógrafos, más empeñados en difundir su propia interpretación que una mirada objetiva. O como señaló Manuel Vázquez Montalbán refiriéndose a un infalible nerudiano, que se encaramó a los hombros del poeta para que lo vieran de más lejos.
Una figura impoluta, no relacionada con una familia pobre del sur, en la que el discurso revolucionario es una suerte de excentricidad, más que convicciones éticas, es por cierto funcional. Sobre todo a los requerimientos del merchandising interesado en difundir una imagen domesticada e inocua del poeta. En calle Maturana, cerca del Instituto Pedagógico, Rodolfo y Neftalí trepaban por alguna ventana de la casa de Orlando Mason, a horas imprudentes.
Repuestos ya de la resaca, Rodolfo tomaba el tren de retorno a Temuco. Neftalí lo hacía a una miserable pensión en calle Argüelles, primera pieza independiente alquilada por el poeta, ensoberbecido de su independencia y su pereza.
Pablo movía la cabeza recordando cuando Rodolfo le hablaba de cubrir en bicicleta el tramo Temuco-Valparaíso, cuando la carretera aún no se construía. Rodolfo miraba comprensivamente desde la ventana del vagón a su hermano empeñado en irse a Oriente. Cuando se abrazaron en el andén de la Estación Central, aún no sabían que ambos darían cumplimiento a sus sueños.
Bernardo Reyes
Rodolfo Reyes no entendía cómo era que en la extensión de un fundo podía caber una ciudad entera. Hombre de silvestre inocencia, conectado indisolublemente al lenguaje de la foresta y la lluvia del sur, solía buscar a su hermano menor, perdido en alguna pensión de mala muerte de la urbe doblegada por el invierno.
Eran viajes esporádicos, en días desencantados en la vida de los hermanos: a la golpiza paterna, por el descaro de pretender ser becado por el Conservatorio de Música de Santiago, en atención a su voz esplendente, se sumaba la suspensión de ayuda económica a Neruda por el desatino de su deserción a los estudios de Pedagogía en Francés, en aras de su vocación poética: don José del Carmen, el padre brusco —como lo definiera eufemísticamente el poeta—, deseaba hombres productivos, y no artistas viciosos y libertinos.
Rodolfo se alojaba donde Orlando Mason, el hermanastro no reconocido de ambos, fundador del diario “La Mañana” de Temuco y poeta. Desde esa casa salían los hermanos a recorrer la noche de Santiago, cuando la bohemia artística era habitada por ciertos hijos pródigos del infierno y la esperanza.Sabido es que la generación del 20 fue diezmada por el alcohol y la morfina. Jorge Edwards, en su última novela, añade fumaderos de opio santiaguinos a la escena.
Las calles olían al gas del alumbrado, y pasado el atardecer, un efluvio de tabaco y tango señalaba el sendero hasta el mundo chambreado del sueño. Rodolfo regresaba al sur enamorado de buenas samaritanas, quienes transmutaban lágrimas en carcajadas, en esos antros generosos de calle Eyzaguirre, o de Bandera, o San Pablo.
Era el mundo de El habitante y su esperanza, antes de ser escrito, y antes de la partida de Neftalí a los paupérrimos consulados de Oriente, verdadera salvada de los excesos que a muchos llevó volando a la tumba, parafraseando sin rigor al poeta en su elegía al autoinmolado compañero de juergas, Alberto Rojas Jiménez.
Ya por esos días varios de los poemas de Residencia en la tierra habían sido publicados, y presumimos que la mayor parte de las primeras versiones del resto de los poemas ya existían.
La presencia silenciosa de Rodolfo en Santiago no es mencionada en las múltiples biografías del poeta.Para ser sinceros, casi siempre la vida familiar de Pablo Neruda ha sido omitida, salvo cuando es útil a las particulares convicciones de biógrafos, más empeñados en difundir su propia interpretación que una mirada objetiva. O como señaló Manuel Vázquez Montalbán refiriéndose a un infalible nerudiano, que se encaramó a los hombros del poeta para que lo vieran de más lejos.
Una figura impoluta, no relacionada con una familia pobre del sur, en la que el discurso revolucionario es una suerte de excentricidad, más que convicciones éticas, es por cierto funcional. Sobre todo a los requerimientos del merchandising interesado en difundir una imagen domesticada e inocua del poeta. En calle Maturana, cerca del Instituto Pedagógico, Rodolfo y Neftalí trepaban por alguna ventana de la casa de Orlando Mason, a horas imprudentes.
Repuestos ya de la resaca, Rodolfo tomaba el tren de retorno a Temuco. Neftalí lo hacía a una miserable pensión en calle Argüelles, primera pieza independiente alquilada por el poeta, ensoberbecido de su independencia y su pereza.
Pablo movía la cabeza recordando cuando Rodolfo le hablaba de cubrir en bicicleta el tramo Temuco-Valparaíso, cuando la carretera aún no se construía. Rodolfo miraba comprensivamente desde la ventana del vagón a su hermano empeñado en irse a Oriente. Cuando se abrazaron en el andén de la Estación Central, aún no sabían que ambos darían cumplimiento a sus sueños.
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