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Editor: Neville Blanc

Friday, February 26, 2010

Fusilamiento de los Carrera


Fusilamiento de los Carrera, referidos por el fray Benito Lamas
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Últimos momentos de don Juan José don Luis Carrera, referidos por el confesor de don Luis, el padre francisco, Lector en sagrada teología, fray Benito Lamas.
El 8 de Abril de 1818 , me levanté como de costumbre al amanecer, cuidadoso por la suerte de las armas de la patria. Había tenido lugar el desastre de Cancha Rayada, y los patriotas americanos recelaba

Carrera, que debían ser fusilados dentro de dos horas, Nos presentamos a estos dos desgraciados y les manifestamos el triste objeto de nuestra visita. Entonces ellos prorrumpieron con violenta exaltación en amarguísimas quejas, exclamando que cómo se fusilaba, sin más plazo que el de dos horas, a patriotas a quienes la independencia americana debía tanto, que habían sido de sus primeros campeones agregaron que dos horas era plazo limitadísimo para que pudieran prepararse a morir hombres que, como ellos, tenían que arreglar antes de dejar este mundo, tan complicadísimos negocios; que no se confesarían si no se les alargaba ese plazo, y en nuestras manos dejaban su salud espiritual, para que intercediésemos con el gobernador intendente a fin de que les concediese algunas horas más. Yo y mi compañero Hinostrosa no pudimos menos de prestarnos al servicio que nos pedían; y nos trasladamos a casa del gobernador intendente. Le dimos cuenta de nuestra misión. Parece que aún le veo. Era un hombre de - pequeña estatura, de cuerpo erguido y de rostro altivo. Después que nos escuchó, llamó al escribano Barcala, padre del pardo don Lorenzo Barcala, que se distinguió después en la guerra:

—Vaya usted, le dijo, con este reloj, y sacó él que tenía en el bolsillo, a la cárcel, en compañía de los padres que están aquí: cuando entre usted a ella, ábralo y vea el punto de la hora que marca el minutero, y dos horas después haga que sean ejecutados los Carrera. Por consideración a los padres no pongo en cuenta los minutos que, han trascurrido desde que se les hizo la notificación hasta este momento en que doy esta nueva orden: Padres, cumplan con su deber como yo acabo de cumplir el mío.

Sin duda los hermanos Carrera habían tenido cono- cimiento de la victoria de Maipú y procuraba ganar tiempo, en la esperanza de que, sabido en el pueblo de Mendoza el triunfo del ejército patrio, en el que había multitud de hijos de esa provincia , como que en su seno se había organizado, todas las familia se reunirían para pedir al gobernador gracia por sus vidas.

Llegamos a la cárcel y el escribano Barcala cumplió exactamente la orden de Luzuriaga. Los hermanos Carrera pidieron entonces el que se les señor Novoa, abogado, de quien eran amigos nos. Vino solícito y con él acordaron 106 principales puntos de su testamento. Pocos momentos después salió Novoa apresuradamente a la calle. Fué a mover al cabildo de Mendoza para que en cuerpo intercediese con Luzuriaga por el perdón de los Carrera. El cabildo se prestó a los deseos de Novoa, pero nada consiguió.

En este intervalo trataron de introducirles una botella de ron. Me opuse a ello porque en el estado de irritación en que se encontraban, ella hubiera hecho daño al decoro de su cuerpo y a la resignación de su alma.

Los dos hermanos, que habitaban un mismo calabozo, el primero de la cárcel fueron separados, pasando don Luis a tener su capilla en el número 2. Me tocó confesar a éste. Estaba muy indignado contra la repentina orden de su muerte, en el mismo momento en que se levantaba radiosa la aurora libertad de la patria, objeto de sus desvelos y sacrificios. No quería confesarse:— Don Luis, le dije, usted ha nacido en una familia cristiana, y se ha criado en ella en los principios de nuestra religión; no usted de, ellos en el último momento de su vida. En la desgracia en que usted se encuentra, todavía la providencia se muestra misericordiosa para con usted.

¿No lo advierte usted?- Si en el desafío que tuvo usted con el general Mackenna a que tuvo usted la suerte de dejarlo muerto, hubiera usted quedado en su lugar, ¿cómo se habría presentado, su alma a su creador? Bañado en sangre, rencoroso, sin la contrición y sin la absolución que salva. Diego lo mismo respecto de los otros lances de su tempestuosa vida en que usted ha podido perecer, o bajo el puñal de un asesino pagado por sus adversarios políticos, o herido del hierro o del plomo de los combates. Hubiera usted muerto inconfeso; poro hoy, desde este calabozo, y cargado con esos grillos, usted puede descubrir el reino de la paz eterna. No tiene usted más que querer y sus puertas se abrirán. No es necesario que usted haga una confesión minuciosa; esto sería imposible en este momento; no necesita sino que usted deposite en mi las culpas que le vengan a la memoria y lo haga con la contrición del que necesita el perdón de su Dios, en cuya presencia estará dentro de muy Poco.

Estas y otras palabras que le dije con toda la caridad que se requiere en estas cosas, calmaron su inquietud acerba, y el hombre que a la par que su hermano, pocos momentos antes prorrumpía en imprecaciones y recorría su calabozo delirante, como si sus pies no hubiesen estado cargados con pesados grillos que los oprimían, se arrodilló ante mí con humildad cristiana, me confesó sus pecados y recibió mi absolución. Me encargó entonces que escribiese a su padre su fin desastroso, que lo consolase y que le recomendase que si llegaban a Chile unos soldados que habían sido sorprendidos en el acto de quitarles los grillos para que se escapasen, que los recibiese bien y los regalase, que habían padecido por amor a ellos.

Cuando don Luis terminó su confesión, llegó nuestros oídos el altercado en que estaban aún su hermano Juan José con los eclesiásticos que le habían sido destinados para que los auxiliasen. Se resistía tenazmente a confesarse, y ellos, especialmente el padre dominico Pedernera, no atinaba con los medios de convencimiento evangélico que conmueven el corazón del pecador. No era aquella una discusión de paz sino disputa de odio.

—Don Luis, le dije, ahora que el alma de usted se ha descargado del peso que la abrumaba, piense en su pobre hermano. ¿Me permite usted que tome su nombre para decirle a su hermano que se confiese como usted? Don Luis accedió a ello con satisfacción. Me dirigí al calabozo de don Juan José y le dije:

—Señor, no tengo el honor de conocerle, y le saludo por la primera vez y, sin embargo, vengo a pedirle un gran favor.

—¿Qué favor puedo yo hacerle, me contestó, que no encuentro favor en nadie?

—Si en su mano está, proseguí, y más cuando invoco para ello el nombre de su hermano don Luis; haga usted lo que él ha hecho, confiésese.

—¿Pues que mi hermano se ha confesado? Me interrumpió.

—Sí, le dije, se ha confesado y me envía a que le ruegue en su nombre que lo haga. Vea usted la imagen de su salvador, que le extiende ambos brazos. Don Juan José bajó los ojos al suelo y parecía amansado y dispuesto bien, cuando entró al calabozo con voces descompuestas el padre Pedernera, gritándole que se iban los momentos, y que mirase a su Dios, que traía en la mano.

Don Juan José miró al crucifijo que él le mostraba, y le dijo:

—Padre, ese no es Dios en imagen—Y volviéndose a mí: No puedo, padre, confesarme estos hombres me exasperan. —Tuve que retirarme porque no estuviese solo don Luis, y después de haberle referido al mal éxito de mi empresa, le añadí: —Cuando nos llamen y usted se reuna con él en el patio, acérquesele y haga que así como han andado siempre juntos en la vida, no se separen en este trance final, sino que los dos mueran del mismo modo en él Señor. Pocos minutos pasaron y el oficial vino a avisarnos que había llegado la hora. Salimos al patio y don Luis hizo 19 que yo le había pedido. Se paró en su marcha, dirigió la vista a su hermano y le dijo: —Hermano mío, nacidos de un mismo vientre, criados —bajo de un mismo techo, compañeros de una misma esperanza, en unas mismas aventuras de glorias y de peligros; no nos separemos en la hora de morir; muere como yo, como cristianó, confiésate, como yo me he confesado. —Lo mismo hubiera hecho yo, exclamó don Juan José marchando, pero estos hombres (y miró a sus confesores) me han irritado tanto que me han quitado la voluntad de hacerlo. Siguió la lúgubre comitiva hasta la plaza principal, donde esperaban los dos banquillos; Don Juan José seguía quejándose en alta voz y don Luis me decía que en aquel momento no sentía otra pena que ver a su hermano de aquella manera.

Al llegar al sitio del suplicio, me dijo don Luis:

—Venga usted a mis brazos por la postrera vez, mi amigo.-Sí, le dije, pero antes abrase usted al mejor de los amigos, a Jesucristo,—y le puse contra el pecho mi crucifijo.—Ea, proseguí, aproveche usted este instante, corra a su pobre hermano y dígale al oído alguna de aquellas palabras que sólo sabe pronunciar el amor de un hermano, para que dé a este pueblo cristiano un ejemplo de piedad, confesándose junto al mismo banco de su muerte. Don Luis corrió hacia su hermano y abrazándole le habló al oído y triunfó de su resistencia; Volvió lleno de contento a mí, mientras el otro se arrodillaba ante el padre Pedernera y le confesaba sus culpas. La ejecución se suspendió, mientras don Juan José hacía su confesión, no ejecutándose a don Luis, a petición suya, hasta que ella terminase y pudiese morir a la vez.

Don Luis vuelto a mi, pareció dudar un momento y me dijo: —Padre, no sé si habré hecho mal para decidir a mi hermano le he hecho valer algún motivo humano. No importa, le contesté, la imperfección- del instrumento; el fin ha sido santo. Entonces él prosiguió:—Si pudiera arrancarme el corazón y dárselo a usted corno prueba de mi gratitud, lo haría. Ojalá pudiera disponer de lo que tengo sobre mi cuerpo, pero en mi calabozo hai dos camisas de bretaña fina, tómelas usted como recuerdo mío. Don Juan José había acabado de confesarse. Se dió la señal y la escolta hizo fuego. Don Luis quedó muerto a la primera descarga; no así su hermano, que luchó mucho tiempo con la muerte, Sus inhábiles ejecutores le apuntaban y acertaban mal. Al fin, después de muchos tiros, expiró, pronunciando el dulce nombre de Jesús! El acto se había prolongado insensiblemente. Habían trascurrido más de cuatro horas en vez de las dos que marcó el gobernador. Cuando ardió el último tiro sobre el cuerpo de don Juan José Carrera, eran ya las oraciones. Yo volví todo perturbado al calabozo que había sido mansión de las dos victimas, a recoger mi sombrero No encontré nada de lo que me había legado don Luis; todo había desaparecido en manos de sus guardias.

Los dos hermanos eran de gallarda presencia, de modales finos y de educación esmerada. Don Luis, que era el menor de los varones- de su casa, era el mejor mozo de todos ellos, y según me cuentan, se había hecho notar por su serenidad en los combates. Era oficial del arma de artillería. Marcharon al suplicio de chaqueta y pantalón, vestidos modesta, pero decentemente.

Al otro día llevé a don Toribio Luzuriaga mi carta para el padre de don Luis, en que le daba cuenta de las últimas voluntades éste. Se la presenté abierta y él me contestó: Esta bien, déjemela usted, yo cuidaré de enviarla.

II Últimos momentos del general don José Miguel Carrera, referidos por el mismo eclesiástico doctor don Benito Lamas
Me tocó la suerte también de acompañar al general don José Miguel Carrera al suplicio. El ejército al mando de don Albino Gutiérrez, salió de Mendoza en busca del de Carrera. No partió en la confianza que el que llevó al combate el desgraciado Morón, y en el temor del éxito de su empresa buscó en la religión incentivos y esperanzas. Las imágenes salieron en procesión por la plaza con las comunidades eclesiásticas, en las iglesias se hicieron ardientes rogativas, y al dejar las divisiones el pueblo, los que conducían las andas de los santos las indinaron hacia la trepa, queriendo significar que ellos les daban su bendición. Tuvo lugar poco después la batalla del Médano. El 30 de Agosto (1818), se hundieron para siempre en el campo las esperanzas de Carrera. Fugitivo y entregado algunas horas después por Arias, Moya, Fuentes, Incháusti y otros oficiales y soldados del mismo Carrera, fué traído a Mendoza con los oficiales y soldados que habían permanecido fieles, a su suerte. El gobierno tomó muchas precauciones para que no fueran insultados por el pueblo, en el que había muchos parientes del finado general Morón, como lo había sido el coronel Benavente, amigo y compañero de Carrera. Benavente, a pesar de la numerosa escolta que lo acompañaba, fué asaltado por las vociferaciones más violentas. Una mujer, pariente-de uno de los mendocinos que había muerto peleando contra Carrera, penetró a la fila y le dió una bofetada diciéndole:—Esta otra mano la guardo para Carrera.— Benavente le lanzó una mirada de indignación. Al entrar a la cárcel, otros amigos de Morón le asieron por los cabellos y le dieron algunos tirones.

Carrera fué encerrado en un calabozo de la cárcel. El ejército que lo había vencido en el Médano, forma do en la plaza, pidió a gritos su muerte. El 4 dé Septiembre un consejo de guerra lo sentenció a ella. El 5 por -la mañana se la notificaron anunciándole, que en cuanto se confesase sería pasado por las armas. Yo fui nombrado para auxiliarlo en su última hora.

Entré en el calabozo y lo hallé escribiendo. El oficial que mandaba la escolta era aquel célebre pardo Barcala, que llegó a coronel, y que fué fusilado en el mismo lugar Carrera en 1834. Según la orden que recibió, le quitó el tintero y el papel en que escribía, para que no perdiera momentos que eran muy preciosos. Carrera cedió con resignación y me suplicó que concluyera la carta. Era dirigida a don Francisco Martínez Matta y comenzaba poco más o menos así:

«El 31 de Agosto dí una batalla en el Médano y fui completamente vencido. Entregado por algunos de mis propios oficiales, me van a fusilar en este mismo momento.. La letra estaba frazada con pulso firme—Agregue más, me dijo, que le recomiendo a Martínez mi mujer, y que mis hijos sean enviados al colegio de ... (me nombró una ciudad de Estados Unidos) para que sean educados. — Le prometí hacerlo, pero el oficial se llevó la carta, que nunca volvió a mi poder, y no me fué posible, en consecuencia, cumplir mi promesa.

Se retiró el oficial con la carta comenzada, y Carrera empezó a quejarse de la injusticia de sus –enemigos O’Higgins, San Martín, Luzuriaga; yo le dije-que no era tiempo de eso, y procuré traerlo al camino de la religión y del arrepentimiento, como era de mi deber. He aquí, poco más o menos, el diálogo que sostuvimos:

Yo.—Nó, usted no es inocente corno dice, sino muy culpado. Voy a demostrárselo a usted. No dudo que usted reconocerá la verdad de nuestra religión, la santidad de su autor, de quien el mismo Rousseau ha dicho que su evangelio era demasiado divino para ser obra de un hombre. La oración del Padre nuestro es una de las más bellas oraciones de ese evangelio. ¿No dice él perdónanos, Señor, nuestras deudas, como nos otos perdonamos a nuestros deudores? Perdone usted, pues, para que Dios le perdone los infinitos males que usted a cometido. Permanezca usted un breve momento en una dolorosa contemplación de sus culpas y tendrá usted mi absolución; mire usted que los momentos son preciosos; cada uno que pasa lleva consigo un siglo de gloria. Así lo hizo Carrera, y acabado este acto, le invité para que marchase con recogimiento cristiano al suplicio, y que al sentarse en el banquillo pidiese perdón al pueblo de Mendoza por los daños que le había causado. Así me lo prometió y seguimos pocos instantes después al oficial que vino a anunciar que era tiempo de marchar . -¿Y cómo se va a esta ceremonia?—me preguntó— ¿Con el sombrero puesto o quitado?

—Con el sombrero quitado le dije, porque se debe reverencia este crucifijo que lleva usted en la mano, imagen de su Dios.

Entónces se lo quitó con unos guantes y suplicó que se lo entregasen, como una memoria, a su buen amigo el coronel Benavente, que estaba preso en la misma cárcel. Entraron en ese momento los RR. PP. mercedarios y le pusieron el escapulario de su orden. Llegamos al umbral de la cárcel. Había que bajar unos escalones y yo le ofrecí mi brazo.

—No, me dijo, dirían que tengo miedo.

Y a pesar de los gruesos. grillos que le oprimían los pies, de un salto los salvó, que yo que tenía desembarazados los míos no me habría atrevido a darlos. Si hubiéramos marchado directamente al sitio de la ejecución, el tránsito habría sido de pocos pasos; pero sin duda, con el objeto de que Carrera recorriese el cuadro, hicimos un rodeo. Durante él caminaba Carrera con la vista alta y mirando con desdeñosa sonrisa las tropas que estaban formadas. Me acerqué a él le recordé que ése no era el modo de la contrición cristiana, que fijase la vista en el crucifijo.

—Padre, contestó, no se canse usted, no me ha de hacer abandonar mis principios

No, quise, en consecuencia, hacerle más observaciones sobre este punto; pero no había pasado minuto, cuando uno de los PP. mercedarios le la comitiva, salió de entre sus compañeros y le dijo:

—Hermano mío, clave usted los ojos en la imagen de Nuestro Señor Jesucristo.—¡Qué padre tan afligido! le replicó Carrera,—y el mercedario se retiró con la cara ardiendo. Cuando avistamos los banquillos, un joven soldado, que estaba acusado de haber sido el que mató al general Morón y que, a la par que el coronel Álvarez, era Vecino de Córdoba, que había encabezado una insurrección en el Fraile Muerto en favor de Carrera, debía ser fusilado con éste, no pudo resistir este espectáculo y se desmayó. Entonces Carrera dijo:

¡Que muchacho! tan valiente en la guerra y se desmaya ante la sombra de la muerte.

En la guerra le contesté, el que combate está libre y no engrillado como ese pobre joven, tiene la esperanza de vencer y no la horrible realidad de una muerte infalible. Llegado al banquillo, Carrera se opuso a que le vendaran los ojos y pidió mandar él- la ejecución. Nada de esto se le concedió. Entonces se quitó y dobló un - rico poncho que llevaba puesto; y se limpió de las mangas de la chaqueta algunas ligeras motas de pelusa. Se acercó el alguacil corno pidiéndole el poncho, y Carrera le dijo:

—No, lo destino para el de mi suegra, quien me harán el favor de entregarlo.- Se sentó en el banquillo, y en vez de demandar perdón al pueblo de Mendoza, como yo se lo había aconsejado, dijo en altísima: ¡Muero por la libertad de la América!.

Me retiraba yo de su lado cuando me llamó para entregarme su reloj y un nudo de su pelo para que se remitiese a su esposa como una memoria suya. Mal me había separado de él, cuando la escolta descargó sus armas sobre Carrera; corriendo yo gran riesgo de ser herido por las balas que iban dirigidas a él y a sus dos compañeros. Cayó sin vida y el doctor don Clemente Godoy, que estaba a su lado, me dijo:

—Ha muerto como un filósofo.

Carrera fué sepultado, según creo, en el pórtico de la iglesia de la Caridad o allí inmediato, en el mismo sepulcro de sus dos hermanos, cuyos cadáveres se encontraron enteros a pesar de los años que habían transcurrido, lo que se atribuyó a la humedad del sitio.

Preguntado por el que redacta esta memoria si era cierto, como dice el señor Yates en su diario impreso en el apéndice a la obra inglesa cuyo titulo es: Journal of a Residence in Chile by Mary Graham, London, 1824, si era cierto que a don José Miguel Carrera le cortaron, después de ejecutado, la cabeza y la mano derecha, me contestó que no había oído nunca semejante cosa, a pesar de haber acompañado, al suplicio al general, residir en Mendoza y haber predicado el sermón de gracias por la victoria de Mendoza contra él ; así como la oración - fúnebre del general Morón.

Tanto la relación de los últimos momentos de don José Miguel, como la de los de don Luis y don Juan José Carrera, que me ha leído don José Rivera Indarte están conformes con la conversación que ha tenido conmigo sobre estos asuntos, según mis recuerdos y mi conciencia.

Montevideo, 3 de Febrero de 1845.

José Benito Lamas.

(Documento publicado por Diego Barros Arana)

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