NUESTROS SOCIOS OPINAN: ROBERTO AMPUERO
Roberto Ampuero
El Mercurio Jueves 25 de Marzo de 2010
Tres veces diecisiete
Azora el descomedimiento con que algunos parlamentarios chilenos afirman en estos días no sólo que en Cuba no se violan los derechos humanos, sino que en el Chile actual la represión es peor que en la isla gobernada desde hace más de medio siglo por los Castro.
Asombra que estos parlamentarios justifiquen de los gobernantes isleños lo mismo que con razón criticaban a Augusto Pinochet: la violación de derechos humanos para imponer y mantener un sistema; la falta de libertad de reunión, asociación y prensa; la existencia de una policía política sin ley; el control sobre los medios y los tribunales, y el uso de cárcel, torturas y destierro como instrumento de amedrentamiento y silenciamiento social, el brutal escarnio del exilio. Las semejanzas son apabullantes: aquí se acusaba a opositores de ser financiados por “el oro de Moscú” y ONG europeas; los Castro acusan a sus detractores de ser “agentes de la CIA” o de “lacayos pagados con euros”.
Lo que nos enseñan ambas dictaduras es que para el ciudadano da lo mismo si el policía que lo vigila, detiene, tortura o exilia lo hace en nombre del mercado o de la utopía comunista, porque en los hechos enfrenta solo la arbitrariedad y el abuso, sin derechos ni justicia que lo amparen. Al final, todas las dictaduras —de izquierda o derecha— son iguales y se parecen incluso en el discurso justificador de su acción. Toda dictadura tiene su épica para justificarse. En una son los “intereses supremos de la nación”; en otra, los de una clase o una raza escogida. A veces su justificación nace de la historia; en otras, del futuro, o de la seguridad nacional o una revolución. Es así como el dictador se defiende de “campañas de desprestigio” y suministra a sus seguidores pretextos para que justifiquen lo injustificable.
Trato de hallar la razón por la cual personas que ayer sufrieron bajo una dictadura de derecha en su país justifican hoy una de izquierda en otro. No lo logro. ¿Creerán que sus derechos importan más que los de quienes piensan distinto, o que para lograr sus fines no importan los medios, o verán la historia como una espiral de vendettas que no pueden desaprovechar? ¿Qué mecanismo mueve a un ser a celebrar en un tirano justamente lo que otro le hizo, causándole inmenso dolor? ¿La lealtad al dictador, olvidando a sus gobernados? ¿La imposibilidad de reconocer el fracaso de una utopía que inspiró su juventud?
El problema de los Castro no estriba hoy “solamente” en la tragedia de que disidentes prefieran morir a vivir bajo su régimen, o que mujeres exijan en la calle la libertad de padres, hijos o esposos, sino en que durante más de medio siglo le han negado al pueblo el derecho a escoger su destino en elecciones libres.
Quienes respaldan aquí a los Castro y consideran, con razón, que la noche de 17 años bajo Pinochet fue eterna, deben recordar que, con 51 años, la de Fidel hoy la triplica. Basada en una dolorosa experiencia, la mayoría de los chilenos considera la democracia como la mejor forma de dirimir diferencias, y por eso el Gobierno y varios partidos actuaron consecuentemente al demandar la transición democrática para Cuba.
El Mercurio Jueves 25 de Marzo de 2010
Tres veces diecisiete
Azora el descomedimiento con que algunos parlamentarios chilenos afirman en estos días no sólo que en Cuba no se violan los derechos humanos, sino que en el Chile actual la represión es peor que en la isla gobernada desde hace más de medio siglo por los Castro.
Asombra que estos parlamentarios justifiquen de los gobernantes isleños lo mismo que con razón criticaban a Augusto Pinochet: la violación de derechos humanos para imponer y mantener un sistema; la falta de libertad de reunión, asociación y prensa; la existencia de una policía política sin ley; el control sobre los medios y los tribunales, y el uso de cárcel, torturas y destierro como instrumento de amedrentamiento y silenciamiento social, el brutal escarnio del exilio. Las semejanzas son apabullantes: aquí se acusaba a opositores de ser financiados por “el oro de Moscú” y ONG europeas; los Castro acusan a sus detractores de ser “agentes de la CIA” o de “lacayos pagados con euros”.
Lo que nos enseñan ambas dictaduras es que para el ciudadano da lo mismo si el policía que lo vigila, detiene, tortura o exilia lo hace en nombre del mercado o de la utopía comunista, porque en los hechos enfrenta solo la arbitrariedad y el abuso, sin derechos ni justicia que lo amparen. Al final, todas las dictaduras —de izquierda o derecha— son iguales y se parecen incluso en el discurso justificador de su acción. Toda dictadura tiene su épica para justificarse. En una son los “intereses supremos de la nación”; en otra, los de una clase o una raza escogida. A veces su justificación nace de la historia; en otras, del futuro, o de la seguridad nacional o una revolución. Es así como el dictador se defiende de “campañas de desprestigio” y suministra a sus seguidores pretextos para que justifiquen lo injustificable.
Trato de hallar la razón por la cual personas que ayer sufrieron bajo una dictadura de derecha en su país justifican hoy una de izquierda en otro. No lo logro. ¿Creerán que sus derechos importan más que los de quienes piensan distinto, o que para lograr sus fines no importan los medios, o verán la historia como una espiral de vendettas que no pueden desaprovechar? ¿Qué mecanismo mueve a un ser a celebrar en un tirano justamente lo que otro le hizo, causándole inmenso dolor? ¿La lealtad al dictador, olvidando a sus gobernados? ¿La imposibilidad de reconocer el fracaso de una utopía que inspiró su juventud?
El problema de los Castro no estriba hoy “solamente” en la tragedia de que disidentes prefieran morir a vivir bajo su régimen, o que mujeres exijan en la calle la libertad de padres, hijos o esposos, sino en que durante más de medio siglo le han negado al pueblo el derecho a escoger su destino en elecciones libres.
Quienes respaldan aquí a los Castro y consideran, con razón, que la noche de 17 años bajo Pinochet fue eterna, deben recordar que, con 51 años, la de Fidel hoy la triplica. Basada en una dolorosa experiencia, la mayoría de los chilenos considera la democracia como la mejor forma de dirimir diferencias, y por eso el Gobierno y varios partidos actuaron consecuentemente al demandar la transición democrática para Cuba.
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