LOS DIARIOS DE INDRO MONTANELLI
CUENTAS CONMIGO MISMO
Indro Montanelli
Diarios (1957-1978)
Indro Montanelli
Diarios (1957-1978)
Madrid, 2011
SINOPSIS:
No hay duda de que Indro Montanelli es una de las grandes figuras del periodismo italiano y europeo del siglo xx.
Son éstos los diarios de una época azarosa, de 1957 a 1978, y constituyen el dietario de un insider que, durante veinte años de vida política, intelectual y social contactó con políticos, intelectuales, editores y empresarios tanto italianos como extranjeros: Leo Longanesi, Inge Feltrinelli, Giovanni Agnelli, Josephine Baker, Silvio Berlusconi, Henry Kissinger, Raymond Aron, Eugenio Scalfari…
A través de sus escritos el autor nos brinda pinceladas con las que, sin piedad alguna, destruye los pedestales de la vanidad y la afectación de los personajes de los que habla. Trata también aspectos mucho más íntimos como la maldición que supuso para él la depresión y la influencia del éxito en su vida por su trabajo en el Corriere della Sera o la fundación de Il Giornale.
Como bien señala Sergio Romano en el prólogo, «los diarios son documentos secretos escritos para acabar siendo públicos. (…) Creo que los diarios de Montanelli no constituyen una excepción a esta regla y están destinados, por lo tanto, según implícito deseo de su autor, a la publicación. (…) No son éstas páginas apresuradas, escritas al tuntún en un momento de ocio. Montanelli quiere que la frase sea eficaz, que responda a sus intenciones, que alcance el efecto deseado. (…) En vez de contar los acontecimientos del día, el diario describe situaciones, es decir, los momentos que en mayor medida se prestan a una representación grotesca o tragicómica. (…) Que los diarios de Montanelli constituyen una obra con su propio carácter, distinta a su actividad periodística, literaria e histórica, me parece demostrado por la escasa importancia que los acontecimientos políticos tienen en estas páginas».
Prólogo
Los diarios son documentos secretos escritos para acabar siendo públicos. En la mayor parte de los casos son, según la intención del autor, su última obra, la que les permitirá tomar una vez más la palabra tras su muerte y obligar a los demás a escucharlo. En la cotidiana dialéctica de su vida contra todos aquellos que lo contradijeron, combatieron, detestaron y no cesaron de levantar obstáculos en su camino, un diario es el último argumento, el que cierra definitivamente en posición ventajosa su discusión con el mundo. Es también un acto de fe. No se escribiría si el autor no creyera en una suerte de «más allá», aunque sea laico y en un «día del juicio» en el que el jurado esté compuesto por sus iguales. El escritor de diarios que se profesa insensible al concepto de eternidad es, sin lugar a dudas, un mentiroso.
Creo que los diarios de Montanelli no constituyen una excepción a esta regla y están destinados, por lo tanto, según implicito deseo de su autor, a la publicación. Por varias razones. En primer lugar, el autor habla siempre, y por encima de todo, de sí mismo. Atención. Circulan por estas páginas no menos de un centenar de personajes: editores como Leo Longanesi o Giovanni Ansaldo, escritores como Giuseppe Prezzolini o Eugenio Montale, políticos como Ugo La Malfa, Leo Valiani, Mariano Rumor o Amintore Fanfani; potentados como Giovanni Agnelli o Vittorio Cini; economistas como Bruno Visentini o Guido Carli, personajes públicos como Wally Toscanini o Joséphine Baker; los directos superiores de Montanelli en distintas épocas como Giovanni Spadolini o Silvio Berlusconi, personalidades extranjeras como Henry Kissinger o Raymond Aron. Destaca la larga galería de colegas periodistas, algunos admirados y queridos, otros ensartados por la implacable estocada de un adjetivo: Eugenio Scalfari, Piero Ottone, Giorgio Bocca, Gaetano Afeltra, Michele Mottola, Enzo Bettiza, Dino Buzzati, Alberto Ronchey, Giovanni Russo. Pero todos ellos entran en escena, pronuncian algunas palabras, un breve monólogo en ocasiones y abandonan el escenario. Son secundarios y figurantes que giran alrededor del sol del protagonista. Su finalidad es la de preparar el terreno para los comentarios de Montanelli o la de estimular su talento de retratista. Son los modelos de los que se sirve el pintor o el escultor para afinar la mirada o adiestrar la mano. Muy a menudo, después de haber utilizado el modelo, Montanelli lo desdeña u olvida para contemplar únicamente su cuadro, o lo que es lo mismo, para contemplarse en el espejo de su obra. Nada puede interesarlo más que su propia naturaleza y su propio carácter. «De vez en cuando me asaltan ataques de humildad. Me digo a mí mismo que sólo soy un hábil taraceador de frases y que, más que a convencer al lector, aspiro a conmoverlo con medios poco lícitos en ocasiones; que soy más arrogante que valeroso. Etcétera. Pero después, al final, invariablemente, concluyo que sólo quienes lo poseen en abundancia dudan de su propio talento. Y así, a las muchas virtudes que en los momentos de orgullo ya me atribuía, acabo añadiendo, por humildad, la modestia».
La segunda razón es estilística. No son estas páginas apresuradas, escritas al tuntún en un momento de ocio. Montanelli quiere que la frase sea eficaz, que responda a sus intenciones, que alcance el efecto deseado. El estilo es a menudo el del epigrama, en el que cada palabra debe, por usar una expresión del propio Montanelli, encajar perfectamente en la taracea. Encontramos incluso, como en las obras de los grandes pintores, «arrepentimientos», o lo que es lo mismo, algunas fórmulas ensayadas y esbozadas que el artista rechaza y cubre con una mano de pintura. En el manuscrito original de estos diarios, los arrepentimientos son los epigramas que Montanelli descarta. No me resulta difícil imaginármelo mientras lee lo que ha escrito, lo recita para sí mismo, lo borra con un trazo de pluma, pero lo deja en la página para memoria futura de su trayectoria creativa.
Junto a los epigramas están los bosquejos y relatos breves. En vez de contar los acontecimientos del día, el diario describe situaciones, es decir, los momentos que en mayor medida se prestan a una representación grotesca o tragicómica. A ese eterno «personaje contracorriente» que era Montanelli le gustaba el contrapunto, es decir, todo lo que vuelve grotesco el drama, trágica la comedia, leve y ridícula la seriedad, trivial y mezquino el acontecimiento excepcional. Uno de los mejores ejemplos es la descripción del 26 de julio de 1943, el día del arresto de Mussolini, según el relato de Enrico d’ Assia, hijo de Mafalda de Saboya, la princesa que murió en un campo de concentración alemán. Tenía quince años, era huésped de sus abuelos en Villa Saboya y se dio cuenta de que estaban ocurriendo cosas importantes, pero nadie le informó de nada y a él le pareció extraño que la guardia situada a la entrada del palacio dejara de saludarlo. En la mesa, por la noche, sus abuelos «hablaron de las cosas de siempre, completamente ajenas a la política. Se sentaron después en el sofá y se adormilaron. Pocas horas antes, el rey había recibido a Mussolini, lo había destituido y había ordenado que lo detuvieran. Ahora dormitaba, como todas las noches, roncando de vez en cuando. Y siguió haciéndolo hasta que se oyeron fuera unos confusos gritos de: «¡Abajo el fascismo!... ¡Viva la paz!». Abrió los ojos, miró el reloj, dijo: «¡Es hora de irnos a la cama, chicos!». Y él también se acostó». Son palabras de Enrico d’Assia, pero reescritas por Montanelli, acaso con algún toque de esa fantasía que hace la verdad aún más hermosa y sorprendente.
El diario está lleno de estos brevísimos relatos en los que el autor, sin piedad alguna, destruye los pedestales de vanidad y afectación sobre los que se alzan sus modelos o se ríe de sus defectos: la vanidad de Spadolini, la perfidia de Piovene, la brillante soberbia de Barzini, el afable paternalismo de Cini, la pereza de Panfilo Gentile. Pero los mejores son aquellos en los que, después de haber «arañado» a los demás, vuelve sus uñas contra sí mismo. No quiero privar al lector del placer que experimentará descubriendo por su cuenta las páginas en las que el autor deshincha con sus alfileres los globos de la retórica y se retrata a sí mismo en posturas caricaturescas. Pero no puedo contenerme y dejar de señalar una llamada telefónica de Giovanni Spadolini, entonces director del Corriere della Sera, que pilla a Montanelli mientras está medicando su estreñimiento con un supositorio y se ve obligado a escuchar impacientemente los desahogos de su interlocutor mientras los efectos de la cura empiezan a manifestarse.
Que los diarios de Montanelli constituyen una obra con su propio carácter, distinta a su actividad periodística, literaria e histórica, me parece demostrado por la escasa importancia que los acontecimientos políticos tienen en estas páginas. El autor trata con dirigentes de partidos, ministros, embajadores, altos funcionarios, y alude, como es natural, a los acontecimientos en los que se ven envueltos: la lucha contra el bandolero Giuliano, la rabia del presidente Saragat ante los atentados terroristas de Alto Adigio, la dimisión de Rumor durante los años de la fallida unificación socialista, la ambigua política de Saragat hacia las familias políticas separadas, el asesinato de Aldo Moro, las estrategias de Fanfani y de La Malfa. Pero la política sólo está presente de forma esporádica, incluso en los diarios de 1977 y 1978, cuando Montanelli dirige un periódico, Il Giornale, que se ha convertido en ciertos aspectos en el partido de la Italia liberal-conservadora. Hay muchas páginas dedicadas a la búsqueda de ayuda financiera: un ejercicio que generalmente conlleva pactos y compromisos. Pero las reuniones le sirven, como en los años anteriores, para describir caracteres y para dibujar bosquejos. Durante los años en los que escribió su diario, Montanelli hubiera podido hacer frecuentes referencias a su influjo político y a sus opiniones. En 1957 hubiera podido recordar que sus crónicas desde Budapest como corresponsal, algunos meses antes, contribuyeron a resquebrajar la fidelidad comunista de muchos italianos. En los años setenta no le hubiera resultado difícil recordar las razones por las que se mostró contrario a la apertura a la izquierda. En los años setenta hubiera podido hablar de su desconfianza hacia la política de Aldo Moro y de su hostilidad hacia el compromiso histórico. Hubiera podido analizar el terrorismo, evocar el debate sobre el fascismo, trazar un retrato político y social de la Italia en la que su Giornale se convierte en una bandera contra las tendencias políticas que prevalecían. No lo hizo porque ésas eran las cosas de las que hablaba cotidianamente en sus periódicos e, indirectamente, con frecuentes cortocircuitos entre presente y pasado, en los distintos volúmenes de su Historia de Italia. En el diario, en cambio, pese a aludir con frecuencia a todos esos acontecimientos, habla sobre todo de sí mismo.
Hubo en realidad dos temas cívicos por los que se apasionó, que ocupan muchas páginas de sus diarios: la inundación de Florencia en 1966 y las consecuencias de la de Venecia ese mismo año. Pero si lo apasionaron fue porque el protagonista era él, Montanelli. Es protagonista del drama florentino porque siente visceralmente suya esa ciudad, amada y detestada, que es, tal vez, la única razón por la que se considera italiano. Es protagonista de la cuestión veneciana a causa de las reacciones provocadas por los cuatro artículos que publicó en el Corriere della Sera en noviembre de 1968, dos años después del desastroso aluvión de 1966. Con gran claridad y una extraordinaria capacidad de divulgación, el autor dibujó la morfología de la Laguna, evocó la política lagunar de la Serenísima, describió las amenazas que atentaban contra la supervivencia de la ciudad y los instrumentos con los que habían sido contenidas. Tras haber observado que los fenómenos contra los que había que combatir —alzamiento del agua del mar y descenso del nivel de la tierra— habían ido aumentando progresivamente, Montanelli sostuvo que en las raíces del problema se hallaban la construcción de la zona industrial de Porto Marghera, el nacimiento de una nueva ciudad en el suburbio de Mestre y el aumento de un tráfico marítimo especialmente denso. Desde entonces, gradualmente, la lógica de las empresas había prevalecido sobre la de la conservación. Y la construcción de un nuevo canal, iniciado desde hacía tiempo, comprometía probablemente, según Montanelli, el futuro de la ciudad. Tras haber descrito y analizado el fenómeno del agua alta, los artículos se convirtieron en un mordaz escrito de acusación contra la ceguera de los intereses económicos, la negligencia del gobierno, la impericia de la administración. Nació, en Venecia, un «partido de Montanelli» que lo incitaba a continuar sus batallas y le aseguró una extraordinaria notoriedad, no sólo en Italia. Hubo también réplicas, polémicas y secuelas judiciales a las que están dedicadas algunas páginas del diario. Pero Montanelli, al igual que De Gaulle, hubiera podido escribir como epígrafe, al principio de su vida, la frase de Hamlet: «Rightly to be great is not to stir without great argument». Sus «great arguments» fueron muchos: las batallas contra las distintas retóricas, de la del fascismo a la de la Resistencia, su militancia anticomunista desde la campaña electoral de 1948 hasta la polémica contra el compromiso histórico, y, al final, su fuerte oposición a la «entrada en liza» política de Silvio Berlusconi. Pero la cuestión de Venecia fue una de las que mayores satisfacciones le reportó. Sintió que se había convertido en un personaje nacional y comprendió que le tocaría «administrar», desde aquel momento, su extraordinaria popularidad. Al final del libro entenderá el lector por qué razón rechazó Montanelli el escaño de senador vitalicio que Francesco Cossiga le ofreció durante su presidencia. ¿Para qué renunciar a una tribuna propia para aceptar otra que se comparte con otros trescientos veinte colegas?
Queda una cuestión a la que no es fácil responder. Si entre los papeles de Montanelli no acaban por salir a la luz más cuadernos, tendremos que seguir preguntándonos por qué el autor interrumpió con tanta frecuencia una obra que hubiera podido alcanzar, de haber sido practicada con mayor asiduidad, las dimensiones de otras que nos han dejado los grandes memorialistas de los siglos XVIII y XIX, especialmente en Francia y en Gran Bretaña. ¿Por qué no dio muestras de una mayor constancia? ¿Qué lo empujaba, en determinados momentos, a retomar una costumbre interrumpida y a abrir un nuevo cuaderno? Son preguntas a las que probablemente resulte imposible dar respuesta. Nos queda el placer, en todo caso, de tener en nuestras manos una nueva obra de Indro Montanelli, una de las mejores que nos ha dejado, y la única, acaso, que en vez de salir de su máquina de escribir salió de su pluma.
Sergio Romano
SINOPSIS:
No hay duda de que Indro Montanelli es una de las grandes figuras del periodismo italiano y europeo del siglo xx.
Son éstos los diarios de una época azarosa, de 1957 a 1978, y constituyen el dietario de un insider que, durante veinte años de vida política, intelectual y social contactó con políticos, intelectuales, editores y empresarios tanto italianos como extranjeros: Leo Longanesi, Inge Feltrinelli, Giovanni Agnelli, Josephine Baker, Silvio Berlusconi, Henry Kissinger, Raymond Aron, Eugenio Scalfari…
A través de sus escritos el autor nos brinda pinceladas con las que, sin piedad alguna, destruye los pedestales de la vanidad y la afectación de los personajes de los que habla. Trata también aspectos mucho más íntimos como la maldición que supuso para él la depresión y la influencia del éxito en su vida por su trabajo en el Corriere della Sera o la fundación de Il Giornale.
Como bien señala Sergio Romano en el prólogo, «los diarios son documentos secretos escritos para acabar siendo públicos. (…) Creo que los diarios de Montanelli no constituyen una excepción a esta regla y están destinados, por lo tanto, según implícito deseo de su autor, a la publicación. (…) No son éstas páginas apresuradas, escritas al tuntún en un momento de ocio. Montanelli quiere que la frase sea eficaz, que responda a sus intenciones, que alcance el efecto deseado. (…) En vez de contar los acontecimientos del día, el diario describe situaciones, es decir, los momentos que en mayor medida se prestan a una representación grotesca o tragicómica. (…) Que los diarios de Montanelli constituyen una obra con su propio carácter, distinta a su actividad periodística, literaria e histórica, me parece demostrado por la escasa importancia que los acontecimientos políticos tienen en estas páginas».
Prólogo
Los diarios son documentos secretos escritos para acabar siendo públicos. En la mayor parte de los casos son, según la intención del autor, su última obra, la que les permitirá tomar una vez más la palabra tras su muerte y obligar a los demás a escucharlo. En la cotidiana dialéctica de su vida contra todos aquellos que lo contradijeron, combatieron, detestaron y no cesaron de levantar obstáculos en su camino, un diario es el último argumento, el que cierra definitivamente en posición ventajosa su discusión con el mundo. Es también un acto de fe. No se escribiría si el autor no creyera en una suerte de «más allá», aunque sea laico y en un «día del juicio» en el que el jurado esté compuesto por sus iguales. El escritor de diarios que se profesa insensible al concepto de eternidad es, sin lugar a dudas, un mentiroso.
Creo que los diarios de Montanelli no constituyen una excepción a esta regla y están destinados, por lo tanto, según implicito deseo de su autor, a la publicación. Por varias razones. En primer lugar, el autor habla siempre, y por encima de todo, de sí mismo. Atención. Circulan por estas páginas no menos de un centenar de personajes: editores como Leo Longanesi o Giovanni Ansaldo, escritores como Giuseppe Prezzolini o Eugenio Montale, políticos como Ugo La Malfa, Leo Valiani, Mariano Rumor o Amintore Fanfani; potentados como Giovanni Agnelli o Vittorio Cini; economistas como Bruno Visentini o Guido Carli, personajes públicos como Wally Toscanini o Joséphine Baker; los directos superiores de Montanelli en distintas épocas como Giovanni Spadolini o Silvio Berlusconi, personalidades extranjeras como Henry Kissinger o Raymond Aron. Destaca la larga galería de colegas periodistas, algunos admirados y queridos, otros ensartados por la implacable estocada de un adjetivo: Eugenio Scalfari, Piero Ottone, Giorgio Bocca, Gaetano Afeltra, Michele Mottola, Enzo Bettiza, Dino Buzzati, Alberto Ronchey, Giovanni Russo. Pero todos ellos entran en escena, pronuncian algunas palabras, un breve monólogo en ocasiones y abandonan el escenario. Son secundarios y figurantes que giran alrededor del sol del protagonista. Su finalidad es la de preparar el terreno para los comentarios de Montanelli o la de estimular su talento de retratista. Son los modelos de los que se sirve el pintor o el escultor para afinar la mirada o adiestrar la mano. Muy a menudo, después de haber utilizado el modelo, Montanelli lo desdeña u olvida para contemplar únicamente su cuadro, o lo que es lo mismo, para contemplarse en el espejo de su obra. Nada puede interesarlo más que su propia naturaleza y su propio carácter. «De vez en cuando me asaltan ataques de humildad. Me digo a mí mismo que sólo soy un hábil taraceador de frases y que, más que a convencer al lector, aspiro a conmoverlo con medios poco lícitos en ocasiones; que soy más arrogante que valeroso. Etcétera. Pero después, al final, invariablemente, concluyo que sólo quienes lo poseen en abundancia dudan de su propio talento. Y así, a las muchas virtudes que en los momentos de orgullo ya me atribuía, acabo añadiendo, por humildad, la modestia».
La segunda razón es estilística. No son estas páginas apresuradas, escritas al tuntún en un momento de ocio. Montanelli quiere que la frase sea eficaz, que responda a sus intenciones, que alcance el efecto deseado. El estilo es a menudo el del epigrama, en el que cada palabra debe, por usar una expresión del propio Montanelli, encajar perfectamente en la taracea. Encontramos incluso, como en las obras de los grandes pintores, «arrepentimientos», o lo que es lo mismo, algunas fórmulas ensayadas y esbozadas que el artista rechaza y cubre con una mano de pintura. En el manuscrito original de estos diarios, los arrepentimientos son los epigramas que Montanelli descarta. No me resulta difícil imaginármelo mientras lee lo que ha escrito, lo recita para sí mismo, lo borra con un trazo de pluma, pero lo deja en la página para memoria futura de su trayectoria creativa.
Junto a los epigramas están los bosquejos y relatos breves. En vez de contar los acontecimientos del día, el diario describe situaciones, es decir, los momentos que en mayor medida se prestan a una representación grotesca o tragicómica. A ese eterno «personaje contracorriente» que era Montanelli le gustaba el contrapunto, es decir, todo lo que vuelve grotesco el drama, trágica la comedia, leve y ridícula la seriedad, trivial y mezquino el acontecimiento excepcional. Uno de los mejores ejemplos es la descripción del 26 de julio de 1943, el día del arresto de Mussolini, según el relato de Enrico d’ Assia, hijo de Mafalda de Saboya, la princesa que murió en un campo de concentración alemán. Tenía quince años, era huésped de sus abuelos en Villa Saboya y se dio cuenta de que estaban ocurriendo cosas importantes, pero nadie le informó de nada y a él le pareció extraño que la guardia situada a la entrada del palacio dejara de saludarlo. En la mesa, por la noche, sus abuelos «hablaron de las cosas de siempre, completamente ajenas a la política. Se sentaron después en el sofá y se adormilaron. Pocas horas antes, el rey había recibido a Mussolini, lo había destituido y había ordenado que lo detuvieran. Ahora dormitaba, como todas las noches, roncando de vez en cuando. Y siguió haciéndolo hasta que se oyeron fuera unos confusos gritos de: «¡Abajo el fascismo!... ¡Viva la paz!». Abrió los ojos, miró el reloj, dijo: «¡Es hora de irnos a la cama, chicos!». Y él también se acostó». Son palabras de Enrico d’Assia, pero reescritas por Montanelli, acaso con algún toque de esa fantasía que hace la verdad aún más hermosa y sorprendente.
El diario está lleno de estos brevísimos relatos en los que el autor, sin piedad alguna, destruye los pedestales de vanidad y afectación sobre los que se alzan sus modelos o se ríe de sus defectos: la vanidad de Spadolini, la perfidia de Piovene, la brillante soberbia de Barzini, el afable paternalismo de Cini, la pereza de Panfilo Gentile. Pero los mejores son aquellos en los que, después de haber «arañado» a los demás, vuelve sus uñas contra sí mismo. No quiero privar al lector del placer que experimentará descubriendo por su cuenta las páginas en las que el autor deshincha con sus alfileres los globos de la retórica y se retrata a sí mismo en posturas caricaturescas. Pero no puedo contenerme y dejar de señalar una llamada telefónica de Giovanni Spadolini, entonces director del Corriere della Sera, que pilla a Montanelli mientras está medicando su estreñimiento con un supositorio y se ve obligado a escuchar impacientemente los desahogos de su interlocutor mientras los efectos de la cura empiezan a manifestarse.
Que los diarios de Montanelli constituyen una obra con su propio carácter, distinta a su actividad periodística, literaria e histórica, me parece demostrado por la escasa importancia que los acontecimientos políticos tienen en estas páginas. El autor trata con dirigentes de partidos, ministros, embajadores, altos funcionarios, y alude, como es natural, a los acontecimientos en los que se ven envueltos: la lucha contra el bandolero Giuliano, la rabia del presidente Saragat ante los atentados terroristas de Alto Adigio, la dimisión de Rumor durante los años de la fallida unificación socialista, la ambigua política de Saragat hacia las familias políticas separadas, el asesinato de Aldo Moro, las estrategias de Fanfani y de La Malfa. Pero la política sólo está presente de forma esporádica, incluso en los diarios de 1977 y 1978, cuando Montanelli dirige un periódico, Il Giornale, que se ha convertido en ciertos aspectos en el partido de la Italia liberal-conservadora. Hay muchas páginas dedicadas a la búsqueda de ayuda financiera: un ejercicio que generalmente conlleva pactos y compromisos. Pero las reuniones le sirven, como en los años anteriores, para describir caracteres y para dibujar bosquejos. Durante los años en los que escribió su diario, Montanelli hubiera podido hacer frecuentes referencias a su influjo político y a sus opiniones. En 1957 hubiera podido recordar que sus crónicas desde Budapest como corresponsal, algunos meses antes, contribuyeron a resquebrajar la fidelidad comunista de muchos italianos. En los años setenta no le hubiera resultado difícil recordar las razones por las que se mostró contrario a la apertura a la izquierda. En los años setenta hubiera podido hablar de su desconfianza hacia la política de Aldo Moro y de su hostilidad hacia el compromiso histórico. Hubiera podido analizar el terrorismo, evocar el debate sobre el fascismo, trazar un retrato político y social de la Italia en la que su Giornale se convierte en una bandera contra las tendencias políticas que prevalecían. No lo hizo porque ésas eran las cosas de las que hablaba cotidianamente en sus periódicos e, indirectamente, con frecuentes cortocircuitos entre presente y pasado, en los distintos volúmenes de su Historia de Italia. En el diario, en cambio, pese a aludir con frecuencia a todos esos acontecimientos, habla sobre todo de sí mismo.
Hubo en realidad dos temas cívicos por los que se apasionó, que ocupan muchas páginas de sus diarios: la inundación de Florencia en 1966 y las consecuencias de la de Venecia ese mismo año. Pero si lo apasionaron fue porque el protagonista era él, Montanelli. Es protagonista del drama florentino porque siente visceralmente suya esa ciudad, amada y detestada, que es, tal vez, la única razón por la que se considera italiano. Es protagonista de la cuestión veneciana a causa de las reacciones provocadas por los cuatro artículos que publicó en el Corriere della Sera en noviembre de 1968, dos años después del desastroso aluvión de 1966. Con gran claridad y una extraordinaria capacidad de divulgación, el autor dibujó la morfología de la Laguna, evocó la política lagunar de la Serenísima, describió las amenazas que atentaban contra la supervivencia de la ciudad y los instrumentos con los que habían sido contenidas. Tras haber observado que los fenómenos contra los que había que combatir —alzamiento del agua del mar y descenso del nivel de la tierra— habían ido aumentando progresivamente, Montanelli sostuvo que en las raíces del problema se hallaban la construcción de la zona industrial de Porto Marghera, el nacimiento de una nueva ciudad en el suburbio de Mestre y el aumento de un tráfico marítimo especialmente denso. Desde entonces, gradualmente, la lógica de las empresas había prevalecido sobre la de la conservación. Y la construcción de un nuevo canal, iniciado desde hacía tiempo, comprometía probablemente, según Montanelli, el futuro de la ciudad. Tras haber descrito y analizado el fenómeno del agua alta, los artículos se convirtieron en un mordaz escrito de acusación contra la ceguera de los intereses económicos, la negligencia del gobierno, la impericia de la administración. Nació, en Venecia, un «partido de Montanelli» que lo incitaba a continuar sus batallas y le aseguró una extraordinaria notoriedad, no sólo en Italia. Hubo también réplicas, polémicas y secuelas judiciales a las que están dedicadas algunas páginas del diario. Pero Montanelli, al igual que De Gaulle, hubiera podido escribir como epígrafe, al principio de su vida, la frase de Hamlet: «Rightly to be great is not to stir without great argument». Sus «great arguments» fueron muchos: las batallas contra las distintas retóricas, de la del fascismo a la de la Resistencia, su militancia anticomunista desde la campaña electoral de 1948 hasta la polémica contra el compromiso histórico, y, al final, su fuerte oposición a la «entrada en liza» política de Silvio Berlusconi. Pero la cuestión de Venecia fue una de las que mayores satisfacciones le reportó. Sintió que se había convertido en un personaje nacional y comprendió que le tocaría «administrar», desde aquel momento, su extraordinaria popularidad. Al final del libro entenderá el lector por qué razón rechazó Montanelli el escaño de senador vitalicio que Francesco Cossiga le ofreció durante su presidencia. ¿Para qué renunciar a una tribuna propia para aceptar otra que se comparte con otros trescientos veinte colegas?
Queda una cuestión a la que no es fácil responder. Si entre los papeles de Montanelli no acaban por salir a la luz más cuadernos, tendremos que seguir preguntándonos por qué el autor interrumpió con tanta frecuencia una obra que hubiera podido alcanzar, de haber sido practicada con mayor asiduidad, las dimensiones de otras que nos han dejado los grandes memorialistas de los siglos XVIII y XIX, especialmente en Francia y en Gran Bretaña. ¿Por qué no dio muestras de una mayor constancia? ¿Qué lo empujaba, en determinados momentos, a retomar una costumbre interrumpida y a abrir un nuevo cuaderno? Son preguntas a las que probablemente resulte imposible dar respuesta. Nos queda el placer, en todo caso, de tener en nuestras manos una nueva obra de Indro Montanelli, una de las mejores que nos ha dejado, y la única, acaso, que en vez de salir de su máquina de escribir salió de su pluma.
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