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Editor: Neville Blanc

Tuesday, April 19, 2011

Vargas Llosa: “Al director de la Biblioteca le diría que hay que aceptar el disenso”







Literatura Clarin Revista N 19/04/11
Vargas Llosa: “Al director de la Biblioteca le diría que hay que aceptar el disenso”
El escritor peruano habla de la diversidad de ideas, de la Presidenta y hasta de psicoanálisis.
POR Daniel Ulanovsky Sack


ESPECIAL PARA CLARIN
Dice que desde que ganó el Nobel, tiene las orejas rojas de oír que es taaan buen escritor pero con ideas taaan feas. (Foto Juan Foglia)

Mario Vargas Llosa en Buenos Aires
Como buen encantador de palabras, Mario Vargas nada entre dos orillas: de a ratos destaca el Premio Nobel abierto al juego literario; de a otros sobresale el –¿pensador? ¿militante?– político convencido de que el populismo ofende al futuro y de que no es tiempo de falsas sonrisas. La diferencia se intuye en su postura, en un sutil gesto de gladiador que lo envuelve, quizás incluso a pesar suyo, cuando se produce el click. Pero ni siquiera en ese rol ha traído declaraciones guerreras: guarda por sobre todo las formas y dice que sería “inelegante” venir a nuestro país a criticar a la Presidenta, además de que le agradece su defensa ante los propios intelectuales kirchneristas.

Usted habla de debate. Después del intento de vetar su participación en la Feria del Libro, ¿no le tienta invitar al director de la Biblioteca Nacional, Horacio González a tomar un café para discutir posiciones? No, no me tiene ningún cariño, estoy seguro de que no me aceptaría semejante invitación. (Ríe) Si no me quiere ver parado en una tribuna, menos en una mesa de café sentado a su lado.

Pero si llegara a aceptar, ¿qué le comentaría? Que estoy siempre a favor de conversar, de conocer, y que por eso me sorprendió tanto que colegas argentinos quisieran vetarme en un acto eminentemente literario. Eso. Al director de la Biblioteca Nacional le diría que los intelectuales tienen que estar abiertos al disenso. Su posición revela una intolerancia que creo lamentable, lo menos que se le puede pedir es respetar el principio de la diversidad, del diálogo entre opciones diferentes porque si no, ¿a qué llegamos? A un soliloquio monocorde y eso no puede considerarse cultura. Me pone incómodo hablar en medio de este entredicho, pero me comprometí a hacerlo y lo haré. A nadie le gusta sentir que no es un invitado aceptable para todos los comensales en una fiesta: en ese lugar me han puesto.

Acerca de la presidenta Cristina de Kirchner, usted le ha dicho muchas cosas… (interrumpe) Hombre, preferiría no tocar ese tema ahora. Sería imprudente, inelegante. Me acaba de defender frente a los intelectuales kirchneristas. Debería estarle agradecido, ¿no? Cierto, ¿pero por qué la ha acusado entonces de demagógica? Mire, las políticas que ha implementado no me parecen las ideales ni para la Argentina ni para ningún país.

Percibo su incomodidad. Pero si usted cree que hay algo para criticar, ¿no vale la pena hacerlo aquí mismo? No quiero dar la impresión de que vengo a la Argentina a criticar a la Presidenta. Sería falso, de mal gusto. Pero sí hablo con mucha libertad, cuando corresponde, sobre lo que ocurre aquí porque es mi derecho. Sin embargo, respeto las formas –seguramente porque soy escritor y sé de su importancia en una trama– y le aseguro que no me anima ninguna lógica de provocación.

Dos años atrás, usted decía que la Argentina era un país incurable. ¿Qué dice su termómetro hoy? ¿Indescifrable no dije? No.

Bueno... El caso de la Argentina es muy trágico. Cuando tres cuartas partes de Europa penaban por sobrevivir, la Argentina era desarrollada. No había casi analfabetismo, existían instituciones, grandes pensadores democráticos, liberales. Eso debería haber permitido construir un país similar a Suiza, a Suecia. ¿Qué pasó con la Argentina, entonces? En un momento dado hubo políticas erradas y una perseverancia en ese error que les ha llevado a tener problemas insospechados. Pero mi pensamiento se expresa desde una solidaridad, desde una admiración a un país que alcanzó un momento extraordinario.

¿Será que ese desarrollo había dejado a mucha gente –los que no descendían de los barcos, principalmente–, sin carta de ciudadanía? Hasta en los países más avanzados hay sectores que no disfrutan de la prosperidad general. Pero aquí el conjunto alcanzó unos niveles tales que no había una razón para que se destruyera esa situación, a menos que pensemos en políticas públicas y en tomas de decisión de dudoso rumbo que pusieron a la Argentina en una crisis de la cual aún no ha terminado de salir.

Usted sabe que una novela –y no por militante sino por reflejar lo no dicho, lo morboso de nuestras sociedades– roe huesos. ¿Por qué, entonces, la idea de una literatura que logra jaquear el poder y el sentido común parece estar en crisis? De eso tratará mi próximo libro “La civilización del espectáculo”, del nuevo sesgo de la cultura como entretenimiento, como diversión y ya no como problemática. Durante muchísimo tiempo consideramos el debate cultural como una forma de conocimiento y de sensibilidad que enriquecía nuestra experiencia del mundo, de las relaciones. Eso ha cambiado, tanto en los países desarrollados como en los que no son. Lo que ahora se llama cultura es una práctica que tiende a librarnos de preocupaciones, que nos hace vivir una especie de ficción o de juego en vez de provocarnos y de abrir nuevas ventanas.

¿Cambia el rol del intelectual en esta nueva noción de cultura? Enfrentamos algo más grave aún: los intelectuales desaparecen. La idea de un discurso crítico que le permita a la sociedad repensarse suena extraño e indeseable. El intelectual que surge es, cada vez con mayor fuerza, alguien que no genera problemas, que no ofrece orientaciones, que no pone nada en duda. Por eso los nuevos escritores muestran cierto desprecio por ese rol que planteaba incomodidades e intentaba esbozar respuestas. La misma idea de escribir para producir un cambio provoca risas: esta es la manifestación más seria de la sociedad del espectáculo.

Le confieso algo. Cuando leí su autobiografía, “El pez en el agua”, pensé que a usted, para ser un intelectual de ley, le faltaba pasar por el diván, algo que nunca quiso. Pregunto: ¿para interpretar no hay que interpretarse? ¡No! Nunca me psicoanalizaría.

¿Le tiene temor? Un escritor vive de sus neurosis, entre otras cosas. Creo que el psicoanálisis es un juego intelectual que se parece a la literatura, no lo veo como una ciencia. Sin embargo, me fascina leer los casos que escribió Freud, pero pensándolos como construcciones imaginarias, equivalentes a las mejores ficciones. Como decía Karl Popper parece difícil validar las doctrinas que se muerden la cola, aquellas, como el psicoanálisis, en la que no hay forma de comprobar si lo que se dice es cierto o no.

La verdad: ¿nunca se tentó por analizar si se enamoró primero de su tía y luego de su prima –y actual esposa– sólo por azar? (carcajada) Nooo. Yo estoy muy contento con mis neurosis, las resuelvo escribiendo mis novelas, leyendo. Creo que hay que cultivarlas como uno lo hace con su jardín, al menos si se es escritor. Además he conocido a muchos psicoanalizados que han perdido todo el interés que tenían antes de iniciar ese camino. Las neurosis no son siempre perjudiciales.

Los lectores de los grandes escritores de América latina estamos intrigados desde hace años. Ahora que ya es Nobel, no le gustaría hacer un acto de sinceramiento y contar qué lo llevó a darle un puñetazo...

No hablo de ese tema.

…a su entonces amigo Gabriel García Márquez, aquel 12 de febrero de 1976.

No hablo de ese tema.


Siempre se vuelve a esa catedral


Siempre lo ha dicho y lo mantiene: si tuviera que optar por una de sus novelas, lo haría por “Conversación en la Catedral”, la monumental obra que habla del derrotero de distintos personajes en la Lima sumergida en la dictadura de Manuel Odría.

Vargas Llosa ensaya una razón literaria: que los tiempos están muy logrados, que esa es una variable difícil. Le decimos que sí, pero no. Que el gran logro de ese libro radica en haber aprehendido la pena de los latinoamericanos de manera tal que una pregunta del protagonista (“¿En qué momento se había jodido el Perú?”) quedó en el inconsciente contemporáneo como contraseña. Cada uno reemplaza el país según su necesidad, pero la búsqueda parte siempre de la misma desazón.

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