DE NUESTROS SOCIOS: DAVID GALLAGHER
La voz ciudadana
David Gallagher
Muchos políticos quedaron obnubilados con las protestas por HidroAysén. Vimos volteretas de las más vergonzosas de parte de algunos. Querían subirse a la micro de lo que se decía era un nuevo fenómeno, el de la protesta que emerge desde los medios sociales. ¿Cómo no sumarse, pensaban, a un movimiento ciudadano tan del siglo veintiuno, que surge con la frescura de la espontaneidad y se asemeja nada menos que al de los mediáticos “indignados” de España, o al de la primavera árabe?
Sin querer aguar la fiesta que despierta toda potencial novedad, cabe acordarse de que en Chile, como en todo el mundo, se han dado protestas siempre. No nos olvidemos de lo que era el país hacia 1970, cuando a diario los santiaguinos abultaban las calles vociferando consignas. O lo que fue lo de los pingüinos. Es cierto que hoy día se puede convocar protestas a través de Facebook o Twitter, y eso es nuevo. Pero esos medios pueden ser usados para causas de todo tipo, causas que pueden ser contradictorias entre sí. Hoy el tema es la Patagonia sin represas; mañana podría ser un Chiloé sin turbinas de viento. La gracia que tienen los medios sociales es que logran reunir a gente cuyos intereses son tan específicos, que no alcanzan a ser representados por algún partido político, cuyo enfoque es inevitablemente más general. Cuando eso conduce a una protesta, se produce un gran impacto y, por un instante, esos intereses específicos parecen mayoritarios. Pero rara vez lo son, a menos que lo sean en forma muy pasajera.
El deber de un gobierno frente a las protestas es, sin duda, el de escucharlas y aprender de ellas. Pero, finalmente, en una democracia representativa, elegimos a los gobernantes para que gobiernen, en función de lo que es óptimo para el país en su conjunto. En suma, los elegimos para que ejerzan su criterio, usando la información privilegiada de la que disponen, para dirimir, con decisión, entre las incontables opciones, muchas de ellas incompatibles entre sí, que se le abren a una sociedad, y que variadas minorías procuran promover.
Al ver a gente protestando, hay quienes, lejos de entender esta lógica de la democracia representativa, la cuestionan, clamando por una democracia más participativa y directa, que refleje mejor las demandas ciudadanas. Suena bien ese clamor, pero es peligroso. Hace unos meses, el “Economist” publicó un lapidario estudio sobre cómo un exceso de consultas, de plebiscitos y de iniciativas ciudadanas ha llevado a que California esté al borde de la quiebra. Allí cualquier grupo de ciudadanos puede someter a plebiscito cualquier idea, y si el veredicto popular es afirmativo, la idea se convierte en ley. La consecuencia es que el 70 por ciento de los gastos fiscales en California ya han sido fijados en forma directa por una ciudadanía que, a la vez, ha logrado prohibir aumentos tributarios. El caos resultante es producto de que el que promueve una iniciativa ciudadana no ve, o no le importa, el conjunto.
Este caos que hay en California deriva de un proceso que en su origen albergaba las mejores intenciones, las de profundizar la democracia. No se puede decir lo mismo del cínico uso que se ha hecho de la democracia directa en países como Venezuela o el Ecuador, para más bien concentrar el poder. En Ecuador, hace poco, el Presidente Correa logró adjudicarse en un plebiscito facultades leoninas para controlar la prensa y el Poder Judicial. Eso es usar democracia directa para consolidar una dictadura.
En Chile no nos tentemos con los cantos de sirena de una democracia supuestamente más participativa, y no nos olvidemos nunca de que el deber de un gobierno es el de gobernar bien, por encima de los clamores coyunturales que emanan de la calle o de las encuestas.
Nota: Este artículo fue publicado originalmente por El Mercurio.
David Gallagher
Muchos políticos quedaron obnubilados con las protestas por HidroAysén. Vimos volteretas de las más vergonzosas de parte de algunos. Querían subirse a la micro de lo que se decía era un nuevo fenómeno, el de la protesta que emerge desde los medios sociales. ¿Cómo no sumarse, pensaban, a un movimiento ciudadano tan del siglo veintiuno, que surge con la frescura de la espontaneidad y se asemeja nada menos que al de los mediáticos “indignados” de España, o al de la primavera árabe?
Sin querer aguar la fiesta que despierta toda potencial novedad, cabe acordarse de que en Chile, como en todo el mundo, se han dado protestas siempre. No nos olvidemos de lo que era el país hacia 1970, cuando a diario los santiaguinos abultaban las calles vociferando consignas. O lo que fue lo de los pingüinos. Es cierto que hoy día se puede convocar protestas a través de Facebook o Twitter, y eso es nuevo. Pero esos medios pueden ser usados para causas de todo tipo, causas que pueden ser contradictorias entre sí. Hoy el tema es la Patagonia sin represas; mañana podría ser un Chiloé sin turbinas de viento. La gracia que tienen los medios sociales es que logran reunir a gente cuyos intereses son tan específicos, que no alcanzan a ser representados por algún partido político, cuyo enfoque es inevitablemente más general. Cuando eso conduce a una protesta, se produce un gran impacto y, por un instante, esos intereses específicos parecen mayoritarios. Pero rara vez lo son, a menos que lo sean en forma muy pasajera.
El deber de un gobierno frente a las protestas es, sin duda, el de escucharlas y aprender de ellas. Pero, finalmente, en una democracia representativa, elegimos a los gobernantes para que gobiernen, en función de lo que es óptimo para el país en su conjunto. En suma, los elegimos para que ejerzan su criterio, usando la información privilegiada de la que disponen, para dirimir, con decisión, entre las incontables opciones, muchas de ellas incompatibles entre sí, que se le abren a una sociedad, y que variadas minorías procuran promover.
Al ver a gente protestando, hay quienes, lejos de entender esta lógica de la democracia representativa, la cuestionan, clamando por una democracia más participativa y directa, que refleje mejor las demandas ciudadanas. Suena bien ese clamor, pero es peligroso. Hace unos meses, el “Economist” publicó un lapidario estudio sobre cómo un exceso de consultas, de plebiscitos y de iniciativas ciudadanas ha llevado a que California esté al borde de la quiebra. Allí cualquier grupo de ciudadanos puede someter a plebiscito cualquier idea, y si el veredicto popular es afirmativo, la idea se convierte en ley. La consecuencia es que el 70 por ciento de los gastos fiscales en California ya han sido fijados en forma directa por una ciudadanía que, a la vez, ha logrado prohibir aumentos tributarios. El caos resultante es producto de que el que promueve una iniciativa ciudadana no ve, o no le importa, el conjunto.
Este caos que hay en California deriva de un proceso que en su origen albergaba las mejores intenciones, las de profundizar la democracia. No se puede decir lo mismo del cínico uso que se ha hecho de la democracia directa en países como Venezuela o el Ecuador, para más bien concentrar el poder. En Ecuador, hace poco, el Presidente Correa logró adjudicarse en un plebiscito facultades leoninas para controlar la prensa y el Poder Judicial. Eso es usar democracia directa para consolidar una dictadura.
En Chile no nos tentemos con los cantos de sirena de una democracia supuestamente más participativa, y no nos olvidemos nunca de que el deber de un gobierno es el de gobernar bien, por encima de los clamores coyunturales que emanan de la calle o de las encuestas.
Nota: Este artículo fue publicado originalmente por El Mercurio.
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