ESCRIBEN NUESTROS SOCIOS: ROBERTO AMPUERO
LA TERCERA EDICION IMPRESA
Revista El Semanal domingo 18 de marzo de 2012
Adiós, papá
El escritor Roberto Ampuero viajó desde México -donde es embajador- hasta Valparaíso para enterrar a su padre, quien murió el sábado 10 de marzo. Aquí escribe la historia de ese hombre que amó y admiró profundamente, repasa sus mejores recuerdos de él y, de paso, recorre la ciudad porteña donde la familia desarrolló su vida mirando el mar. Este es su personal homenaje a don Roberto Ampuero Brulé.
por Roberto Ampuero
Ha muerto mi padre. Estoy en nuestra embajada en Ciudad de México cuando me llega la noticia. Todos los aviones viajan llenos a Chile, pero Lan logra incluirme en uno para que arribe al sepelio. Yo sabía que a mi padre le quedaba poco, pero nadie está preparado para la muerte del padre. Dos semanas antes estuve con él en Viña del Mar. "Quiero que vengas", me había ordenado al teléfono, "necesito que nos despidamos". Cancillería me autorizó el viaje relámpago que solicité y pude despedirme de papá en uno de sus últimos instantes de lucidez. Don Roberto Ampuero Brulé fue un hombre dichoso y afortunado, que disfrutó su familia y sus amigos, sus viajes por el mundo y su larga existencia, y por ello con Angélica, mi madre, y Mónica, mi hermana, decidimos que su adiós frente al Pacífico fuese una celebración de su vida.
Cuando tenía sólo 16 años mi padre llegó hasta la casona amarilla de tres pisos de don Valentín Espinoza Ascencio, en las inmediaciones de la Plaza Echaurren, en Valparaíso. Su objetivo: conversar con don Valentín, un hombre alto, culto y severo, que trabajaba en el diario La Unión, y leía a Jacques Maritain y Pierre Teilhard de Chardin. Sorprendido, Don Valentín lo hizo tomar asiento en el living. "Usted dirá", le dijo al muchacho. "Vengo a pedirle la mano de su hija", anunció nuestro padre sin que le temblara la voz. Se había enamorado de Angélica desde que la divisó asomada en el balcón de su casa cuando él caminaba a la escuela. "Bien, señor", le dijo mi futuro abuelo, serio, "he tomado nota de su petición. Sírvase volver a esta casa a retomar el tema cuando tenga oficio, recursos y casa que ofrecerle a mi hija". Nueve años después de un pololeo que mi abuelo y su hijo Néstor Fabio intentaron hacer naufragar, nuestro padre regresó al living, se sentó en el mismo sillón y le dijo a don Valentín: "Tengo un buen trabajo en la Pacific Steam Navigation Company, compré casa nueva con vista al mar en la Avenida Alemania y amo más que antes a Angélica. Vengo a pedirle su mano otra vez". Al abuelo no le quedó más que aceptar que el hijo de un chilote y una francesa de la Normandía se casara con su hija menor.
Cuando nuestro padre falleció, el sábado 10 de marzo, estaba sólo a 15 días de celebrar 60 años de matrimonio con mamá y nueve de pololeo, el que incluyó citas con chaperonas que iban de la céntrica Plaza de la Victoria al Parque Rubén Darío, junto al mar. Mi hermana y yo, y nuestros hijos y nietos, descendemos, como dijo la escritora Isabel Allende, de un amor tan grande que nos emociona, compromete y honra.
Nuestro padre, que se dedicó a la actividad naviera, fue masón durante medio siglo, hasta el final de sus días, socialdemócrata independiente y amante del trabajo manual y la gente sencilla. Tenía amigos con oficios asombrosos: volantineros finos, criadores de canarios azules y rojos de bello trinar, apicultores que cosechan la mejor miel del mundo, vendedores de motemey, fabricantes de sombreros, organilleros con loritos que reparten la suerte, buceadores y lancheros de la bahía, espías retirados de países lejanos, sastres árabes y españoles, náufragos taciturnos, poetas inéditos y libreros de viejo. En su juventud, mi padre compraba a un marchante libros recién editados de autores chilenos. Por ello en casa hubo siempre primeras ediciones de Mistral, Neruda, Coloane o D'Halmar, volúmenes sobre flotas marítimas o la historia de la Guerra del Pacífico, escritos por chilenos, peruanos o bolivianos. Fue un gran patriota, pero reconocía las virtudes de los países vecinos, a quienes nos enseñó a respetar. Solidarizaba con los republicanos españoles que hallaron asilo en Chile, fue defensor de las minorías y cuando niños nos compró el Diario de Ana Frank y nos habló del Holocausto. Cuando en la década del 40 los nazis mostraban su poder en las calles de Valparaíso, mi padre se unió a la oficina de información de Estados Unidos para combatirlos y distribuir la revista En Guardia. Guardaba con orgullo el certificado que elogia sus acciones en contra del eje en Valparaíso, una fase desconocida de su existencia.
Como hijo de un marino de la época de los veleros y vapores que cruzaban el Estrecho de Magallanes, nuestro padre admiraba a la gente no por su retórica o prosapia sino por su talento manual, por lo que sabían hacer y hacían por los demás. En las noches de furiosos temporales porteños, salía con un termo a servir café a los carabineros que hacían guardia en nuestro cerro San Juan de Dios. Tres meses antes de morir lo llevamos al monumento a Arturo Prat, en la Plaza de los Héroes de Valparaíso, donde descansan también los restos del Capitán de Altos de la Esmeralda, Jacinto Ampuero, muerto en Iquique.
Siempre sentí que mi padre tenía nostalgia por la historia y el mundo, y que por ello disfrutaba los viajes como un niño. Era quizás la forma en que seguía las rutas que habían recorrido su padre Eusebio, su tío Domingo, su madre Genevieve y sus abuelos arribados de Francia en veleros. Tenía sentido del humor, era un conversador inagotable, dueño de una memoria prodigiosa, habitante de un taller de herramientas mítico en el vecindario, donde hacía muebles finos en sus ratos libres. Le gustaba la pesca, las caminatas y las comisiones de volantines, en las que destacaban sus carretes de madera, barnizados y elaborados.
Nuestro padre, como descendiente de gente de mar, gozaba comiendo mariscos (era capaz de manejar día y noche hasta Angelmó sólo a saborear picorocos y erizos en la época en que los choros zapato calzaban 44), sabía preparar curantos y amaba los temporales de Valparaíso. Desde niños nos enseñó a reconocer los vientos que al día siguiente traen la lluvia o un día despejado, los que son amigos de los volantines y peligrosos para las embarcaciones, las lluvias que benefician a las frutas y las que matan pajaritos. Mi padre nos enseñó a descifrar los mugidos del antiguo faro de Valparaíso y las sirenas de incendio del puerto, conocía los lugares donde se comía bien y los que sólo estaban de moda. Recordaba los nombres de todas las tiendas de la época de esplendor de Valparaíso, conocía las historias de empresarios, profesionales, artistas y delincuentes destacados de la ciudad, torneaba trompos que bailaban sin fin y construía barcos a escala, actividad en la que obtuvo distinciones nacionales. Sabía además, instalar veleros con sus velas desplegadas en botellas de cualquier tipo. Mi padre fue como las casas de Valparaíso: vivió con los pies firmemente asentados en la tierra, pero mirando siempre hacia el horizonte, soñando con un mundo mejor para los suyos, su ciudad y su país, del cual se sentía orgulloso.
La mirada de mi padre sobre el mundo estuvo marcada por sensibilidades diversas: era medio chileno y medio francés, era porteño pero trabajaba en la PSNC, la legendaria empresa inglesa de vapores, donde los salones y el estilo llegaban de Londres; envió a sus hijos a un colegio alemán, donde sólo las clases de español eran en español; y viajó por el mundo con su esposa comparando Chile con Europa y Estados Unidos, pero siempre prefirió la tierra donde nació. Cuando le ofrecieron trabajo en Londres, supo que no podía irse para siempre de Chile. Amó a su familia, sus hermanos masones, sus amigos y colegas, sus hobbies -fue ebanista y un maestro volantinero que hacía volantines con hojas del Times de Londres, y era capaz de desarmar y volver a armar hasta la última pieza del motor de su auto o un reloj-. Amó la vida naviera, ámbito donde es una leyenda del Valparaíso de los últimos 65 años. Trabajó hasta los 84 años a cargo de un departamento de la Marval, la naviera de Francisco Lobos, y contempló hasta el último día el movimiento de los buques en el puerto. Conocía de memoria los nombres de las líneas navieras, la potencia de las grúas y el tonelaje de los barcos. Amó Valparaíso con su camanchaca, sus calles inclinadas y baches, con sus temporales y vientos, con su Año Nuevo en el Mar y sus frustraciones. Fue wanderino y siguió con sumo interés el acontecer nacional y mundial. Expresaba su opinión a través de cartas en los diarios de la ciudad, que las publicaban en lugar destacado. Tuvo una preocupación social permanente, demandó siempre equidad y justicia social, junto con democracia y libertades individuales. La junta de vecinos del Cerro San Juan de Dios lleva desde el 2011 el nombre de Roberto Ampuero Brulé porque él fue su primer presidente y motor de su fundación hace décadas.
Hoy lo despedimos con tristeza pero también con tranquilidad de espíritu, pues fue un hombre feliz: disfrutó a fondo su existencia. Sentimos paz interior pues logramos despedirnos de él en su última lucidez. Fue un hombre singular: nos enseñó a ser tolerantes, a respetar a los que piensan diferente, a pensar de forma independiente y a no temer las consecuencias por expresar la verdad personal. Rechazaba dictaduras del color que fuesen. Amaba Chile. Ese era mi padre. Nos despedimos de un ser único y maravilloso, conversador y alegre, erudito en varias materias y porteño, demócrata y patriota de corazón. Nos despedimos de él celebrando su larga y luminosa vida. Cuando me preguntan por su incidencia en mi literatura, digo que su vida inspira novelas. Gracias por lo que nos diste y enseñaste. ¡Adiós, papá!
Revista El Semanal domingo 18 de marzo de 2012
Adiós, papá
El escritor Roberto Ampuero viajó desde México -donde es embajador- hasta Valparaíso para enterrar a su padre, quien murió el sábado 10 de marzo. Aquí escribe la historia de ese hombre que amó y admiró profundamente, repasa sus mejores recuerdos de él y, de paso, recorre la ciudad porteña donde la familia desarrolló su vida mirando el mar. Este es su personal homenaje a don Roberto Ampuero Brulé.
por Roberto Ampuero
Ha muerto mi padre. Estoy en nuestra embajada en Ciudad de México cuando me llega la noticia. Todos los aviones viajan llenos a Chile, pero Lan logra incluirme en uno para que arribe al sepelio. Yo sabía que a mi padre le quedaba poco, pero nadie está preparado para la muerte del padre. Dos semanas antes estuve con él en Viña del Mar. "Quiero que vengas", me había ordenado al teléfono, "necesito que nos despidamos". Cancillería me autorizó el viaje relámpago que solicité y pude despedirme de papá en uno de sus últimos instantes de lucidez. Don Roberto Ampuero Brulé fue un hombre dichoso y afortunado, que disfrutó su familia y sus amigos, sus viajes por el mundo y su larga existencia, y por ello con Angélica, mi madre, y Mónica, mi hermana, decidimos que su adiós frente al Pacífico fuese una celebración de su vida.
Cuando tenía sólo 16 años mi padre llegó hasta la casona amarilla de tres pisos de don Valentín Espinoza Ascencio, en las inmediaciones de la Plaza Echaurren, en Valparaíso. Su objetivo: conversar con don Valentín, un hombre alto, culto y severo, que trabajaba en el diario La Unión, y leía a Jacques Maritain y Pierre Teilhard de Chardin. Sorprendido, Don Valentín lo hizo tomar asiento en el living. "Usted dirá", le dijo al muchacho. "Vengo a pedirle la mano de su hija", anunció nuestro padre sin que le temblara la voz. Se había enamorado de Angélica desde que la divisó asomada en el balcón de su casa cuando él caminaba a la escuela. "Bien, señor", le dijo mi futuro abuelo, serio, "he tomado nota de su petición. Sírvase volver a esta casa a retomar el tema cuando tenga oficio, recursos y casa que ofrecerle a mi hija". Nueve años después de un pololeo que mi abuelo y su hijo Néstor Fabio intentaron hacer naufragar, nuestro padre regresó al living, se sentó en el mismo sillón y le dijo a don Valentín: "Tengo un buen trabajo en la Pacific Steam Navigation Company, compré casa nueva con vista al mar en la Avenida Alemania y amo más que antes a Angélica. Vengo a pedirle su mano otra vez". Al abuelo no le quedó más que aceptar que el hijo de un chilote y una francesa de la Normandía se casara con su hija menor.
Cuando nuestro padre falleció, el sábado 10 de marzo, estaba sólo a 15 días de celebrar 60 años de matrimonio con mamá y nueve de pololeo, el que incluyó citas con chaperonas que iban de la céntrica Plaza de la Victoria al Parque Rubén Darío, junto al mar. Mi hermana y yo, y nuestros hijos y nietos, descendemos, como dijo la escritora Isabel Allende, de un amor tan grande que nos emociona, compromete y honra.
Nuestro padre, que se dedicó a la actividad naviera, fue masón durante medio siglo, hasta el final de sus días, socialdemócrata independiente y amante del trabajo manual y la gente sencilla. Tenía amigos con oficios asombrosos: volantineros finos, criadores de canarios azules y rojos de bello trinar, apicultores que cosechan la mejor miel del mundo, vendedores de motemey, fabricantes de sombreros, organilleros con loritos que reparten la suerte, buceadores y lancheros de la bahía, espías retirados de países lejanos, sastres árabes y españoles, náufragos taciturnos, poetas inéditos y libreros de viejo. En su juventud, mi padre compraba a un marchante libros recién editados de autores chilenos. Por ello en casa hubo siempre primeras ediciones de Mistral, Neruda, Coloane o D'Halmar, volúmenes sobre flotas marítimas o la historia de la Guerra del Pacífico, escritos por chilenos, peruanos o bolivianos. Fue un gran patriota, pero reconocía las virtudes de los países vecinos, a quienes nos enseñó a respetar. Solidarizaba con los republicanos españoles que hallaron asilo en Chile, fue defensor de las minorías y cuando niños nos compró el Diario de Ana Frank y nos habló del Holocausto. Cuando en la década del 40 los nazis mostraban su poder en las calles de Valparaíso, mi padre se unió a la oficina de información de Estados Unidos para combatirlos y distribuir la revista En Guardia. Guardaba con orgullo el certificado que elogia sus acciones en contra del eje en Valparaíso, una fase desconocida de su existencia.
Como hijo de un marino de la época de los veleros y vapores que cruzaban el Estrecho de Magallanes, nuestro padre admiraba a la gente no por su retórica o prosapia sino por su talento manual, por lo que sabían hacer y hacían por los demás. En las noches de furiosos temporales porteños, salía con un termo a servir café a los carabineros que hacían guardia en nuestro cerro San Juan de Dios. Tres meses antes de morir lo llevamos al monumento a Arturo Prat, en la Plaza de los Héroes de Valparaíso, donde descansan también los restos del Capitán de Altos de la Esmeralda, Jacinto Ampuero, muerto en Iquique.
Siempre sentí que mi padre tenía nostalgia por la historia y el mundo, y que por ello disfrutaba los viajes como un niño. Era quizás la forma en que seguía las rutas que habían recorrido su padre Eusebio, su tío Domingo, su madre Genevieve y sus abuelos arribados de Francia en veleros. Tenía sentido del humor, era un conversador inagotable, dueño de una memoria prodigiosa, habitante de un taller de herramientas mítico en el vecindario, donde hacía muebles finos en sus ratos libres. Le gustaba la pesca, las caminatas y las comisiones de volantines, en las que destacaban sus carretes de madera, barnizados y elaborados.
Nuestro padre, como descendiente de gente de mar, gozaba comiendo mariscos (era capaz de manejar día y noche hasta Angelmó sólo a saborear picorocos y erizos en la época en que los choros zapato calzaban 44), sabía preparar curantos y amaba los temporales de Valparaíso. Desde niños nos enseñó a reconocer los vientos que al día siguiente traen la lluvia o un día despejado, los que son amigos de los volantines y peligrosos para las embarcaciones, las lluvias que benefician a las frutas y las que matan pajaritos. Mi padre nos enseñó a descifrar los mugidos del antiguo faro de Valparaíso y las sirenas de incendio del puerto, conocía los lugares donde se comía bien y los que sólo estaban de moda. Recordaba los nombres de todas las tiendas de la época de esplendor de Valparaíso, conocía las historias de empresarios, profesionales, artistas y delincuentes destacados de la ciudad, torneaba trompos que bailaban sin fin y construía barcos a escala, actividad en la que obtuvo distinciones nacionales. Sabía además, instalar veleros con sus velas desplegadas en botellas de cualquier tipo. Mi padre fue como las casas de Valparaíso: vivió con los pies firmemente asentados en la tierra, pero mirando siempre hacia el horizonte, soñando con un mundo mejor para los suyos, su ciudad y su país, del cual se sentía orgulloso.
La mirada de mi padre sobre el mundo estuvo marcada por sensibilidades diversas: era medio chileno y medio francés, era porteño pero trabajaba en la PSNC, la legendaria empresa inglesa de vapores, donde los salones y el estilo llegaban de Londres; envió a sus hijos a un colegio alemán, donde sólo las clases de español eran en español; y viajó por el mundo con su esposa comparando Chile con Europa y Estados Unidos, pero siempre prefirió la tierra donde nació. Cuando le ofrecieron trabajo en Londres, supo que no podía irse para siempre de Chile. Amó a su familia, sus hermanos masones, sus amigos y colegas, sus hobbies -fue ebanista y un maestro volantinero que hacía volantines con hojas del Times de Londres, y era capaz de desarmar y volver a armar hasta la última pieza del motor de su auto o un reloj-. Amó la vida naviera, ámbito donde es una leyenda del Valparaíso de los últimos 65 años. Trabajó hasta los 84 años a cargo de un departamento de la Marval, la naviera de Francisco Lobos, y contempló hasta el último día el movimiento de los buques en el puerto. Conocía de memoria los nombres de las líneas navieras, la potencia de las grúas y el tonelaje de los barcos. Amó Valparaíso con su camanchaca, sus calles inclinadas y baches, con sus temporales y vientos, con su Año Nuevo en el Mar y sus frustraciones. Fue wanderino y siguió con sumo interés el acontecer nacional y mundial. Expresaba su opinión a través de cartas en los diarios de la ciudad, que las publicaban en lugar destacado. Tuvo una preocupación social permanente, demandó siempre equidad y justicia social, junto con democracia y libertades individuales. La junta de vecinos del Cerro San Juan de Dios lleva desde el 2011 el nombre de Roberto Ampuero Brulé porque él fue su primer presidente y motor de su fundación hace décadas.
Hoy lo despedimos con tristeza pero también con tranquilidad de espíritu, pues fue un hombre feliz: disfrutó a fondo su existencia. Sentimos paz interior pues logramos despedirnos de él en su última lucidez. Fue un hombre singular: nos enseñó a ser tolerantes, a respetar a los que piensan diferente, a pensar de forma independiente y a no temer las consecuencias por expresar la verdad personal. Rechazaba dictaduras del color que fuesen. Amaba Chile. Ese era mi padre. Nos despedimos de un ser único y maravilloso, conversador y alegre, erudito en varias materias y porteño, demócrata y patriota de corazón. Nos despedimos de él celebrando su larga y luminosa vida. Cuando me preguntan por su incidencia en mi literatura, digo que su vida inspira novelas. Gracias por lo que nos diste y enseñaste. ¡Adiós, papá!
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