Es una antología de obras de Sergio Larraín
Edwards, Jorge
La Segunda Viernes 26 de Octubre de 2012
Luces verticales
La Segunda Viernes 26 de Octubre de 2012
Luces verticales
Subimos por callejuelas angostas,
encontradas, donde parece que no puede caber un automóvil normal, al costado del
muro y de los árboles del Cementerio de Montmartre, cerca del estudio que
perteneció a Tristán Tzara, de la antigua calle de Vicente Huidobro, del
departamento de André Breton y de Elisa, su mujer de origen chileno, y entramos
por una puerta metálica, de garaje o de fábrica, al espacio que perteneció y
donde trabajó Cartier-Bresson, uno de los grandes fotógrafos del siglo XX. El
espacio en cuestión pasó a ser al cabo de algunos años el centro de operaciones
de la Agencia Magnum y ahora también pertenece, o está relacionado de alguna
manera, con la Fundación Magnum. Se sube por una escalera de caracol más bien
intrincada. Queda en el eje de la escalera una caja de ascensor cilíndrica, pero
sin ascensor: con un sobre grande y lleno de estampillas, que alguna vez contuvo
trabajos fotográficos, y una rama de flores secas, todo instalado en un fondo de
arenilla y guijarros.
Nos sentamos en
una mesa larga y nos traen la maqueta de un libro. Es una antología de obras de
Sergio Larraín, que ya se ha convertido, sin que nos demos ni cuenta, en un
clásico del arte fotográfico del siglo XX. Hay imágenes de Valparaíso, del
centro de Santiago, de Londres, de París. Las dos niñas enfocadas de espalda y
que bajan por una de las escaleras de Valparaíso, llevando, me parece, una
botella de leche en la mano, al menos una de ellas, son enigmáticas en su
silencio, en su condición de personas que se mueven, pero que están detenidas en
el tiempo. Tienen fragilidad, emoción, eternidad momentánea. No se sabe de dónde
vienen ni para dónde van. Cumplen, en cualquier caso, una función cotidiana, de
máxima rutina. Existen en lo diario y han sido separadas por la cámara de la
acción diaria. No puedo dejar de recordar escenas de Valparaíso. Alguien les
explicó a los miembros de la Fundación, con la más petulante de las seriedades,
que el nombre Queco venía de la palabra equeco. Los equecos, en las culturas
precolombinas del Perú y de Bolivia, son estatuillas de greda o de plata dotadas
de poderes mágicos. Creo que no tienen ninguna relación con el diminutivo
afectuoso con que conocíamos a Sergio Larraín. Después de las niñas de la
escalera, en su conmovedora y silenciosa concentración, aparece una serie de
interiores de la casona conocida como El Siete Espejos. Ibamos al Siete Espejos a bailar, a tomar una copa, a escuchar
piezas musicales para piano, arpas, bandoneones y violines. Había mujeres
gordas, semidesnudas, en los asientos de felpa rojiza de las orillas, pero todo
aquello parecía complemento, escenario, mundo teatral. Sergio, el Queco,
aprovechaba los espejos para multiplicar las figuras, para liberarlas de su
cansada unicidad, para volverlas irreales, o para acentuar su
irrealidad.
Después
entramos en las fotografías de niños vagos, abandonados, y la gente de Magnum
menciona el Hogar de Cristo. Me pregunto, entonces, si hubo una influencia del
padre Hurtado, ahora San Alberto Hurtado, en esta serie. Me parece divisar la
camioneta fundacional, la de los comienzos, en la esquina de una de las
fotografías. Son imágenes algo borrosas, crepusculares, oblicuas, captadas desde
la altura o desde el suelo, de perspectivas no usuales. Junto a los niños
desamparados hay perros, piernas de peatones, baldosas urbanas, roturas del
pavimento. Pasan por alguna parte monstruos mayores, seguidos de sombras. Es una
sensibilidad nueva, una manera diferente de mirar la ciudad. Mientras la
literatura abandonaba el criollismo tradicional y se llenaba de pesadillas, de
caserones deteriorados, cuarteados, de invunches, las artes visuales hacían un
recorrido parecido, paralelo, aunque con
variantes.
Yo cuento
una historia personal. Cuando llegué por primera vez a la casa de la familia del
Queco, a la orilla del Canal San Carlos, en los probables límites del Santiago
de entonces, divisé las ramas de un árbol que se movían. Después noté que el
árbol estaba cruzado, en la mitad de su altura, por unos tablones rústicos. Era
un piso, un medio para instalarse a mitad de camino entre las raíces y el cielo.
Las ramas estaban movidas por unas manos de adolescente, y detrás se perfilaban
ojos intensos, escrutadores. Es mi primera imagen del fotógrafo, de Sergio
Larraín, que nos espiaba desde atrás de esos altos ramajes. Más tarde nos
espiaría con una cámara en la mano, deslizándose por el espacio en forma
sigilosa. Algunas figuras de ese tiempo ya están descritas y contadas en el
primer tomo de mis memorias. Otras podrán entrar en el segundo, y hasta me
sobran personajes para el tercero. Es, me digo, un destino: el de mirar, el de
retener en la memoria, el de fijar en la fotografía o recrear en la palabra
escrita. ¿Para qué? No sabemos exactamente para qué, pero nos parece una acción
necesaria, un fascinante desdoblamiento.
Los
pescados colgados de garfios en un mercado de Valparaíso, las pesadas corvinas,
los congrios colorados, los modestos jureles, tienen una presencia crepuscular,
onírica. Las caras de los pescadores, curtidas, protegidas por gorros de lana
chilota, asoman detrás de armazones de madera. El agua del mar, detrás de ellos,
surcada por barcazas y remolcadores, llena de gaviotas detenidas en el aire,
acarrea manchas de aceite y resplandores más o menos inquietantes.
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