LA BIBLIOFILIA
BREVE HISTORIA DE LA BIBLIOFILIA
"Como toda aficción recolectora, la pasión de la bibliofilia tiene sus desvaríos y sus singularidades"
VÍCTOR INFANTES*
http://www.revistamercurio.es/index.php/revistas-mercurio-2011/mercurio-136/705-08breve-historia-de-la-bibliofilia
Una historia de la bibliofilia, aunque breve, es la historia de una de las muchas formas de coleccionismo. El bibliófilo colecciona libros, y manuscritos, al igual que otros atesoran cuadros, cerámicas, tapices y esculturas; cambia el objeto del deseo, pero casi nunca la actitud ni el carácter. Quizá la bibliofilia nació en el instante en que un individuo poseyó dos libros, pues hasta ese momento era el chamán o el sacerdote el encargado de conservar, nunca de poseer, el libro que contenía las ceremonias y los ritos de una comunidad. Cuando alguien, por placer, por herencia o por obligación, tuvo en su propiedad un par de códices, probablemente quiso tener otro más, quizá por curiosidad, quizá por diversificar los contenidos, quizá por una punzada de orgullo patrimonial. Fue un instante decisivo para la historia de la humanidad, porque desde la constitución de esta biblioteca primitiva, tal vez en Oriente y tal vez en una fecha que no concuerda con las del calendario romano, hasta que un bibliófilo inglés a caballo entre los siglos XVIII y XIX, Sir Richard Heber, acumuló cerca de 300.000 volúmenes repartidos en ocho casas por Europa –el catalogue de su venta, muerto el propietario, ocupa 13 tomos de apretada tipografía (Bibliotheca Heberiana, London, William Nicol, 1834-1837)–, la bibliofilia había escrito ya una larga historia de nombres señeros, colecciones fabulosas y bibliotecas desaparecidas.
Los historiadores de esta larga memoria de los depósitos del papel impreso, y manuscrito, no se ponen de acuerdo en los motivos que llevan a un individuo a comenzar la acumulación de ejemplares. La bibliofilia está íntimamente asociada al poder económico del adquiridor, porque sin maravedís, escudos, libras o euros, el número de ítems de una colección que se precie de serlo se resiente notablemente. No extrañe, entonces, que reyes, cardenales, dignatarios, aristócratas, estadistas y autoridades hayan sentido el coleccionismo impreso, y manuscrito, a los que modernamente habría que añadir empresarios, industriales, magnates y gentes con (muchos) posibles. Aunque ello no ha sido obstáculo para formar esa “biblioteca de libros, folletos y papeles humildes” que nos recordaba en su Ensayo..., así titulado, Francisco Giraldos (Barcelona, Imprenta Badía, 1931) en referencia a su propia colección. ¡Que le quiten el placer a un bibliófilo de completar los modestos 500 volúmenes de la Enciclopedia Pulga de las Ediciones G. P. de nuestra posguerra!
Todo coleccionismo implica categorías, clasificaciones y límites conceptuales y de intendencia. Los bibliófilos, tradicionalmente y desde sus orígenes, han acaparado los libros, y los manuscritos, intentando construir esa bibliotheca universal donde estuvieran representados los conocimientos de su época histórica (y pretérita). Perseguían la posesión de los saberes a través de los testimonios escritos, o impresos, depositados en ellos, y no puede extrañar la diversidad de materias –y, por tanto, del número de ejemplares– de las bibliotecas de Hernando Colón, quizá el primer bibliófilo confeso de nuestra patria; Gaspar de Guzmán, conde duque de Olivares; Lorenzo Ramírez de Prado o Nicolás Antonio; hasta llegar a Pedro Caro y Sureda, marqués de La Romana; a los Salvá, Vicente y Pedro; a Ricardo Heredia y Livermore, conde de Benahavís; a Bartolomé José Gallardo; a Joaquín Gómez de la Cortina, marqués de Morante; al Marqués de Jerez de los Caballeros y su hermano gemelo el Duque de T’Serclaes de Tilly; a José Lázaro Galdiano o al mismísimo Marcelino Menéndez y Pelayo, entre otros muchos nombres señeros que recogen Manuel Sánchez Mariana en Bibliófilos españoles: desde sus orígenes hasta los albores del siglo XX (Madrid, Biblioteca Nacional; Ollero & Ramos, 1993) y Francisco Vindel en Los bibliófilos y sus bibliotecas desde la introducción de la imprenta en España hasta nuestros días (Madrid, Imprenta Góngora, 1934; Madrid, Libris, 1992).
Desde mediados del siglo XIX, ante el auge de las subastas y la edición de catálogos de ventas de los libreros europeos y americanos, se desarrolla la bibliofilia (digamos) temática y se empiezan a coleccionar determinadas materias, motivos o peculiaridades. Libros de cocina (Mariano Pardo de Figueroa, Doctor Thebussem), de novelas de caballerías (José de Salamanca y Mayol, Marqués de Salamanca), de música (Francisco Asenjo Barbieri), de toros (José Carmena Millán), de grabados y dibujos (Valentín Carderera), por no citar el entonces naciente coleccionismo cervantino y quijotesco; pero también ediciones de un determinado impresor (Ibarra, Bodoni, Sancha), de un determinado lugar, de una determinada cronología, o bien por formatos, por determinados encuadernadores, por su tirada, por ser solo primeras ediciones, etc.
Como toda afición recolectora, la pasión de la bibliofilia también tiene sus desvaríos y sus singularidades; muchas de ellas, enmascaradas en unas leyendas de trasmisión oral que envidiosos y congéneres propagaron con una mezcla de envidia y autosatisfacción, otras, vividas por los suministradores de estas dosis impresas, y manuscritas, es decir: por los libreros, que en sus ocasionales memorias desvelaban los caprichos y las aficiones de sus clientes (siempre, cautelosamente, post mortem). Porque toda pasión tiene sus excesos, sus instantes de supremo placer y sus momentos de decaimiento y abandono, con la ventaja, en el caso de la bibliofilia, de no sentir jamás celos de ninguna nueva pieza, que convive educadamente con su antecesora, sin que por ello cambie el cariño que se le sigue profesando; por ello la anatomía emocional del bibliófilo, como titula Holbrook Jackson su conocido estudio: The anatomy of bibliomania (Londres, The Soncino Press, 1930), está sujeta a numerosas veleidades, manías y desafueros sobre los que se han escrito emotivas páginas desde que se fueron descubriendo los primeros síntomas de los pacientes aquejados por esta patología.
Sirvan de referencia a quienes se interesen por ahondar en esta dolencia, casi siempre degenerativa, las páginas de Manuel Porrúa, Bibliofilia y bibliofobia (México, Manuel Porrúa, 1978); Nicholas A. Basbanes, A Gentle Madness: bibliophiles, bibliomanes and the eternal passion for books (Nueva York, H. Holt and Co., 1995); Francisco Mendoza Díaz-Maroto, La pasión por los libros: un acercamiento a la bibliofilia (Madrid, Espasa, 2002), que anda ya por su tercera edición, o Joaquín Rodríguez, Bibliofrenia o la pasión irrefrenable por los libros (Barcelona, Melusina, 2010). Hay afectados que han escrito su propio historial clínico con el único afán de rememorar los primeros síntomas de la infección, casos recientes y ya publicados son Las confesiones de un bibliófago de Jorge Ordaz (Madrid, Espasa, 1989) o Leer para contarlo: memorias de un bibliófilo aragonés de José Luis Melero Rivas (Zaragoza, Biblioteca Aragonesa de Cultura, 2003), cuya lectura puede servir de testimonio para futuros contagios.
El genoma de esta pasión lo describió admirablemente el senequismo poético de Fernando Pessoa: “No tengo ambiciones ni deseos, / ser coleccionista no es una ambición mía, / es mi manera de estar solo”.
(*) Catedrático de Literatura y autor de La Biblia de los bibliófilos.
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