El galardón al escritor chino Mo Yan
Premio Nobel de literatura y política
El galardón al escritor chino Mo Yan, envuelto en controversia por su relación con el régimen
La Academia le premia por “enfrentarse a 50 años de propaganda”
Álex Vicente Estocolmo
El País Cultura 10 DIC 2012 - 19:35 CET12
La ceremonia pareció hecha a medida para Mo Yan, puesto que el rígido protocolo no contempla que los premiados con el Nobel pronuncien ningún discurso. El escritor, laureado con el premio en la categoría literaria, ni siquiera se vio forzado a abrir la boca. Le bastó con agradecer el premio con las tres tradicionales reverencias que dicta la etiqueta: una ante el rey Carlos Gustavo, la segunda ante los miembros de la Academia y la tercera ante un público al que, a ratos, parecía que se le caían los párpados. Ante el silencio de Mo Yan, que en los últimos días había evitado pronunciarse sobre la situación política en su país, hasta el punto de justificar la censura y provocar la ira de la disidencia china, fueron los demás los que tomaron la palabra por él.
El presidente del comité literario, Per Wästberg, dejó de lado el discurso formalista sobre su “realismo alucinatorio” que había acompañado el anuncio del premio en octubre y circuló por derroteros bastante más políticos. Por ejemplo, sosteniendo que la historia china que contiene la obra de Mo Yan nunca concuerda con la versión oficial. “Describe un pasado que, con sus exageraciones y parodias, supone una revisión convincente y mordaz de cincuenta años de propaganda”, dijo Wästberg, quien añadió: “A través del ridículo y el sarcasmo, arremete contra la historia y sus falsificaciones, contra la penuria y la hipocresía política. La brutalidad de la China del siglo XX nunca ha sido descrita con tanta desnudez”. Mo Yan lo observaba con cara de querer volverse a su pueblo.
Las voces de la oposición, que no han dejado de denunciar la excesiva obediencia de Mo Yan al régimen, parecieron más calmadas que durante el fin de semana, cuando el poeta Ye Du le había comparado con “una prostituta”, mientras el artista Ai Weiwei le acusaba de “traición y capitulación”. Solo el escritor disidente Liao Yiwu, exiliado en Alemania tras escapar del territorio chino en 2011, escapó a la regla firmando una virulenta tribuna en Le Monde. “Para ser justo, hay que reconocer que sus escritos denuncian los males del régimen. Mo Yan ha desvelado algunas sombras del periodo maoísta, en los límites autorizados, pero evitando evocar las que han sido cometidas durante la regencia de los actuales dirigentes”, escribió. “Adorno dijo que escribir poesía después de Auschwitz era un acto de barbarie. En China, el equivalente es este: escribir sin dejar testimonio es vergonzoso”.
Según Liao Yiwu, Mo Yan formó parte del movimiento de la plaza Tiananmen, antes de adherirse a las políticas del pragmático Deng Xiaoping, que impulsó la propiedad privada y la iniciativa individual. Desde entonces, sus declaraciones en público han sido extremadamente prudentes. Con algunas excepciones. En la misma cabecera francesa, Mo Yan respondía en una entrevista aparecida en 2009: “He contado mis historias utilizando técnicas surrealistas, el cuento y la fábula, de manera que las autoridades no sabían muy bien cómo tomárselas, cuando en realidad encerraban una carga crítica muy fuerte”. En la misma conversación, recordaba que su familia le enseñó desde pequeño a no hablar más de la cuenta.
Sin duda, una clave para entender las críticas minimalistas que ha pronunciado esta semana en Estocolmo. No hay que olvidar, como han apuntado algunos intelectuales chinos bajo cubierto de anonimato, que Mo Yan no se encuentra en el exilio, sino que sigue viviendo en China, donde medró socialmente adhiriéndose al partido a propuesta de su padre y donde actualmente ocupa la vicepresidencia de la asociación de escritores chinos, respaldada por el ejecutivo.
Con esta sucesión de forzadas reverencias terminaba la semana de celebraciones en torno a los Nobel. La ceremonia en la Sala de Conciertos y el posterior banquete en el ayuntamiento de Estocolmo suponían el punto final a un rosario de discursos y conferencias emitidos por la televisión pública. Los premios, que recompensan algo tan anacrónico como el saber “en beneficio de la humanidad” fueron entregados en el orden habitual y separados por los habituales interludios musicales a cargo de la Real Orquesta Filarmónica de Estocolmo, con obras de Tchaikovsky, Rossini y Gershwin. Los laureados en Física, David J. Vineland y Serge Laroche, fueron reconocidos por sus investigaciones en física cuántica. En Química se escogió a Robert J. Lefwokitz y Brian Kobilka por su estudio de los receptores celulares. El británico John B. Gordon y el japonés Shinya Yamanaka ganaron el premio de Medicina por demostrar que las células adultas son susceptibles de ser reprogramadas para desarrollar otros tejidos. Y los estadounidenses Alvin E. Roth y Lloyd S. Shapley lograron el de Economía por su trabajo sobre el diseño de los mercados y la teoría de las asignaciones estables. Todos se llevaron ocho millones de coronas suecas (unos 900.000 euros), un 20% menos que en años anteriores. Los responsables del premio han decidido bajar la asignación para asegurarse su supervivencia a largo término. Que ni siquiera la Fundación Nobel quede al margen de los estragos económicos debe de querer decir que la situación es tirando a grave.
El presidente del comité literario, Per Wästberg, dejó de lado el discurso formalista sobre su “realismo alucinatorio” que había acompañado el anuncio del premio en octubre y circuló por derroteros bastante más políticos. Por ejemplo, sosteniendo que la historia china que contiene la obra de Mo Yan nunca concuerda con la versión oficial. “Describe un pasado que, con sus exageraciones y parodias, supone una revisión convincente y mordaz de cincuenta años de propaganda”, dijo Wästberg, quien añadió: “A través del ridículo y el sarcasmo, arremete contra la historia y sus falsificaciones, contra la penuria y la hipocresía política. La brutalidad de la China del siglo XX nunca ha sido descrita con tanta desnudez”. Mo Yan lo observaba con cara de querer volverse a su pueblo.
Las voces de la oposición, que no han dejado de denunciar la excesiva obediencia de Mo Yan al régimen, parecieron más calmadas que durante el fin de semana, cuando el poeta Ye Du le había comparado con “una prostituta”, mientras el artista Ai Weiwei le acusaba de “traición y capitulación”. Solo el escritor disidente Liao Yiwu, exiliado en Alemania tras escapar del territorio chino en 2011, escapó a la regla firmando una virulenta tribuna en Le Monde. “Para ser justo, hay que reconocer que sus escritos denuncian los males del régimen. Mo Yan ha desvelado algunas sombras del periodo maoísta, en los límites autorizados, pero evitando evocar las que han sido cometidas durante la regencia de los actuales dirigentes”, escribió. “Adorno dijo que escribir poesía después de Auschwitz era un acto de barbarie. En China, el equivalente es este: escribir sin dejar testimonio es vergonzoso”.
Según Liao Yiwu, Mo Yan formó parte del movimiento de la plaza Tiananmen, antes de adherirse a las políticas del pragmático Deng Xiaoping, que impulsó la propiedad privada y la iniciativa individual. Desde entonces, sus declaraciones en público han sido extremadamente prudentes. Con algunas excepciones. En la misma cabecera francesa, Mo Yan respondía en una entrevista aparecida en 2009: “He contado mis historias utilizando técnicas surrealistas, el cuento y la fábula, de manera que las autoridades no sabían muy bien cómo tomárselas, cuando en realidad encerraban una carga crítica muy fuerte”. En la misma conversación, recordaba que su familia le enseñó desde pequeño a no hablar más de la cuenta.
Sin duda, una clave para entender las críticas minimalistas que ha pronunciado esta semana en Estocolmo. No hay que olvidar, como han apuntado algunos intelectuales chinos bajo cubierto de anonimato, que Mo Yan no se encuentra en el exilio, sino que sigue viviendo en China, donde medró socialmente adhiriéndose al partido a propuesta de su padre y donde actualmente ocupa la vicepresidencia de la asociación de escritores chinos, respaldada por el ejecutivo.
Con esta sucesión de forzadas reverencias terminaba la semana de celebraciones en torno a los Nobel. La ceremonia en la Sala de Conciertos y el posterior banquete en el ayuntamiento de Estocolmo suponían el punto final a un rosario de discursos y conferencias emitidos por la televisión pública. Los premios, que recompensan algo tan anacrónico como el saber “en beneficio de la humanidad” fueron entregados en el orden habitual y separados por los habituales interludios musicales a cargo de la Real Orquesta Filarmónica de Estocolmo, con obras de Tchaikovsky, Rossini y Gershwin. Los laureados en Física, David J. Vineland y Serge Laroche, fueron reconocidos por sus investigaciones en física cuántica. En Química se escogió a Robert J. Lefwokitz y Brian Kobilka por su estudio de los receptores celulares. El británico John B. Gordon y el japonés Shinya Yamanaka ganaron el premio de Medicina por demostrar que las células adultas son susceptibles de ser reprogramadas para desarrollar otros tejidos. Y los estadounidenses Alvin E. Roth y Lloyd S. Shapley lograron el de Economía por su trabajo sobre el diseño de los mercados y la teoría de las asignaciones estables. Todos se llevaron ocho millones de coronas suecas (unos 900.000 euros), un 20% menos que en años anteriores. Los responsables del premio han decidido bajar la asignación para asegurarse su supervivencia a largo término. Que ni siquiera la Fundación Nobel quede al margen de los estragos económicos debe de querer decir que la situación es tirando a grave.
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