La Frick Collection de Nueva York
La Frick Collection de Nueva York embauca a John Banville
El reconocido escritor irlandés recuerda su última visita a la galería estadounidense
El Pais 20 MAY 2013 - 16:19 CET
De todas las galerías que he visto en el mundo, la Frick Collection en Nueva York es mi favorita. Tiene exactamente el tamaño perfecto para que uno no se sienta ni intimidado ni agotado por el número de tésoros que expone; también, está situado en uno de los edificios más adorables de Manhattan. Por supuesto, uno debe ignorar que la colección fue reunida por Henry Clay Frick, un gran ladrón y barón del apogeo estadounidense. El precio del arte es alto.
En una visita reciente a Nueva York coincidí felizmente con una exhibición especial de un puñado de obras de arte del incomparable Piero della Francesca, incluyendo La virgen con Niño y cuatro ángeles, una pieza transcendental que muestra al artista en su esplendorosa tranquilidad y misterio.
Lo que no sabía es que había otra exhibición en Frick de dibujos de la colección Clark en Williamstown (Massachusetts). Lo más destacable de este espectáculo, para mí, fue la pequeña sala que contenía una docena de litografías de Toulouse-Lautrec. Estas imágenes resultan familiares por la incontable cantidad de veces que uno ha visto una reproducción de estas, pero ninguna le puede hacer justicia a lo que uno puede llamar la delicadez muscular de Lautrec, su maestría de la línea y el volumen, y su genialidad como colorista. Este es uno de los pláceres de los museos, que en cada visita uno tropieza con algo nuevo, sorprendente y encantador.
En una visita reciente a Nueva York coincidí felizmente con una exhibición especial de un puñado de obras de arte del incomparable Piero della Francesca, incluyendo La virgen con Niño y cuatro ángeles, una pieza transcendental que muestra al artista en su esplendorosa tranquilidad y misterio.
Lo que no sabía es que había otra exhibición en Frick de dibujos de la colección Clark en Williamstown (Massachusetts). Lo más destacable de este espectáculo, para mí, fue la pequeña sala que contenía una docena de litografías de Toulouse-Lautrec. Estas imágenes resultan familiares por la incontable cantidad de veces que uno ha visto una reproducción de estas, pero ninguna le puede hacer justicia a lo que uno puede llamar la delicadez muscular de Lautrec, su maestría de la línea y el volumen, y su genialidad como colorista. Este es uno de los pláceres de los museos, que en cada visita uno tropieza con algo nuevo, sorprendente y encantador.
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