LA ULTIMA CENA EN CHILE DE CARLOS FUENTES
Dos cenas: A un año de la muerte de Carlos Fuentes
La Segunda mayo de 2003
Hace casi exactamente un año murió el escritor mexicano Carlos Fuentes. Vale la pena recordarlo no sólo por sus grandes novelas. También porque su desaparición marca, posiblemente, el declive de una forma de vivir y compartir la cultura, al menos en Latinoamérica. Ahora que predomina la ordinariez de la farándula la elegancia de Fuentes, sus modales impecables, eran todo un testimonio cultural.
Intentaré ilustrarlo con una anécdota. Una semana antes de morir Fuentes estuvo cenando en mi casa, en Santiago de Chile. Mi mujer se desvivió ante la posibilidad de retribuir tantas atenciones anteriores de Fuentes: en Madrid, en México, en Aix-en-Provence, entre otras. Por eso se esmeró en presentar una mesa bonita y en preparar una comida escogida. Puso un mantel largo, copas de cristal, contrató a un mozo.
Carlos y su mujer llegaron muy puntuales y elegantes, como siempre. Después de unos aperitivos con pisco sour y mariscos, pasamos a la mesa. La conversación mezcló, sin aparentes fisuras, la literatura universal y la política contemporánea. Era parte del estilo inimitable de Fuentes su habilidad para conectar “La Guerra y la Paz”, de Tolstoi, con la guerra contra el narco en México, por ejemplo, haciendo patente que una podía iluminar a la otra. Fuentes tenía esa capacidad de hacer actual la tradición y enlazarla con la acción contemporánea.
Sus dedos finos, culminados en uñas largas, de mandarín, manejaban los cubiertos con delicadeza, pinchando y cortando la carne frugalmente. Se lo veía pálido y cansado. Envejecido desde la última vez que nos vimos. Venía de un viaje de seis semanas, nos contó, por cinco países. A último minuto, estando en Buenos Ares, había decidido agregar esta sexta parada, en Chile. Aún así se sentaba muy recto en su silla y, mostrando sus perfectos modales, animaba con bríos y gentileza la conversación con sus amigos chilenos invitados a la cena.
Por mi parte, yo lo escuchaba hablar y lo miraba comer, más bien en silencio. Me preguntaba de dónde sacaba Fuentes esa energía a sus 83 años. Y también experimentaba esa curiosa sensación de déjà vu, de ya haber visto antes esa escena.
¿Pero dónde?
Al fin lo recordé. En su ensayo titulado “Cómo empecé a escribir”, Carlos Fuentes narró su encuentro con Thomas Mann, en Suiza, en 1950. Mann, premio Nobel, voz de la inteligencia liberal alemana disidente del nazismo era, por esas fechas, una cumbre de la cultura europea. Fuentes tenía sólo veintidós años y unos amigos suyos lo habían invitado a cenar en un lujoso restaurante, sobre una balsa que flotaba en el lago de Zurich. Era una cálida noche de verano y el joven notó que en la mesa vecina cenaba un señor septuagenario. Mudo de admiración reconoció a Mann. Así lo describe: “Era un hombre tieso y elegante, vestido con un traje cruzado blanco e inmaculadas camisa y corbata. Sus largos y delicados dedos cortaban el faisán frío casi con exquisitez. Pero incluso comiendo me pareció indoblegable, con una espalda recta y un porte militar. Su envejecido rostro mostraba una ‘creciente fatiga’, pero el orgullo con el cual sus labios y mandíbulas se cerraban buscaba desesperadamente esconder el hecho, mientras sus ojos titilaban con su ‘fogosa fantasía’. […] Mann se las había arreglado para, a partir de su soledad, encontrar esa afinidad ‘entre el destino personal del autor y aquel de sus contemporáneos en general’. […] Los productos de esa soledad y de esa afinidad se llamaban arte (creado por uno) y civilización (creada por todos).”
Ahora que escribo esto temo que se vaya a creer que yo he inventado esa postrera semejanza, incluso física, entre Fuentes y Mann, con la impune fantasía que se nos atribuye a los novelistas. Pero no, más bien fue Fuentes el que asumió como un deber esa similitud. También en las maneras. Y luego tuvo el coraje y la energía para ser fiel a ella, prácticamente hasta el día de su muerte.
Carlos Fuentes representó, para Hispanoamérica, lo que Thomas Mann llegó a representar para Europa: un hombre universal, en el cual se sintetizó la cultura de su época. Esa enorme y acaso imposible tarea exigía una voluntad titánica. Voluntad que sólo se justificaba si se ejercía con gracia, con ligereza, como si no pesara. Por eso eran tan esenciales los modales, como manifestación externa del poder civilizador que corresponde a la cultura.
Sin embargo, en aquel recuerdo de Mann, Fuentes introdujo una inquietud. Pensaba que aquella deseable afinidad entre individuo y civilización serían difíciles de alcanzar en Latinoamérica. Creo que parte de ese cansancio, que lo agobiaba al final, provenía de esa frustración.
Cuando nos levantamos de la mesa Fuentes aún se dio tiempo para examinar mi biblioteca. Decir unas cuantas gentilezas sobre mis libros favoritos.
Esconder cualquier urgencia por partir, a pesar del notorio cansancio. Al día siguiente me llegó una amable nota, enviada desde su hotel, agradeciendo la cena. Dos días más tarde, preocupado de que tal vez no me hubieran remitido su nota, me llamó desde México para decirme lo mismo. Cinco días después había muerto.
posted by EDITOR | 6:45 PM
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