Robert Louis Stevenson
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16 de noviembre de 2013
Robert Louis Stevenson – Carta a un joven que se propone abrazar la carrera del arte
Con la seductora franqueza de la juventud me
plantea una cuestión de indudable importancia para usted y (cabe pensar también)
de cierta trascendencia para la humanidad: ¿ha de ser o no artista? Es ésta una
pregunta a la que debe responder usted mismo; lo más que puedo hacer por usted
es atraer su atención sobre algunos factores que debe tener en cuenta; y
empezaré, como es probable que termine, asegurándole que todo depende de la
vocación.
Saber lo que a uno le gusta marca el comienzo
de la sabiduría y de la madurez. La juventud es una edad totalmente
experimental. La esencia y el encanto de esa época ajetreada y deliciosa residen
tanto en la ignorancia de uno mismo como en la ignorancia de la vida. Una y otra
vez aúna el hombre joven estas dos incógnitas, ya en un ligerísimo roce, ya en
un abrazo amargo; con un placer exquisito o con un dolor punzante; pero en
ningún caso con indiferencia, a la cual es totalmente ajeno, o con ese
sentimiento cercano a la indiferencia, la aceptación. Si se trata de un joven
sensible, que se excita con facilidad, el interés por esta serie de experimentos
excederá con mucho el placer que de ellos derive. Aunque así lo crea, no ama la
belleza ni busca el placer; su objetivo será cumplir su vida y degustar la
diversidad del destino humano, y en ello hallará suficiente recompensa. Porque
hasta que la cuchilla de la curiosidad se embota, todo lo que no es vida y
búsqueda desaforada de experiencias ofrece para él un rostro de repulsiva aridez
que difícilmente podrá evocar más tarde; o, de haber alguna excepción ‑y el
destino entra aquí en escena‑, es en los momentos en que, hastiado o ahíto de la
actividad primaria de los sentidos, revive en su memoria la imagen de los
placeres y las penas pasados. De esta suerte, rechaza las profesiones rutinarias
y se inclina insensiblemente hacia la carrera del arte que solamente consiste en
saborear y dar cuenta de la experiencia.
Esto, que no es tanto vocación por un arte
cuanto impaciencia para con las restantes ocupaciones honradas, se presenta
frecuentemente aislado; y siendo así, se va borrando con el paso de los años.
Bajo ningún concepto se le debe prestar atención, pues no es una vocación, sino
una tentación; y cuando, hace días, su padre desaprobó de forma tan cruda (y a
mi juicio) tan certera su ambición, no es improbable que recordase un episodio
similar de su pasado. Porque acaso la tentación sea tan frecuente como la
vocación es rara. Además, hay vocaciones imperfectas; hay hombres vinculados no
tanto a un arte en particular cuanto al ars artium general, base común de
todo arte creativo; ora se entregan a la pintura, ora estudian contrapunto o
pergeñan un soneto: todo con idéntico interés, no pocas veces con conocimientos
genuinos. Y de esta disposición, cuando despunta, me resulta difícil hablar;
pero le aconsejaría dedicarse a las letras, pues, al servicio de la literatura
(red de tan amplia cabida), toda su erudición pudiera serle útil algún día y, si
continuara trabajando y se convirtiera al cabo en un crítico, sabría utilizar
las herramientas necesarias. Por último, llegamos a esas vocaciones que son, a
la vez, claras y decisivas; a los hombres que llevan en las venas el amor a los
pigmentos, la pasión por el dibujo, el talento para la música o el impulso de
crear mediante las palabras, de la misma forma que otros, o acaso los mismos,
nacen amantes de la caza, el mar, los caballos o el torno. Están predestinados;
si un hombre ama su oficio con independencia del éxito u la fama, los dioses han
llamado a su puerta. Tal vez posea una vocación más amplia: sienta debilidad por
todas las artes, y pienso que a menudo éste es el caso; pero es en esa
disciplinada entrega a una sola, en el entusiasmo inquebrantable por los logros
técnicos y (quizá por encima de todo) en la candorosa actitud con que acomete su
insignificante empresa con una gravedad propia de los cuidados del imperio y
estima valioso conseguir, a cualquier coste de trabajo y tiempo, la mejora más
insignificante, donde hallamos huellas de su vocación. La ejecución de un libro,
de una escultura, de una sonata deben emprenderse con la insensata buena fe y el
espíritu incansable de un niño que juega. ¿Merece la pena? Siempre que al
artista se le ocurre hacerse esta pregunta, ampara una respuesta negativa. No se
le ocurre al niño que juega a los piratas en un sillón del comedor, ni tampoco
al cazador que rastrea su presa; la ingenuidad de aquél y el ardor de éste
debieran fundirse en el corazón del artista.
Si descubre en usted inclinaciones tan acusadas
que no haya lugar para vacilaciones: ríndase a ellas. Y observe (pues no es mi
intención desalentarle excesivamente) que, al principio, nuestra natural
disposición no se consuma con brillantez o, diré más bien, con tanta
regularidad. El hábito y la práctica afilan los talentos; la perseverancia
resulta menos desagradable, y con el paso del tiempo es incluso bien acogida;
por vaga que sea la inclinación (si es genuina) se convierte, practicada con
asiduidad, en una pasión absorbente. Pero ahora será bastante si al volver la
vista atrás en un intervalo de tiempo razonable comprueba que el arte elegido
tiene más cualidades que las que se arrogara en su momento entre los
multitudinarios intereses de la juventud. Si la devoción acude en su ayuda, el
tiempo hará el resto; y pronto todos y cada uno de sus pensamientos estarán
empeñados en la tarea amada.
Mas, me recordará, pese a la devoción, pese a
desplegar una actividad grata y perseverante, muchos artistas, a la vista de los
resultados, viven su vida totalmente en vano: artistas a millares y ni una sola
obra de arte. Recuerde, a su vez, que la mayoría de los hombres son incapaces de
hacer algo razonablemente bien, y entre otros cosas, arte. El artista inútil
habría sido un panadero del todo incompetente. Y el artista, incluso si no
divierte al público, se divierte a sí mismo; al menos ese hombre será más feliz
gracias a sus horas de vigilia. Este es el aspecto práctico del arte: una
fortaleza inexpugnable para el practicante sincero. Los beneficios directos ‑el
salario del oficio‑ son reducidos, pero los beneficios indirectos ‑el salario de
la vida‑ son incalculables. No existe otro negocio que ofrezca al hombre su pan
de cada día en términos tan convenientes. El soldado y el explorador
experimentan emociones más vivas, pero a costa de penalidades crueles y períodos
de tedio que hacen enmudecer. En la vida del artista ningún momento debe
transcurrir sin deleite. Tomo como ejemplo al autor con quien estoy más
familiarizado; no dudo que ha de trabajar con un material díscolo y que el mismo
acto de escribir perjudica y pone a prueba tanto sus ojos como su carácter; pero
obsérvele en su estudio, cuando las ideas se agolpan en su mente y las palabras
no le faltan: en qué corriente continua de pequeños éxitos transcurre su tiempo;
con qué sensación de poder, como la de quien moviera montañas, agrupa a sus
personajes menores; con qué placer para la vista y el oído ve crecer la etérea
construcción sobre la página; y cómo se esmera en un oficio al cual afluye todo
el material de su existencia y abre una puerta a todos sus gustos, preferencias,
odios y convicciones, de modo que llega a escribir lo que ansiaba expresar. Es
posible que haya gozado mucho en el grande y trágico patio de recreo del mundo;
pero ¿qué habrá gozado con más intensidad que una mañana de trabajo fructífero?
Supongamos que está pésimamente retribuido; lo sorprendente en verdad es recibir
retribución de cualquier especie. Otros hombres pagan, y con largueza, por
placeres menos deseables.
Pero el ejercicio del arte no sólo reporta
placer; trae consigo una admirable disciplina. Pues el artista se guía
enteramente por el honor. El público ignora o conoce bien poco los méritos en
busca de los cuales está condenado a invertir la mayor parte de sus esfuerzos.
Una determinada concepción, una energía personal o algún acierto de poca monta
que el hombre de temperamento artístico obtiene con facilidad, tales son los
méritos que se reconocen y valoran. Pero a aquellos más exquisitos detalles de
perfección y acabado que el artista desea con vehemencia y siente de forma tan
acusada, por los que (utilizando las vigorosas palabras de Balzac) ha de luchar
«como un minero sepultado bajo un corrimiento de tierra», por los que día a día
recompone, revisa y rechaza, a aquéllos, la gran mayoría de su audiencia
permanecerá ciega. De estas penalidades ignoradas, y en el caso de que alcance
elevadas cotas de mérito, acaso responda con justicia la posteridad; en el caso,
más probable, de que fracase, siquiera por el margen de un cabello con respecto
a la cota más elevada, tenga la seguridad de que pasarán inadvertidas: A la
sombra de este gélido pensamiento, a solas en su estudio, el artista debe día a
día ser fiel a su ideal. En la fidelidad radica la nobleza de su existencia; por
ella el ejercicio de su arte le acrisola y fortalece el carácter; también
gracias a ella la adusta presencia del gran emperador se volvió (siquiera un
momento) condescendiente hacia los seguidores de Apolo, y aquella voz suave y
enérgica pidió al artista que festejara su arte.
Aquí conviene hacer dos advertencias. Primera,
si desea continuar siendo su única ley, vigile las primeras señales de pereza.
En puridad, este idealismo sólo puede sustentarse merced a un esfuerzo
constante; pues el nivel de exigencia se rebaja con enorme facilidad, y el
artista que se dice a sí mismo «así será suficiente», ya está condenado; en
ocasiones (especialmente en ocasiones desafortunadas), tres o cuatro éxitos
mediocres bastan para falsificar un talento, y en el ejercicio del periodismo se
corre el riesgo de tomarle afición a la negligencia. Existe este peligro, no
siendo menor el segundo. La conciencia de hasta qué extremo el artista es (debe
ser) su propia ley, corrompe a las cabezas mediocres. Sensibles a la existencia
de recónditas virtudes difíciles de alcanzar, muchos artistas que formulan o
asimilan recetas artísticas o se enamoran tal vez de alguna habilidad
particular, olvidan el objetivo de todo arte: deleitar. Indudablemente es
tentador abominar del burgués ignorante; empero, no debe olvidarse que él es
quien nos paga y (salta a la vista) por servicios que desea ver realizados.
Considerándolo adecuadamente, se plantea con ello una trascendental cuestión de
honestidad. Ofrecer al público lo que no desea y esperar su aplauso es extraña
pretensión, aunque muy corriente, sobre todo entre los pintores. En este mundo
la primera obligación de cualquier hombre es ser solvente; conseguido esto,
puede entregarse a todas las extravagancias que le plazcan; pero quede bien
claro que sólo entonces. Hasta ese momento deberá cortejar con asiduidad al
burgués que lleva la bolsa. Y si en el curso de tales capitulaciones falsifica
su talento, demostrará con ello que éste nunca fue excesivamente sobresaliente y
que ha preservado algo más importante que el talento: el carácter. Y si es tan
independiente que no ha de doblegarse a la necesidad, aún tiene otra salida:
dejar a un lado su arte y llevar un estilo de vida más viril.
Al hablar de un estilo de vida más viril, debo
ser franco. Vivir a expensas de un placer no es una vocación muy elevada; aunque
veladamente, entraña algún patronazgo; el artista se cuenta, por ambicioso que
sea, entre las chicas de baile y los marcadores de billar. Los franceses
entienden la evasión romántica como una ocupación y a sus practicantes las
llaman «hijas de la alegría». El artista pertenece a la misma familia, es uno de
los «hijos de la alegría» que ha elegido su oficio para deleitarse, se gana el
pan deleitando al prójimo y se ha desprendido de la dignidad más severa del
hombre. No hace mucho algunos periódicos denostaron el título nobiliario de
Tennyson; y este «hijo de la alegría» recibió reproches por condescender y
seguir el ejemplo de lord Lawrence, lord Cairns y lord Clyde. El poeta estuvo
más inspirado; aceptó el honor con más modestia; y los periodistas anónimos (si
he de creerles) no han reparado todavía el vicario ultraje a su profesión. Estos
caballeros podrán hacerse más justicia a sí mismos cuando les llegue su turno; y
me agradará saberlo, pues a mis ojos bárbaros incluso lord Tennyson aparece un
tanto fuera de lugar en semejante reunión; no debería haber honores para el
artista; el ejercicio de su arte ya le ofrece mayor recompensa de la que en vida
le corresponde; y antes que el arte, otros oficios, menos atractivos y acaso más
útiles, han hecho valer su derecho a tales honores.
Pero la maldición de las ocupaciones destinadas
a deleitar es el fracaso. En ocupaciones más corrientes el hombre se ofrece para
producir un artículo o realizar un objeto determinado puramente convencional,
proyecto en el que (casi podemos afirmar) el fracaso es muy difícil. Mas el
artista se aparta de la multitud y se propone deleitar: proyecto impertinente en
el que no hay fracaso que no esté envuelto en odiosas circunstancias. La infeliz
«hija de la alegría» que pasea sus galas y sonrisas inadvertida entre la
multitud compone una estampa que no podemos evocar sin un sentimiento de
lacerante compasión. Tal es el prototipo del artista fracasado. Como ella, el
actor, el bailarín y el cantante deben mostrarse en público y apurar
personalmente la copa de su fracaso. Y aunque todos los demás escapemos a la
suprema amargura de la picota, en esencia también cortejamos a la humillación.
Todos profesamos ser capaces de gustar. ¡Qué pocos lo logramos! Todos nos
comprometemos a seguir siendo capaces de gustar. Pero a cada cual incluso al más
admirado, le llega el día en que su ardor declina; pierde la astucia y,
avergonzado, se sienta junto a la barraca desierta. Entonces se verá en la
necesidad de hacer algún trabajo y se sonrojará al cobrarlo. Entonces (como si
el destino no fuese ya suficientemente cruel) habrá de padecer las burlas de los
raqueros de la prensa, quienes ganan su amargo pan execrando la basura que no
han leído y ensalzando la excelencia de lo que son incapaces de
comprender.
Y advierta que éste parece ser el final cuando
menos inevitable de los escritores. Les Blancs et les Bleus (por ejemplo)
reúne méritos muy diferentes a los del Vicomte de Bragelonne; y si existe
algún caballero que soporte espiar la desnudez de Castle Dangerous, su
nombre, según creo. es Ham: bástenos a nosotros leer sobre ello (y no sin
derramar lágrimas) en las páginas de Lockhart. Así, en la vejez, cuando el
confort y un quehacer se hacen más necesarios, el escritor debe abandonar a la
par su medio de vida y su pasatiempo. Sin duda el pintor que ha logrado retener
la atención del público gana fuertes sumas y hasta muy avanzada edad puede
permanecer junto a su caballete sin fracasos ignominiosos. El escritor, al
contrario, padece el doble infortunio de estar mal retribuido cuando trabaja y
de no poder trabajar en la vejez. Por ello su estilo de vida le lleva a una
situación falsa.
Pero el escritor (pese a los notorios ejemplos
en sentido contrario) debe procurar estar mal pagado. Tennyson y Montépin se
ganaron la vida espléndidamente; pero no todos podemos esperar ser Tennyson ni
acaso desear ser Montépin. Si uno ha adoptado un arte como oficio, renuncie
desde el principio a toda ambición económica. Lo más que puede honradamente
esperar, si tiene talento y disciplina, es obtener los mismos ingresos que un
oficinista invirtiendo la décima, si no la vigésima parte de su energía
nerviosa. Tampoco tiene derecho a pedir más; en el salario de la vida, no en el
del oficio, está su recompensa; así, el salario es el trabajo. Es evidente que
no me inspiran simpatía los vulgares lamentos de la clase artística. Quizá
olvidan el sistema de aparcería de los campesinos; ¿o piensan que no cabe trazar
paralelismos? Tal vez no hayan reparado nunca en la pensión de retiro de un
oficial de campo; ¿o es que creen que su contribución a las artes cuyo destino
es agradar es más importante que los servicios de un coronel? ¿Olvidan con qué
poco se conformó Millet para vivir? ¿O piensan que el tener menos genio les
exime de mostrar iguales virtudes? No debe existir ninguna duda sobre este
aspecto: un hombre que no es frugal, no tiene nada que hacer en las artes. Si no
es frugal sus pasos le conducirán hacia el trágico fin del vieux
saltimbanque; si no es frugal, cada vez le será más difícil ser honesto. Un
día, cuando el carnicero llame a su puerta, acaso le tiente o se vea obligado a
producir y vender una obra desaliñada. Si esta necesidad no es producto de su
propia desidia, aún será digno de elogio; pues faltan palabras que puedan
expresar hasta qué punto es más necesario para un hombre mantener a su familia
que conseguir preservar alguna distinción en las artes. Pero si es responsable
de su indigencia, roba, roba a quien puso confianza en él, y (lo que es peor)
roba de forma tal que siempre sale impune.
Y ahora quizá me pregunte: si el artista en
cierne no debe pensar en el dinero ni (como se infiere) tampoco esperar honores
de Estado, ¿puede al menos ansiar las delicias de la popularidad? La alabanza,
dirá, es un plato codiciable. Y mientras se refiera a la acogida de otros
artistas, apunta hacia uno de los placeres más esenciales y duraderos de la
carrera del arte. Pero si tiene la vista puesta en los favores del público o en
la atención de la prensa, tenga la certeza de estar alimentando un sueño. Es
cierto que en determinadas revistas esotéricas el autor, pongamos por caso, es
criticado puntualmente, y que a menudo se le elogia más de lo que merece, a
veces por méritos que él mismo tenía a gala despreciar, y otras por hombres y
mujeres que se han negado a sí mismos el placer de leer su obra. Pero si el
hombre es sensible a estas alabanzas desaforadas, cabe esperar que también lo
sea a aquello que a menudo las acompaña e inevitablemente las sigue: un
desaforado ridículo. Cualquier hombre, después de triunfar durante años, puede
fracasar; tendrá noticia de su fracaso. O puede haber triunfado durante años y
seguir siendo una punta de lanza de su arte aunque sus críticos se hayan cansado
de elogiarle, o habrá surgido un nuevo ídolo del momento, alguna «figura de
relumbrón» a quien prefieren ahora ofrecer sus sacrificios. Tal es el anverso y
el reverso de esa fea y vacía institución llamada popularidad. ¿Creerá algún
hombre que merece la pena conseguirla?
En Ensayos literarios
Traducción de Beatriz Canals y Juan Ignacio de Laiglesia
Imagen:James Notman © National Portrait Gallery, London
posted by EDITOR | 3:56 PM
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