SOCIEDAD DE BIBLIÓFILOS CHILENOS, fundada en 1945

Chile, fértil provincia, y señalada / en la región antártica famosa, / de remotas naciones respetada / por fuerte, principal y poderosa, / la gente que produce es tan granada, / tan soberbia, gallarda y belicosa, / que no ha sido por rey jamás regida, / ni a extranjero dominio sometida. La Araucana. Alonso de Ercilla y Zúñiga

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Location: Santiago de Chile, Región Metropolitana, Chile

Editor: Neville Blanc

Saturday, December 07, 2013

De nuestros socios: Gonzalo Ibáñez Santa María II

Las peripecias de la ciudad cristiana: El caso chileno

Paola Corti Badía
Sección: Historia, Religión, Sociedad
http://viva-chile.cl/2013/12/las-peripecias-de-la-ciudad-cristiana-el-caso-chileno/
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Cuando el profesor Gonzalo Ibañez me encomendó que comentara su nuevo libro, me dijo que se trataba de un “pequeño libro” sobre la Ciudad Cristiana; imaginarán cuál fue mi sorpresa cuando comprobé que el pequeño libro que gentilmente me había hecho llegar tenía nada menos que 489 páginas!… Bueno, pequeño no podía ser un libro que pretendiera lo que el profesor Ibáñez nos propone con su amplia reflexión: una mirada universal a la historia de la cristiandad, a la de esa sociedad cristiana que se constituye en un imperativo conformar desde que Cristo irrumpió en la historia, asumiendo naturaleza humana, o sea, la realización de la Iglesia de Cristo en el tiempo, la que toma forma histórica justamente porque está en el tiempo y constituida por hombres. Pero no se trata esta de una historia de la Iglesia, sino de una historia de la ciudad cristiana, -de la cual aquella forma parte-, desde el momento en que ha tomado una forma de civilización, la cristiana occidental, y de cómo ésta ha bregado hasta hoy, fuertemente amenazada por fuerzas que intentan su destrucción. Ciudad cristiana hay allí donde hay cristianos, nos advierte el autor (p. 114), por lo tanto, el horizonte de esta historia contempla no sólo la historia europea desde el siglo XIV en adelante, sino también la africana, la asiática, la oceánica y la americana. Así, la historia de Chile es parte de esta ciudad cristiana y se imbrica con su transcurrir y, por lo mismo, sufre los mismos embates que aquella.
Dos ideas quisiera destacar hoy, pues creo que ellas nos permiten leer esta obra como lo que es, más que una obra históriográfica, una obra de consideración histórica. Permítanme explicarme: el conocimiento de la historia puede comportar tres niveles; el primero, el de la descripción histórica –conocida comunmente como historiografía–, en el que el análisis y explicación de los acontecimientos y procesos históricos es abordado; el segundo, el de la historiología, en el que se intenta una explicación inteligente del transcurrir histórico en su totalidad, una verdadera mirada universal de la historia, como la que intentan, algunos historiadores y filósofos de la historia, aunque referida a la dinámica de la historia misma. Sin embargo, hay también un tercer nivel, el de la historiosofía, o sabiduría de la historia, en que esa mirada universal nace de un intento de contemplación de la historia en virtud de su sentido último y, en definitiva, metahistórico, es decir, sobrenatural y trascendente. Sin duda, este último supone los dos primeros, pero los supera y sublima. Es la mirada que aporta la teología cristiana y, en la cual, todos los acontecimientos y procesos históricos alcanzan un sentido final y teleológico; se trata aquí de dar razón de la historia pero apoyados en la fe, lo cual no es en ningún caso contradictorio; una mirada contemplativa que pone el telón de la historia en el escenario amplio del drama de la salvación. Me parece que la obra que aquí presentamos se incluye en esta última mirada: un esfuerzo de comprensión y contemplación de la historia considerando su fundamento y sentido trascendente y, por lo mismo, universal.
Universalidad y trascendencia, entonces, creo que son los ejes a partir de los cuales se puede entender mejor la reflexión que nos sugiere Gonzalo Ibáñez. Su meditación histórica es el ejercicio de mirar la historia con perspectiva amplia, aérea e íntima a la vez, que se inscribe en una larga tradición que tiene en Frédéric Ozanam, Étienne Gilson y en Henri Marrou algunos de sus mejores exponentes. A ello, debemos añadir otro mérito, original y propio, el esfuerzo del profesor Ibáñez de poner la historia de Chile en este horizonte universal de la ciudad cristiana y de la economía de la salvación; es decir, la historia de Chile mirada desde la perspectiva de la trascendencia. Esfuerzo honesto y valiente.
Se trata esta de una obra contundente, que se perfila en cuatro partes. En la primera, titulada “Fundamentos de la ciudad cristiana”, el autor plantea las ideas y conceptos matrices en los que se sostiene la vida política de la ciudad cristiana y cómo estos se han constituido históricamente. Quedan así hilvanados los hilos conductores que descubriremos tejiendo la trama de esta historia en las tres partes siguientes del libro. El autor parte afirmando la naturaleza social del hombre, como la entendieron ya los filósofos griegos, especialmente Aristóteles. Sin embargo, esa vida política, entendida en su sentido más amplio y profundo, sólo puede ser sublimada y encarnada en la ética y teología cristiana, puesto que el hombre es primero que todo creatura: de allí que la “ciudad cristiana” sea, en estricto sentido, la sublimación de la vida en la polis de los griegos y de la civitas romana (pp. 19-21). Desde su surgimiento, la Iglesia se constituyó en la gran modeladora, alfarera de la civitas christiana (¿la Respublica Christiana de san Agustín?), a través de su tarea evangelizadora y civilizadora; es en este contexto que el autor plantea el esfuerzo civilizador de la Iglesia en la construcción del occidente medieval y la Europa cristiana (pp. 22-23).
Los fundamentos que el autor define son tanto de orden natural como sobrenatural: 1) la naturaleza humana y su condición de creatura libre, que hacen de la virtud y de la búsqueda de la perfección de la propia naturaleza un imperativo moral, y por ello, de la ciudad -es decir, de la vida política- el ámbito propio para el cultivo de las virtudes: las naturales, que llamamos cardinales, y de las sobrenaturales, que son las teologales, virtudes que ordenan al hombre hacia su fin más propio. 2) El bien común y la necesidad de un gobierno que esté dirigido por el principio de subsidiariedad que lo promueva: “quien gobierna cumple una función de inteligencia común” (p. 37), nos recuerda el autor y debe hacerlo bien y rectamente, como ya lo advertía san Isidoro de Sevilla; cuando esto no sucede, y tanto el bien común como la procuración del orden son traicionados por el gobernante, bien cabe, en justicia, el derecho a rebelión. 3) Las sociedades intermedias, que es el ámbito de las acciones prudentes en las que las personas se mueven y colaboran al bienestar de la sociedad toda; 4) el trabajo, la producción y el comercio en la generación de aquellos bienes que los hombres necesitan y, en relación con ello, de la empresa, las artes y la técnica. 5) Las Fuerzas Armadas y de Policía necesarias tanto para la defensa exterior como interior de la ciudad y que sustentan su existencia en los bienes superiores –que tan bien encarnaron los romanos- de paz y justicia. 6) El culto debido a Dios y el sacerdocio y, finalmente, 7) la educación, que debe velar por la salud del cuerpo y del alma, promoviendo hábitos, las virtudes, que en definitiva eduquen el ejercicio de la libertad subordinada a la Verdad, según la enseñanza del mismo Cristo: “La Verdad os hará libres” (…Veritas liberabit nos).
Así la vida en ciudad para nosotros es heredera de una tradición iniciada en Grecia, universalizada por Roma y elevada o sublimada por el cristianismo. Una línea espiritual, nos parece, se teje así en la mente del autor, que va de la Paideia griega –que constituyó la polis–, a la civilización Romana –ampliada en la vida universalizadora del Imperio– hasta la civitas cristiana, cuyo horizonte es la humanidad toda; y mientras en las dos primeras, en palabras del propio autor, “la religión brota de la ciudad”, en la tercera, “la ciudad brota de la Fe” (p. 113), pues en último término, si el fundamento de toda ciudad, es decir, de la vida en sociedad, es la naturaleza precaria y social del hombre, el fundamento de la ciudad cristiana –que es la verdadera y plena ciudad o sociedad– es la doble naturaleza –humana y divina– de Cristo, quien asumiendo la nuestra eleva el “vivir humanamente”, es decir, el vivir socialmente, a su más plena y trascendente posibilidad. De allí que la “ciudad cristiana” es el modo más propio de vivir en sociedad, por cuanto el cristiano debe “vivir humanamente” en Cristo (p. 94). Debido a este fundamento trascendente de la ciudad cristiana, que es como hemos dicho verdadera y plena ciudad, es que la disolución del vínculo religioso llevaría a la disolución social, pues supone, en definitiva, el incumplimiento de un deber, el principal de todos: el culto a Dios.
Hay aquí también en el autor la profunda convicción que al ser el hombre un ser social, la corrupción de la vida privada lleva también a la disolución social: si ya Aristóteles sostenía que para la virtud de la polis era esencial la virtud del buen ciudadano, para la virtud de la ciudad cristiana es crucial la virtud del buen cristiano. El hacer y ser del hombre en sociedad emerge no sólo como una necesidad propia de su naturaleza social sino que se impone a él como un deber, un imperativo moral, cuyo fundamento reside en su origen trascendente, en su calidad de criatura dotada de alma inmortal; así el hombre debe estar a la altura de su propia naturaleza y también las instituciones que le son propias. En palabras del mismo autor:
Es decir, en el cristianismo la ciudad brota de una fe religiosa que imponía a sus fieles el deber de vivir con pleno respeto a la naturaleza humana, por cuanto esa es la naturaleza de Cristo, Dios hecho hombre, sin dejar, por eso de ser verdadero Dios. La ciudad cristiana puede entonces florecer en cualquier parte allá donde llegue el cristianismo; y este puede llegar, y debe llegar, allá donde existan personas humanas. La ciudad creada a partir de esta exigencia puede, por cierto, revestir aspectos de diferencias muchas veces determinadas por localizaciones geográficas o por climas distintos; como asimismo, por historia y por tradiciones diferentes, pero manteniendo siempre una estructura fundamental común, pues una y la misma es siempre en todo tiempo y lugar la naturaleza humana” (pp. 113-114)
Pero la historia de esta ciudad no es solo discurrir del hombre en el tiempo es también, en último término, historia de la Salvación, drama universal de principio a fin. Un drama, además, que tiene su origen en una elección, es decir, en el ejercicio mismo del libre albedrío. Resuena aquí el pensamiento de san Agustín: dos ciudades se debaten en la historia, una cuya ciudadanía se define por el amor a Dios por sobre el amor a sí mismo (caritas); es la civitas dei, la ciudad de Dios, peregrina en el tiempo y esperanzada en la Patria celestial; la otra, en la que su ciudadanía se define por el amor de sí mismo por sobre el de Dios, es decir, la soberbia, la misma que prefirió Luzbel y su séquito de ángeles caídos, antes que servir a su Creador.
El problema que aborda el autor en las partes segunda y tercera (p. 195), desde esta perspectiva, es la ciudad cristiana y las estrategias para su destrucción, así como los medios y herramientas que aquella ha tenido para salir airosa de estos embates, desde el siglo XIV hasta el siglo XXI; ¿por qué estos límites temporales? Porque a sus ojos es en el siglo XIII que esta ciudad termina de perfilarse y definirse y, en el siguiente, que están echadas las bases que llevarán a los ataques en tiempos modernos y hasta hoy. Pero, y creo interpretar en esto al prof. Ibáñez, estos combates, estas peripecias [1], no se reducen sólo al campo de lo histórico, o al menos, no tienen su última explicación sólo en la complejidad de los procesos y en el ámbito de la acción histórica. La ciudad cristiana, por ser justamente cristiana, no está al margen del gran combate de orden sobrenatural y metahistórico, que se libra también al interior del alma humana, entre el amor al Creador y el amor a sí mismo, entre la caritas y la soberbia, entre la verdadera libertad, orientada y subordinada al Bien, la Verdad y la perfección de la creatura, y la falsa libertad, elevada a valor supremo (p. 196) y desatada de sus vínculos sobrenaturales, de espalda a Dios y, como consecuencia, de espalda al hombre. Esta falsa libertad, disfrazada de perfecta autonomía del individuo, es la que promovió y encarnó el liberalismo –desde aquel camino lanzado por Lutero hasta su exacerbación encarnada en Rousseau [2] – y el comunismo, definido este último por el autor como “liberalismo en extremo y desatado” (p. 196). Para el autor los embates o peripecias de la ciudad cristiana, han venido justamente del liberalismo, primero, y del marxismo, después, y han atacado a la ciudad cristiana en todas partes: en Europa, en Rusia y los países del Este; en Asia (China, Corea y Vietnam), en África y, por supuesto, en America (México, Cuba, Chile). Son estos embates los que el autor recorre en la segunda parte de su libro, titulada “Las peripecias de la Ciudad Cristiana: Liberalismo y Marxismo”. En todo ese recorrido, que no recrearé aquí, un elemento común emerge como signo de la bandera enarbolada por estas ideologías: la soberbia; ella se escondería detrás de la libertad autodeterminada proclamada por el liberalismo, o detrás de la voluntad general o la del proletariado proclamadas por Rousseau y Marx. No es el bien común, sino la lucha por el poder su verdadero fin, y no es la verdad, sino la demagogia su herramienta principal (pp. 198-200). En estos embates, sin embargo, el autor piensa que la cultura cristiana ha aceptado ciertas formulaciones formales del liberalismo pero manteniendo los contenidos tradicionales de su pensamiento: “mantención de los contenidos tradicionales pero bajo formulaciones distintas, y aún aparentemente contradictorias con esos contenidos”, nos afirma (p. 208), como sucede por ejemplo con la definición de ley en nuestro Código Civil. Nos preguntamos, sin embargo, si el lenguaje y el sentido que se esconde en esas formulaciones no redunda acaso, a la larga, en un daño de los contenidos?
El horizonte trascendente está imbricado con la ciudad cristiana y su historia, así sus acontecimientos y procesos, en último término, se perfilan adecuadamente en el horizonte de lo que llamamos historia de la Salvación, donde lo sobrenatural no está desvinculado de lo natural. Esto explica, a mi juicio, el curso asombroso que sigue el libro en su tercera parte titulada “La defensa de la Ciudad Cristiana”. Aquí nos son presentadas las acciones que en el orden histórico explican la persistencia de la ciudad a pesar de los embates. Esta parte se abre nada menos que con el ejemplo de místicos, santos y poetas de los siglos XIV-XVI, todos ellos promotores del contemptu mundi: del retiro y abandono de las cosas del mundo y la vuelta a Dios. Allí desfilan los consejos de Catalina de Siena, los sermones de san Vicente Ferrer, las meditaciones de Thomas de Kempis, o las coplas de Jorge Manríquez; allí también están el ejemplo del martirio de Tomás Moro, el retiro claustral de santa Teresa de Jesús, la fundación de san Ignacio de Loyola, la acción de los Reyes Católicos y la espiritualidad de la España del siglo de oro. Pareciera que el autor considera que si la soberbia es el ariete que lidera el ataque a la ciudad cristiana, el remedio es necesariamente la “caridad”. El autor piensa entonces en los santos y en el magisterio de la Iglesia porque en definitiva para él este combate y la defensa se libran en el orden espiritual (pp. 200-203) y esto irradia e incide en la historia, redirigiéndola, orientándola. De allí que los actores de este combate puedan vivir en el silencio y el claustro de una celda y desde allí irradiar a millones su ejemplo, como santa Teresita del Niño Jesús, declarada patrona universal de las misiones y doctora de la Iglesia. O, que considere en esta defensa los acontecimientos sobrenaturales que han marcado, sin embargo, la vida de generaciones hasta hoy, como lo son las apariciones de la Virgen en México, en Lourdes y en Fátima, o las devociones al Sagrado Corazón o a la Inmaculada Concepción, incidiendo evidentemente en el curso de la historia, incluso al margen de la fe que se deposite en estos acontecimientos; son ellos un hecho de civilización, de civilización cristiana. Finalmente en esta defensa, está la obra de los pontífices, del magisterio de la Iglesia que, desde Pío IX y León XIII, con su condena al liberalismo y al comunismo, hasta Juan Pablo II con su oposición al régimen soviético y su colaboración en la caída del Muro de Berlín, han detectado el error, lo han condenado, y han enmendado el rumbo de la ciudad cristiana.
La cuarta parte del libro está dedicada al “Caso chileno”. No nos detendremos en ella, pues entendemos que el Sr. Almirante lo hará con más propiedad y conocimientos. Quisiera señalar solamente que la historia de Chile, desde la Independencia hasta 1973, se presenta al autor como un terreno que pasa a ser también escenario de los combates que, en el resto de mundo, tuvo que sortear la ciudad cristiana; la sociedad chilena, como miembro de ella, no está al margen de esta dinámica histórica de carácter trascendente. Esta mirada me parece importante y relevante para la consideración de nuestra propia historia y echa luces para entender la crisis que, entre en los años sesenta y comienzos de los setenta (1964-1973), llevó al quiebre de nuestra institucionalidad [3].
Para terminar, permítaseme algunas consideraciones finales. Primero, como no hay presentación de libro sin crítica, una crítica : pienso que el autor está en deuda con los cerca de mil años de historia que median entre el edicto de Caracalla, y la universalización de la ciudadanía romana en el siglo IIId.C., y el triunfo de la ciudad cristiana en el siglo XIII. Tal vez se me puede acusar de deformación profesional, pero un capítulo dedicado a esos siglos formativos medievales aportarían luces respecto de la concreción del ideal de la Respublica Christiana en la historia. Segundo, algunas palabras sobre el autor: de la lectura de este texto intuimos su vasta cultura, fundada en una sólida formación jurídica, histórica y filosófica; es admirable también su capacidad de síntesis para poner en relación una variedad de temas que no siempre vemos entrelazados. Se trata de un libro que está muy bien escrito y cuya lectura fluye de modo ágil, algo importante si pensamos en la naturaleza de los temas que aborda, otro mérito del autor. Por otra parte, este libro se ofrece como una buena guía de educación cívica, sobre todo en su primera parte, algo que falta tanto en nuestro tiempo; además, propone una apertura de ojos para aquellos que han olvidado, o no conocieron, los errores y desviaciones de los experimentos materialistas, tanto en el mundo como en nuestra patria.
Por último, repetir que se trata de un libro honesto y valiente: las convicciones del autor quedan expuestas y claras desde el comienzo. Honesto también en la selección puesto que no se trata de un libro más de historia sino de reflexión de la dinámica universal de la historia y, en este sentido, el objetivo final, nos parece, es colocar la historia de Chile, en particular de su vida independiente hasta 1973 en el contexto amplio de estas peripecias de la ciudad cristiana. El lector podría o no estar de acuerdo con la selección de acontecimientos y el discurso expuesto, pero no le pasará inadvertido el esfuerzo honesto que hace el autor por entender la Historia, desde una perspectiva universal, con una mirada trascendente. Por último, un consejo a la audiencia: ¡lean el libro!… pero de principio a fin, pues sólo así se puede apreciar el esfuerzo de comprensión histórica que Gonzalo Ibáñez nos propone.


Notas:

Este artículo corresponde a las palabras pronunciadas por la autora durante la presentación que hizo del libro de Gonzalo Ibáñez, “Las peripecias de la ciudad cristiana: El caso chileno”.
[1] Mudanza repentina de situación debida a un accidente imprevisto que cambia el estado de las cosas (RAE).
[2] El autor nos define expresamente este liberalismo que critica : “…la doctrina cuyo núcleo consiste en afirmar que la libertad humana no tiene otro criterio que la oriente sino aquel que la misma libertad disponga. No se trata solo de rechazar todos los criterios que vengan de afuera de la persona, como un consejo, la orden de un superior o la misma ley, sino también aquellos criterios que puedan provenir de dentro de la persona, pero fuera de su libertad, como pueden ser, por ejemplo, los juicios prácticos de la inteligencia acerca d cuál es el modo más conveniente de actuar, juicios prácticos que también toman la denominación de juicios prudenciales” (pp. 127-128).
[3] La historia no se repite, pero en ella hay dinámicas que no son sino el reflejo de actitudes y comportamiento humanos, que sí son semejantes en el tiempo. De allí que en los ejemplos que ha escogido el autor para el caso chileno, resuenen situaciones coincidentes en la historia de Chile entre 1850 en adelante: el conflicto monttvarista, por ej. (pp. 330 y ss) y la oposición a la autoridad presidencial en tiempos de bonanza y relajo. Parece, además, que el autor nos estuviera invitando con sus ejemplos a hacer consideraciones y comparaciones con nuestra historia reciente: por ejemplo, las generaciones nuevas que accedieron al poder durante el gobierno de J.J. Pérez, desvinculadas e ignorantes de los sacrificios de la Independencia y nacidas en la libertad y la autonomía política, exigiendo parcelas cada vez más amplia de autogobierno (p. 330), y las generaciones actuales de jóvenes que vociferan por las calles y en los medios, también ignorantes de los sacrificios y dolores de la crisis entre el 64 y el 73. En ambos casos, un cierto desprecio por el pasado y la excesiva confianza en modas y modelos políticos foráneos son un buen anzuelo. O, el problema de la desafección política que vivimos hoy y que nos tiene con altos índices de abstención electoral, con aquella desafección política de los años 1891-1924, en el que el cohecho campeaba y promovía la indolencia y la irresponsabilidad tanto del sufragante como del político (p. 362).

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