¿Como se me ocurrió comprar este libro?
El peso específico de los libros,
por Beatriz Sarlo
Septiembre 8, 2006 at 15:29 ·
Fuente: El Clarín
Millones de personas viven en un mundo sin libros y no se trata sólo de los pobres. Varias veces me sucedió, llegando a una casa de vacaciones que durante todo el año ocupaban sus dueños, no encontrar el más mínimo estantecito para los libros que traía conmigo. Ni un libro en toda la casa, ni siquiera de autoayuda, de cocina, de magia negra, de espiritualismo trucho, de reparación de automóviles, ni el reglamento de un deporte ni consejos para educar a los hijos o bajar de peso: vacío absoluto de papeles impresos. Lo que más me impresionó fue una casa en un suburbio norteamericano donde una pared estaba ocupada por el televisor, otra media pared por anaqueles con álbumes de fotos familiares, y cero pulgadas con estantes para apoyar los libros que yo necesitaba en mis clases y terminaron apilados sobre el piso durante dos meses.
Un amigo arquitecto me informa que, cuando contratan a un decorador, los muy ricos ya no incluyen entre sus encargos una biblioteca, ni siquiera como adorno: la biblioteca, en esas mansiones tipo Miami, ha dejado de formar parte de los muebles indispensables, aunque más no sea para retocar una imagen, como sucedía en las viejas anécdotas de nuevos ricos que encargaban sus libros por metro para instalar un “rincón cultural”, como quien instala un “rincón rústico” en una cocina de country-club para evocar el campo, y cuelga de las paredes ollas y sartenes de cobre.
Quienes tienen libros, en cambio, experimentan una sensación extraña: el espacio que se les asigna nunca responde bien a la cantidad de ejemplares. No importa cuántos libros ni cuántos metros de estantes, siempre estarán en una relación desfavorable. Al principio, hay pocos libros y los estantes se completan con adornitos o quedan vacíos; cada libro adquirido es un paso más hacia un llenado ideal, pero los libros llegan lentamente y si uno se pone a contarlos quizá concluya que, hasta el momento, sólo tiene treinta novelas y cuatro libros de historia o de política. Es la biblioteca del lector joven, que no la ha encontrado armada en su casa sino que se la consigue como puede.
Un hombre que murió dueño de 12.000 volúmenes debe de haber vivido ese vacío cuando empezaba su biblioteca, ya que todos sus libros tenían escrita en la última página el número de orden con que ingresaron a su propiedad. La caligrafía de los números fue cambiando, la tinta empalideció, pero el hombre mantuvo la numeración hasta el final. Fue mi profesor de literatura inglesa en la universidad y se llamaba Jaime Rest. Yo ayudé a ordenar esa biblioteca antes de que fuera donada y tanto como la inteligencia con que Rest la había armado (que era notable) me impresionó la numeración: en más o menos cuarenta años había adquirido, comprado, recibido, casi un libro por día. No era un hombre rico, por supuesto, sino alguien interesado por la filosofía tanto como por las letras de las canciones de los Beatles. En el departamento donde vivía, un cuarto estaba ocupado por columnas de libros, que cubrían todo el piso; había que desplazarse de costado para llegar hasta las que estaban más alejadas de la puerta, cuidando de no voltear alguna pila. La imagen más obvia es la de un laberinto, pero Rest sabía en qué columna estaba cada cosa, de modo que nunca tenía la sensación de andar perdido buscando el camino.
No era un coleccionista de libros porque no podía permitirse el dispendio de las viejas primeras ediciones ni de los libros raros; no tenía con los libros una relación de bibliófilo ni una manía de coleccionista, sino que se adaptaban a las idas y vueltas de una vida de intelectual: compraba los que creía necesitar, sin perseguir ediciones difíciles. Sin embargo, como había empezado a comprar en los años cuarenta, tenía libros que se habían vuelto fetiches de colección: primeras ediciones de Borges, entre otros.
Después de algunos años de comprar libros, probablemente un lector ya se haya resignado a que su biblioteca esté formada tanto por errores como por aciertos. Los libros que se han ido juntando, además, son un testimonio de los entusiasmos fugaces, que hoy se pueden reconocer como ocurrencias y berretines insustanciales, de las modas, de creer que la lista de best-sellers es un ordenamiento cualitativo, de adjudicar a una opinión escrita más autoridad de la que merecía, de seguir un consejo que convence sólo porque quien lo ofrece está entusiasmado. ¿Cómo se me ocurrió comprar este libro?¿Por qué debo conservarlo si lo que muestra es un malentendido?¿Qué tengo que ver yo con esto que me gustó en el pasado y hoy me pone incómoda precisamente porque me gustó? Cuando se la acumuló por años, una biblioteca es una especie de corte geológico donde se ven las napas de caprichos desvanecidos, tanto como los sedimentos que se han afirmado. Por eso, cuando alguien mira la biblioteca de otro, de algún modo, está al borde de la indiscreción.
Septiembre 8, 2006 at 15:29 ·
Fuente: El Clarín
Millones de personas viven en un mundo sin libros y no se trata sólo de los pobres. Varias veces me sucedió, llegando a una casa de vacaciones que durante todo el año ocupaban sus dueños, no encontrar el más mínimo estantecito para los libros que traía conmigo. Ni un libro en toda la casa, ni siquiera de autoayuda, de cocina, de magia negra, de espiritualismo trucho, de reparación de automóviles, ni el reglamento de un deporte ni consejos para educar a los hijos o bajar de peso: vacío absoluto de papeles impresos. Lo que más me impresionó fue una casa en un suburbio norteamericano donde una pared estaba ocupada por el televisor, otra media pared por anaqueles con álbumes de fotos familiares, y cero pulgadas con estantes para apoyar los libros que yo necesitaba en mis clases y terminaron apilados sobre el piso durante dos meses.
Un amigo arquitecto me informa que, cuando contratan a un decorador, los muy ricos ya no incluyen entre sus encargos una biblioteca, ni siquiera como adorno: la biblioteca, en esas mansiones tipo Miami, ha dejado de formar parte de los muebles indispensables, aunque más no sea para retocar una imagen, como sucedía en las viejas anécdotas de nuevos ricos que encargaban sus libros por metro para instalar un “rincón cultural”, como quien instala un “rincón rústico” en una cocina de country-club para evocar el campo, y cuelga de las paredes ollas y sartenes de cobre.
Quienes tienen libros, en cambio, experimentan una sensación extraña: el espacio que se les asigna nunca responde bien a la cantidad de ejemplares. No importa cuántos libros ni cuántos metros de estantes, siempre estarán en una relación desfavorable. Al principio, hay pocos libros y los estantes se completan con adornitos o quedan vacíos; cada libro adquirido es un paso más hacia un llenado ideal, pero los libros llegan lentamente y si uno se pone a contarlos quizá concluya que, hasta el momento, sólo tiene treinta novelas y cuatro libros de historia o de política. Es la biblioteca del lector joven, que no la ha encontrado armada en su casa sino que se la consigue como puede.
Un hombre que murió dueño de 12.000 volúmenes debe de haber vivido ese vacío cuando empezaba su biblioteca, ya que todos sus libros tenían escrita en la última página el número de orden con que ingresaron a su propiedad. La caligrafía de los números fue cambiando, la tinta empalideció, pero el hombre mantuvo la numeración hasta el final. Fue mi profesor de literatura inglesa en la universidad y se llamaba Jaime Rest. Yo ayudé a ordenar esa biblioteca antes de que fuera donada y tanto como la inteligencia con que Rest la había armado (que era notable) me impresionó la numeración: en más o menos cuarenta años había adquirido, comprado, recibido, casi un libro por día. No era un hombre rico, por supuesto, sino alguien interesado por la filosofía tanto como por las letras de las canciones de los Beatles. En el departamento donde vivía, un cuarto estaba ocupado por columnas de libros, que cubrían todo el piso; había que desplazarse de costado para llegar hasta las que estaban más alejadas de la puerta, cuidando de no voltear alguna pila. La imagen más obvia es la de un laberinto, pero Rest sabía en qué columna estaba cada cosa, de modo que nunca tenía la sensación de andar perdido buscando el camino.
No era un coleccionista de libros porque no podía permitirse el dispendio de las viejas primeras ediciones ni de los libros raros; no tenía con los libros una relación de bibliófilo ni una manía de coleccionista, sino que se adaptaban a las idas y vueltas de una vida de intelectual: compraba los que creía necesitar, sin perseguir ediciones difíciles. Sin embargo, como había empezado a comprar en los años cuarenta, tenía libros que se habían vuelto fetiches de colección: primeras ediciones de Borges, entre otros.
Después de algunos años de comprar libros, probablemente un lector ya se haya resignado a que su biblioteca esté formada tanto por errores como por aciertos. Los libros que se han ido juntando, además, son un testimonio de los entusiasmos fugaces, que hoy se pueden reconocer como ocurrencias y berretines insustanciales, de las modas, de creer que la lista de best-sellers es un ordenamiento cualitativo, de adjudicar a una opinión escrita más autoridad de la que merecía, de seguir un consejo que convence sólo porque quien lo ofrece está entusiasmado. ¿Cómo se me ocurrió comprar este libro?¿Por qué debo conservarlo si lo que muestra es un malentendido?¿Qué tengo que ver yo con esto que me gustó en el pasado y hoy me pone incómoda precisamente porque me gustó? Cuando se la acumuló por años, una biblioteca es una especie de corte geológico donde se ven las napas de caprichos desvanecidos, tanto como los sedimentos que se han afirmado. Por eso, cuando alguien mira la biblioteca de otro, de algún modo, está al borde de la indiscreción.
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