HERTA MULLER INTIMA
El Mercurio Ya martes 27 de octubre de 2009
Premio Nobel de Literatura 2009:
Premio Nobel de Literatura 2009:
Herta Müller El lado íntimo de la premiada escritora rumana
En esta entrevista exclusiva la Premio Nobel de Literatura recuerda sus "horribles" años como obrera de una fábrica durante la dictadura rumana de Ceaucescu; su infancia en la aldea de Nitzkydorf y cómo su madre sintió que la partida de su hija a la ciudad era una catástrofe: "Ella siempre contó con que yo siguiera siendo tal como ella me educó. Hasta que se percató de que ya era demasiado tarde. Ya no había vuelta atrás".
Por Carlos A. Aguilera, desde Berlín. Fotografías: Isolde Ohlbaum
Con una boquilla color nácar, un abrigo de piel de conejo y una línea negra gruesa alrededor de los dos ojos aparece Herta Müller en la puerta del café de la Literaturhaus, la Casa de la Literatura de Berlín. Herta Müller viste de negro. Herta siempre viste de negro. Sus gestos vivos, su ironía, su acento alemán tan eslavo delatan a esa persona que confiesa sentirse sobre todo rumana, "rumana antes que alemana", aunque su idioma literario y materno sea el alemán. El lugar tiene grandes mesas de madera, grandes ventanas, grandes paredes blancas. Aparece el camarero. "¿Café?", pregunta. "Café", responde rápido Frau Müller.
La ganadora del Premio Nobel de Literatura 2009 habla de sus libros, de política y literatura, y mientras lo hace levanta uno de sus dedos largos y blancos. Esos libros, le comento, tienen algo en común: en ellos se da una gran tensión entre escritura, política y vida cotidiana. ¿Cómo llegan estos tres temas a su obra?, le pregunto.
Teóricamente, responde, no puede ser de otra manera, que esas tres cosas están siempre interconectadas.
-La literatura es un espejo de la cotidianidad y, por ende, de la política. La política entra en la vida cotidiana y aunque no se convierta precisamente en ésta, ella misma es ficción. Sólo se puede escribir literatura a partir de lo vivido, de la experiencia. Por ejemplo, yo nunca he escrito sobre un interrogatorio de la policía secreta, pero después de haber pasado por cincuenta de éstos, sé de qué hablaría si lo hiciese.
Ella describe realidades, realidades inventadas, y con ello interviene en la vida de los que leen. Dice que ha aprendido mucho de los libros.
-He leído -y eso de seguro lo han vivido muchas personas- a determinada edad un determinado libro que, de repente, se volvió muy importante y me abrió los ojos. No era en absoluto necesario que el libro tuviese relación directa con el país donde vivía o con mi situación de vida. Eso es lo incomprensible y lo fascinante de la literatura. Establece semejanzas entre campos totalmente distintos. Por ejemplo, García Márquez, con "Cien años de soledad". Macondo era para mí Nitzkydorf, porque era un pueblucho similar con mucha soledad dentro. O aquel páramo en "El otoño del patriarca". No en balde algunos países sudamericanos estaban también marcados por dictaduras. Eso sólo lo consigue la literatura, la que también es capaz de describir sociedades, incluso cuando no se lo proponga.
LLa autora de "La piel del zorro", "El hombre es un gran faisán en el mundo" y "La bestia del corazón" estudió Filología germánica y románica en la Universidad de Timisoara y, por su actividad política contra el gobierno de Ceaucescu, en los años 80 fue elegida representante de la minoría suaba en Rumania, razón por la que tuvo que abandonar el país.
-Todas las dictaduras tienen una finalidad, y consiste en prohibir la libertad. La función es dañar a las personas, destruirlas psíquicamente, hacerlas dependientes del miedo, domarlas.
Recuerda a la Rumania de entonces, en que no notaba más que fronteras sin salida. Fronteras en que se mató a mucha gente, dice. "Allí murieron millares de personas que huían sencillamente por hastío y les daba igual morir o no. Cada semana uno escuchaba decir fulano o mengano fueron fusilados. Sin embargo, eso no disuadió a nadie, porque la gente estaba harta; ya no soportaban la vida cotidiana. Vivir en Rumania sólo se aguantaba con la idea de que no era para siempre, de que alguna vez saldríamos".
En esos años, Herta Müller trabajaba en una fábrica de maquinarias. "Allí todo estaba cementado, la vida estaba cementada", dice, y recuerda cómo vivía, al igual que las otras personas, casi congelada a merced del viento, pegada a una banda transportadora en un edificio sin calefacción y ventanas sin vidrios.
-Los obreros empezaban a tomar alcohol desde la mañana para desentumecerse los dedos. Y había que romperse el lomo. Muchos llevaban 30 o 40 años trabajando en ese lugar; aldeanos que debían levantarse a las dos de la madrugada, caminar hasta alguna estación de trenes y viajar cuatro o cinco horas hasta alcanzar la fábrica. Una vez allí trabajaban hasta las cinco de la tarde y luego regresaban en tren hasta la estación. Llegaban a sus casas a las diez de la noche, muertos de cansancio. ¿Qué vida es ésa? Sin contar que se trabajaba también los sábados y domingos, pues no existía la semana de cuatro o cinco jornadas. Nunca cumplíamos el plan, y cada vez que se incumplía había que trabajar también el fin de semana. No se producía nada, no había nada, nadie llegaba a viejo. Cuando los obreros alcanzaban la edad de retiro ya estaban enfermos y, un poquito después, muertos.
Por entonces esa situación le aterraba sobremanera y le hacía sentir respeto por aquella gente. Le parecía inconcebible. Ella llevaba apenas dos años haciéndolo y ya sentía que no daba más, que aquello era insoportable. Muchas veces tuvo la sensación de que lo más importante era que simplemente estuviera presente, sin importar lo que produjera. Simplemente había que estar "allí", para ser vigilada. "La fábrica no era más que un lugar adonde se debía acudir cada día y permanecer el mayor tiempo posible para que el Estado viese lo que hacía uno".
En invierno, recuerda, la oscuridad era total y no circulaba ningún medio de transporte. A las cinco de la mañana salía de su casa y comenzaba a caminar hacia la fábrica, pues a menudo no pasaba el tranvía ni el autobús, y cuando pasaba alguno, eran tantos los pasajeros en la escalera que no había modo de entrar. Con frecuencia, se daba cuenta de que había perdido tanto tiempo en el bus que tenía que ir a pie al trabajo, para no llegar atrasada y ganarse una amonestación.
-Yo tenía muchos problemas y no quería darles a aquellos tipos ningún pretexto para ultrajarme. Por eso quería ser correcta y puntual. Luego, cuando llegabas a la fábrica, te esperaban con una música de marcha, con los coros obreros. ¡Era terrible! Como fuera que te movieras, marchabas al compás. Yo trataba de cambiar el paso, porque no me gustaba la idea de dejarme llevar por aquella música, pero no había modo; caminaras como caminaras era imposible.
Durante la pausa del mediodía, a la hora del almuerzo, volvía a oír esos coros, transmitidos por altoparlantes hacia el patio. Un empleado se encargaba exclusivamente de esa tarea. Recuerda que se trataba de un viejo comunista aquejado de cálculos renales. "La música sólo cesaba cuando sus dolores eran demasiado intensos. Un verdadero cerdo. La hija de aquel viejo comunista se había casado por el registro civil y de nuevo, a escondidas, por la iglesia. Lo hacían siempre así, por partida doble, para cubrirse las espaldas. No fuera a ser que realmente existiese un Dios y luego tuviesen problemas al subir al cielo. Qué clase de personajes son éstos que piensan en todas direcciones: en la Tierra, el partido, en el cielo, en Dios. Había que buscar la manera de arreglarse con ambos. Así era la gente. Y esas personas las hay también en mis libros. ¿De qué otra manera iba a ser, no?".
Dejar atrás su aldeaNitzkydorf. Así se llama la aldea en que Herta Müller pasó su infancia, en el Banat rumano. Allí vivía muy aislada, con estructuras de familias muy sólidas, con tres generaciones que llevaban conviviendo bajo un mismo techo. Los trajes seguían siendo iguales; se cantaban las mismas canciones, se celebraban las mismas fiestas tradicionales y se efectuaban los mismos rituales. Tras abandonar su aldea natal y mudarse a la capital, Bucarest, solía preguntarse de dónde era realmente.
-A los ojos de los habitantes de mi aldea, todos los demás eran malos. Los húngaros eran irascibles. Los rumanos, sucios. Uno sabía siempre cómo eran los otros: todos chabacanos. Sólo nosotros éramos buenos, pulcros, hacendosos, ordenados. Al dejar atrás la aldea y hacerme adulta, todo aquello se me antojaba como un tiempo detenido, y en efecto, lo era. De ahí surgió también el odio a la ciudad.
Cuando estaba en Bucarest, sentía que se estaba echando a perder. En la aldea se hablaba en dialecto y en la ciudad, alto alemán, un alemán "señorial", y señorial implicaba ser señor, lo cual era malo.
-El provincianismo es siempre igual, pero creo que el peor de todos es aquel que le choca a uno mismo, en el que uno está atrapado y debe permanecer prisionero. Mi madre siempre ha contado con que yo siga siendo tal como ella me educó. Para ella fue una catástrofe que yo marchase a la ciudad y después, a mi regreso, fuese diferente. Olía distinto, había dejado de ser en casa su pequeña niña, su hija aldeana; hablaba de otra forma.
Eso la horrorizaba. Hasta que se percató de que ya era demasiado tarde, que ya no había vuelta atrás. Entonces dejó que las cosas siguieran su curso.
-Sus libros de poemas, "Der Wächter nimmt seinen Kamm" y "Die blassen Herren mit den Mokkatassen", son una mezcla de collages atravesados por algo que usted trabaja muy bien: su propia percepción irónica. ¿Puede contarnos algo más acerca de eso?
-Empecé con el collage por motivos completamente banales. Viajaba mucho y en vez de escribir tarjetas postales, me compré estas fichas, y después de leer el periódico en el tren, recortaba un par de palabras y además pegaba una foto en el anverso. En el reverso escribía algo y luego ponía la tarjeta en un sobre. Así empezó todo. En algún momento me dio por hacerlo también en mi casa y empecé a recortar palabras para mí misma. Me había percatado de lo interesante que era y de lo que las palabras aisladas son capaces de hacer.
Como las palabras recortadas se iban acumulando sobre una gran mesa y me daba pena botarlas, compré un armario y empecé a guardarlas en cajones. Luego las ordené alfabéticamente, y así hice hasta que conseguí un atelier. En principio no es algo muy distinto a escribir. Tienes esas palabras, compones un texto con ellas y añades la imagen, que es parte del juego. Eso es lo hermoso de la gente que, por ejemplo, hace cine: pueden trabajar todas las dimensiones a la vez. Tienen una foto, un sonido y, por lo general, un trasfondo. Siempre he pensado que en la literatura es una desgracia que todas las palabras haya que colocarlas obligatoriamente una detrás de otra. No es posible proceder de forma simultánea, lo cual es como caminar con muletas. En cambio, cualquier cosa que hagamos en la vida real aparece superpuesta. Creo también que una parte enorme de todas las cosas que noto o me llaman la atención son visuales; percibo muchísimas cosas con los ojos. Incluso cuando estoy escribiendo un texto siempre tengo que haber visto de antemano las cosas.
Dice que el collage es un desafío, ya que en una reducida tarjeta debe caber una historia completa. "Es como en la vida: lo que no cabe, no cabe, y uno no se puede permitir nada superfluo. Todo debe ser lo más corto posible", dice.
Abreviar la obliga a suprimir cosas y a decidir qué dejar fuera, pero aprende muchísimo de esa experiencia. "Sólo mediante este ensamblaje de lo cotidiano surge lo extraordinario. Es bueno también para la modestia; haciéndolo, uno no se vuelve presumido. Por eso nunca seré uno de esos grandes escritores. Nunca dejaré de reflexionar al extremo de creer que deban existir imperios enteros sólo para que yo no tenga que revisar mi biografía o cambiar de idea acerca de mi madre".
"No poseemos nada especial"Para ella, la literatura no es lo único poético. La vida también es poética. "El mero hecho de escribir literatura no nos convierte en personas especiales. En verdad, en casi todo lo que hacemos dependemos de la mirada de la gente que no escribe literatura. Esas personas son nuestro material y con ese material hacemos algo. No poseemos nada especial, propio".
Cree que en la música no ocurre nada diferente con los sonidos. Igual con las artes plásticas o la pintura. "A veces, cuando escribo, me digo, aquí debo introducir una canción. Esas canciones populares rumanas son increíbles, la más pura lírica. Estaría sorda si no supiera escucharlas. Escriba o no escriba, esas canciones me gustan. Pero claro, cuando estoy en un texto trato de hacer con ellas lo mejor posible, ponerlas donde quiero que estén. Lo que escribo debe transportarme a mí misma, arrastrarme. En ese sentido, no es sólo construcción, es también emoción. Sin embargo, a mi entender, la emoción sólo está realmente ahí o sólo se echa a andar si la construcción es buena. Y a la inversa, siendo buena la construcción, el conjunto se sostiene, mantiene el equilibrio".
-En "La bestia del corazón" usted traza una diferencia clara entre "lengua materna", "lengua estatal" y "lengua infantil" ¿A qué se refiere?
-Mi lengua materna es el alemán, porque provengo de la minoría alemana en Rumania. Así que el alemán es mi primer idioma. Pero, a decir verdad, ignoro si realmente es la lengua de mi infancia. Y es que durante mi niñez se conversaba demasiado poco para que existiese una lengua de la infancia, porque hay una lengua nacional y una estatal. Lo que habla el Estado es esa jerga ideológica, distorsionada, que se escucha bajo la dictadura. En contraste, la lengua nacional es la personal, uno la usa para hablar con alguien, o sea, el idioma de los rumanos que se sientan a comer conmigo al mediodía. Yo pude mantener con el idioma rumano una distancia clara, porque el rumano no es mi lengua materna y porque lo aprendí con quince años. Fue entonces que supe lo sensual que era, con todas sus metáforas, muchas mezcladas con la superstición. El idioma rumano posee muchos niveles inexistentes en las lenguas germánicas.
Lo ejemplifica con su libro "El hombre es un gran faisán en el mundo".
-Ése es un giro rumano. En rumano es muy frecuente decir "He vuelto a ser un faisán", que significa "He vuelto a fracasar", "No lo he logrado". En rumano el faisán es un perdedor, mientras en alemán es un arrogante fanfarrón. Como se sabe, el faisán es un ave incapaz de volar, vive en el suelo. Cuando empiezas a cazar y todavía no sabes hacerlo bien, cazas faisanes. La presa más fácil, puesto que el faisán no puede escapar. Los rumanos incorporaron ese rasgo a su metáfora. ¿Y cuál han tomado los alemanes para la suya? Las plumas, el plumaje, lo cual es muy superficial. A los rumanos les interesa la existencia del ave, y eso me fascina. El faisán rumano ha estado siempre más cerca de mí que el faisán alemán. Lo mismo me pasa con otras cosas. Hablo muy mal el rumano pero, en estructura, en poesía y sensualidad, soy rumana. Quizás la imagen rumana está más cerca de mí, aunque escriba en alemán. Lo uno no excluye a lo otro.
Por Carlos A. Aguilera, desde Berlín. Fotografías: Isolde Ohlbaum.
Con una boquilla color nácar, un abrigo de piel de conejo y una línea negra gruesa alrededor de los dos ojos aparece Herta Müller en la puerta del café de la Literaturhaus, la Casa de la Literatura de Berlín. Herta Müller viste de negro. Herta siempre viste de negro. Sus gestos vivos, su ironía, su acento alemán tan eslavo delatan a esa persona que confiesa sentirse sobre todo rumana, "rumana antes que alemana", aunque su idioma literario y materno sea el alemán. El lugar tiene grandes mesas de madera, grandes ventanas, grandes paredes blancas. Aparece el camarero. "¿Café?", pregunta. "Café", responde rápido Frau Müller.
La ganadora del Premio Nobel de Literatura 2009 habla de sus libros, de política y literatura, y mientras lo hace levanta uno de sus dedos largos y blancos. Esos libros, le comento, tienen algo en común: en ellos se da una gran tensión entre escritura, política y vida cotidiana. ¿Cómo llegan estos tres temas a su obra?, le pregunto.
Teóricamente, responde, no puede ser de otra manera, que esas tres cosas están siempre interconectadas.
-La literatura es un espejo de la cotidianidad y, por ende, de la política. La política entra en la vida cotidiana y aunque no se convierta precisamente en ésta, ella misma es ficción. Sólo se puede escribir literatura a partir de lo vivido, de la experiencia. Por ejemplo, yo nunca he escrito sobre un interrogatorio de la policía secreta, pero después de haber pasado por cincuenta de éstos, sé de qué hablaría si lo hiciese.
Ella describe realidades, realidades inventadas, y con ello interviene en la vida de los que leen. Dice que ha aprendido mucho de los libros.
-He leído -y eso de seguro lo han vivido muchas personas- a determinada edad un determinado libro que, de repente, se volvió muy importante y me abrió los ojos. No era en absoluto necesario que el libro tuviese relación directa con el país donde vivía o con mi situación de vida. Eso es lo incomprensible y lo fascinante de la literatura. Establece semejanzas entre campos totalmente distintos. Por ejemplo, García Márquez, con "Cien años de soledad". Macondo era para mí Nitzkydorf, porque era un pueblucho similar con mucha soledad dentro. O aquel páramo en "El otoño del patriarca". No en balde algunos países sudamericanos estaban también marcados por dictaduras. Eso sólo lo consigue la literatura, la que también es capaz de describir sociedades, incluso cuando no se lo proponga.
LLa autora de "La piel del zorro", "El hombre es un gran faisán en el mundo" y "La bestia del corazón" estudió Filología germánica y románica en la Universidad de Timisoara y, por su actividad política contra el gobierno de Ceaucescu, en los años 80 fue elegida representante de la minoría suaba en Rumania, razón por la que tuvo que abandonar el país.
-Todas las dictaduras tienen una finalidad, y consiste en prohibir la libertad. La función es dañar a las personas, destruirlas psíquicamente, hacerlas dependientes del miedo, domarlas.
Recuerda a la Rumania de entonces, en que no notaba más que fronteras sin salida. Fronteras en que se mató a mucha gente, dice. "Allí murieron millares de personas que huían sencillamente por hastío y les daba igual morir o no. Cada semana uno escuchaba decir fulano o mengano fueron fusilados. Sin embargo, eso no disuadió a nadie, porque la gente estaba harta; ya no soportaban la vida cotidiana. Vivir en Rumania sólo se aguantaba con la idea de que no era para siempre, de que alguna vez saldríamos".
En esos años, Herta Müller trabajaba en una fábrica de maquinarias. "Allí todo estaba cementado, la vida estaba cementada", dice, y recuerda cómo vivía, al igual que las otras personas, casi congelada a merced del viento, pegada a una banda transportadora en un edificio sin calefacción y ventanas sin vidrios.
-Los obreros empezaban a tomar alcohol desde la mañana para desentumecerse los dedos. Y había que romperse el lomo. Muchos llevaban 30 o 40 años trabajando en ese lugar; aldeanos que debían levantarse a las dos de la madrugada, caminar hasta alguna estación de trenes y viajar cuatro o cinco horas hasta alcanzar la fábrica. Una vez allí trabajaban hasta las cinco de la tarde y luego regresaban en tren hasta la estación. Llegaban a sus casas a las diez de la noche, muertos de cansancio. ¿Qué vida es ésa? Sin contar que se trabajaba también los sábados y domingos, pues no existía la semana de cuatro o cinco jornadas. Nunca cumplíamos el plan, y cada vez que se incumplía había que trabajar también el fin de semana. No se producía nada, no había nada, nadie llegaba a viejo. Cuando los obreros alcanzaban la edad de retiro ya estaban enfermos y, un poquito después, muertos.
Por entonces esa situación le aterraba sobremanera y le hacía sentir respeto por aquella gente. Le parecía inconcebible. Ella llevaba apenas dos años haciéndolo y ya sentía que no daba más, que aquello era insoportable. Muchas veces tuvo la sensación de que lo más importante era que simplemente estuviera presente, sin importar lo que produjera. Simplemente había que estar "allí", para ser vigilada. "La fábrica no era más que un lugar adonde se debía acudir cada día y permanecer el mayor tiempo posible para que el Estado viese lo que hacía uno".
En invierno, recuerda, la oscuridad era total y no circulaba ningún medio de transporte. A las cinco de la mañana salía de su casa y comenzaba a caminar hacia la fábrica, pues a menudo no pasaba el tranvía ni el autobús, y cuando pasaba alguno, eran tantos los pasajeros en la escalera que no había modo de entrar. Con frecuencia, se daba cuenta de que había perdido tanto tiempo en el bus que tenía que ir a pie al trabajo, para no llegar atrasada y ganarse una amonestación.
-Yo tenía muchos problemas y no quería darles a aquellos tipos ningún pretexto para ultrajarme. Por eso quería ser correcta y puntual. Luego, cuando llegabas a la fábrica, te esperaban con una música de marcha, con los coros obreros. ¡Era terrible! Como fuera que te movieras, marchabas al compás. Yo trataba de cambiar el paso, porque no me gustaba la idea de dejarme llevar por aquella música, pero no había modo; caminaras como caminaras era imposible.
Durante la pausa del mediodía, a la hora del almuerzo, volvía a oír esos coros, transmitidos por altoparlantes hacia el patio. Un empleado se encargaba exclusivamente de esa tarea. Recuerda que se trataba de un viejo comunista aquejado de cálculos renales. "La música sólo cesaba cuando sus dolores eran demasiado intensos. Un verdadero cerdo. La hija de aquel viejo comunista se había casado por el registro civil y de nuevo, a escondidas, por la iglesia. Lo hacían siempre así, por partida doble, para cubrirse las espaldas. No fuera a ser que realmente existiese un Dios y luego tuviesen problemas al subir al cielo. Qué clase de personajes son éstos que piensan en todas direcciones: en la Tierra, el partido, en el cielo, en Dios. Había que buscar la manera de arreglarse con ambos. Así era la gente. Y esas personas las hay también en mis libros. ¿De qué otra manera iba a ser, no?".
Dejar atrás su aldeaNitzkydorf. Así se llama la aldea en que Herta Müller pasó su infancia, en el Banat rumano. Allí vivía muy aislada, con estructuras de familias muy sólidas, con tres generaciones que llevaban conviviendo bajo un mismo techo. Los trajes seguían siendo iguales; se cantaban las mismas canciones, se celebraban las mismas fiestas tradicionales y se efectuaban los mismos rituales. Tras abandonar su aldea natal y mudarse a la capital, Bucarest, solía preguntarse de dónde era realmente.
-A los ojos de los habitantes de mi aldea, todos los demás eran malos. Los húngaros eran irascibles. Los rumanos, sucios. Uno sabía siempre cómo eran los otros: todos chabacanos. Sólo nosotros éramos buenos, pulcros, hacendosos, ordenados. Al dejar atrás la aldea y hacerme adulta, todo aquello se me antojaba como un tiempo detenido, y en efecto, lo era. De ahí surgió también el odio a la ciudad.
Cuando estaba en Bucarest, sentía que se estaba echando a perder. En la aldea se hablaba en dialecto y en la ciudad, alto alemán, un alemán "señorial", y señorial implicaba ser señor, lo cual era malo.
-El provincianismo es siempre igual, pero creo que el peor de todos es aquel que le choca a uno mismo, en el que uno está atrapado y debe permanecer prisionero. Mi madre siempre ha contado con que yo siga siendo tal como ella me educó. Para ella fue una catástrofe que yo marchase a la ciudad y después, a mi regreso, fuese diferente. Olía distinto, había dejado de ser en casa su pequeña niña, su hija aldeana; hablaba de otra forma.
Eso la horrorizaba. Hasta que se percató de que ya era demasiado tarde, que ya no había vuelta atrás. Entonces dejó que las cosas siguieran su curso.
-Sus libros de poemas, "Der Wächter nimmt seinen Kamm" y "Die blassen Herren mit den Mokkatassen", son una mezcla de collages atravesados por algo que usted trabaja muy bien: su propia percepción irónica. ¿Puede contarnos algo más acerca de eso?
-Empecé con el collage por motivos completamente banales. Viajaba mucho y en vez de escribir tarjetas postales, me compré estas fichas, y después de leer el periódico en el tren, recortaba un par de palabras y además pegaba una foto en el anverso. En el reverso escribía algo y luego ponía la tarjeta en un sobre. Así empezó todo. En algún momento me dio por hacerlo también en mi casa y empecé a recortar palabras para mí misma. Me había percatado de lo interesante que era y de lo que las palabras aisladas son capaces de hacer.
Como las palabras recortadas se iban acumulando sobre una gran mesa y me daba pena botarlas, compré un armario y empecé a guardarlas en cajones. Luego las ordené alfabéticamente, y así hice hasta que conseguí un atelier. En principio no es algo muy distinto a escribir. Tienes esas palabras, compones un texto con ellas y añades la imagen, que es parte del juego. Eso es lo hermoso de la gente que, por ejemplo, hace cine: pueden trabajar todas las dimensiones a la vez. Tienen una foto, un sonido y, por lo general, un trasfondo. Siempre he pensado que en la literatura es una desgracia que todas las palabras haya que colocarlas obligatoriamente una detrás de otra. No es posible proceder de forma simultánea, lo cual es como caminar con muletas. En cambio, cualquier cosa que hagamos en la vida real aparece superpuesta. Creo también que una parte enorme de todas las cosas que noto o me llaman la atención son visuales; percibo muchísimas cosas con los ojos. Incluso cuando estoy escribiendo un texto siempre tengo que haber visto de antemano las cosas.
Dice que el collage es un desafío, ya que en una reducida tarjeta debe caber una historia completa. "Es como en la vida: lo que no cabe, no cabe, y uno no se puede permitir nada superfluo. Todo debe ser lo más corto posible", dice.
Abreviar la obliga a suprimir cosas y a decidir qué dejar fuera, pero aprende muchísimo de esa experiencia. "Sólo mediante este ensamblaje de lo cotidiano surge lo extraordinario. Es bueno también para la modestia; haciéndolo, uno no se vuelve presumido. Por eso nunca seré uno de esos grandes escritores. Nunca dejaré de reflexionar al extremo de creer que deban existir imperios enteros sólo para que yo no tenga que revisar mi biografía o cambiar de idea acerca de mi madre".
"No poseemos nada especial"Para ella, la literatura no es lo único poético. La vida también es poética. "El mero hecho de escribir literatura no nos convierte en personas especiales. En verdad, en casi todo lo que hacemos dependemos de la mirada de la gente que no escribe literatura. Esas personas son nuestro material y con ese material hacemos algo. No poseemos nada especial, propio".
Cree que en la música no ocurre nada diferente con los sonidos. Igual con las artes plásticas o la pintura. "A veces, cuando escribo, me digo, aquí debo introducir una canción. Esas canciones populares rumanas son increíbles, la más pura lírica. Estaría sorda si no supiera escucharlas. Escriba o no escriba, esas canciones me gustan. Pero claro, cuando estoy en un texto trato de hacer con ellas lo mejor posible, ponerlas donde quiero que estén. Lo que escribo debe transportarme a mí misma, arrastrarme. En ese sentido, no es sólo construcción, es también emoción. Sin embargo, a mi entender, la emoción sólo está realmente ahí o sólo se echa a andar si la construcción es buena. Y a la inversa, siendo buena la construcción, el conjunto se sostiene, mantiene el equilibrio".
-En "La bestia del corazón" usted traza una diferencia clara entre "lengua materna", "lengua estatal" y "lengua infantil" ¿A qué se refiere?
-Mi lengua materna es el alemán, porque provengo de la minoría alemana en Rumania. Así que el alemán es mi primer idioma. Pero, a decir verdad, ignoro si realmente es la lengua de mi infancia. Y es que durante mi niñez se conversaba demasiado poco para que existiese una lengua de la infancia, porque hay una lengua nacional y una estatal. Lo que habla el Estado es esa jerga ideológica, distorsionada, que se escucha bajo la dictadura. En contraste, la lengua nacional es la personal, uno la usa para hablar con alguien, o sea, el idioma de los rumanos que se sientan a comer conmigo al mediodía. Yo pude mantener con el idioma rumano una distancia clara, porque el rumano no es mi lengua materna y porque lo aprendí con quince años. Fue entonces que supe lo sensual que era, con todas sus metáforas, muchas mezcladas con la superstición. El idioma rumano posee muchos niveles inexistentes en las lenguas germánicas.
Lo ejemplifica con su libro "El hombre es un gran faisán en el mundo".
-Ése es un giro rumano. En rumano es muy frecuente decir "He vuelto a ser un faisán", que significa "He vuelto a fracasar", "No lo he logrado". En rumano el faisán es un perdedor, mientras en alemán es un arrogante fanfarrón. Como se sabe, el faisán es un ave incapaz de volar, vive en el suelo. Cuando empiezas a cazar y todavía no sabes hacerlo bien, cazas faisanes. La presa más fácil, puesto que el faisán no puede escapar. Los rumanos incorporaron ese rasgo a su metáfora. ¿Y cuál han tomado los alemanes para la suya? Las plumas, el plumaje, lo cual es muy superficial. A los rumanos les interesa la existencia del ave, y eso me fascina. El faisán rumano ha estado siempre más cerca de mí que el faisán alemán. Lo mismo me pasa con otras cosas. Hablo muy mal el rumano pero, en estructura, en poesía y sensualidad, soy rumana. Quizás la imagen rumana está más cerca de mí, aunque escriba en alemán. Lo uno no excluye a lo otro.
Por Carlos A. Aguilera, desde Berlín. Fotografías: Isolde Ohlbaum.
<< Home