EL VALOR, EXPLICA AIZENMAN...
INFORME ESPECIAL CULTURA EN BUENOS AIRES: HAY LOCALES MUY ESPECIALIZADOS
Secretos, manías y rituales de los coleccionistas de libros antiguos
El valor de ciertos ejemplares únicos puede originarse en una firma, un dibujo o en su interés histórico
Por PATRICIA KOLESNICOV.
Por PATRICIA KOLESNICOV.
De la Redacción de Clarín lunes 20 de noviembre de 2000
En el Río de la Plata, la primera imprenta fue la de las misiones jesuíticas. "Era una imprenta ambulante que anduvo por distintas misiones. Sus primeros libros fueron tres. De dos —Flos santorum y Martirologio romano— no se conoce ningún ejemplar. Del tercero, sí. Se llama De la diferencia entre lo temporal y eterno. De ése —el primer libro en todo el territorio del Río de la Plata— hay dos ejemplares en el mundo. Es el incunable americano más importante y bello. Uno está en el Museo de Luján. El otro, el más lindo, está en la colección Horacio Porcel".Es difícil reproducir la pasión con la que Horacio Porcel habla de su joya. Lo sabe todo: que el libro, escrito por un cura, Juan Eusebio Nieremberg, se empezó a imprimir en 1690 y se terminó en 1705. Que tiene 43 grabados hechos por el indio Joan Yaparí. Que fue impreso en guaraní.Porcel lo sabe todo porque lo quiere todo: "Usted no puede abarcar el mundo, ni América; tiene que limitarse a Sudamérica", dice con sufrida resignación un hombre cuya colección empieza con el impreso de una carta de Colón, de 1493, y termina con los contemporáneos. Porcel —en su casa todo es antiguo, valioso y único— no está solo. Hay otros coleccionistas capaces de buscar por estantes, librerías y bibliotecas del mundo el ejemplar que les falta para "hacer" un autor completo, por ejemplo. Para llenar el álbum. En Buenos Aires, los coleccionistas de libros antiguos se abastecen en unos cuantos locales muy especializados, donde el trabajo central es comprar bien, encontrar una dedicatoria en una página, hallar el diseño particular de un encuadernador en una edición única. Si se garantiza eso, los compradores llegan solos. Son adictos. "Acá se pueden conseguir hasta manuscritos medievales, porque hubo grandes coleccionistas como Pedro de Angelis, en la época de Rosas. El hizo una recopilación de documentos del pasado argentino y gracias a él se pudieron estudiar muchas cosas. La bibliofilia es una perversión, pero una perversión útil", dice Víctor Aizenman, librero anticuario. Su librería no da a la calle: es un gran salón cuyo silencio custodia libros de varios siglos. "Es paradójico —reflexiona— que la imprenta haya nacido como un elemento multiplicador y que lo que buscan los bibliófilos sea lo único, las pruebas de imprenta, el ejemplar autografiado. Van a contramano". Ahora, la joya de Aizenman es un ma nuscrito de la expedición al desierto de Rosas, en 1833. La letra prolijita del escriba, los croquis que detallan cómo era el terreno. "Pero antes tuve el que estaba escrito de puño y letra por Rosas", dice. Y antes tuvo algo quizá más impresionante: "un libro salido de la primera imprenta que hubo en Roma. Era un libro de Apuleyo, del año 1465". No dicen cuánto cuestan. No dicen quién se los consiguió, de dónde los sacaron ni a quién se los vendieron. Como este mercado se basa en la escasez, la aparición de otro ejemplar en el mundo puede bajar mucho el precio de un libro que se creía único. "El de Apuleyo lo compré con una colección importante de un europeo que se estableció en América y lo donó a una institución, pero con requisitos de conservación. La institución no lo pudo conservar y lo vendió. A mí me lo compró un colega europeo que lo volvió a llevar a Europa. Es así: el destino de los libros es la circulación". ¿Quién dice cuánto vale un libro impreso en la oscuridad de un convento hace cuatrocientos años? ¿Más o menos que ese ejemplar que Jorge Luis Borges llenó de dibujitos y dedicó especialmente? "El valor, explica Aizenman, se establece por varios factores. Uno es la rareza: cuántos ejemplares subsistieron y cuántos hay en el mercado. Otro, el interés histórico del texto. Si fue una primera edición de ese texto, eso tiene un valor emblemático, es un hito en la cultura. Y si tiene ilustraciones. Y el arte del encuadernador". Horacio Porcel agrega un criterio subjetivo: "El valor de una cosa única se lo da el que la tiene". A veces pasa al revés. De tan única, una cosa puede no tener valor: no está a la venta. Es el caso de un libro de oraciones que usaron monjes franciscanos en los años mil seiscientos y pico, dueño y señor de la librería L''amateur. Es un libro enorme, como para que el coro lo vea con claridad. Sus páginas están hechas con cuero de panza de burra. Las letras, pintadas de colores. La punta de una de las hojas está ennegrecida: "Algún fraile distraído le acercó de más una vela", dice Susana Helguera y uno casi puede oír el campanario y oler la cocina del convento, tal como lo inventó Umberto Eco. Coleccionistas y libreros son como una familia. Casi todos los libreros por algún lado despuntan el vicio; algunos coleccionistas venden parte de sus cosas. "Cuando un cliente busca algo en particular, llamamos a otros colegas, buscamos en Internet, al final se sabe quién lo tiene", dice Helguera. Claro que tan dedicados clientes no son ajenos a las modas. "En el siglo XIX se recuperó la bibliografía nacional; a principios del siglo XX, la tendencia fue a hacer bibliotecas francesas. Ahora se ha vuelto a lo nacional", dice Aizenman. Este año, en la reunión mundial de editores, un investigador habló horas de su libro electrónico. Al final, le preguntaron si con tantas ventajas era hora de tirar los libros de papel y dejar de juntar pulgas. Dijo que no, que un producto electrónico no dura más de diez años. Aizenman escucha la anécdota parado entre sus anaqueles, pasa la mano por el lomo de un libro que pasó su segundo siglo y sonríe. Sobrador.
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