JAIME COLLYER PRESENTA SU LIBRO EL 8 DE OCTUBRE PROXIMO
La fidelidad presunta de las partes Jaime Collyer Mondadori, Santiago, 2009, 259 páginas, $12.000. NOVELA (Presentación: 8 de octubre, 19 horas, Bellavista 066)
Entrevista Intrigas íntimas y mundiales
Jaime Collyer: "Estamos viviendo '1984' de Orwell sin darnos cuenta"
El escritor regresa a la novela con "La fidelidad presunta de las partes", historia que explora las imprevisibles consecuencias a las que puede conducir una lectura distorsionada y conspirativa de un texto.
El Mercurio Revista de Libros 4 de octubre de 2009
Pedro Pablo Guerrero
A fines de 2001, Jaime Collyer leyó un editorial del New York Times en el cual se analizaban los efectos que podían traer los bombardeos en Afganistán. Entonces surgió el germen de una historia centrada en un escritor africano, el doctor Matt Kizerbo, que decide traducir un texto ancestral de su comunidad. Proyecto que en su ejecución arrastra consecuencias impensables.
El tema quedó "en barbecho" hasta que Collyer empezó a escribir la novela tres años más tarde. Terminó el borrador en 2006, pero entonces pasaron muchas cosas en su vida, comenzando por un intento fallido de reinstalarse en España, país donde lo sorprendió la muerte de su padre. "No alcancé a llegar a la cremación", recuerda. "Eso me dejó descolocado, caí en un bajón y una crisis de identidad a una edad inconveniente. En ese momento, la llamada carrera literaria pasó a un tercer plano".
-Se percibe en el protagonista de la novela, Lombardi, un malestar profundo con el medio local, que le resulta mediocre y tedioso. ¿Hay un ajuste de cuentas?
-Ese estado anímico se corresponde con el que yo vivía en el momento de escribir la novela. A partir de 2005 me saturé de las distorsiones a las que da lugar la figuración. Me tenían harto las polémicas. Chile nunca deja de ser un pueblo chico y un infierno grande. La idea de la escritura se vive gregariamente, la gente está demasiado cerca, todos somos amigos o vecinos, las opiniones se contaminan por tus gestos habituales y no necesariamente por lo que escribiste. Publicas un libro y hay media docena de tipos esperándote con el hacha afilada para cobrarte alguna cuenta. Mínimos detalles van siempre acompañados de pelambres, chaqueteos, reacciones, desmentidos, asedios.
-La novela se basa en pequeños equívocos y revanchas que echan a rodar una bola de nieve. ¿Crees que la lectura distorsionada de un libro puede intervenir hasta tal punto en la realidad?
-La palabra hoy tiene una fuerza insospechada, sobre todo a partir del momento en que los medios están globalizados. Lanzas una idea y llega instantáneamente a todo el mundo. Pero distorsionada, magnificada, como la teoría del rumor que nos enseñaban en psicología social. Lo hemos visto a partir de los atentados de Nueva York: la necesidad de cualquier funcionario de llenar su informe para cobrar un sueldo termina arrasando países enteros. Irak es la prueba más contundente. Estoy leyendo Legado de cenizas , una historia súper documentada de la CIA. Muestra una impresionante comedia de equivocaciones, chapuzas e intervenciones armadas hechas para justificar presupuestos.
"Nadie es inocente"
-Una reunión privada detona una reacción geopolítica. ¿Cómo nace esta idea de conducir la acción de lo privado a lo público?
-No fue algo premeditado. Mis novelas previas las trabajé de manera muy planificada, con una especie de escaleta o libreto. En este caso la dejé fluir. Todo partía en un patio de gente acomodada donde había un escritor africano dando una charla. Nunca tuve muy claro cómo iba a llegar a la distorsión que su propuesta genera cuando entra en juego el factor de la lucha contra el terrorismo. Lo mismo les pasa a los personajes. Siempre me ha interesado muchísimo la historia, pero no la gran historia, sino los seres al margen, el estado llano, los pobres y tristes infelices que somos todos, y a los que la historia nos pasa por encima.
-Con todo, el juego inicial de celos que libran las parejas tiene correspondencias con los grandes juegos de la política entre las potencias mundiales.
-Exactamente. Kundera dice en El arte de la novela que los mecanismos que operan en las situaciones íntimas son los mismos de las grandes situaciones históricas: el mismo juego de rencores, despechos, intentos de redención, pequeños gestos heroicos o de claudicación. Creo que la historia se mueve por esas cosas. Churchill, De Gaulle, los grandes líderes eran tipos llenos de manías, y lo que interesa literariamente es no tanto el gesto que aparece en los manuales de historia, sino los gestos que pasan inadvertidos. El propio Kundera pide atender a los tics nerviosos del personaje, a la inelegancia, a sus obsesiones neuróticas y depresiones.
-¿A qué te refieres con la expresión "fidelidad presunta de las partes"?
-Sugiere algo de lo que sucede con los protagonistas: gente cuyas lealtades emotivas o doctrinarias resultan precarias y se tambalean en el curso de la trama. Gente que, aun cuando se propone hacer el bien, queda sobrepasada por sus propios desgarros y termina arrasando aquello en lo que cree.
-Repites la frase "Nadie es inocente", del terrorista y anarquista francés Émile Henry, que citabas hace veinte años en tu primera novela: "El infiltrado". Parece una idea fuerza de tu narrativa, ¿no?
-Sí. En eso influye mi pasado político. Fui parte de una generación que pensó que valía la pena dar la vida por el ideal de la utopía igualitaria. Incluso cuando ese mundo se estaba cayendo a pedazos y los líderes de esa cruzada ya se habían fugado al libre mercado y las asesorías de imagen, nosotros seguíamos dispuestos al sacrificio. Ese fermento insurgente nunca muere dentro de uno. Pero además es la forma como percibo el mundo de hoy: tengo la sensación un poco paranoica de que estamos viviendo 1984 , de Orwell , sin habernos dado ni cuenta. Un escenario interconectado donde hay un montón de pantallas que rigen nuestra vida, en medio de una crisis rotunda del lenguaje. La neolengua orwelliana ya está aquí, la percibimos todos los días en los chats : el idioma reducido a la mínima expresión, con un montón de claves indescifrables, que ha perdido la capacidad de elaborar argumentos y hacernos comprender la historia en forma autónoma.
-Pero en "1984" había un Gran Hermano y un poder central que hoy no existen.
-Están, sólo que más difusos. Se diría que se ha perfeccionado el modelo de Orwell. Existe sin ese factor totalitario centralizador, aunque hay cosas parecidas: el Club Bildelberg, el G-7 y el G-20, la Trilateral Comission, de Zbigniew Brzezinski... Todas esas instancias superestructurales donde las grandes corporaciones, unidas a gobiernos y líderes políticos decisivos, se juntan de vez en cuando en clubes escogidos a planificar cómo hacer para que el mundo no se salga de madre y sus planes sigan adelante.
-Tu novela, podría criticar alguien, llega con un desfase de varios años. Da cuenta de un escenario que corresponde más a la era de Bush que a la de Obama.
-Bueno, no olvidemos que Bush duró hasta el año pasado. Y me temo que por muy simpático que sea Obama, y por elogiable que sea el hecho de que se trate de un Presidente de raza negra, no parece dispuesto a hacer grandes cambios. Le tengo mucha desconfianza a los chicos buenos de la película. Kennedy también fue el gran renovador de la escena norteamericana y lanzó la invasión a Cuba de Playa Girón. Estados Unidos mantiene hoy más de un centenar de bases militares en todo el mundo. Durante los últimos diez años han ocurrido cosas muy graves: procedimientos que antes se utilizaban a nivel regional como el secuestro y la eliminación discrecional de personas -si lo sabremos nosotros- ahora se utilizan en todo el orbe. Mientras no se cierre Guantánamo yo no tengo grandes expectativas.
-Te interesan asuntos que no están muy presentes en la narrativa chilena. ¿Con qué escritores discutes estos temas?
-Con nadie. No hay interlocución. No creo que haya muchos colegas trabajando en esto. Y eso tiene un costo altísimo en términos psicológicos, porque no dejo de pensar que tal vez se me esté corriendo una teja. No descarto la idea de que yo sea un loco de remate, un paranoico que está en su casa elucubrando conspiraciones globales. Mi conexión con ese escenario nace desde que escribí en España El infiltrado y Gente al acecho . El caso chileno es uno de muchos, dentro de un trasfondo mayor: el conflicto Norte-Sur primero y, ahora, la globalización.
"Coetzee es un modelo"
-Igual te burlas de lo políticamente correcto que es hablar del Tercer Mundo desde la comodidad del Primero.
-Por supuesto. Kizerbo es un cínico, un manipulador, un impostor consciente de su impostura. Yo viví en Europa durante la década de los ochentas, cuando la causa de los pueblos despojados y perseguidos del Tercer Mundo era central y movilizaba energías, sensibilidades, recitales, dinero. Nunca creí mucho en ese aplauso culpable que el Primer Mundo le da al Tercero: el africano que recibe el doble de felicitaciones cuando saca un postgrado. Es un discurso distorsionador, una especie de neocolonialismo mental. Tengo la suerte de ser un escritor del Tercer Mundo, porque no podría hacer esta crítica desde el Primero. Se me percibiría como racista.
-Es la misma crítica que hace Coetzee a través de su personaje Elizabeth Costello.
-Correcto. Y nadie diría que Coetzee no es un escritor comprometido con la libertad y el anticolonialismo. Hoy por hoy, Coetzee es un modelo. Esperando a los bárbaros es una de las mejores novelas que he leído nunca. Tiene la habilidad de tomar un tema tan serio como el del apartheid , que resume el problema de África, y lo convierte en una metáfora más vasta de la condición humana, que encarna el mal en un sentido amplio.
-¿Hubo un modelo real para Kizerbo?
-Entre los escritores africanos, no. Fue un subterfugio para distanciarme. Hay varios autores latinoamericanos que le han trabajado al exotismo y a la venta de pomadas. También chilenos. Prefiero no nombrarlos. No me interesa hacer novela en clave, aunque sí hay modelos literarios. Los exiliados de El jardín de al lado , de José Donoso, o el poema en que Jorge Montealegre habla de esos "chicos que golpean puertas fastidiando: piden pan y no dejan escribir los mejores poemas sobre el hambre".
-¿Piensas en esa clase de personas cuando citas a Robespierre: "El pueblo quiere el bien, pero no siempre lo ve"?
-Totalmente. La vanguardia pensante, las élites revolucionarias, los iluminados del partido. Les tengo aún más desconfianza que a los poderes fácticos. En la modernidad proliferan los discursos redentores, que casi siempre conducen al terror. Nunca he sido muy místico, pero me convence del Tao la idea de que la forma más segura de no conseguir algo es buscándolo empecinadamente. Toda esta gente que quiere hacer el bien se aleja de él por el solo hecho de buscarlo. Es mejor una actitud prescindente, un escepticismo como el de Lombardi, que patalea, ama, se decepciona y pide explicaciones. Siente curiosidad por ver si hay una salida, pero no tenemos garantía de que la encuentre.
A fines de 2001, Jaime Collyer leyó un editorial del New York Times en el cual se analizaban los efectos que podían traer los bombardeos en Afganistán. Entonces surgió el germen de una historia centrada en un escritor africano, el doctor Matt Kizerbo, que decide traducir un texto ancestral de su comunidad. Proyecto que en su ejecución arrastra consecuencias impensables.
El tema quedó "en barbecho" hasta que Collyer empezó a escribir la novela tres años más tarde. Terminó el borrador en 2006, pero entonces pasaron muchas cosas en su vida, comenzando por un intento fallido de reinstalarse en España, país donde lo sorprendió la muerte de su padre. "No alcancé a llegar a la cremación", recuerda. "Eso me dejó descolocado, caí en un bajón y una crisis de identidad a una edad inconveniente. En ese momento, la llamada carrera literaria pasó a un tercer plano".
-Se percibe en el protagonista de la novela, Lombardi, un malestar profundo con el medio local, que le resulta mediocre y tedioso. ¿Hay un ajuste de cuentas?
-Ese estado anímico se corresponde con el que yo vivía en el momento de escribir la novela. A partir de 2005 me saturé de las distorsiones a las que da lugar la figuración. Me tenían harto las polémicas. Chile nunca deja de ser un pueblo chico y un infierno grande. La idea de la escritura se vive gregariamente, la gente está demasiado cerca, todos somos amigos o vecinos, las opiniones se contaminan por tus gestos habituales y no necesariamente por lo que escribiste. Publicas un libro y hay media docena de tipos esperándote con el hacha afilada para cobrarte alguna cuenta. Mínimos detalles van siempre acompañados de pelambres, chaqueteos, reacciones, desmentidos, asedios.
-La novela se basa en pequeños equívocos y revanchas que echan a rodar una bola de nieve. ¿Crees que la lectura distorsionada de un libro puede intervenir hasta tal punto en la realidad?
-La palabra hoy tiene una fuerza insospechada, sobre todo a partir del momento en que los medios están globalizados. Lanzas una idea y llega instantáneamente a todo el mundo. Pero distorsionada, magnificada, como la teoría del rumor que nos enseñaban en psicología social. Lo hemos visto a partir de los atentados de Nueva York: la necesidad de cualquier funcionario de llenar su informe para cobrar un sueldo termina arrasando países enteros. Irak es la prueba más contundente. Estoy leyendo Legado de cenizas , una historia súper documentada de la CIA. Muestra una impresionante comedia de equivocaciones, chapuzas e intervenciones armadas hechas para justificar presupuestos.
"Nadie es inocente"
-Una reunión privada detona una reacción geopolítica. ¿Cómo nace esta idea de conducir la acción de lo privado a lo público?
-No fue algo premeditado. Mis novelas previas las trabajé de manera muy planificada, con una especie de escaleta o libreto. En este caso la dejé fluir. Todo partía en un patio de gente acomodada donde había un escritor africano dando una charla. Nunca tuve muy claro cómo iba a llegar a la distorsión que su propuesta genera cuando entra en juego el factor de la lucha contra el terrorismo. Lo mismo les pasa a los personajes. Siempre me ha interesado muchísimo la historia, pero no la gran historia, sino los seres al margen, el estado llano, los pobres y tristes infelices que somos todos, y a los que la historia nos pasa por encima.
-Con todo, el juego inicial de celos que libran las parejas tiene correspondencias con los grandes juegos de la política entre las potencias mundiales.
-Exactamente. Kundera dice en El arte de la novela que los mecanismos que operan en las situaciones íntimas son los mismos de las grandes situaciones históricas: el mismo juego de rencores, despechos, intentos de redención, pequeños gestos heroicos o de claudicación. Creo que la historia se mueve por esas cosas. Churchill, De Gaulle, los grandes líderes eran tipos llenos de manías, y lo que interesa literariamente es no tanto el gesto que aparece en los manuales de historia, sino los gestos que pasan inadvertidos. El propio Kundera pide atender a los tics nerviosos del personaje, a la inelegancia, a sus obsesiones neuróticas y depresiones.
-¿A qué te refieres con la expresión "fidelidad presunta de las partes"?
-Sugiere algo de lo que sucede con los protagonistas: gente cuyas lealtades emotivas o doctrinarias resultan precarias y se tambalean en el curso de la trama. Gente que, aun cuando se propone hacer el bien, queda sobrepasada por sus propios desgarros y termina arrasando aquello en lo que cree.
-Repites la frase "Nadie es inocente", del terrorista y anarquista francés Émile Henry, que citabas hace veinte años en tu primera novela: "El infiltrado". Parece una idea fuerza de tu narrativa, ¿no?
-Sí. En eso influye mi pasado político. Fui parte de una generación que pensó que valía la pena dar la vida por el ideal de la utopía igualitaria. Incluso cuando ese mundo se estaba cayendo a pedazos y los líderes de esa cruzada ya se habían fugado al libre mercado y las asesorías de imagen, nosotros seguíamos dispuestos al sacrificio. Ese fermento insurgente nunca muere dentro de uno. Pero además es la forma como percibo el mundo de hoy: tengo la sensación un poco paranoica de que estamos viviendo 1984 , de Orwell , sin habernos dado ni cuenta. Un escenario interconectado donde hay un montón de pantallas que rigen nuestra vida, en medio de una crisis rotunda del lenguaje. La neolengua orwelliana ya está aquí, la percibimos todos los días en los chats : el idioma reducido a la mínima expresión, con un montón de claves indescifrables, que ha perdido la capacidad de elaborar argumentos y hacernos comprender la historia en forma autónoma.
-Pero en "1984" había un Gran Hermano y un poder central que hoy no existen.
-Están, sólo que más difusos. Se diría que se ha perfeccionado el modelo de Orwell. Existe sin ese factor totalitario centralizador, aunque hay cosas parecidas: el Club Bildelberg, el G-7 y el G-20, la Trilateral Comission, de Zbigniew Brzezinski... Todas esas instancias superestructurales donde las grandes corporaciones, unidas a gobiernos y líderes políticos decisivos, se juntan de vez en cuando en clubes escogidos a planificar cómo hacer para que el mundo no se salga de madre y sus planes sigan adelante.
-Tu novela, podría criticar alguien, llega con un desfase de varios años. Da cuenta de un escenario que corresponde más a la era de Bush que a la de Obama.
-Bueno, no olvidemos que Bush duró hasta el año pasado. Y me temo que por muy simpático que sea Obama, y por elogiable que sea el hecho de que se trate de un Presidente de raza negra, no parece dispuesto a hacer grandes cambios. Le tengo mucha desconfianza a los chicos buenos de la película. Kennedy también fue el gran renovador de la escena norteamericana y lanzó la invasión a Cuba de Playa Girón. Estados Unidos mantiene hoy más de un centenar de bases militares en todo el mundo. Durante los últimos diez años han ocurrido cosas muy graves: procedimientos que antes se utilizaban a nivel regional como el secuestro y la eliminación discrecional de personas -si lo sabremos nosotros- ahora se utilizan en todo el orbe. Mientras no se cierre Guantánamo yo no tengo grandes expectativas.
-Te interesan asuntos que no están muy presentes en la narrativa chilena. ¿Con qué escritores discutes estos temas?
-Con nadie. No hay interlocución. No creo que haya muchos colegas trabajando en esto. Y eso tiene un costo altísimo en términos psicológicos, porque no dejo de pensar que tal vez se me esté corriendo una teja. No descarto la idea de que yo sea un loco de remate, un paranoico que está en su casa elucubrando conspiraciones globales. Mi conexión con ese escenario nace desde que escribí en España El infiltrado y Gente al acecho . El caso chileno es uno de muchos, dentro de un trasfondo mayor: el conflicto Norte-Sur primero y, ahora, la globalización.
"Coetzee es un modelo"
-Igual te burlas de lo políticamente correcto que es hablar del Tercer Mundo desde la comodidad del Primero.
-Por supuesto. Kizerbo es un cínico, un manipulador, un impostor consciente de su impostura. Yo viví en Europa durante la década de los ochentas, cuando la causa de los pueblos despojados y perseguidos del Tercer Mundo era central y movilizaba energías, sensibilidades, recitales, dinero. Nunca creí mucho en ese aplauso culpable que el Primer Mundo le da al Tercero: el africano que recibe el doble de felicitaciones cuando saca un postgrado. Es un discurso distorsionador, una especie de neocolonialismo mental. Tengo la suerte de ser un escritor del Tercer Mundo, porque no podría hacer esta crítica desde el Primero. Se me percibiría como racista.
-Es la misma crítica que hace Coetzee a través de su personaje Elizabeth Costello.
-Correcto. Y nadie diría que Coetzee no es un escritor comprometido con la libertad y el anticolonialismo. Hoy por hoy, Coetzee es un modelo. Esperando a los bárbaros es una de las mejores novelas que he leído nunca. Tiene la habilidad de tomar un tema tan serio como el del apartheid , que resume el problema de África, y lo convierte en una metáfora más vasta de la condición humana, que encarna el mal en un sentido amplio.
-¿Hubo un modelo real para Kizerbo?
-Entre los escritores africanos, no. Fue un subterfugio para distanciarme. Hay varios autores latinoamericanos que le han trabajado al exotismo y a la venta de pomadas. También chilenos. Prefiero no nombrarlos. No me interesa hacer novela en clave, aunque sí hay modelos literarios. Los exiliados de El jardín de al lado , de José Donoso, o el poema en que Jorge Montealegre habla de esos "chicos que golpean puertas fastidiando: piden pan y no dejan escribir los mejores poemas sobre el hambre".
-¿Piensas en esa clase de personas cuando citas a Robespierre: "El pueblo quiere el bien, pero no siempre lo ve"?
-Totalmente. La vanguardia pensante, las élites revolucionarias, los iluminados del partido. Les tengo aún más desconfianza que a los poderes fácticos. En la modernidad proliferan los discursos redentores, que casi siempre conducen al terror. Nunca he sido muy místico, pero me convence del Tao la idea de que la forma más segura de no conseguir algo es buscándolo empecinadamente. Toda esta gente que quiere hacer el bien se aleja de él por el solo hecho de buscarlo. Es mejor una actitud prescindente, un escepticismo como el de Lombardi, que patalea, ama, se decepciona y pide explicaciones. Siente curiosidad por ver si hay una salida, pero no tenemos garantía de que la encuentre.
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