EDWARDS: PRIMERO ATENAS DESPUES VARGAS LLOSA?
Edwards, Jorge
La Segunda Viernes 08 de Octubre de 2010
La fiesta de Atenas
A pesar de la crisis, de los peligros monetarios, de las advertencias, Atenas es una fiesta. La Atenas antigua, clásica, que visité durante dos mañanas seguidas en el nuevo Museo de la Acrópolis, y la de hoy. Hay un barrio equivalente a nuestro Bellavista en sus momentos mejores, repleto, bullicioso, divertido, donde las mesas invaden calles y plazas, donde los jóvenes beben, donde los mayores atacan enormes porciones de cordero asado. Y donde los barrios conocidos se renuevan, los mercadillos brotan como callampas, y los vendedores de baratijas, de relojes usados, de joyas de segunda mano, de calzado barato, coexisten con anticuarios de calidad, con despliegues multicolores de alfombras orientales. Usted puede comprar una cabeza del siglo de Pericles, copiada, falsificada, o un casco militar de la época de las ocupaciones inglesas. Todo se hace con sentido del humor, con bonhomía. Un señor que juega con unas cuentas de ámbar en una esquina, flaco, bigotudo, de ojos profundos, se me acerca y me pregunta algo. Le contesto en inglés y me dice, en inglés, que me había creído griego. ¿Por qué? Porque parece griego, contesta. Me río y le digo que soy chileno. ¡Chileno!, exclama, y casi me da un abrazo. Resulta que él es casado con una mexicana.
Los restaurantes desbordan de clientes —norteamericanos, argentinos, japoneses, alemanes—, pero de vez en cuando hay una taberna antigua, oscura, anacrónica, donde los parroquianos fuman narguiles o beben vino a la “retsina”. Las mujeres de la vieja generación suelen ser gordas, superabundantes, dicharacheras, o enjutas y narigonas. Las jóvenes, animadas, graciosas, suelen ser bellezas notables, maquilladas y vestidas a la última moda. Me encuentro con chilenos que han decidido vivir en Grecia, conquistados por el aire de allá, por el espíritu de la tierra. Bulafendi se acuerda todavía de ti, me cuenta una señora mayor, chilena casada con griego. Bulafendi era un personaje de la isla de Leros, donde pasé con mi familia una temporada de verano en los años sesenta. ¡Bulafendi! Se me había olvidado el nombre, y ahora, de repente, con una sonrisa, me acuerdo del nombre y de todo el resto. Te esperamos en la isla, dice Georgina, y no descarto la posibilidad de regresar y hasta de retirarme en una de sus casas encaladas. ¿Por qué no? Se abren las puertas y las ventanas y se crean corrientes de aire. Y los pescados a las brasas, o los guisos de berenjenas y tomates, son superiores. Aparte de que leer la correspondencia de Gustave Flaubert a la orilla del Mar Mediterráneo es una de las experiencias todavía posibles en el mundo de ahora. La bétise consiste a vouloir conclure, escribe Flaubert desde el Nilo, río vagabundo, a su amigo Louis Bouilhet. No concluyamos, entonces. No tratemos de hacer novelas redondas ni proyectos definitivos.
Camino por un sendero más bien ancho, empedrado, a los pies de la colina del Partenón, al lado de los restos de la antigua ciudad, y al llegar al museo me reciben dos bellas Nikes de terracota. Son de los siglos I a III, y se supone que adornaban un templo desaparecido. La ligereza, la gracia de las formas, de los vestidos plisados, de las narices, las bocas, las miradas sin ojos, es sobrecogedora. Más arriba encontramos una Kore de mármol con ojos de esfinge, del siglo V antes de Cristo. Y en el tercer piso están los frisos llamados de Elgin, por el nombre de un lord aventurero que se los llevó a Londres en el siglo XIX. Algunos quedaron entre escombros y los griegos actuales los han restaurado y colocado junto a reproducciones de los mármoles del British Museum. Los frisos ausentes, junto a los fragmentos que se salvaron, nos hablan con un lenguaje poderoso, que vale mucho más que un argumento escrito.
Escribo en la madrugada, pretendo reanudar a mediodía, y me llaman para contarme que Mario Vargas Llosa ganó el Nobel de Literatura. Ya no me queda espacio, pero alcanzo a decir un par de cosas. Conocí a Mario en París a mediados de 1962 y nos hicimos amigos. Ahora, de vuelta en París, no demasiado lejos del departamento destartalado donde el joven peruano escribía La casa verde, siento la emoción del asunto: una vuelta en círculo, un reencuentro con la juventud, una definitiva adhesión a la aventura literaria. Lo que me sorprendía en el Vargas Llosa de entonces era su vocación férrea y sus nociones enteramente personales, ajenas al lugar común de la crítica o de la moda. Se usaba en esos años la novela sin acción, de lenguaje puro. Mario, indiferente a la moda, intentaba hacer exactamente lo contrario. Sus héroes, para no hablar de modelos, eran Gustave Flaubert y Joan Martorell, el autor valenciano de la novela de caballería Tirante el blanco. A Mario le interesaba apasionadamente la acción, la creación de mundos ficticios enfrentados, contrapuestos al mundo real. Otra de sus pasiones era el Alejandro Dumas de Los tres mosqueteros. Otra, las películas norteamericanas del Oeste. Alamo, sobre todo, y A la hora señalada. Carlos Barral le dijo una vez, delante de mí, que la literatura era puro lenguaje. Mario no reflexionó más de un segundo y le contestó que estaba en entero desacuerdo. La opinión de Barral representaba la moda. La de Vargas Llosa sonaba en esos años a contracorriente. Ha escrito y pensado a contracorriente y ha ganado su apuesta. De aquí a Penco, para decirlo a la chilena. Agrego algo más: su intensa, exhaustiva, militante admiración por Flaubert, que lo condujo a escribir La orgía perpetua, era al mismo tiempo un rechazo de la mediocridad, un odio a la mezquindad pequeño burguesa. Me llega la noticia cuando estoy leyendo, en mis escasos ratos libres, la correspondencia del Flaubert de los años cincuenta. Era un independiente, un espíritu libre, un insobornable, y Mario asimiló esa elección en profundidad. Por eso desconcierta a las personas que le ponen una etiqueta literaria o una clasificación política. Su Premio Nobel puede interpretarse como el triunfo, sobre la política, de la literatura, pero también como una afirmación de la literatura en calidad de forma superior de la política. En medio del hormigueo de la mediocridad, es un estímulo formidable.
La Segunda Viernes 08 de Octubre de 2010
La fiesta de Atenas
A pesar de la crisis, de los peligros monetarios, de las advertencias, Atenas es una fiesta. La Atenas antigua, clásica, que visité durante dos mañanas seguidas en el nuevo Museo de la Acrópolis, y la de hoy. Hay un barrio equivalente a nuestro Bellavista en sus momentos mejores, repleto, bullicioso, divertido, donde las mesas invaden calles y plazas, donde los jóvenes beben, donde los mayores atacan enormes porciones de cordero asado. Y donde los barrios conocidos se renuevan, los mercadillos brotan como callampas, y los vendedores de baratijas, de relojes usados, de joyas de segunda mano, de calzado barato, coexisten con anticuarios de calidad, con despliegues multicolores de alfombras orientales. Usted puede comprar una cabeza del siglo de Pericles, copiada, falsificada, o un casco militar de la época de las ocupaciones inglesas. Todo se hace con sentido del humor, con bonhomía. Un señor que juega con unas cuentas de ámbar en una esquina, flaco, bigotudo, de ojos profundos, se me acerca y me pregunta algo. Le contesto en inglés y me dice, en inglés, que me había creído griego. ¿Por qué? Porque parece griego, contesta. Me río y le digo que soy chileno. ¡Chileno!, exclama, y casi me da un abrazo. Resulta que él es casado con una mexicana.
Los restaurantes desbordan de clientes —norteamericanos, argentinos, japoneses, alemanes—, pero de vez en cuando hay una taberna antigua, oscura, anacrónica, donde los parroquianos fuman narguiles o beben vino a la “retsina”. Las mujeres de la vieja generación suelen ser gordas, superabundantes, dicharacheras, o enjutas y narigonas. Las jóvenes, animadas, graciosas, suelen ser bellezas notables, maquilladas y vestidas a la última moda. Me encuentro con chilenos que han decidido vivir en Grecia, conquistados por el aire de allá, por el espíritu de la tierra. Bulafendi se acuerda todavía de ti, me cuenta una señora mayor, chilena casada con griego. Bulafendi era un personaje de la isla de Leros, donde pasé con mi familia una temporada de verano en los años sesenta. ¡Bulafendi! Se me había olvidado el nombre, y ahora, de repente, con una sonrisa, me acuerdo del nombre y de todo el resto. Te esperamos en la isla, dice Georgina, y no descarto la posibilidad de regresar y hasta de retirarme en una de sus casas encaladas. ¿Por qué no? Se abren las puertas y las ventanas y se crean corrientes de aire. Y los pescados a las brasas, o los guisos de berenjenas y tomates, son superiores. Aparte de que leer la correspondencia de Gustave Flaubert a la orilla del Mar Mediterráneo es una de las experiencias todavía posibles en el mundo de ahora. La bétise consiste a vouloir conclure, escribe Flaubert desde el Nilo, río vagabundo, a su amigo Louis Bouilhet. No concluyamos, entonces. No tratemos de hacer novelas redondas ni proyectos definitivos.
Camino por un sendero más bien ancho, empedrado, a los pies de la colina del Partenón, al lado de los restos de la antigua ciudad, y al llegar al museo me reciben dos bellas Nikes de terracota. Son de los siglos I a III, y se supone que adornaban un templo desaparecido. La ligereza, la gracia de las formas, de los vestidos plisados, de las narices, las bocas, las miradas sin ojos, es sobrecogedora. Más arriba encontramos una Kore de mármol con ojos de esfinge, del siglo V antes de Cristo. Y en el tercer piso están los frisos llamados de Elgin, por el nombre de un lord aventurero que se los llevó a Londres en el siglo XIX. Algunos quedaron entre escombros y los griegos actuales los han restaurado y colocado junto a reproducciones de los mármoles del British Museum. Los frisos ausentes, junto a los fragmentos que se salvaron, nos hablan con un lenguaje poderoso, que vale mucho más que un argumento escrito.
Escribo en la madrugada, pretendo reanudar a mediodía, y me llaman para contarme que Mario Vargas Llosa ganó el Nobel de Literatura. Ya no me queda espacio, pero alcanzo a decir un par de cosas. Conocí a Mario en París a mediados de 1962 y nos hicimos amigos. Ahora, de vuelta en París, no demasiado lejos del departamento destartalado donde el joven peruano escribía La casa verde, siento la emoción del asunto: una vuelta en círculo, un reencuentro con la juventud, una definitiva adhesión a la aventura literaria. Lo que me sorprendía en el Vargas Llosa de entonces era su vocación férrea y sus nociones enteramente personales, ajenas al lugar común de la crítica o de la moda. Se usaba en esos años la novela sin acción, de lenguaje puro. Mario, indiferente a la moda, intentaba hacer exactamente lo contrario. Sus héroes, para no hablar de modelos, eran Gustave Flaubert y Joan Martorell, el autor valenciano de la novela de caballería Tirante el blanco. A Mario le interesaba apasionadamente la acción, la creación de mundos ficticios enfrentados, contrapuestos al mundo real. Otra de sus pasiones era el Alejandro Dumas de Los tres mosqueteros. Otra, las películas norteamericanas del Oeste. Alamo, sobre todo, y A la hora señalada. Carlos Barral le dijo una vez, delante de mí, que la literatura era puro lenguaje. Mario no reflexionó más de un segundo y le contestó que estaba en entero desacuerdo. La opinión de Barral representaba la moda. La de Vargas Llosa sonaba en esos años a contracorriente. Ha escrito y pensado a contracorriente y ha ganado su apuesta. De aquí a Penco, para decirlo a la chilena. Agrego algo más: su intensa, exhaustiva, militante admiración por Flaubert, que lo condujo a escribir La orgía perpetua, era al mismo tiempo un rechazo de la mediocridad, un odio a la mezquindad pequeño burguesa. Me llega la noticia cuando estoy leyendo, en mis escasos ratos libres, la correspondencia del Flaubert de los años cincuenta. Era un independiente, un espíritu libre, un insobornable, y Mario asimiló esa elección en profundidad. Por eso desconcierta a las personas que le ponen una etiqueta literaria o una clasificación política. Su Premio Nobel puede interpretarse como el triunfo, sobre la política, de la literatura, pero también como una afirmación de la literatura en calidad de forma superior de la política. En medio del hormigueo de la mediocridad, es un estímulo formidable.
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