SOCIEDAD DE BIBLIÓFILOS CHILENOS, fundada en 1945

Chile, fértil provincia, y señalada / en la región antártica famosa, / de remotas naciones respetada / por fuerte, principal y poderosa, / la gente que produce es tan granada, / tan soberbia, gallarda y belicosa, / que no ha sido por rey jamás regida, / ni a extranjero dominio sometida. La Araucana. Alonso de Ercilla y Zúñiga

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Location: Santiago de Chile, Región Metropolitana, Chile

Editor: Neville Blanc

Saturday, July 09, 2011

LA BIBLIOTECA DE FELIPE II

Edwards, Jorge
La Segunda Viernes 08 de Julio de 2011
Biblias y caprichos
La arquitectura de San Lorenzo del Escorial es geometría, simetría, proporciones, perspectivas. En una mañana de sol primaveral, tiene un silencio maravilloso, interrumpido de vez en cuando por las paletadas de un jardinero, por un grito lejano, por el aleteo de grajos que escapan de repente de un entretecho. Se podría sostener que ese silencio está dotado de una música apenas perceptible. Estamos, nos explica uno de nuestros guías, padre agustino, en la galería de los convalecientes. A los enfermos del antiguo hospital los traían aquí a tomar un poco de sol y de aire puro. Ya hemos pasado por la antigua botica y nos han explicado cómo se subían las hierbas medicinales, recogidas en los campos cercanos, y cómo se mezclaban, se machacaban, se convertían en remedios, bajo la dirección de los farmacéuticos y los químicos de la época de Felipe II. Todo se encontraba en edificios anexos al convento, y también había un hospital, una panadería, una lavandería, un matadero, una casa de huéspedes.

El simpático y bien informado guía dice “nuestro señor don Felipe”, y Alfonso Pérez Agote, director de los cursos de verano de la Universidad Complutense, su mujer y yo, invitado a pronunciar el discurso inaugural, sonreímos. No somos particularmente partidarios del monarca, de Su Cesárea Majestad, que gobernaba desde otro sector del edificio la mitad del mundo conocido de su época, pero reconozco que las excelentes explicaciones del padre agustino, don Luis, don Antonio, ya no recuerdo su nombre con exactitud, nos impresionaron, nos dejaron pensativos. Don Felipe era un hombre ávido de adquirir libros para la extraordinaria biblioteca de su convento y se daba tiempo, en los escasos paréntesis de su trabajo de administrador de un imperio, para hojearlos y hasta leerlos. Su otra pasión era la cacería, y el coto de caza se extendía frente a nuestra vista, entre colinas, olivares, uno que otro estanque. Nuestro guía, a todo esto, por sus rasgos alargados, sus gestos cordiales, y hasta por su acento, me hacía recordar a personajes de un Santiago remoto: jesuitas vascos, caballeros de capa y espada, de misal y polainas, señores de manta de Castilla en los hombros. Visitamos el lugar sombrío, arquerías de piedra, canales interiores, pozos, donde iban a dar las heces de todos los habitantes del conglomerado, sin excluir, desde luego, las de Su Majestad; pasamos por un sorprendente patio de distribución, coronado por una torre esbelta, cruzamos una puerta sólida y nos encontramos en la maravillosa, colorida, célebre biblioteca. Se nos acerca en ese momento un hombre joven, de anteojos, de camisa blanca: el padre bibliotecario. Los grandes armarios dispuestos en los muros de la biblioteca son obra de artesanos del siglo XVI y casi no han necesitado reparaciones a lo largo de los siglos. Cada armario tiene un número, y cada estantería dentro del armario, y cada libro. Todo lo que se encuentra en esta parte superior, bajo los frescos y las grandes pinturas de los extremos, llenos de alusiones bíblicas y mitológicas, es obra impresa, en muchos casos ilustrada e iluminada. Al centro hay mapamundis, astrolabios, instrumentos de representación del cosmos donde el eje es el planeta Tierra, no el Sol. Esto es, máquinas anteriores a las teorías de Galileo. En los costados hay algunas fantásticas ediciones iluminadas. Y hay tres retratos de gran formato: el emperador Carlos V, Felipe II pocos días antes de su muerte, con los ojos velados por el cansancio, y Felipe joven, con sus ojos más bien redondos, su vestimenta negra, de cuervo, y sus discretos arreos de plata. Me pareció que el retratista era Juan Pantoja de la Cruz. Había para quedarse horas, pero bajamos a la sección de los manuscritos y tuvimos en las manos una Vida de Santa Teresa de Jesús en su caligrafía espigada, fácilmente legible. Después vimos un Corán en magnífico estado y algunas biblias.

Esta importante colección de biblias, nos dijo nuestro guía, se encontraba en poder del Santo Oficio y corría peligro de desaparecer. Don Felipe, entonces, las mandó pedir para examinarlas y no las devolvió nunca. En otras palabras, con su gesto, impidió un holocausto de libros.

Este rey me está cayendo mejor, comentó la señora de Pérez Agote, pintora conocida. Y comenté, por mi parte, que Carlos IV, en un gesto muy parecido, salvó los Caprichos de don Francisco de Goya. No está mal: monarcas de mala fama, en un sentido o en otro, reivindicados por sus obras.

Felipe vivió en un Escorial sobrio, de paredes desnudas, salvo cuando podía colgar caprichos pictóricos de su admirado Juan Bosch (El Bosco). En las tardes, agobiado por el cansancio, se lo veía salir lleno de papeles, montar a caballo y lanzarse a una breve partida de caza. El Escorial de su descendiente Borbón, Felipe IV, se llenó en cambio de tapicerías franceses, jarrones de porcelana, muebles llenos de dorados. Fue una intromisión versallesca en la geometría severa encargada por Felipe II. Cuando Felipe IV sentía los primeros fríos otoñales, murmuraba algo y la corte organizaba el traslado a lugares más amables. Posiblemente a la granja afrancesada de San Ildefonso. A partir de la expresión de frío del rey, los preparativos para salir duraban una semana. Podemos imaginar esa caravana, esa guardia de a caballo y de a pie, ese desfile de carrozas, esos estandartes, esas bandas de música. Los pergaminos y manuscritos imperiales entraban en un nuevo invierno, al cuidado de los monjes de aquella época, que pertenecían a la orden de los Jerónimos. En la parte dedicada a convento, equivalente a la mitad del edificio, había una sola chimenea, y los monjes, en lo más crudo de la temporada serrana, que podía llegar a varios grados bajo cero, salían de sus celdas y se instalaban en la gran sala del fogón.

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