18 de septiembre: la historia real

Se recuerda hoy la reunión de una asamblea o junta, convocada por invitación del gobernador interino del reino, el conde de la Conquista, para resolver la creciente tensión política existente en Santiago, producto de la crisis monárquica en España.
Si bien no faltaron chilenos que antes de 1810 pensaban que la solución de los problemas de esta provincia del imperio debía pasar por su independencia, la inmensa mayoría apoyaba y respetaba a la institución monárquica. Los problemas surgieron cuando ésta empezó a mostrar sus falencias. Ya las medidas de ordenamiento administrativo y económico impulsadas durante el reinado de Carlos III fueron vistas en las Indias como un verdadero atentado contra el modus vivendi desarrollado y consolidado bajo los Austrias. Éste se basó, en lo esencial, en un sistema de negociaciones y de acuerdos que le dio al Nuevo Mundo una sorprendente autonomía y una modalidad de arreglos de diferencias en general favorable a los americanos.
Pero los reyes de la nueva dinastía llegaron a la convicción de que la parte más extensa y rica del imperio debía ser administrada de una manera diferente. Numerosos funcionarios de la Corona, imbuidos en los principios de la Ilustración, estaban convencidos de que la aplicación de medidas racionales llevaría a un incremento de las rentas. Las provincias americanas, según los secretarios del Despacho, debían ser tratadas exactamente como las colonias que tenían los ingleses, opinión que se hizo común entre los habitantes de la península y también entre los españoles que vivían en América. Algo muy diferente pensaban los indianos, para quienes esa nueva orientación, propia del "despotismo ministerial", favorecía a los peninsulares, en desmedro de quienes, por sí o por sus antepasados, le habían dado forma al Nuevo Mundo.
Al abrirse el nuevo siglo no era difícil advertir el resentimiento de las élites americanas ante las decisiones adoptadas en la metrópoli, y la distancia que se estaba produciendo entre ellas y los integrantes de las nuevas oleadas de inmigrantes españoles, en especial aquellos que, enriquecidos, se habían incorporado a los grupos más elevados de las sociedades indianas.
Inició Carlos IV su reinado en diciembre de 1788 en vísperas de la Revolución Francesa y lo concluyó en 1808 bajo el epígono temible de ésta, Napoleón. No puede extrañar, por tanto, la confusa y contradictoria línea exhibida por ese gobierno, tanto en lo interno como en lo internacional, consecuencia de sus dos temores: las ambiciones inglesas por el Nuevo Mundo y la posible expansión de los objetivos revolucionarios galos. Y quien alcanzó la privanza del monarca, Manuel Godoy, no estaba a la altura de esos inéditos desafíos. España se implicó así en numerosas guerras, en contra de Francia, primero; a favor de Francia y en contra de Inglaterra, después, a un costo que la llevó a la ruina financiera, a la aplicación de medidas cada vez más duras y más impopulares para obtener fondos desde América, y a la pérdida de su marina.
Las ambiciones de Godoy y sus diferencias con el príncipe de Asturias, Fernando, llevaron a éste y a un pequeño círculo de sus íntimos a idear una maniobra en contra del todopoderoso valido. La conspiración del Escorial, de fines de octubre de 1807, fue considerada por el pueblo, equivocadamente, como una conspiración de Godoy y de los reyes contra el príncipe Fernando, de inmediato asimilado a San Hermenegildo, el hijo católico del arriano rey visigodo Leovigildo, hecho morir por su propio padre. Semejante ambiente fue el más a propósito para intentar un nuevo golpe, el motín de Aranjuez, en abril de 1808, fraguado por miembros de la alta nobleza y disfrazado de movimiento popular. El resultado de ese motín fue la caída y captura de Godoy, la renuncia de Carlos IV al trono y el irregular acceso a éste de Fernando VII. Sólo en febrero de 1808 se conocieron en Chile los sucesos del Escorial, y a mediados de agosto los de Aranjuez y el posterior despojo de Fernando por Napoleón.
Como es sabido, Fernando VII, bajo la presión de Napoleón, había devuelto en Bayona la corona a su padre, y éste renunció a ella en favor del emperador de los franceses, quien, en junio, proclamó como rey de España a su hermano José. Pero el 2 de mayo, en Madrid, se inició el alzamiento en contra de los franceses.
En ausencia del monarca, y con un país invadido por las fuerzas extranjeras, se organizaron juntas en la península, que asumieron el poder, deponiendo a las autoridades, que no sabían qué partido tomar, y, tras numerosos y difíciles intentos, lograron formar una Junta Central que, sin base legal alguna, asumió el gobierno de los territorios no ocupados por los franceses y, por cierto, de América.
Era difícil imaginar que los ejemplos españoles no fueran seguidos en los territorios del Nuevo Mundo. Tempranamente se iniciaron los movimientos juntistas en Caracas, Quito y Charcas, reprimidos por las autoridades debido a su carácter revolucionario, sin advertir ellas cuán revolucionaria era la Junta Central.
Lo que interesa destacar aquí es el surgimiento en Chile de posiciones irreductibles entre sectores que sostenían, con buenas razones, que la falta del rey legítimo y la imposición de un monarca "intruso" obligaban a generar un gobierno propio que actuara en nombre del ausente, y aquellos que, al contrario, exigían el más completo acatamiento a la Junta Central. Las torpes actuaciones del gobernador García Carrasco, en especial la detención y remisión a Lima de destacados miembros de la élite, llevaron a una enérgica actuación del cabildo de Santiago, transformado en el representante del "pueblo", es decir, de los habitantes del reino, que concluyó en la renuncia de aquél y en su reemplazo por el conde de la Conquista.
El avance incontenible de las tropas napoleónicas, las profundas dudas en torno a la legitimidad del órgano sucesor de la Junta Central, el Consejo de Regencia, asilado en Cádiz, el único lugar no ocupado por el enemigo, y, sobre todo, la designación por éste de un nuevo gobernador de Chile, Francisco Javier Elío, hicieron inevitable la formación de facciones de peninsulares y de "patricios", en torno a la mejor manera de resguardar al país para su rey legítimo. La lucha por impedir la asamblea de vecinos y jefes de corporaciones se zanjó finalmente con la decisión del gobernador de citar a dicha reunión. Como expresión de que el propósito perseguido era poner término a las inquietudes y disensiones entre los grupos de opinión, en una reunión efectuada el 17 de septiembre se aprobaron los nombres de los miembros de la futura junta. Y en la reunión del día siguiente Mateo de Toro renunció al mando, se eligió a los previamente acordados para integrar la junta y se agregó a otros dos, el coronel peninsular Francisco Javier Reina y el chileno Juan Enrique Rosales, quedando en el nuevo organismo cinco chilenos y dos peninsulares, proporción que reproducía la existente en el país.
De esta manera, una junta creada para apagar las diferencias entre los habitantes del reino y gobernarlo pacíficamente en nombre de Fernando dio comienzo al proceso que habría de concluir, años después, en la independencia.