SOCIEDAD DE BIBLIÓFILOS CHILENOS, fundada en 1945

Chile, fértil provincia, y señalada / en la región antártica famosa, / de remotas naciones respetada / por fuerte, principal y poderosa, / la gente que produce es tan granada, / tan soberbia, gallarda y belicosa, / que no ha sido por rey jamás regida, / ni a extranjero dominio sometida. La Araucana. Alonso de Ercilla y Zúñiga

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Editor: Neville Blanc

Wednesday, September 05, 2012


Don Quijote, Unamuno

y el tema de la envidia

 

CESÁREO BANDERA*

Empecemos diciendo que el Quijote no es una novela cualquiera. No sólo

es la primera gran novela moderna, es, por así decir, el alfa y omega de

todo el género. Ahí comienza y ahí está contenido en potencia todo el desarrollo

posterior. Como decía el conocido crítico Lionel Trilling, “en cualquier

género puede ocurrir que el primer gran ejemplo contenga toda la potencialidad

del género. Se ha dicho que toda la filosofía es una nota a pie de página

de Platón. Se puede decir asimismo que toda la prosa de ficción es una variación

sobre el tema de don Quijote”. Tal vez no se pueda expresar mayor

admiración por la gran novela de Cervantes que la que expresó otro de los

grandes novelistas del mundo occidental, Dostoievski:

No hay en todo el mundo una obra literaria más profunda ni más poderosa.

Hasta el momento, es ésta la más alta expresión del pensamiento

humano […]. Y si el mundo fuera a terminar y se le preguntara a alguien

en algún lugar: ¿Entendieron ustedes su vida sobre la tierra, y qué conclusiones

han sacado? –el hombre podría [contestar] silenciosamente entregando

en mano a Don Quijote (Dostoyevski, en Gilman, 1989, p. 76).

Ahora bien, entre los lectores españoles del Quijote de los últimos ciento

cincuenta años no creo que haya ninguno tan quijotesco, tan ferviente admirador

de don Quijote, como Unamuno. Unamuno vivía el quijotismo como

especie de religión. La imagen del don Quijote loco, ridiculizado por todos,

objeto de pública risión, le recordaba la imagen de Cristo. En un emotivo

artículo de 1922, titulado “La bienaventuranza de don Quijote” describe

Unamuno el encuentro del caballero con Cristo después de su muerte:

Hundió el Caballero su mirada en aquella dulcísima lumbre derretida,

que no hacía sombras, y descubrió una figura que le llenó de luminosa

gravedad el corazón […]. Era que veía a Jesús, el Cristo, el Redentor. Y

le veía con manto de púrpura, corona de espinas y cetro de caña, como

[1] 605

* University of North Carolina at Chapel Hill.

CESÁREO BANDERA

606 [2]

cuando Pilato, el gran burlón, lo expuso a la turba diciendo: “¡He aquí el

hombre!” Se le apareció Jesucristo, el supremo juez, como cuando fue ludibrio

de las gentes (Ensayos, 1950, t. v, pp. 631-32).

Según la ve Unamuno, la locura de don Quijote no está nunca muy lejos

de “la locura de la cruz” (Vida, p. 111), de que hablaba San Pablo, aunque por

un sentimiento de elemental prudencia nunca llega a equiparar las dos cosas.

Pocos años antes de su muerte, reflexionando sobre su quijotismo de toda la

vida, nos dice lo siguiente: “En cuanto a don Quijote, ¡he dicho ya tanto!…

¡me ha hecho decir tanto!… Un loco, sí, aunque no el más divino de todos.

El más divino de los locos fue y sigue siendo Jesús, el Cristo (1968, p. 117).

Por otra parte, es bien conocido el desprecio y la hostilidad con que Unamuno

hablaba de Cervantes:

[Caso] típico –decía– de un escritor enormemente inferior a su obra,

a su Quijote. Si Cervantes no hubiera escrito el Quijote […] apenas figuraría

en nuestra historia literaria sino como ingenio de quinta, sexta o décimotercia

fila. Nadie leería sus insípidas Novelas ejemplares […]. Las novelas

y digresiones mismas que figuran en el Quijote, como aquella impertinentísima

novela de El curioso impertinente, no merecerían la atención de

las gentes […] cada vez que el bueno de Cervantes se introduce en el relato

[…] es para decir alguna impertinencia o juzgar malévola o maliciosamente

a su héroe. (“Sobre la lectura e interpretación del Quijote”, Ensayos,

1950, t. III, pp. 577-78).

Es decir, Unamuno sabía perfectamente que su Quijote no era ni mucho

menos el Quijote que veía Cervantes. La visión de éste se le aparecía como algo

mediocre, mezquino, la típica visión del envidioso ante algo grande y sublime

que su mediocridad es incapaz de comprender. A Nuestro Señor don

Quijote hay que rescatarlo, nos decía Unamuno, del poder de todos los cervantistas

y cervantitos, bachilleres, curas, barberos, “hidalgos de la razón”, de

lo razonable, de todos los incapaces de comprender la sublimidad de su locura.

A los ojos de la mediocridad reinante don Quijote aparece como loco

de atar, porque no entienden la fe quijotesca, que es la fe en sí mismo. Cuando

el apaleado don Quijote le grita al compasivo vecino que lo encuentra en

el campo y lo lleva a su pueblo, “Yo sé quien soy”, está resumiendo en una sola

frase la esencia misma de lo quijotesco, según Unamuno. Decir “yo sé

quien soy” es lo mismo que decir “tengo fe inquebrantable en mí mismo”. Y

todo lo que sea quedarse corto de esa fe en uno mismo es ser pasto de la envidia.

En su ensayo sobre “La esencia del quijotismo” dice Unamuno que hay

dos clases de ambición humana, la de aquellos que tienen fe en sí mismos y

la de aquellos que no. La de los primeros es una ambición que aspira a una

gloria eterna, es una sed de inmortalidad, de continuar siendo ellos mismos,

es la ambición de Nuestro Señor don Quijote. La de los segundos es simplemente

fuente de envidia y de frustración. Naturalmente estos envidiosos que

se sienten frustrados entran en el grupo de los que no pueden comprender la

grandeza de un don Quijote. Y puesto que partimos de la base de que el mediocre

Cervantes no pudo comprender esa grandeza heroica y era, por otra

parte, hombre que ambicionaba la gloria literaria, la conclusión es poco menos

que inevitable: a los ojos de Unamuno, tenía que ser por envidia por lo

que el cicatero Cervantes “cada vez que se introduce en el relato […] es para

DON QUIJOTE, UNAMUNO Y EL TEMA DE LA ENVIDIA

[3] 607

decir alguna impertinencia o juzgar malévola o maliciosamente a su héroe”,

o sea, para dejarlo en ridículo. A los ojos de Unamuno, la heroica figura de

don Quijote se eleva por encima de una muchedumbre de cervantistas (partidarios

de Cervantes, no de don Quijote, pues, como nos dice en otro momento,

si Cervantes volviera a nacer sería cervantista, no quijotista) que, en

el fondo, le envidian su grandeza. El unamuniano don Quijote se nos aparece,

pues, como superior a esa envidia, triunfando sobre ella. Es precisamente

objeto de envidia por ese triunfo incomprendido. Don Quijote es lo que la

envidia mezquina envidia, lo que quiere y no puede, porque es precisamente

ese querer y no poder, ese deseo frustrado, lo que la define como envidia mezquina,

y lo que hace que se vengue en don Quijote de su propia frustración,

ridiculizándolo.

Pero cabe preguntarse: ¿es posible superar esa impotencia envidiosa? Yo

creo que la respuesta está ya implícita en el planteamiento unamuniano del

problema. El secreto está en el deseo de inmortalidad individualizada, el deseo

de ser uno uno mismo, la fe inconmovible en uno mismo pese a todo y

frente a todo. Pero ese deseo superador de la envidia, de la duda íntima frente

al otro, ha de ser un deseo de intensidad heroica, quijotesco, enloquecedor.

Lo cual nos da una idea de la fuerza extraordinaria que, indirectamente, Unamuno

atribuía a la envidia.

Pero ¿dónde se encuentra un envidioso que tenga esa capacidad heroica?

Ciertamente no entre la muchedumbre de mediocridades cervantistas. Un

mediocre, un envidioso vulgar y corriente, por definición, no es capaz de semejante

heroísmo, porque ni siquiera es consciente de su necesidad. Para adquirir

esa conciencia tendría que volver la vista hasta el fondo de sí mismo y

sentir allí la envidia como algo angustioso y profundo, algo que hace saltar,

que dispara irresistiblemente el ansioso deseo de ser uno uno mismo. O sea,

una envidia corriente y vulgar no tiene la menor idea del heroico esfuerzo de

voluntad, del entusiasmo y del dominio de sí mismo, que da sentido unamuniano

a la locura quijotesca. Pero esto quiere decir también que sólo el héroe

conoce íntimamente el terrible poder de la envidia. La envidia unamuniana

del héroe no es una envidia vulgar y corriente. Es una envidia, por así

decir, heroica, porque no es sino la otra cara de su enloquecedor deseo de sí

mismo, de su ansia incontenible de inmortalidad.

Ahora bien, esa especie de Quijote unamuniano, ese personaje cuya locura

es el testimonio de su heroica fe en sí mismo en lucha con una envidia igualmente

heroica, ese hijo de don Quijote, no aparece por ninguna parte en la

obra de Unamuno. Lo que sí aparece es un personaje, el Joaquín Monegro de

su novela Abel Sánchez, que siente la envidia como algo íntimo y profundo, que

vive angustiosamente encadenado al odio y al resentimiento, pero en el que la

esperada transformación heroica de la envidia en enloquecedora y sublime fe en

sí mismo no se produce. Este personaje cainita, en lugar de volverse loco en un

esfuerzo titánico de separarse del otro, de los demás, de independizarse del objeto

de su envidia y de su odio, lo que hace es aferrarse a la envidia y al odio.

“Empecé a odiar a Abel con toda mi alma –nos dice– y a proponerme a la vez

ocultar ese odio, abonarlo, criarlo, cuidarlo en lo recóndito de las entrañas de

mi alma. [Así] nací al infierno de mi vida” (p. 73). Mientras más íntima siente

la envidia, más se aferra a ella, y termina convenciéndose de que la envidia y el

odio son la sustancia misma de su ser. Lo cual quiere decir que lo que consti

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BANDERA

608 [4]

tuye su ser es aquello mismo que lo encadena para siempre al odiado y envidiado

otro, el favorito de Dios, que su ser es precisamente aquello mismo que

le impide ser él mismo, independizarse de los demás. La envidia de este personaje

es una envidia desafiante, infernal, satánica.

Pero antes de entrar en el análisis de este nuevo Caín, es importante poner

de manifiesto el tipo de relación que ha de existir lógicamente entre este

hombre en satánico conflicto consigo mismo y el sublime don Quijote,

puesto que ambos son profundamente unamunianos. No creo que quepa

duda de que, desde lo hondo de su negra angustia, a este envidioso radical

se le ha de aparecer la figura de don Quijote, el don Quijote ludibrio de las

gentes, pero superior a todos los que se ríen de él porque permanece fiel a sí

mismo frente a ellos, se le ha de aparecer, repito, como algo poco menos que

divino. El don Quijote unamuniano es una figura heroica, quasi-divina, justamente

a los ojos del envidioso Caín. En otras palabras, si bien Unamuno

no supo o no pudo crear un segundo don Quijote, un personaje sublime bañado,

como vimos, en la luz de un Cristo hecho también ludibrio de las gentes,

sí supo crear la antítesis de ese don Quijote, no un discípulo de Cristo

sino un discípulo de Satán. Ahora bien, probablemente nadie conozca tan a

fondo la grandeza de Dios como Satán, el caído Ángel de la luz, aunque ese

conocimiento no le sirva sino para hundirlo, por envidia, cada vez más en el

infierno.

Es más, a este envidiosísimo personaje que “se creía un espíritu de excepción”,

que escribía en su diario íntimo o Confesión: “Ésta fue mi desgracia, no

haber nacido entre los míos, la baja mezquindad, la vil ramplonería de los que

me rodeaban, me perdió”, a este personaje, repito, que se siente víctima de la

incomprensión de todos esos mezquinos y ramplones, de quienes el favorito

ha sido siempre el odiado Abel, el mimado de la fortuna, la figura erguida de

un don Quijote superior a todos los que lo rodean y del que todos se ríen, tenía

que parecerle un alma hermana, una revelación de su profunda inocencia.

Porque este Caín le echa la culpa de todo a Abel. El culpable es Abel, nos dice

una y otra vez, no yo, lo que pasa es que Abel engaña a todo el mundo con

su apariencia de niño inocente. A los ojos de este Caín, ese ridiculizado “espíritu

de excepción” que es don Quijote, se le tenía que aparecer como una

revelación de su propia verdad interior, la que se vería a las claras si no fuera

por la odiosa bondad ficticia, manipulada, hipócrita, de Abel, que es la única

que ven todos los mezquinos. ¡Cómo resplandecería su inocencia y su alteza

de miras, si no fuera por el odioso Abel, por ese odio de Abel que lo consume

por dentro!

Aunque no lo dijera nunca (que yo sepa) de manera explícita, yo creo que

lo que Unamuno trataba de decir es que para comprender a fondo la heroica

y sublime locura de don Quijote hay que comprender primero el angustioso

problema existencial de alguien como su Joaquín Monegro, por ejemplo, versión

moderna del primigenio envidioso, Caín. Y en esto yo creo que la intuición

unamuniana, a su manera, cala mucho más hondo en el Quijote, en la

novela de Cervantes, que haya calado nunca ningún experto cervantista de

que yo tenga noticia. Aunque su intuición, como vamos a ver, sea tan grande

como su ceguera.

Según testimonio del propio Unamuno, decía don Gregorio Marañón

que se le deben a él, a Unamuno, “las páginas más profundas sobre la pa

DON

QUIJOTE, UNAMUNO Y EL TEMA DE LA ENVIDIA

[5] 609

sión del resentimiento, morbo insinuante y letal de la vida española” (1950,

t. V, p. 175). Yo creo que es así. El tema de la envidia ocupa un lugar preeminente

en la producción literaria de Unamuno; no sólo en obras como El

otro o Abel Sánchez, sino asimismo en la que tal vez sea su más famosa “nivola”,

Niebla, de la que no nos podemos ocupar aquí. Unamuno tiene un

gran interés en ese tema que, como ya hemos sugerido, me parece inseparable

de su otro gran tema, el del ansia de inmortalidad individualizada, el

deseo de seguir siendo uno uno mismo. Pues bien, no me parece que sea ni

mucho menos accidental que el gran experto moderno de la envidia, de “la

pasión del resentimiento”, como dice Marañón, sea también el más apasionado

defensor de don Quijote, el más quijotesco de los defensores de don

Quijote.

En lo que se equivocó Unamuno completamente fue en pensar que el

“mediocre” Cervantes era incapaz de establecer o comprender una conexión

de ese tipo, una conexión entre la locura de su protagonista y el problema

existencial de la envidia, o los celos, o el resentimiento. Pues no sólo existe esa

conexión en el Quijote, sino que Cervantes la ve y la explora con una claridad

que la envidia misma tanto de Unamuno como de su moderno Caín enturbia;

con una claridad que ni Unamuno ni su personaje conocieron.

Intentemos ver, por tanto, lo que no vio Unamuno en la novela de Cervantes.

¿Pero dónde buscaremos? Parece lógico que busquemos en aquello

que de manera consistente deja de lado Unamuno, declarándolo irrelevante o

impertinente para la historia de don Quijote. Y no creo que haya nada tan

consistentemente eludido por él como todas las historias intercaladas. En su

Vida de don Quijote y Sancho pasa de largo por todas ellas, a veces con algún

tipo de comentario despectivo, como en el caso de El curioso impertinente,

“novela por entero impertinente a la acción de la historia”. O como dice en

uno de los ensayos que ya hemos citado: “Nadie leería […] las novelas y digresiones

que figuran en el Quijote, como aquella impertinentísima novela de

El curioso impertinente” (1950, t. III, p. 577). Recordemos de paso que también

a don Quijote le parecían impertinentes esas historias: “No sé yo qué le

movió al autor a valerse de novelas y cuentos ajenos, habiendo tanto que escribir

en los míos” (II, 3).

Esta repulsa unamuniana de las narraciones intercaladas resulta tanto más

intrigante o reveladora, por cuanto el núcleo mismo de la historia de su Abel

Sánchez y, por consiguiente, el centro mismo de la envidiosa y destructura relación

entre Joaquín Monegro y su amigo Abel, lo constituye una intriga novelesca

semejante a la que encontramos en casi todas las historias intercaladas:

una historia de amor frustrado. De hecho, la semejanza va mucho más lejos

cuando la comparamos en particular con las dos narraciones intercaladas más

importantes y extensas de la Primera Parte del Quijote: la de Cardenio-Luscinda-

don Fernando y la de El curioso impertinente con Anselmo, Lotario y

Camila. O sea, la historia de dos íntimos amigos, uno de los cuales se va a casar,

o se ha casado ya, con una mujer que le va a ser arrebatada por el otro,

con la consecuente desesperación del amigo agraviado, el cual, en los tres casos

(dos de Cervantes y uno de Unamuno) resulta haber sido quien puso en

contacto a la pareja infiel. No hay que ser ningún lince crítico para ver en Joaquín

Monegro una versión unamuniana del Cardenio o del Anselmo cervantinos.

En principio, no se comprende que Unamuno, tan interesado en el te

CESÁREO

BANDERA

610 [6]

ma de la envidia y los celos, no mostrara el menor interés por este tipo de historia,

cuando aparece junto a don Quijote.

Recordemos los hechos claves de la trama del Abel Sánchez que precipitaron

a Joaquín Monegro “al infierno de su vida”, como dice él mismo. Recordemos

en primer lugar que Abel Sánchez y Joaquín Monegro “eran conocidos

desde antes de la niñez, desde su primera infancia […]. Aprendió cada

uno de ellos a conocerse conociendo al otro. Y así vivieron y se hicieron juntos

amigos desde nacimiento, casi más bien hermanos de crianza”. Así comienza

el Abel Sánchez, que hasta en esto se parece al comienzo del Curioso

cervantino: “En Florencia, ciudad rica y famosa de Italia […] vivían Anselmo

y Lotario […] tan amigos que, por excelencia y antonomasia de todos los que

los conocían los dos amigos eran llamados […] mozos de una misma edad y

de unas mismas costumbres […] andaban tan a una sus voluntades, que no

había concertado reloj que así lo anduviese” (I, 23).

Joaquín andaba enamorado de su prima Helena (al igual que “andaba Anselmo

perdido de amores de una doncella principal”). Tal vez “enamorado”

no sea exactamente la palabra en el caso de Joaquín: “Joaquín estaba queriendo

forzar el corazón de su prima Helena y había puesto en su empeño

amoroso todo el ahínco de su ánimo reconcentrado y suspicaz” (p. 59). Naturalmente

habla de ello con su amigo Abel: “sus desahogos, los inevitables y

saludables desahogos de enamorado en lucha, eran con su amigo Abel” (ibíd.)

Helena le está haciendo sufrir terriblemente con una actitud ambigua que no

es ni un no ni un sí. Él está convencido de que ella quiere a otro, aunque este

otro –cosa curiosa– no lo sepa todavía: “Debe de querer a otro, aunque éste

no lo sepa. Estoy seguro de que quiere a otro”. Observemos la profunda inseguridad

del personaje, celoso por naturaleza, que le hace sospechar desde un

principio la presencia de un rival que todavía no existe. He aquí parte de la

conversación entre Joaquín, que es médico, y Abel, que es pintor:

–¡Es que esa mujer está jugando conmigo! Es que no es noble jugar así

con un hombre, como yo, franco, leal, abierto… ¡Pero si vieras qué hermosa

está! ¡Y cuanto más fría y más desdeñosa se pone más hermosa! ¡Hay

veces que no sé si la quiero o la aborrezco más…! ¿Quieres que te presente

a ella?

–Hombre, si tú…

–Bueno os presentaré.

–Y si ella quiere…

–¿Qué?

–Le haré un retrato.

–¡Hombre, sí!

Mas aquella noche durmió Joaquín mal rumiando lo del retrato, pensando

en que Abel Sánchez, el simpático sin proponérselo, el mimado del

favor ajeno, iba a retratarle a Helena […] Pensó negarse a la presentación,

mas como ya se lo había prometido… (pp. 60-61).

Comienzan las sesiones de pintura. “A los dos días tuteábanse ya Abel y

Helena; lo había querido así Joaquín, que al tercer día faltó a una sesión”

(p. 65). Al final de esa tercera sesión de la que se ausentó Joaquín, Abel y

Helena se hicieron novios. Joaquín va a tener unas pesadillas terribles sobre

eso: “[Empecé] a odiar a Abel con toda mi alma y a proponerme a la vez

ocultar ese odio, abonarlo, criarlo, cuidarlo en lo recóndito de las entrañas

DON QUIJOTE, UNAMUNO Y EL TEMA DE LA ENVIDIA

[7] 611

de mi alma. ¿Odio? Aún no quería darle su nombre, ni quería reconocer

que nací, predestinado, con su masa y con su semilla. Aquella noche nací al

infierno de mi vida” (p. 73). Él reconoce que no tiene derecho a quejarse;

no existía compromiso ninguno con Helena; uno no puede ni debe forzar

el afecto de una mujer, etc:

Pero sentía también confusamente que fui yo quien les llevó no sólo a

conocerse, sino a quererse, que fue por desprecio a mí por lo que se entendieron,

que en la resolución de Helena entraba por mucho el hacerme

rabiar y sufrir […] el rebajarme a Abel, y en la de éste el soberano egoísmo

que nunca le dejó sentir el sufrimiento ajeno. Ingenuamente, sencillamente

no se daba cuenta de que existieran otros […] No sabía ni odiar;

tan lleno de sí vivía (p. 77-78).

Detengámonos un momento: “Sentía confusamente…”. No hay la menor

confusión sobre los hechos. Fue idea suya que Abel y Helena se conocieran

personalmente. Fue él quien aplaudió la idea de que ella posara como modelo

para Abel (magnífica oportunidad de que Abel se fijara con detenimiento

en ella). Fue él quien insistió en que los dos se tutearan; y fue él quien los

dejó solos. Y todo eso pese a que, desde el primer momento, las sospechas y

la inquietud no le dejaban pegar ojo, como se suele decir. En realidad es como

si todo lo hubiese previsto de antemano, pues, como le decía a Abel, “debe

de querer a otro, aunque éste no lo sepa”. ¿Es que es un masoquista este

Caín? No creo que la noción de masoquismo sea la más adecuada en este caso.

El masoquismo, en su acepción popular, no explica satisfactoriamente el

odio reconcentrado hacia Abel que Joaquín Monegro alimenta secretamente,

en su interior, “abonándolo”, “cuidándolo”.

Este moderno Caín es claramente el Galeotto, el intermediario entre el

objeto de su deseo y su propio rival. Lo cual quiere decir que él mismo interpone

al rival entre sí mismo y el objeto de su deseo; desea a través del rival.

Radicalmente inseguro, este moderno Caín no es capaz de desear por sí

mismo, no tiene confianza en su propio deseo. Y él siente esto, como nos dice,

“confusamente”. Sin embargo, no parece sentir la menor responsabilidad

o culpa por el dolor y la perturbación anímica que sus propias acciones han

contribuido a ocasionarle. Todo lo contrario, él, el intermediario, se siente

víctima de los otros dos: fueron ellos los que aprovecharon la oportunidad de

que él estaba en medio de los dos para herirlo por los dos lados, “fue por desprecio

a mí por lo que se entendieron”. Es como si hubieran estado buscando

los dos una oportunidad para demostrarle lo poco que les importaba, la

insignificancia en que lo tenían; y él, inocentemente, les proporcionó esa

oportunidad.

Todo lo cual encaja perfectamente en la sicología cainita y celosa del

personaje. El problema es que ninguna de estas distorsiones de la verdad parece

afectar en lo más mínimo a la imagen de grandeza trágica que proyecta

Joaquín Monegro a los ojos de Unamuno. Éste acepta simplemente la visión

de los hechos que nos comunica su personaje. No aparece en el texto

ninguna observación que nos haga dudar, que cuestione la imagen de víctima

que el personaje quiere ofrecer de sí mismo, como si hubiera algo inevitable,

ineludible, en esa imagen y ese deseo. Porque la presentación de los

hechos que hace Unamuno es lo suficientemente clara, sicológicamente hablando,

como para sugerir una visión radicalmente distinta, una visión que

CESÁREO BANDERA

612 [8]

socava en su fundamento la pose trágica, la pretendida inocencia. Es como

si Unamuno quisiera sugerir deliberadamente esa visión desfavorable precisamente

para no caer en ella, para rechazarla, para decir que su personaje

no es un ser abyecto, sin el más mínimo sentido del honor, sino alguien que

se enfrenta a un destino que le ha sido impuesto, y que él no tiene más remedio

que afrontar. Por nuestra parte vamos a intentar leer la actitud de

Joaquín Monegro more cervantino, con ojo crítico, como hace Cervantes

con sus personajes.

Según Joaquín Monegro, él se interesó por su prima Helena con completa

independencia de su envidiosísima y celosa relación con Abel. Y una vez

que esto había ocurrido, ¿qué cosa más natural que hablar de ello con su amigo

más íntimo y querer que éste la conozca y la trate amistosamente? Por consiguiente,

la única explicación de la conducta de Helena y Abel es lo poco que

él contaba para ellos, el no preocuparse en absoluto de sus sentimientos; en

realidad, seguro que disfrutaron hiriéndolo de esa manera; seguro que lo hicieron

precisamente por eso, para hacerle sufrir.

Pero esta versión de los hechos no es muy creíble. Si el envidioso Caín pudiera

enamorarse de una mujer, sin pensar en Abel, o sea, con completa independencia

de lo que Abel pueda o no pensar o sentir sobre ello, entonces

Caín no tiene ningún problema, ciertamente no con Abel. Pero Caín tiene un

enorme problema con Abel. Eso es justamente lo que lo define como Caín,

el envidioso por excelencia. El problema es que Caín no se puede quitar a

Abel de la mente. Nada de lo que haga o sienta es inmune a lo que él espera

y teme que Abel pueda pensar o sentir.

En realidad, el problema de Caín es aun más hondo, más absorbente. ¿Es

que puede, acaso, Caín, consumido de envidia de Abel, desear nada en lo que

Abel no muestre el menor interés? No parece posible, porque si lo fuera, eso

querría decir, una vez más, que Caín ha encontrado la forma de independizarse

del deseo de Abel, de superar su envidia. El caso es que, en tanto Caín

permanezca atrapado en su envidia fratricida, no podrá tener un solo deseo

que pueda decir de verdad que es suyo, independiente de Abel.

Supongamos por un momento que la envidia de Caín no es tan angustiosamente

absorbente como para reducir a la irrelevancia necesidades o impulsos

biológicos. Supongamos que un Caín joven y púber se sintiera naturalmente

atraído por una mujer joven. ¿No pensaría inmediatamente en traer el

objeto de su deseo a presencia de Abel, no para que participara de su felicidad,

sino para darle envidia? ¿No daría un ojo de la cara, como se suele decir,

por conseguir que Abel deseara a esa mujer, su mujer? Por supuesto que sí. Y

podemos también afirmar que Caín se sentiría inquieto, abatido, frustrado,

si, pese a todas sus incitaciones, Abel no mostrara ningún interés. Nos lo podemos

imaginar fácilmente quejándose a Abel de que no piensa más que en

sí mismo (“tan lleno de sí vivía”), que no le presta atención a nada de lo que

a él le gusta, que no le hace caso, etc., etc. Es más, metido ya por ese derrotero,

he aquí una posibilidad especialmente interesante, pensando en la comparación

con el Curioso: Caín puede perfectamente terminar, en su pensamiento,

echándole la culpa a la mujer, es decir, achacándole a ella el ser tan… tan…

poco interesante. Porque si Abel persiste en su falta de interés, el de Caín disminuirá

rápidamente. Porque ese envidioso es incapaz de mantener su deseo

por sí solo. Y un buen día Caín empezará a preguntarse que qué pudo ver él

DON QUIJOTE, UNAMUNO Y EL TEMA DE LA ENVIDIA

[9] 613

en esa mujer para interesarse tanto por ella, porque ahora que se le ha calmado

la pasión, puede ver con claridad que, francamente, la cosa no era para

tanto…

Tal vez Joaquín Monegro tuvo suerte de que, después de todo, Helena terminara

casándose con Abel Sánchez. Porque si se hubiese casado con él y

Abel, pese a todos los esfuerzos de Joaquín, hubiese permanecido indiferente,

Dios sabe lo que el envidioso Joaquín hubiese sido capaz de pensar y de hacer

para seguir manteniendo su propio interés por ella. De seguro, nada que

Unamuno hubiese podido considerar compatible con la dignidad trágica de

su héroe. De ese Joaquín Monegro no hubiese podido decir Unamuno lo que

dijo en el prólogo a la segunda edición del Abel Sánchez: “Y ahora, al releer

[…] mi Abel Sánchez […] he sentido la grandeza de la pasión de mi Joaquín

Monegro y cuán superior es, moralmente, a todos los Abeles. No es Caín lo

malo; lo malo son los cainitas. Y los abelitas”.

Para mantener la grandeza del envidioso Caín, el que odia a muerte a

Abel, hay que creerse su versión exculpatoria de los hechos. De una cosa podemos

estar seguros, Cervantes no se hubiese creído esa versión. Y aquí es precisamente

donde comienza la historia de El curioso impertinente, la historia

que, leída en paralelo con la de Joaquín Monegro, le agua por completo la

fiesta a este último, razón por la cual Unamuno hubo de considerarla “una

historia impertinentísima”.

Es también una historia de envidia, o más bien, diría Cervantes, una historia

de celos. Porque es Cervantes quien había definido los celos, en su Galatea,

como “curiosidad impertinente” (“no son los celos señales de mucho

amor, sino de mucha curiosidad impertinente”). O sea, El curioso es la historia

de dos íntimos amigos que terminan convertidos en rivales. Ahora bien,

en agudo contraste con la historia unamuniana de Abel Sánchez, aquí nada

aparente hace presagiar la tragedia que se avecina. La relación inicial de los

dos amigos no puede ser mejor. Como hemos visto, en Florencia se los conoce

por su ejemplarísima amistad. Los llaman “los dos amigos”. A Cervantes

no le gusta comenzar con personajes marcados ya trágicamente, predestinados

al mal. No oiremos nunca a un personaje cervantino decir de sí mismo

lo que dice Joaquín Monegro: “nací, predestinado, con su masa [la del odio]

y con su semilla”. En el mundo que crea Cervantes las cosas malas no les ocurren

sólo a los malos. Les pueden ocurrir a los mejores. Por eso, en ese mundo

nadie puede decir: “yo no soy así, eso no me ocurriría a mí”. Lo cual quiere

decir también que en ese mundo el mal no puede convertirse nunca en una

señal de distinción, de heroicidad trágica.

Continuemos, pues:

Andaba Anselmo perdido de amores de una doncella principal y hermosa

de la misma ciudad, hija de tan buenos padres y tan buena ella por

sí, que se determinó (con el parecer de su amigo Lotario, sin el cual ninguna

cosa hacía) de pedilla por esposa a sus padres, y así lo puso en ejecución;

y el que llevó la embajada fue Lotario, y el que concluyó el negocio

tan a gusto de su amigo, que en breve tiempo se vio puesto en la posesión

que deseaba, y Camila tan contenta de haber alcanzado a Anselmo por esposo,

que no cesaba de dar gracias al cielo, y a Lotario, por cuyo medio

tanto bien le había venido.

CESÁREO BANDERA

614 [10]

Durante unos días después de la boda Lotario continuó visitando como

solía la casa de Anselmo. Pero acabados los parabienes y festejos,

comenzó Lotario a descuidarse con cuidado de las idas en casa de Anselmo,

por parecerle a él […] que no se han de visitar ni continuar las casas

de los amigos casados de la misma manera que cuando eran solteros; porque

[…] es tan delicada la honra del casado, que parece que se puede ofender

aun de los mesmos hermanos, cuanto más de los amigos.

Anselmo se queja de esta ausencia acaloradamente, recriminando a su

amigo. Hasta llega a decirle que si él hubiera sabido que el casamiento iba a

ser motivo de separación entre los dos, “jamás lo hubiera hecho”:

[Y] que así, le suplicaba […] que volviese a ser señor de su casa, y a

entrar y salir de ella como de antes, asegurándole que su esposa Camila no

tenía otro gusto ni otra voluntad que la que él quería que tuviese, y que

por haber sabido ella con cuántas veras los dos se amaban, estaba confusa

de ver en él tanta esquiveza.

Lotario le responde tan juiciosamente que Anselmo no tiene más remedio

que aceptar una cierta limitación en las visitas: “dos días en la semana y las

fiestas”. No obstante, Lotario, pensando aún en la honra de su amigo, “procuraba

diezmar, frisar y acortar los días del concierto de ir a su casa […]. Así

que en quejas del uno y disculpas del otro se pasaban muchos ratos y partes

del día”.

Y así continuaron las cosas algún tiempo. Es entonces cuando Anselmo

comienza a tener un extrañísimo deseo que le hace sentirse “el más despechado

y el más desabrido hombre de todo el universo mundo […] un deseo tan

extraño y tan fuera del uso común de otros, que yo me maravillo de mí mismo,

y me culpo y me riño a solas, y procuro callarlo y encubrirlo de mis propios

pensamientos”. Pero, por más que lo intenta, no puede encubrirlo más y

se lo confiesa a su amigo: “Te hago saber, amigo Lotario, que el deseo que me

fatiga es pensar si Camila, mi esposa, es tan buena y tan perfecta como yo

pienso”. A consecuencia de esta duda tan inesperada como angustiosa, Anselmo

siente la imperiosa necesidad, el obsesivo deseo, de poner a prueba la

bondad y el valor de Camila, que, de pronto, siente él como si le faltara realidad,

como si fuera cosa de pura apariencia. ¿Cómo puede asegurarse él de

que esa bondad es de verdad, auténtica? No se le ofrece más que un camino:

ponerle la tentación por delante, que alguien intente seducirla, que alguien la

desee, a ver si resiste. ¿Y quién mejor para llevar a cabo esa prueba, ese intento

de seducción, que el mismo Lotario? Es decir, Anselmo quiere que Lotario

corteje a Camila, quiere ver a Camila deseada por Lotario; quiere que Lotario

le muestre su deseo a Camila. Pues en tanto ella resista el deseo de Lotario,

en tanto que ella, habiendo atraído a Lotario, se niegue al deseo de éste,

Anselmo estará convencido de que en efecto ella es tan buena como parece

ser.

Naturalmente Anselmo no se lo explica así a su amigo, sino de manera, al

parecer, perfectamente racional: “Porque yo tengo para mí, ¡oh amigo!, que no

es una mujer más buena de cuanto es o no es solicitada […]. Porque ¿qué hay

que agradecer –decía él– que una mujer sea buena, si nadie le dice que sea mala?

[…]. De modo que por estas razones, y otras muchas que te pudiera decir

[…] deseo que Camila, mi esposa […] se acrisole y quilate en el fuego de ver

DON

QUIJOTE, UNAMUNO Y EL TEMA DE LA ENVIDIA

[11] 615

se requerida y solicitada, y de quien tenga valor para poner en ella sus deseos”.

Claro está que si la cosa es tan perfectamente racional o razonable, uno no se

explica por qué Anselmo se siente “el más despechado y desabrido hombre de

todo el universo mundo”, y por qué se angustia, se avergüenza y se recrimina,

tratando de ocultarse a sí mismo su “extrañísimo deseo”.

Es sorprendente constatar cuántos críticos aceptan sin rechistar lo que dice

Anselmo; es decir, aceptan la idea de que lo que él quiere verdaderamente

es una prueba racional y objetiva de la bondad de su mujer, pese a que no tenga

la menor causa de sospecha, pues nada ha cambiado en la bondad de Camila

y su amor por Anselmo. Naturalmente todos comprenden que no es

aconsejable ni prudente semejante prueba, como le dice Lotario a Anselmo

con detallados razonamientos. Pero casi todos aceptan la lógica del argumento

de Anselmo para explicar su extrañísimo deseo. No todos, por supuesto.

Francisco Ayala, por ejemplo, cree descubrir una homosexualidad latente,

subconsciente tal vez, en el deseo de Anselmo (aunque Ayala no usa nunca

abiertamente esa terminología); homosexualidad que permanece “impenetrable

para su propia mente” (p. 175). De manera que “la prueba” no es más que

la tapadera de un “proceso enfermizo […] durante el cual pretenderá conseguir

el nuevo esposo satisfacción vicaria a través de su mujer […] para los turbios

deseos que hasta entonces había mantenido larvados o, mejor dicho, sublimados

en las formas nobles de la camaradería” (ibid.).

No hay nada en el texto cervantino que nos impida pensar en algún tipo

de homosexualidad latente, como tampoco existe la menor indicación de que

sea ése el significado que le atribuye Cervantes, como el mismo Ayala reconoce.

El crítico no parece completamente convencido de su propia sugerencia,

pero no encuentra otra explicación para lo que de verdad ha descubierto

y que es, en mi opinión, indudable: lo importante, lo central, en esta historia

no es la relación entre Anselmo y su mujer, sino la relación entre los dos

amigos; aquélla está supeditada a ésta, se desarrolla en función de ésta.

El problema de asumir una homosexualidad latente como explicación del

deseo de Anselmo es que le quita toda importancia a la idea de la prueba.

Desde esta perspectiva, la prueba, como tal prueba, no tiene ninguna significación

específica. Cualquier otra estratagema hubiese servido lo mismo con

tal de que hubiese juntado a Lotario y a Camila para la “vicaria satisfacción”

erótica de Anselmo.

Yo creo, sin embargo, que la idea de la prueba es en sí misma altamente

significativa. No es accidental que semejante idea surja en la mente de Anselmo.

Porque, sicológicamente hablando, lo que él siente es que el objeto de su

deseo, la bella, sensible, inteligente, noble Camila no le atrae como le atraía,

no ve en ella el valor y la fuerza de atracción que antes veía; lo cual se traduce

en dudas: ¿vale tanto Camila como él pensaba que valía? ¿cómo puede asegurarse

él de que el objeto de su deseo es en realidad lo que aparenta ser? No

es, pues, un accidente que a Anselmo se le ocurra con obsesiva insistencia la

idea de poner a prueba el valor, la bondad, de Camila. Y junto a estas dudas

se da asimismo la aguda experiencia sicológica de la ausencia del amigo, la angustiosa

sensación de que el amigo, silencioso y oculto mediador de su deseo,

ha perdido interés en su relación con Camila, se distancia de ella. Las dos cosas

van juntas y se alimentan mutuamente, las dudas sobre el valor de Camila

y la aparente falta de interés por parte de Lotario. De ahí la idea de la prue

CESÁREO

BANDERA

616 [12]

ba y la manera de llevarla a cabo. Pues ¿quién es la única persona que puede

“probar” el valor de Camila de manera que “convenza” a Anselmo? Evidentemente

la misma persona que confiere sentido y realidad al objeto de su deseo,

deseándolo también, o sea Lotario, el mediador. Sin ese deseo mediador,

todo el valor de Camila se vacía de contenido, de realidad, queda reducido a

una pura apariencia a los ojos de Anselmo.

El resultado será desastroso. El fingido interés de Lotario por Camila terminará

convirtiéndose en realidad e incitando a su vez el deseo de Camila, todo

ello aguzado por la insistencia del marido de que Lotario haga su papel de

seductor cada vez con mayor realismo, en tanto que él espía el cortejeo entre

bastidores. Lo que sigue es una intriga tumultuosa de celos mutuos y zozobras

que termina destruyendo a todos los interesados. Lotario huirá al extranjero

para morir en la guerra, Camila se encierra en un convento y el marido

muere de pura angustia y melancólica depresión, culpándose a sí mismo

de la tragedia.

Es evidente que los celos del personaje cervantino no tienen nada de grandeza

ni de heroísmo, porque lo único que ponen de manifiesto es su abyecto

sometimiento al deseo del otro, su degradante dependencia y necesidad del

deseo rival para seguir deseando. Que es precisamente lo que queda oculto,

lo que que no se dice nunca en la historia del envidioso Joaquín Monegro. En

Cervantes los celos no se convierten jamás en señal de distinción. No hay celos

mediocres que no significan nada y celos enormes que llenan de admiración.

Mientras más grandes los celos, más miserables y repulsivos. Aunque eso

sí, mientras más repulsivos tanto más interesantes pueden ser como materia

novelesca. Esto último lo sabía muy bien el Caín unamuniano que, según nos

dice su autor, “a la vez que escribía su Confesión, preparaba, por si ésta marrase,

otra obra que sería la puerta de entrada de su nombre en el panteón de

los ingenios inmortales […]. Un espejo de la vida, pero de las entrañas, y de

las más negras, de ésta; una bajada a las simas de la vileza humana; un libro

de alta literatura […]. Allí pondría toda su alma” (p. 183). Pero ¿qué es esta

literatura que quiere hacer el envidiosísimo Joaquín Monegro, sino una forma

de ocultar, de barnizar, por así decir, su abyecta dependencia del rival, el

hecho de que es absolutamente incapaz de desear nada por sí solo? Cuando

Unamuno dice que el envidioso y homicida Caín es superior a Abel no está

diciendo la verdad, está haciendo la misma literatura que quería hacer su personaje.

Y esto es justamente lo que Cervantes quiere revelar. Es decir, quiere

revelar que la literaturización, la poetización de la vileza y la degradación es

una forma de mentir. Quiere revelar que por detrás del brillo seductor de la

forma literaria puede ocultarse una verdad realmente diabólica.

Y por eso coloca esa historia de El curioso impertinente en el contexto de

la historia de don Quijote. El Curioso nos advierte de que la locura de don

Quijote no es una forma de liberación del individuo, un signo de fe inquebrantable

en uno mismo, sino todo lo contrario, una forma de enajenación,

de alienación, o sea un estar, no en uno mismo, sino en el otro, un estar, por

así decir, “otrado”, alienado. Cuando Alonso Quijano se vuelve loco fascinado

por los libros de caballeros andantes, deja de sentir y desear por sí mismo

y sólo siente y desea por mediación del modelo caballeresco, seducido por el

deseo del otro expresado literariamente. Y Cervantes sabe que en el fondo de

esa fascinación, de ese enloquecedor atractivo del deseo ajeno, anidan los ce

DON

QUIJOTE, UNAMUNO Y EL TEMA DE LA ENVIDIA

[13] 617

los, la envidia y el odio. Se nos dirá que don Quijote no parece sentirse celoso

o envidioso de su modelo, puesto que, por ejemplo, confiesa abiertamente

su admiración por Amadís de Gaula, el número uno, el “sol de la caballería

andante”, cosa que jamás confesaría el envidioso Caín con respecto a su

odiado y aborrecido Abel. Pero si hay algo que nos enseña la historia del Curioso

es la extraordinaria facilidad con que se puede pasar de la admiración

más encendida a la rivalidad. ¿Quién hubiese pensado que esa amistad ejemplar

se pudiese convertir tan rápidamente en una rivalidad destructora? Y es

que en el centro de esa admiración mutua anidaba ya el germen de la rivalidad.

Lo mismo podemos decir de don Quijote y de su desbordada admiración

por Amadís. Si lo que fascina a don Quijote es que no hay otro como

Amadís, que Amadís es el mejor, el número uno, entonces Amadís no es sólo

el modelo fascinante, sino también el último y definitivo rival. Imitar al

modelo caballeresco es competir con él, sentir su presencia como un reto, una

incitación, una apuesta desafiante. Don Quijote no se hace caballero andante

para ser uno entre tantos, sino para superarlos a todos:

–Sancho amigo… yo soy aquél para quien están guardados los peligros,

las grandes hazañas, los valerosos hechos. Yo soy, digo otra vez,

quien… ha de poner en olvido los Platires, los Tablantes, Olivantes y Tirantes…

con toda la caterva de los famosos caballeros andantes del pasado

tiempo, haciendo en éste en que me hallo tales grandezas, extrañezas y

fechos de armas, que escurezcan las más claras que ellos ficieron (I, 20).

Cervantes es capaz de hacernos ver las dos caras del encadenamiento al

otro: la admiración y el entusiasmo por un lado, la rivalidad y el odio por el

otro. Para ver esas dos caras, para ver la cara negra de la enajenación quijotesca

hay que estudiar a don Quijote en el contexto de todas esas historias intercaladas

que ocupan una gran parte del primer Quijote (no sólo la del Curioso),

todas esas historias que Unamuno calificaba de impertinentes. Unamuno

hubiese sido mucho más comprensivo con Cervantes si, en lugar de

querer hacer del odio envidioso de Caín la esencia de éste, lo que lo distingue,

lo separa y lo eleva por encima de Abel, hubiese comprendido que a lo

que el miserable Caín aspiraba ansiosamente era a ser otro Abel, que ese Abel

al que odiaba y denigraba, era el mismo Abel a quien secretamente tenía colocado

en un pedestal divino. Pero eso es, repito, lo que el odio y la envidia

no confesarán jamás.

BIBLIOGRAFÍA

Don Quijote de la Mancha, ed. F. Rico-Instituto Cervantes, Barcelona, Crítica, 1998, 2 vols.

AYALA, Francisco, Cervantes y Quevedo, Barcelona, Seix Barral, 1974.

GILMAN, Stephen, The Novel According to Cervantes, California, University of California

Press, 1989.

TRILLING, Lionel, The Liberal Imagination. Essays on Literature and Society, New York, Charles

Scribner’s Sons, 1976.

UNAMUNO, Miguel de, Obras completas, Madrid, Afrodisio Aguado, 1950.

Vida de don Quijote y Sancho, Madrid, Espasa Calpe, 1964.

San Manuel Bueno, mártir. Cómo se hace una novela, Madrid, Alianza Editorial, 1968.

Abel Sánchez. Una historia de pasión, ed. Isabel Criado, Madrid, Espasa Calpe, 1997.

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