Don Quijote, Unamuno
y el tema de la envidia
CESÁREO BANDERA*
Empecemos diciendo que el Quijote no es una novela cualquiera. No sólo
es la primera gran novela moderna, es, por
así decir, el alfa y omega de
todo el género. Ahí comienza y ahí está
contenido en potencia todo el desarrollo
posterior. Como decía el conocido crítico
Lionel Trilling, “en cualquier
género puede ocurrir que el primer gran
ejemplo contenga toda la potencialidad
del género. Se ha dicho que toda la
filosofía es una nota a pie de página
de Platón. Se puede decir asimismo que toda
la prosa de ficción es una variación
sobre el tema de don Quijote”. Tal vez no
se pueda expresar mayor
admiración por la gran novela de Cervantes
que la que expresó otro de los
grandes novelistas del mundo occidental,
Dostoievski:
No hay en todo el mundo
una obra literaria más profunda ni más poderosa.
Hasta el momento, es ésta
la más alta expresión del pensamiento
humano […]. Y si el mundo
fuera a terminar y se le preguntara a alguien
en algún lugar:
¿Entendieron ustedes su vida sobre la tierra, y qué conclusiones
han sacado? –el hombre
podría [contestar] silenciosamente entregando
en mano a Don Quijote (Dostoyevski, en Gilman, 1989, p. 76).
Ahora bien, entre los lectores españoles
del Quijote de los últimos ciento
cincuenta años no creo que haya ninguno tan
quijotesco, tan ferviente admirador
de don Quijote, como Unamuno. Unamuno vivía
el quijotismo como
especie de religión. La imagen del don
Quijote loco, ridiculizado por todos,
objeto de pública risión, le recordaba la
imagen de Cristo. En un emotivo
artículo de 1922, titulado “La bienaventuranza de don
Quijote” describe
Unamuno el encuentro del caballero con
Cristo después de su muerte:
Hundió el Caballero su
mirada en aquella dulcísima lumbre derretida,
que no hacía sombras, y
descubrió una figura que le llenó de luminosa
gravedad el corazón […].
Era que veía a Jesús, el Cristo, el Redentor. Y
le veía con manto de
púrpura, corona de espinas y cetro de caña, como
[1] 605
* University of North Carolina at Chapel Hill.
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606 [2]
cuando Pilato, el gran
burlón, lo expuso a la turba diciendo: “¡He aquí el
hombre!” Se le apareció
Jesucristo, el supremo juez, como cuando fue ludibrio
de las gentes (Ensayos, 1950, t. v, pp. 631-32).
Según la ve Unamuno, la locura de don
Quijote no está nunca muy lejos
de “la locura de la cruz” (Vida, p. 111), de que hablaba San Pablo, aunque por
un sentimiento de elemental prudencia nunca
llega a equiparar las dos cosas.
Pocos años antes de su muerte,
reflexionando sobre su quijotismo de toda la
vida, nos dice lo siguiente: “En cuanto a
don Quijote, ¡he dicho ya tanto!…
¡me ha hecho decir tanto!… Un loco, sí,
aunque no el más divino de todos.
El más divino de los locos fue y sigue
siendo Jesús, el Cristo (1968, p. 117).
Por otra parte, es bien conocido el
desprecio y la hostilidad con que Unamuno
hablaba de Cervantes:
[Caso] típico –decía– de
un escritor enormemente inferior a su obra,
a su Quijote. Si Cervantes no hubiera
escrito el Quijote
[…]
apenas figuraría
en nuestra historia
literaria sino como ingenio de quinta, sexta o décimotercia
fila. Nadie leería sus
insípidas Novelas
ejemplares […].
Las novelas
y digresiones mismas que
figuran en el Quijote, como aquella
impertinentísima
novela de El curioso impertinente, no merecerían la
atención de
las gentes […] cada vez
que el bueno de Cervantes se introduce en el relato
[…] es para decir alguna
impertinencia o juzgar malévola o maliciosamente
a su héroe. (“Sobre la
lectura e interpretación del Quijote”, Ensayos,
1950, t. III, pp. 577-78).
Es decir, Unamuno sabía perfectamente que
su Quijote no era ni mucho
menos el Quijote que veía Cervantes. La visión de éste se le
aparecía como algo
mediocre, mezquino, la típica visión del
envidioso ante algo grande y sublime
que su mediocridad es incapaz de
comprender. A Nuestro Señor don
Quijote hay que rescatarlo, nos decía
Unamuno, del poder de todos los cervantistas
y cervantitos, bachilleres, curas,
barberos, “hidalgos de la razón”, de
lo razonable, de todos los incapaces de
comprender la sublimidad de su locura.
A los ojos de la mediocridad reinante don
Quijote aparece como loco
de atar, porque no entienden la fe
quijotesca, que es la fe en sí mismo. Cuando
el apaleado don Quijote le grita al
compasivo vecino que lo encuentra en
el campo y lo lleva a su pueblo, “Yo sé
quien soy”, está resumiendo en una sola
frase la esencia misma de lo quijotesco,
según Unamuno. Decir “yo sé
quien soy” es lo mismo que decir “tengo fe
inquebrantable en mí mismo”. Y
todo lo que sea quedarse corto de esa fe en
uno mismo es ser pasto de la envidia.
En su ensayo sobre “La esencia del
quijotismo” dice Unamuno que hay
dos clases de ambición humana, la de
aquellos que tienen fe en sí mismos y
la de aquellos que no. La de los primeros
es una ambición que aspira a una
gloria eterna, es una sed de inmortalidad,
de continuar siendo ellos mismos,
es la ambición de Nuestro Señor don
Quijote. La de los segundos es simplemente
fuente de envidia y de frustración. Naturalmente
estos envidiosos que
se sienten frustrados entran en el grupo de
los que no pueden comprender la
grandeza de un don Quijote. Y puesto que
partimos de la base de que el mediocre
Cervantes no pudo comprender esa grandeza
heroica y era, por otra
parte, hombre que ambicionaba la gloria
literaria, la conclusión es poco menos
que inevitable: a los ojos de Unamuno,
tenía que ser por envidia por lo
que el cicatero Cervantes “cada vez que se
introduce en el relato […] es para
DON QUIJOTE, UNAMUNO Y EL TEMA DE LA
ENVIDIA
[3] 607
decir alguna impertinencia o juzgar
malévola o maliciosamente a su héroe”,
o sea, para dejarlo en ridículo. A los ojos
de Unamuno, la heroica figura de
don Quijote se eleva por encima de una
muchedumbre de cervantistas (partidarios
de Cervantes, no de don Quijote, pues, como
nos dice en otro momento,
si Cervantes volviera a nacer sería
cervantista, no quijotista) que, en
el fondo, le envidian su grandeza. El
unamuniano don Quijote se nos aparece,
pues, como superior a esa envidia,
triunfando sobre ella. Es precisamente
objeto de envidia por ese triunfo
incomprendido. Don Quijote es lo que la
envidia mezquina envidia, lo que quiere y
no puede, porque es precisamente
ese querer y no poder, ese deseo frustrado,
lo que la define como envidia mezquina,
y lo que hace que se vengue en don Quijote
de su propia frustración,
ridiculizándolo.
Pero cabe preguntarse: ¿es posible superar
esa impotencia envidiosa? Yo
creo que la respuesta está ya implícita en
el planteamiento unamuniano del
problema. El secreto está en el deseo de
inmortalidad individualizada, el deseo
de ser uno uno mismo, la fe inconmovible en
uno mismo pese a todo y
frente a todo. Pero ese deseo superador de
la envidia, de la duda íntima frente
al otro, ha de ser un deseo de intensidad
heroica, quijotesco, enloquecedor.
Lo cual nos da una idea de la fuerza
extraordinaria que, indirectamente, Unamuno
atribuía a la envidia.
Pero ¿dónde se encuentra un envidioso que
tenga esa capacidad heroica?
Ciertamente no entre la muchedumbre de
mediocridades cervantistas. Un
mediocre, un envidioso vulgar y corriente,
por definición, no es capaz de semejante
heroísmo, porque ni siquiera es consciente
de su necesidad. Para adquirir
esa conciencia tendría que volver la vista
hasta el fondo de sí mismo y
sentir allí la envidia como algo angustioso
y profundo, algo que hace saltar,
que dispara irresistiblemente el ansioso
deseo de ser uno uno mismo. O sea,
una envidia corriente y vulgar no tiene la
menor idea del heroico esfuerzo de
voluntad, del entusiasmo y del dominio de
sí mismo, que da sentido unamuniano
a la locura quijotesca. Pero esto quiere decir
también que sólo el héroe
conoce íntimamente el terrible poder de la
envidia. La envidia unamuniana
del héroe no es una envidia vulgar y
corriente. Es una envidia, por así
decir, heroica, porque no es sino la otra
cara de su enloquecedor deseo de sí
mismo, de su ansia incontenible de
inmortalidad.
Ahora bien, esa especie de Quijote
unamuniano, ese personaje cuya locura
es el testimonio de su heroica fe en sí
mismo en lucha con una envidia igualmente
heroica, ese hijo de don Quijote, no
aparece por ninguna parte en la
obra de Unamuno. Lo que sí aparece es un
personaje, el Joaquín Monegro de
su novela Abel Sánchez, que siente la envidia como algo íntimo y
profundo, que
vive angustiosamente encadenado al odio y
al resentimiento, pero en el que la
esperada transformación heroica de la
envidia en enloquecedora y sublime fe en
sí mismo no se produce. Este personaje
cainita, en lugar de volverse loco en un
esfuerzo titánico de separarse del otro, de
los demás, de independizarse del objeto
de su envidia y de su odio, lo que hace es
aferrarse a la envidia y al odio.
“Empecé a odiar a Abel con toda mi alma –nos
dice– y a proponerme a la vez
ocultar ese odio, abonarlo, criarlo,
cuidarlo en lo recóndito de las entrañas de
mi alma. [Así] nací al infierno de mi vida”
(p. 73). Mientras más íntima siente
la envidia, más se aferra a ella, y termina
convenciéndose de que la envidia y el
odio son la sustancia misma de su ser. Lo
cual quiere decir que lo que consti
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BANDERA
608 [4]
tuye su ser es aquello mismo que lo
encadena para siempre al odiado y envidiado
otro, el favorito de Dios, que su ser es
precisamente aquello mismo que
le impide ser él mismo, independizarse de
los demás. La envidia de este personaje
es una envidia desafiante, infernal,
satánica.
Pero antes de entrar en el análisis de este
nuevo Caín, es importante poner
de manifiesto el tipo de relación que ha de
existir lógicamente entre este
hombre en satánico conflicto consigo mismo
y el sublime don Quijote,
puesto que ambos son profundamente
unamunianos. No creo que quepa
duda de que, desde lo hondo de su negra
angustia, a este envidioso radical
se le ha de aparecer la figura de don
Quijote, el don Quijote ludibrio de las
gentes, pero superior a todos los que se
ríen de él porque permanece fiel a sí
mismo frente a ellos, se le ha de aparecer,
repito, como algo poco menos que
divino. El don Quijote unamuniano es una
figura heroica, quasi-divina, justamente
a los ojos del envidioso Caín. En otras
palabras, si bien Unamuno
no supo o no pudo crear un segundo don
Quijote, un personaje sublime bañado,
como vimos, en la luz de un Cristo hecho
también ludibrio de las gentes,
sí supo crear la antítesis de ese don
Quijote, no un discípulo de Cristo
sino un discípulo de Satán. Ahora bien,
probablemente nadie conozca tan a
fondo la grandeza de Dios como Satán, el
caído Ángel de la luz, aunque ese
conocimiento no le sirva sino para
hundirlo, por envidia, cada vez más en el
infierno.
Es más, a este envidiosísimo personaje que “se
creía un espíritu de excepción”,
que escribía en su diario íntimo o Confesión: “Ésta fue mi desgracia, no
haber nacido entre los míos, la baja
mezquindad, la vil ramplonería de los que
me rodeaban, me perdió”, a este personaje,
repito, que se siente víctima de la
incomprensión de todos esos mezquinos y
ramplones, de quienes el favorito
ha sido siempre el odiado Abel, el mimado
de la fortuna, la figura erguida de
un don Quijote superior a todos los que lo
rodean y del que todos se ríen, tenía
que parecerle un alma hermana, una
revelación de su profunda inocencia.
Porque este Caín le echa la culpa de todo a
Abel. El culpable es Abel, nos dice
una y otra vez, no yo, lo que pasa es que
Abel engaña a todo el mundo con
su apariencia de niño inocente. A los ojos
de este Caín, ese ridiculizado “espíritu
de excepción” que es don Quijote, se le
tenía que aparecer como una
revelación de su propia verdad interior, la
que se vería a las claras si no fuera
por la odiosa bondad ficticia, manipulada,
hipócrita, de Abel, que es la única
que ven todos los mezquinos. ¡Cómo
resplandecería su inocencia y su alteza
de miras, si no fuera por el odioso Abel,
por ese odio de Abel que lo consume
por dentro!
Aunque no lo dijera nunca (que yo sepa) de
manera explícita, yo creo que
lo que Unamuno trataba de decir es que para
comprender a fondo la heroica
y sublime locura de don Quijote hay que
comprender primero el angustioso
problema existencial de alguien como su
Joaquín Monegro, por ejemplo, versión
moderna del primigenio envidioso, Caín. Y
en esto yo creo que la intuición
unamuniana, a su manera, cala mucho más
hondo en el Quijote, en la
novela de Cervantes, que haya calado nunca
ningún experto cervantista de
que yo tenga noticia. Aunque su intuición,
como vamos a ver, sea tan grande
como su ceguera.
Según testimonio del propio Unamuno, decía
don Gregorio Marañón
que se le deben a él, a Unamuno, “las
páginas más profundas sobre la pa
DON
QUIJOTE, UNAMUNO Y EL TEMA DE LA
ENVIDIA
[5] 609
sión del resentimiento, morbo insinuante y
letal de la vida española” (1950,
t. V, p. 175). Yo creo que es así. El tema de la envidia ocupa un
lugar preeminente
en la producción literaria de Unamuno; no
sólo en obras como El
otro o Abel Sánchez, sino asimismo en la que tal vez sea su más famosa “nivola”,
Niebla, de la que no nos podemos ocupar aquí. Unamuno
tiene un
gran interés en ese tema que, como ya hemos
sugerido, me parece inseparable
de su otro gran tema, el del ansia de
inmortalidad individualizada, el
deseo de seguir siendo uno uno mismo. Pues
bien, no me parece que sea ni
mucho menos accidental que el gran experto
moderno de la envidia, de “la
pasión del resentimiento”, como dice
Marañón, sea también el más apasionado
defensor de don Quijote, el más quijotesco
de los defensores de don
Quijote.
En lo que se equivocó Unamuno completamente
fue en pensar que el
“mediocre” Cervantes era incapaz de
establecer o comprender una conexión
de ese tipo, una conexión entre la locura
de su protagonista y el problema
existencial de la envidia, o los celos, o
el resentimiento. Pues no sólo existe esa
conexión en el Quijote, sino que Cervantes la ve y la explora con
una claridad
que la envidia misma tanto de Unamuno como
de su moderno Caín enturbia;
con una claridad que ni Unamuno ni su
personaje conocieron.
Intentemos ver, por tanto, lo que no vio
Unamuno en la novela de Cervantes.
¿Pero dónde buscaremos? Parece lógico que
busquemos en aquello
que de manera consistente deja de lado
Unamuno, declarándolo irrelevante o
impertinente para la historia de don
Quijote. Y no creo que haya nada tan
consistentemente eludido por él como todas
las historias intercaladas. En su
Vida de don Quijote y Sancho pasa de largo por todas ellas, a veces con
algún
tipo de comentario despectivo, como en el
caso de El curioso impertinente,
“novela por entero impertinente a la acción
de la historia”. O como dice en
uno de los ensayos que ya hemos citado: “Nadie
leería […] las novelas y digresiones
que figuran en el Quijote, como aquella impertinentísima novela de
El curioso impertinente” (1950, t. III, p. 577). Recordemos de paso que también
a don Quijote le parecían impertinentes
esas historias: “No sé yo qué le
movió al autor a valerse de novelas y
cuentos ajenos, habiendo tanto que escribir
en los míos” (II, 3).
Esta repulsa unamuniana de las narraciones
intercaladas resulta tanto más
intrigante o reveladora, por cuanto el
núcleo mismo de la historia de su Abel
Sánchez y, por consiguiente, el centro mismo de la
envidiosa y destructura relación
entre Joaquín Monegro y su amigo Abel, lo
constituye una intriga novelesca
semejante a la que encontramos en casi
todas las historias intercaladas:
una historia de amor frustrado. De hecho,
la semejanza va mucho más lejos
cuando la comparamos en particular con las
dos narraciones intercaladas más
importantes y extensas de la Primera Parte
del Quijote: la de Cardenio-Luscinda-
don Fernando y la de El curioso impertinente con Anselmo, Lotario y
Camila. O sea, la historia de dos íntimos
amigos, uno de los cuales se va a casar,
o se ha casado ya, con una mujer que le va
a ser arrebatada por el otro,
con la consecuente desesperación del amigo
agraviado, el cual, en los tres casos
(dos de Cervantes y uno de Unamuno) resulta
haber sido quien puso en
contacto a la pareja infiel. No hay que ser
ningún lince crítico para ver en Joaquín
Monegro una versión unamuniana del Cardenio
o del Anselmo cervantinos.
En principio, no se comprende que Unamuno,
tan interesado en el te
CESÁREO
BANDERA
610 [6]
ma de la envidia y los celos, no mostrara
el menor interés por este tipo de historia,
cuando aparece junto a don Quijote.
Recordemos los hechos claves de la trama
del Abel Sánchez que precipitaron
a Joaquín Monegro “al infierno de su vida”,
como dice él mismo. Recordemos
en primer lugar que Abel Sánchez y Joaquín
Monegro “eran conocidos
desde antes de la niñez, desde su primera
infancia […]. Aprendió cada
uno de ellos a conocerse conociendo al
otro. Y así vivieron y se hicieron juntos
amigos desde nacimiento, casi más bien
hermanos de crianza”. Así comienza
el Abel Sánchez, que hasta en esto se parece al comienzo
del Curioso
cervantino: “En Florencia, ciudad rica y
famosa de Italia […] vivían Anselmo
y Lotario […] tan amigos que, por
excelencia y antonomasia de todos los que
los conocían los dos amigos eran llamados […]
mozos de una misma edad y
de unas mismas costumbres […] andaban tan a
una sus voluntades, que no
había concertado reloj que así lo anduviese”
(I, 23).
Joaquín andaba enamorado de su prima Helena
(al igual que “andaba Anselmo
perdido de amores de una doncella principal”).
Tal vez “enamorado”
no sea exactamente la palabra en el caso de
Joaquín: “Joaquín estaba queriendo
forzar el corazón de su prima Helena y
había puesto en su empeño
amoroso todo el ahínco de su ánimo
reconcentrado y suspicaz” (p. 59). Naturalmente
habla de ello con su amigo Abel: “sus
desahogos, los inevitables y
saludables desahogos de enamorado en lucha,
eran con su amigo Abel” (ibíd.)
Helena le está haciendo sufrir
terriblemente con una actitud ambigua que no
es ni un no ni un sí. Él está convencido de
que ella quiere a otro, aunque este
otro –cosa curiosa– no lo sepa todavía: “Debe
de querer a otro, aunque éste
no lo sepa. Estoy seguro de que quiere a
otro”. Observemos la profunda inseguridad
del personaje, celoso por naturaleza, que
le hace sospechar desde un
principio la presencia de un rival que
todavía no existe. He aquí parte de la
conversación entre Joaquín, que es médico,
y Abel, que es pintor:
–¡Es que esa mujer está
jugando conmigo! Es que no es noble jugar así
con un hombre, como yo,
franco, leal, abierto… ¡Pero si vieras qué hermosa
está! ¡Y cuanto más fría
y más desdeñosa se pone más hermosa! ¡Hay
veces que no sé si la
quiero o la aborrezco más…! ¿Quieres que te presente
a ella?
–Hombre, si tú…
–Bueno os presentaré.
–Y si ella quiere…
–¿Qué?
–Le haré un retrato.
–¡Hombre, sí!
Mas aquella noche durmió
Joaquín mal rumiando lo del retrato, pensando
en que Abel Sánchez, el
simpático sin proponérselo, el mimado del
favor ajeno, iba a
retratarle a Helena […] Pensó negarse a la presentación,
mas como ya se lo había
prometido… (pp. 60-61).
Comienzan las sesiones de pintura. “A los
dos días tuteábanse ya Abel y
Helena; lo había querido así Joaquín, que
al tercer día faltó a una sesión”
(p. 65). Al final de esa tercera sesión de la que se ausentó
Joaquín, Abel y
Helena se hicieron novios. Joaquín va a
tener unas pesadillas terribles sobre
eso: “[Empecé] a odiar a Abel con toda mi
alma y a proponerme a la vez
ocultar ese odio, abonarlo, criarlo,
cuidarlo en lo recóndito de las entrañas
DON QUIJOTE, UNAMUNO Y EL TEMA DE LA
ENVIDIA
[7] 611
de mi alma. ¿Odio? Aún no quería darle su
nombre, ni quería reconocer
que nací, predestinado, con su masa y con
su semilla. Aquella noche nací al
infierno de mi vida” (p. 73). Él reconoce que no tiene derecho a
quejarse;
no existía compromiso ninguno con Helena;
uno no puede ni debe forzar
el afecto de una mujer, etc:
Pero sentía también
confusamente que fui yo quien les llevó no sólo a
conocerse, sino a
quererse, que fue por desprecio a mí por lo que se entendieron,
que en la resolución de
Helena entraba por mucho el hacerme
rabiar y sufrir […] el
rebajarme a Abel, y en la de éste el soberano egoísmo
que nunca le dejó sentir
el sufrimiento ajeno. Ingenuamente, sencillamente
no se daba cuenta de que
existieran otros […] No sabía ni odiar;
tan lleno de sí vivía (p.
77-78).
Detengámonos un momento: “Sentía
confusamente…”. No hay la menor
confusión sobre los hechos. Fue idea suya
que Abel y Helena se conocieran
personalmente. Fue él quien aplaudió la
idea de que ella posara como modelo
para Abel (magnífica oportunidad de que
Abel se fijara con detenimiento
en ella). Fue él quien insistió en que los
dos se tutearan; y fue él quien los
dejó solos. Y todo eso pese a que, desde el
primer momento, las sospechas y
la inquietud no le dejaban pegar ojo, como
se suele decir. En realidad es como
si todo lo hubiese previsto de antemano,
pues, como le decía a Abel, “debe
de querer a otro, aunque éste no lo sepa”. ¿Es
que es un masoquista este
Caín? No creo que la noción de masoquismo
sea la más adecuada en este caso.
El masoquismo, en su acepción popular, no
explica satisfactoriamente el
odio reconcentrado hacia Abel que Joaquín
Monegro alimenta secretamente,
en su interior, “abonándolo”, “cuidándolo”.
Este moderno Caín es claramente el
Galeotto, el intermediario entre el
objeto de su deseo y su propio rival. Lo
cual quiere decir que él mismo interpone
al rival entre sí mismo y el objeto de su
deseo; desea a través del rival.
Radicalmente inseguro, este moderno Caín no
es capaz de desear por sí
mismo, no tiene confianza en su propio
deseo. Y él siente esto, como nos dice,
“confusamente”. Sin embargo, no parece
sentir la menor responsabilidad
o culpa por el dolor y la perturbación
anímica que sus propias acciones han
contribuido a ocasionarle. Todo lo
contrario, él, el intermediario, se siente
víctima de los otros dos: fueron ellos los
que aprovecharon la oportunidad de
que él estaba en medio de los dos para
herirlo por los dos lados, “fue por desprecio
a mí por lo que se entendieron”. Es como si
hubieran estado buscando
los dos una oportunidad para demostrarle lo
poco que les importaba, la
insignificancia en que lo tenían; y él,
inocentemente, les proporcionó esa
oportunidad.
Todo lo cual encaja perfectamente en la
sicología cainita y celosa del
personaje. El problema es que ninguna de
estas distorsiones de la verdad parece
afectar en lo más mínimo a la imagen de
grandeza trágica que proyecta
Joaquín Monegro a los ojos de Unamuno. Éste
acepta simplemente la visión
de los hechos que nos comunica su
personaje. No aparece en el texto
ninguna observación que nos haga dudar, que
cuestione la imagen de víctima
que el personaje quiere ofrecer de sí
mismo, como si hubiera algo inevitable,
ineludible, en esa imagen y ese deseo. Porque
la presentación de los
hechos que hace Unamuno es lo
suficientemente clara, sicológicamente hablando,
como para sugerir una visión radicalmente
distinta, una visión que
CESÁREO BANDERA
612 [8]
socava en su fundamento la pose trágica, la
pretendida inocencia. Es como
si Unamuno quisiera sugerir deliberadamente
esa visión desfavorable precisamente
para no caer en ella, para rechazarla, para
decir que su personaje
no es un ser abyecto, sin el más mínimo
sentido del honor, sino alguien que
se enfrenta a un destino que le ha sido
impuesto, y que él no tiene más remedio
que afrontar. Por nuestra parte vamos a intentar
leer la actitud de
Joaquín Monegro more cervantino, con ojo crítico, como hace Cervantes
con sus personajes.
Según Joaquín Monegro, él se interesó por
su prima Helena con completa
independencia de su envidiosísima y celosa
relación con Abel. Y una vez
que esto había ocurrido, ¿qué cosa más
natural que hablar de ello con su amigo
más íntimo y querer que éste la conozca y
la trate amistosamente? Por consiguiente,
la única explicación de la conducta de
Helena y Abel es lo poco que
él contaba para ellos, el no preocuparse en
absoluto de sus sentimientos; en
realidad, seguro que disfrutaron hiriéndolo
de esa manera; seguro que lo hicieron
precisamente por eso, para hacerle sufrir.
Pero esta versión de los hechos no es muy
creíble. Si el envidioso Caín pudiera
enamorarse de una mujer, sin pensar en
Abel, o sea, con completa independencia
de lo que Abel pueda o no pensar o sentir
sobre ello, entonces
Caín no tiene ningún problema, ciertamente
no con Abel. Pero Caín tiene un
enorme problema con Abel. Eso es justamente
lo que lo define como Caín,
el envidioso por excelencia. El problema es
que Caín no se puede quitar a
Abel de la mente. Nada de lo que haga o
sienta es inmune a lo que él espera
y teme que Abel pueda pensar o sentir.
En realidad, el problema de Caín es aun más
hondo, más absorbente. ¿Es
que puede, acaso, Caín, consumido de
envidia de Abel, desear nada en lo que
Abel no muestre el menor interés? No parece
posible, porque si lo fuera, eso
querría decir, una vez más, que Caín ha
encontrado la forma de independizarse
del deseo de Abel, de superar su envidia. El
caso es que, en tanto Caín
permanezca atrapado en su envidia
fratricida, no podrá tener un solo deseo
que pueda decir de verdad que es suyo,
independiente de Abel.
Supongamos por un momento que la envidia de
Caín no es tan angustiosamente
absorbente como para reducir a la
irrelevancia necesidades o impulsos
biológicos. Supongamos que un Caín joven y
púber se sintiera naturalmente
atraído por una mujer joven. ¿No pensaría
inmediatamente en traer el
objeto de su deseo a presencia de Abel, no
para que participara de su felicidad,
sino para darle envidia? ¿No daría un ojo
de la cara, como se suele decir,
por conseguir que Abel deseara a esa mujer,
su mujer? Por supuesto que sí. Y
podemos también afirmar que Caín se
sentiría inquieto, abatido, frustrado,
si, pese a todas sus incitaciones, Abel no
mostrara ningún interés. Nos lo podemos
imaginar fácilmente quejándose a Abel de
que no piensa más que en
sí mismo (“tan lleno de sí vivía”), que no
le presta atención a nada de lo que
a él le gusta, que no le hace caso, etc.,
etc. Es más, metido ya por ese derrotero,
he aquí una posibilidad especialmente
interesante, pensando en la comparación
con el Curioso: Caín puede perfectamente terminar, en su
pensamiento,
echándole la culpa a la mujer, es decir,
achacándole a ella el ser tan… tan…
poco interesante. Porque si Abel persiste
en su falta de interés, el de Caín disminuirá
rápidamente. Porque ese envidioso es
incapaz de mantener su deseo
por sí solo. Y un buen día Caín empezará a
preguntarse que qué pudo ver él
DON QUIJOTE, UNAMUNO Y EL TEMA DE LA
ENVIDIA
[9] 613
en esa mujer para interesarse tanto por
ella, porque ahora que se le ha calmado
la pasión, puede ver con claridad que,
francamente, la cosa no era para
tanto…
Tal vez Joaquín Monegro tuvo suerte de que,
después de todo, Helena terminara
casándose con Abel Sánchez. Porque si se
hubiese casado con él y
Abel, pese a todos los esfuerzos de
Joaquín, hubiese permanecido indiferente,
Dios sabe lo que el envidioso Joaquín
hubiese sido capaz de pensar y de hacer
para seguir manteniendo su propio interés
por ella. De seguro, nada que
Unamuno hubiese podido considerar
compatible con la dignidad trágica de
su héroe. De ese Joaquín Monegro no hubiese
podido decir Unamuno lo que
dijo en el prólogo a la segunda edición del
Abel Sánchez: “Y ahora, al releer
[…] mi Abel Sánchez […] he sentido la grandeza de la pasión de
mi Joaquín
Monegro y cuán superior es, moralmente, a
todos los Abeles. No es Caín lo
malo; lo malo son los cainitas. Y los
abelitas”.
Para mantener la grandeza del envidioso
Caín, el que odia a muerte a
Abel, hay que creerse su versión
exculpatoria de los hechos. De una cosa podemos
estar seguros, Cervantes no se hubiese
creído esa versión. Y aquí es precisamente
donde comienza la historia de El curioso impertinente, la historia
que, leída en paralelo con la de Joaquín
Monegro, le agua por completo la
fiesta a este último, razón por la cual
Unamuno hubo de considerarla “una
historia impertinentísima”.
Es también una historia de envidia, o más
bien, diría Cervantes, una historia
de celos. Porque es Cervantes quien había
definido los celos, en su Galatea,
como “curiosidad impertinente” (“no son los
celos señales de mucho
amor, sino de mucha curiosidad impertinente”).
O sea, El curioso es la historia
de dos íntimos amigos que terminan
convertidos en rivales. Ahora bien,
en agudo contraste con la historia
unamuniana de Abel
Sánchez,
aquí nada
aparente hace presagiar la tragedia que se
avecina. La relación inicial de los
dos amigos no puede ser mejor. Como hemos
visto, en Florencia se los conoce
por su ejemplarísima amistad. Los llaman “los
dos amigos”. A Cervantes
no le gusta comenzar con personajes
marcados ya trágicamente, predestinados
al mal. No oiremos nunca a un personaje
cervantino decir de sí mismo
lo que dice Joaquín Monegro: “nací,
predestinado, con su masa [la del odio]
y con su semilla”. En el mundo que crea
Cervantes las cosas malas no les ocurren
sólo a los malos. Les pueden ocurrir a los
mejores. Por eso, en ese mundo
nadie puede decir: “yo no soy así, eso no
me ocurriría a mí”. Lo cual quiere
decir también que en ese mundo el mal no
puede convertirse nunca en una
señal de distinción, de heroicidad trágica.
Continuemos, pues:
Andaba Anselmo perdido de
amores de una doncella principal y hermosa
de la misma ciudad, hija
de tan buenos padres y tan buena ella por
sí, que se determinó (con
el parecer de su amigo Lotario, sin el cual ninguna
cosa hacía) de pedilla
por esposa a sus padres, y así lo puso en ejecución;
y el que llevó la
embajada fue Lotario, y el que concluyó el negocio
tan a gusto de su amigo,
que en breve tiempo se vio puesto en la posesión
que deseaba, y Camila tan
contenta de haber alcanzado a Anselmo por esposo,
que no cesaba de dar
gracias al cielo, y a Lotario, por cuyo medio
tanto bien le había
venido.
CESÁREO BANDERA
614 [10]
Durante unos días después de la boda
Lotario continuó visitando como
solía la casa de Anselmo. Pero acabados los
parabienes y festejos,
comenzó Lotario a
descuidarse con cuidado de las idas en casa de Anselmo,
por parecerle a él […]
que no se han de visitar ni continuar las casas
de los amigos casados de
la misma manera que cuando eran solteros; porque
[…] es tan delicada la
honra del casado, que parece que se puede ofender
aun de los mesmos
hermanos, cuanto más de los amigos.
Anselmo se queja de esta ausencia
acaloradamente, recriminando a su
amigo. Hasta llega a decirle que si él
hubiera sabido que el casamiento iba a
ser motivo de separación entre los dos, “jamás
lo hubiera hecho”:
[Y] que así, le suplicaba
[…] que volviese a ser señor de su casa, y a
entrar y salir de ella
como de antes, asegurándole que su esposa Camila no
tenía otro gusto ni otra
voluntad que la que él quería que tuviese, y que
por haber sabido ella con
cuántas veras los dos se amaban, estaba confusa
de ver en él tanta
esquiveza.
Lotario le responde tan juiciosamente que
Anselmo no tiene más remedio
que aceptar una cierta limitación en las
visitas: “dos días en la semana y las
fiestas”. No obstante, Lotario, pensando
aún en la honra de su amigo, “procuraba
diezmar, frisar y acortar los días del
concierto de ir a su casa […]. Así
que en quejas del uno y disculpas del otro
se pasaban muchos ratos y partes
del día”.
Y así continuaron las cosas algún tiempo. Es
entonces cuando Anselmo
comienza a tener un extrañísimo deseo que
le hace sentirse “el más despechado
y el más desabrido hombre de todo el
universo mundo […] un deseo tan
extraño y tan fuera del uso común de otros,
que yo me maravillo de mí mismo,
y me culpo y me riño a solas, y procuro
callarlo y encubrirlo de mis propios
pensamientos”. Pero, por más que lo
intenta, no puede encubrirlo más y
se lo confiesa a su amigo: “Te hago saber, amigo
Lotario, que el deseo que me
fatiga es pensar si Camila, mi esposa, es
tan buena y tan perfecta como yo
pienso”. A consecuencia de esta duda tan
inesperada como angustiosa, Anselmo
siente la imperiosa necesidad, el obsesivo
deseo, de poner a prueba la
bondad y el valor de Camila, que, de
pronto, siente él como si le faltara realidad,
como si fuera cosa de pura apariencia. ¿Cómo
puede asegurarse él de
que esa bondad es de verdad, auténtica? No
se le ofrece más que un camino:
ponerle la tentación por delante, que
alguien intente seducirla, que alguien la
desee, a ver si resiste. ¿Y quién mejor
para llevar a cabo esa prueba, ese intento
de seducción, que el mismo Lotario? Es
decir, Anselmo quiere que Lotario
corteje a Camila, quiere ver a Camila
deseada por Lotario; quiere que Lotario
le muestre su deseo a Camila. Pues en tanto
ella resista el deseo de Lotario,
en tanto que ella, habiendo atraído a
Lotario, se niegue al deseo de éste,
Anselmo estará convencido de que en efecto
ella es tan buena como parece
ser.
Naturalmente Anselmo no se lo explica así a
su amigo, sino de manera, al
parecer, perfectamente racional: “Porque yo
tengo para mí, ¡oh amigo!, que no
es una mujer más buena de cuanto es o no es
solicitada […]. Porque ¿qué hay
que agradecer –decía él– que una mujer sea
buena, si nadie le dice que sea mala?
[…]. De modo que por estas razones, y otras
muchas que te pudiera decir
[…] deseo que Camila, mi esposa […] se
acrisole y quilate en el fuego de ver
DON
QUIJOTE, UNAMUNO Y EL TEMA DE LA
ENVIDIA
[11] 615
se requerida y solicitada, y de quien tenga
valor para poner en ella sus deseos”.
Claro está que si la cosa es tan
perfectamente racional o razonable, uno no se
explica por qué Anselmo se siente “el más
despechado y desabrido hombre de
todo el universo mundo”, y por qué se
angustia, se avergüenza y se recrimina,
tratando de ocultarse a sí mismo su “extrañísimo
deseo”.
Es sorprendente constatar cuántos críticos
aceptan sin rechistar lo que dice
Anselmo; es decir, aceptan la idea de que
lo que él quiere verdaderamente
es una prueba racional y objetiva de la
bondad de su mujer, pese a que no tenga
la menor causa de sospecha, pues nada ha
cambiado en la bondad de Camila
y su amor por Anselmo. Naturalmente todos
comprenden que no es
aconsejable ni prudente semejante prueba,
como le dice Lotario a Anselmo
con detallados razonamientos. Pero casi
todos aceptan la lógica del argumento
de Anselmo para explicar su extrañísimo
deseo. No todos, por supuesto.
Francisco Ayala, por ejemplo, cree
descubrir una homosexualidad latente,
subconsciente tal vez, en el deseo de
Anselmo (aunque Ayala no usa nunca
abiertamente esa terminología);
homosexualidad que permanece “impenetrable
para su propia mente” (p. 175). De manera que “la prueba” no es más que
la tapadera de un “proceso enfermizo […]
durante el cual pretenderá conseguir
el nuevo esposo satisfacción vicaria a
través de su mujer […] para los turbios
deseos que hasta entonces había mantenido
larvados o, mejor dicho, sublimados
en las formas nobles de la camaradería” (ibid.).
No hay nada en el texto cervantino que nos
impida pensar en algún tipo
de homosexualidad latente, como tampoco
existe la menor indicación de que
sea ése el significado que le atribuye
Cervantes, como el mismo Ayala reconoce.
El crítico no parece completamente
convencido de su propia sugerencia,
pero no encuentra otra explicación para lo
que de verdad ha descubierto
y que es, en mi opinión, indudable: lo
importante, lo central, en esta historia
no es la relación entre Anselmo y su mujer,
sino la relación entre los dos
amigos; aquélla está supeditada a ésta, se
desarrolla en función de ésta.
El problema de asumir una homosexualidad
latente como explicación del
deseo de Anselmo es que le quita toda
importancia a la idea de la prueba.
Desde esta perspectiva, la prueba, como tal
prueba, no tiene ninguna significación
específica. Cualquier otra estratagema
hubiese servido lo mismo con
tal de que hubiese juntado a Lotario y a
Camila para la “vicaria satisfacción”
erótica de Anselmo.
Yo creo, sin embargo, que la idea de la
prueba es en sí misma altamente
significativa. No es accidental que
semejante idea surja en la mente de Anselmo.
Porque, sicológicamente hablando, lo que él
siente es que el objeto de su
deseo, la bella, sensible, inteligente,
noble Camila no le atrae como le atraía,
no ve en ella el valor y la fuerza de
atracción que antes veía; lo cual se traduce
en dudas: ¿vale tanto Camila como él
pensaba que valía? ¿cómo puede asegurarse
él de que el objeto de su deseo es en
realidad lo que aparenta ser? No
es, pues, un accidente que a Anselmo se le
ocurra con obsesiva insistencia la
idea de poner a prueba el valor, la bondad,
de Camila. Y junto a estas dudas
se da asimismo la aguda experiencia
sicológica de la ausencia del amigo, la angustiosa
sensación de que el amigo, silencioso y
oculto mediador de su deseo,
ha perdido interés en su relación con
Camila, se distancia de ella. Las dos cosas
van juntas y se alimentan mutuamente, las
dudas sobre el valor de Camila
y la aparente falta de interés por parte de
Lotario. De ahí la idea de la prue
CESÁREO
BANDERA
616 [12]
ba y la manera de llevarla a cabo. Pues
¿quién es la única persona que puede
“probar” el valor de Camila de manera que “convenza”
a Anselmo? Evidentemente
la misma persona que confiere sentido y
realidad al objeto de su deseo,
deseándolo también, o sea Lotario, el
mediador. Sin ese deseo mediador,
todo el valor de Camila se vacía de
contenido, de realidad, queda reducido a
una pura apariencia a los ojos de Anselmo.
El resultado será desastroso. El fingido
interés de Lotario por Camila terminará
convirtiéndose en realidad e incitando a su
vez el deseo de Camila, todo
ello aguzado por la insistencia del marido
de que Lotario haga su papel de
seductor cada vez con mayor realismo, en
tanto que él espía el cortejeo entre
bastidores. Lo que sigue es una intriga
tumultuosa de celos mutuos y zozobras
que termina destruyendo a todos los
interesados. Lotario huirá al extranjero
para morir en la guerra, Camila se encierra
en un convento y el marido
muere de pura angustia y melancólica
depresión, culpándose a sí mismo
de la tragedia.
Es evidente que los celos del personaje
cervantino no tienen nada de grandeza
ni de heroísmo, porque lo único que ponen
de manifiesto es su abyecto
sometimiento al deseo del otro, su
degradante dependencia y necesidad del
deseo rival para seguir deseando. Que es
precisamente lo que queda oculto,
lo que que no se dice nunca en la historia
del envidioso Joaquín Monegro. En
Cervantes los celos no se convierten jamás
en señal de distinción. No hay celos
mediocres que no significan nada y celos
enormes que llenan de admiración.
Mientras más grandes los celos, más
miserables y repulsivos. Aunque eso
sí, mientras más repulsivos tanto más
interesantes pueden ser como materia
novelesca. Esto último lo sabía muy bien el
Caín unamuniano que, según nos
dice su autor, “a la vez que escribía su Confesión, preparaba, por si ésta marrase,
otra obra que sería la puerta de entrada de
su nombre en el panteón de
los ingenios inmortales […]. Un espejo de
la vida, pero de las entrañas, y de
las más negras, de ésta; una bajada a las
simas de la vileza humana; un libro
de alta literatura […]. Allí pondría toda
su alma” (p. 183). Pero ¿qué es esta
literatura que quiere hacer el
envidiosísimo Joaquín Monegro, sino una forma
de ocultar, de barnizar, por así decir, su
abyecta dependencia del rival, el
hecho de que es absolutamente incapaz de
desear nada por sí solo? Cuando
Unamuno dice que el envidioso y homicida
Caín es superior a Abel no está
diciendo la verdad, está haciendo la misma
literatura que quería hacer su personaje.
Y esto es justamente lo que Cervantes
quiere revelar. Es decir, quiere
revelar que la literaturización, la
poetización de la vileza y la degradación es
una forma de mentir. Quiere revelar que por
detrás del brillo seductor de la
forma literaria puede ocultarse una verdad
realmente diabólica.
Y por eso coloca esa historia de El curioso impertinente en el contexto de
la historia de don Quijote. El Curioso nos advierte de que la locura de don
Quijote no es una forma de liberación del
individuo, un signo de fe inquebrantable
en uno mismo, sino todo lo contrario, una
forma de enajenación,
de alienación, o sea un estar, no en uno
mismo, sino en el otro, un estar, por
así decir, “otrado”, alienado. Cuando
Alonso Quijano se vuelve loco fascinado
por los libros de caballeros andantes, deja
de sentir y desear por sí mismo
y sólo siente y desea por mediación del
modelo caballeresco, seducido por el
deseo del otro expresado literariamente. Y
Cervantes sabe que en el fondo de
esa fascinación, de ese enloquecedor
atractivo del deseo ajeno, anidan los ce
DON
QUIJOTE, UNAMUNO Y EL TEMA DE LA
ENVIDIA
[13] 617
los, la envidia y el odio. Se nos dirá que
don Quijote no parece sentirse celoso
o envidioso de su modelo, puesto que, por
ejemplo, confiesa abiertamente
su admiración por Amadís de Gaula, el
número uno, el “sol de la caballería
andante”, cosa que jamás confesaría el
envidioso Caín con respecto a su
odiado y aborrecido Abel. Pero si hay algo
que nos enseña la historia del Curioso
es la extraordinaria facilidad con que se
puede pasar de la admiración
más encendida a la rivalidad. ¿Quién
hubiese pensado que esa amistad ejemplar
se pudiese convertir tan rápidamente en una
rivalidad destructora? Y es
que en el centro de esa admiración mutua
anidaba ya el germen de la rivalidad.
Lo mismo podemos decir de don Quijote y de
su desbordada admiración
por Amadís. Si lo que fascina a don Quijote
es que no hay otro como
Amadís, que Amadís es el mejor, el número
uno, entonces Amadís no es sólo
el modelo fascinante, sino también el
último y definitivo rival. Imitar al
modelo caballeresco es competir con él,
sentir su presencia como un reto, una
incitación, una apuesta desafiante. Don
Quijote no se hace caballero andante
para ser uno entre tantos, sino para
superarlos a todos:
–Sancho amigo… yo soy
aquél para quien están guardados los peligros,
las grandes hazañas, los
valerosos hechos. Yo soy, digo otra vez,
quien… ha de poner en
olvido los Platires, los Tablantes, Olivantes y Tirantes…
con toda la caterva de
los famosos caballeros andantes del pasado
tiempo, haciendo en éste
en que me hallo tales grandezas, extrañezas y
fechos de armas, que
escurezcan las más claras que ellos ficieron (I, 20).
Cervantes es capaz de hacernos ver las dos
caras del encadenamiento al
otro: la admiración y el entusiasmo por un
lado, la rivalidad y el odio por el
otro. Para ver esas dos caras, para ver la
cara negra de la enajenación quijotesca
hay que estudiar a don Quijote en el
contexto de todas esas historias intercaladas
que ocupan una gran parte del primer Quijote (no sólo la del Curioso),
todas esas historias que Unamuno calificaba
de impertinentes. Unamuno
hubiese sido mucho más comprensivo con
Cervantes si, en lugar de
querer hacer del odio envidioso de Caín la
esencia de éste, lo que lo distingue,
lo separa y lo eleva por encima de Abel,
hubiese comprendido que a lo
que el miserable Caín aspiraba ansiosamente
era a ser otro Abel, que ese Abel
al que odiaba y denigraba, era el mismo
Abel a quien secretamente tenía colocado
en un pedestal divino. Pero eso es, repito,
lo que el odio y la envidia
no confesarán jamás.
BIBLIOGRAFÍA
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Cervantes, Barcelona, Crítica, 1998, 2 vols.
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1974.
GILMAN, Stephen, The Novel According to Cervantes, California, University of California
Press, 1989.
TRILLING, Lionel, The Liberal Imagination. Essays on Literature and Society, New York, Charles
Scribner’s Sons, 1976.
UNAMUNO, Miguel de, Obras completas, Madrid, Afrodisio
Aguado, 1950.
– Vida de don Quijote y
Sancho,
Madrid, Espasa Calpe, 1964.
– San Manuel Bueno, mártir.
Cómo se hace una novela, Madrid, Alianza Editorial, 1968.
– Abel Sánchez. Una historia
de pasión,
ed. Isabel Criado, Madrid, Espasa Calpe, 1997.
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