Una buena librería no es, necesariamente, aquella que está repleta de libros
21 Oct 2012 - 11:00 pm
Mi librero
Por: Diego Aristizábal
Tal vez uno de los momentos más felices de Ernest Hemingway fue cuando conoció en parís la librería Shakespeare and Company.
El Hemingway de aquel entonces era apenas un corresponsal y un escritor que pasaba inadvertido. La primera vez que entró a la librería, como él mismo recuerda en su libro París era una fiesta, estaba muy intimidado y no llevaba bastante dinero, ni siquiera, para suscribirse a la biblioteca circulante.
La librería de Sylvia Beach, ubicada en el 12 de la rue de l´Odéon, además de vender libros, también permitía que sus lectores, por una cantidad de dinero, se suscribieran y prestaran los que quisieran. Cuando ella se dio cuenta de que Hemingway no tenía una sola moneda le dijo que le diera el depósito cuando pudiera y le extendió una tarjeta de suscriptor. Desde entonces podría llevarse los libros que gustara. Aquel día Hemingway salió con Turgenev, D.H. Lawrence, Tolstoi y Dostoievski. Lo único que le dijo antes de salir fue: “No lea con prisas”.
Como dijo Umberto Eco, ahora citado por la revista Arcadia a raíz del festival de librerías el próximo fin de semana: “Es necesario ser amigo íntimo de un librero para poder hacer lo que los amantes de los libros desean hacer, esto es, pasar horas entre las estanterías husmeando, leyendo solapas, escudriñando en los anaqueles altos –y, en definitiva, aprendiendo más al perder el tiempo sin comprar que comprando y leyendo un solo libro–”.
Y esto es precisamente lo que me permiten hacer en Árbol de Tinta, un espacio que a pesar de ser reducido en uno de los recovecos de la carrera 8ªA del centro de Bogotá, nunca deja de parecer infinito. La pequeña “U” de escasos metros se prolonga en las alturas, se extiende mientras pasan las horas de lecturas de principios y solapas, de páginas al azar y de charlas.
Aquí en Bogotá yo he recorrido librerías gigantes, casas tomadas por los libros literalmente. Piso tras piso me he perdido en ellas sin encontrar siempre lo que busco. No es por el orden, casi todas están bien catalogadas y los libreros saben casi siempre lo que tienen; pero con Árbol de Tinta me pasa algo curioso, cada que voy siento que mi librero tiene todo lo que yo busco, siempre me lee la mente, siempre recuerda cada una de mis inquietudes y nunca me deja ir decepcionado.
Una buena librería no es, necesariamente, aquella que está repleta de libros, es aquella que tiene todo lo que uno quisiera tener en casa siempre. El buen librero es quien tiene el libro que ninguno otro tiene, el mismo que tú habías buscado por años. Cada que visito a mi librero yo siento que eso me pasa; por eso cada vez menos frecuento otras librerías, ¿para qué si en este pequeño espacio yo siento que habita la biblioteca de babel?
En Bogotá no tengo ni un médico ni un odontólogo de cabecera, lo único que tengo es un librero, un buen librero, el mejor; porque cada que lo visito siento que, con los libros que he encontrado y he leído tranquilamente en mi estudio, cada vez menos me duele el corazón. Al igual que Hemingway yo también pienso que mi librero, Alejandro Torres, me salvó.
desdeelcuarto@gmail.com / @d_aristizabal
La librería de Sylvia Beach, ubicada en el 12 de la rue de l´Odéon, además de vender libros, también permitía que sus lectores, por una cantidad de dinero, se suscribieran y prestaran los que quisieran. Cuando ella se dio cuenta de que Hemingway no tenía una sola moneda le dijo que le diera el depósito cuando pudiera y le extendió una tarjeta de suscriptor. Desde entonces podría llevarse los libros que gustara. Aquel día Hemingway salió con Turgenev, D.H. Lawrence, Tolstoi y Dostoievski. Lo único que le dijo antes de salir fue: “No lea con prisas”.
Como dijo Umberto Eco, ahora citado por la revista Arcadia a raíz del festival de librerías el próximo fin de semana: “Es necesario ser amigo íntimo de un librero para poder hacer lo que los amantes de los libros desean hacer, esto es, pasar horas entre las estanterías husmeando, leyendo solapas, escudriñando en los anaqueles altos –y, en definitiva, aprendiendo más al perder el tiempo sin comprar que comprando y leyendo un solo libro–”.
Y esto es precisamente lo que me permiten hacer en Árbol de Tinta, un espacio que a pesar de ser reducido en uno de los recovecos de la carrera 8ªA del centro de Bogotá, nunca deja de parecer infinito. La pequeña “U” de escasos metros se prolonga en las alturas, se extiende mientras pasan las horas de lecturas de principios y solapas, de páginas al azar y de charlas.
Aquí en Bogotá yo he recorrido librerías gigantes, casas tomadas por los libros literalmente. Piso tras piso me he perdido en ellas sin encontrar siempre lo que busco. No es por el orden, casi todas están bien catalogadas y los libreros saben casi siempre lo que tienen; pero con Árbol de Tinta me pasa algo curioso, cada que voy siento que mi librero tiene todo lo que yo busco, siempre me lee la mente, siempre recuerda cada una de mis inquietudes y nunca me deja ir decepcionado.
Una buena librería no es, necesariamente, aquella que está repleta de libros, es aquella que tiene todo lo que uno quisiera tener en casa siempre. El buen librero es quien tiene el libro que ninguno otro tiene, el mismo que tú habías buscado por años. Cada que visito a mi librero yo siento que eso me pasa; por eso cada vez menos frecuento otras librerías, ¿para qué si en este pequeño espacio yo siento que habita la biblioteca de babel?
En Bogotá no tengo ni un médico ni un odontólogo de cabecera, lo único que tengo es un librero, un buen librero, el mejor; porque cada que lo visito siento que, con los libros que he encontrado y he leído tranquilamente en mi estudio, cada vez menos me duele el corazón. Al igual que Hemingway yo también pienso que mi librero, Alejandro Torres, me salvó.
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