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Viaje al origen del
fin |
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Estar
en Guatemala es volver al origen. A mercados llenos de bordados y tejidos
coloridos, a pirámides mayas que se mantienen intactas en mitad de la selva, a
un lago majestuoso y verde, y a Antigua, una ciudad detenida en el tiempo. En
Guatemala, los mayas calendarizaron el fin de esta era. Y lo que sigue es un
viaje por el tiempo y sus transformaciones, un poco después del terremoto que
afectó a este país y un poco antes del fin que tantos esperan.
Texto y fotos: Pepa Valenzuela, desde
Guatemala. Navego en la mitad del tiempo. Unas pocas semanas después del
terremoto y unas pocas semanas antes del fin de esta era. Estoy en el corazón
del mundo maya, atravesando el majestuoso y quieto lago Atitlán, rodeado de
cerros verdes, volcanes y 12 pueblitos guatemaltecos, en una lancha que salta
sobre el agua turquesa. Aquí los mayas predijeron para este 21 de diciembre el
fin de una era, el último día del 13 B'ak'tun, según su calendario. Es decir, el
fin de un ciclo de más de 5 mil años, cuando el sol se alineará con los
planetas. Estoy en la mitad del origen del fin. Justo ahí estoy. Justamente yo.
Al final, nada llega a tus manos por pura y simple casualidad: de alguna manera,
también estoy en la mitad de mi tiempo. Justo después de un terremoto personal
gracias al cual se derribó el mundo que creía real hasta ese momento. Un mundo
donde trabajaba como enajenada, quejándome con Dios como si fuera un mesón de
atención al cliente, rabiando en la porfía y la ceguera, repitiendo los mismos
errores una y otra vez. Y justo un poco antes de entender por completo la matrix
que vi después de ese sismo y que finalmente me abrió las puertas hacia una
nueva conciencia de mi vida. Un viaje que me ha permitido ir desanudando las
trabas que no veía y que al final estaban sólo en mi corazón. Eso pienso en el
corazón del mundo maya. También, que nada llega a tus manos por pura y simple
casualidad.
Mientras las gotas de agua nos salpican en el trayecto,
Haroldo, nuestro guía turístico guatemalteco, con un chaleco sin mangas con
chapitas de todos los países latinoamericanos (menos la de Chile porque dice que
un diplomático chileno se la quitó para pegársela en su solapa),
dice:
-Mel Gibson. Y su película Apocalypto. Ése es el culpable de esta
psicosis del fin del mundo. ¡Pero el mundo no se va a acabar! Los mayas no
dijeron eso. Dijeron que el 21 de diciembre será el fin de la era del poder,
ambición y guerras. Y que la próxima era será de paz, conciencia, tranquilidad y
amor. ¿El terremoto? El terremoto es la Tierra que reclama.
Cuando viene
un terremoto, algunas cosas se caen. Cae lo que no aguanta más en pie. En mi
caso, se derrumbaron relaciones sin peso, un amor perro y una manera de entender
el mundo limitada, dolorida y cómoda. En el caso de Guatemala, cayeron personas,
vidas, casas. Cuando las cosas caen, hay que reconstruir sobre terreno fértil.
Eso fue lo que dijeron los mayas: renacer es poner los pies sobre la tierra y
echar raíces sobre terreno fértil. Y no hay terreno más fértil que el amor y la
paz. Eso creían los mayas. Eso mismo creo yo.
El fin parte en el origen.
El fin parte en Guatemala. Guatemala significa lugar de árboles. Es el segundo
pulmón del mundo después del Amazonas. Y eso es lo que veo apenas desembarco
sobre un delgadito muelle en Santiago de Atitlán: árboles, vegetación abundante,
flores, edificios coloridos sobre el cerro, y origen. Un viaje hacia el pasado.
Las mujeres deambulan con su largo pelo negro en trenzas largas, con canastos
con frutas y artesanías sobre sus cabezas, envueltas en unas faldas bordadas a
mano que se ponen como si fuera una toalla a la cintura y sus coloridas blusas
con florecitas sobre el pecho. Algunas van descalzas, hablando entre ellas en su
lengua nativa, el quiché, acercándose a los extranjeros para ofrecerles sus
artesanías en español: "Amigo, amiga, compra para mí. Buen precio para ti".
También, muchos niños descalzos, con su canasto con lápices, separadores de
libros y manteles bordados. Y muchos pequeños puestos de artesanías multicolores
donde los habitantes de Santiago de Atitlán venden a puro regateo collares,
pulseras, aritos de mostacilla, manteles, colchas, individuales, cinturones
bordados a mano con figuras de quetzales -el ave típica de Guatemala-, niños,
calendarios mayas, soles luminosos, flores, frutas y aves.
Al internarme
en el pueblo veo a las mismas mujeres vestidas con sus trajes típicos vendiendo
frutas y verduras sentadas sobre las veredas, en frente de la plaza central. Se
tapan la cara cuando les tomo una foto.
-Creen que les puedes robar el
alma -explica Haroldo.
El alma tiene un precio: después del disparo,
algunas levantan la mano y dicen: "Foto: 10 quetzales". Mientras en la catedral
de Santiago de Atitlán, un grupo de mujeres con sus mantas bordadas sobre la
cabeza reza de rodillas frente a la figura de un Ibis, un pájaro blanco y
luminoso que -dicen- puede sacarse el corazón para darle de comer a sus hijos
(como Jesucristo, dicen), en una pieza de madera de una casa a la cual se accede
por pasadizos estrechos un grupo de siete hombres, tres niños, un abuelo de
lentes oscuros, dos hombres de mediana edad, escoltan una figura de madera de un
metro que ostenta varios pañuelos, ofrendas en quetzales, sombreros y un puro en
la boca. La figura representa a Maximón, una deidad sincrética guatemalteca que
reúne conceptos del catolicismo y también de la fe maya, al que los locales le
piden favores en salud, dinero y amor y le hacen ofrendas. Ahora Maximón yace en
esta habitación oscura llena de volantes de papel colgados al techo. Haroldo le
explica en qué andamos. Entonces uno de los hombres se inclina de rodillas
frente a Maximón y reza en quiché. Lo único que le entiendo es cuando pronuncia
mi nombre. Yo me quedo en silencio. Antes le habría pedido muchos favores a
Maximón. Ahora sólo pido lo que le pido siempre a la divinidad: que me guíe
hacia mi destino. Más conciencia para identificar mi camino, sin empecinarme en
seguir otros que no están hechos para mí. Amor y paz. En el formato que me
correspondan.
Al día siguiente, estoy de nuevo en el origen, como si se
repitiera el día: en el mercado de Chichicastenango, otro poblado a orillas del
lago Atitlán, rodeada de estos puestos de artesanías y bordados de colores
alegres mientras Edwin y Romelia, dos niños de 10 años, me persiguen
incesantemente para que les compre alguna de sus chucherías. "Amiga, compra para
mí. Buen precio". Me siguen hasta las escalinatas de la iglesia del pueblo donde
decenas de mujeres venden flores de colores brillantes, sentadas sobre un lugar
que muchos siglos atrás fue un templo maya. El fin se parece al origen: gringos
altos, de shorts y zapatillas se pasean con sus enormes cámaras, mirando todo
con curiosidad mientras los locales, en sus trajes típicos, les ofrecen su
mercadería bajándose el precio, intentando vender a toda costa para la
sobrevivencia.
Cerca de ahí vive un sacerdote maya. El sacerdote maya se
llama Luiz Ricardo y convirtió su casa en un museo de máscaras ceremoniales que
él y su familia trabajan desde hace años, el Museo Morerías. El sacerdote maya
tiene las paredes llenas de sus máscaras de venados, monos, chanchos, diablos,
jaguares, vacas y señores de bigotes talladas en cedro y caoba, y dice que
también hace ceremonias con fuego en las que puede ver futuros posibles, que
tiene sueños premonitorios y que no cobra porque un verdadero sacerdote maya no
debiera nunca cobrar. Le pregunto por el fin del mundo y apunta a un
responsable: Mel Gibson. Dice que el 2000 fue lo mismo. Que en la noche de año
nuevo salió a la calle y se encontró con gente despavorida que le preguntaba
cuándo se iba a apagar la luz.
-Pero el mundo no se va a
acabar.
Le pregunto cómo será la próxima era.
-Puede ser peor,
mejor o igual.
Le pregunto dónde estará él el 21 de diciembre y
responde:
-En Texas, dando unas conferencias.
Entonces, luego de
una vuelta por su museo personal repleto de máscaras, fotos familiares y tres
figuras de Maximón, dice:
-Son 25 quetzales -y se dirige a una caja, hace
boletas y factura como una máquina.
Recuerdo un libro que vi sobre el
cambio de era maya en un puesto de artesanías. Decía: el cambio del amor por el
poder, al poder del amor. Definitivamente el fin se parece mucho al origen. En
el origen, lo sagrado también tiene su precio. En el fin, los precios ya no
importan tanto: Edwin me ha esperado afuera de la casa del sacerdote. Entonces,
aunque no le he comprado nada, estira su mano diminuta y me dice:
-Gusto
en conocerte, amiga. Que tengas un buen viaje.
-Tú también, corazón. Que
tu viaje sea hermoso -le respondo yo.
En el camino hay letreros de
tránsito donde se dibujan jaguares, monos, serpientes y cocodrilos. Uno dice:
"Cuidado: cruce de animales". El camino al parque Tikal en Petén -a donde llegué
después de una hora en un avión desde Ciudad de Guatemala hasta Flores- es la
selva misma. Y en la selva está el centro del corazón del mundo maya: pirámides
y ruinas milenarias que los mayas levantaron piedra por piedra y que ahora vengo
a ver con mis propios ojos. Me interno en el parque. La vegetación es tan tupida
que apenas se puede divisar el cielo. A lo lejos se escuchan los aullidos de
unos monos que trepan por las alturas. Pasitos de animales que no se dejan ver.
Avanzo sobre el suelo resbaloso de musgo por una selva que, si no fuera por
estos senderos, parecería totalmente virgen. En un claro, una visión majestuosa:
una pirámide enorme hecha de piedras, con escalinatas eternas en sus cuatro
costados y nueve altares de rocas talladas sobre sus pies. Los mayas fabricaban
estas estructuras cada veinte años para rendirle homenaje al tiempo y a la
fertilidad: por eso cada pirámide es una elevación con una cueva en la cima, que
representan lo masculino y lo femenino. Demoraban casi 8 años en cada una. Y
hacían sus nueve altares porque el nueve era un número sagrado: el número de la
gestación de la vida, la cantidad de tiempo que demora el maíz en germinar. El
fin se parece al origen aquí también: ahora por las escalinatas de piedra de los
templos ceremoniales, varios turistas trepan para sacarse fotos. Y siguen
avanzando por los senderos de árboles tupidos hasta llegar a más y más
pirámides. Hasta llegar al Mundo Maya, siete solemnes templos de piedra en
formas piramidales en mitad de la selva. Algunas de ellas aún están cubiertas de
tierra, pasto y árboles. Otras se muestran intactas al tiempo, elevándose hasta
el cielo. Subo por unas escalinatas de madera hasta la cúspide de una de las
pirámides más altas del parque Tikal. Sentada en el último escalón, se pueden
ver a lo lejos las puntas de otras pirámides mayas. Y todas las copas de los
árboles de esta selva. Abajo, en medio de la frondosidad, no cuesta mucho
imaginar a los mayas hasta 900 años después de Cristo mirando el cielo,
estudiando las estrellas, rindiéndole culto a lo único que tenemos: el cielo, la
Tierra, el espíritu y el tiempo. El tiempo que enseña todo. El tiempo que hace
que algunas cosas mueran y que lo firme perdure, como las pirámides, incólumes
al paso de los años y a los movimientos de la Tierra. Así es: cuando viene un
terremoto, algunas cosas se caen. Pero las fuertes, a pesar de todo, siempre
permanecen en pie.
María (29) lleva a su sobrino envuelto en una manta
bordada sobre su regazo. El niño llora porque tiene hambre. María lo pasea de un
lado a otro en las afueras del mercado de Antigua, mientras su marido le cuida
su puesto de bordados. El 7 de noviembre, cuando vino el terremoto, María estaba
trabajando, como lo hace desde los cinco años, en el mercado. Salió corriendo y
rezó. "Pero no pensé que se estuviera acabando el mundo, señorita. Sólo me
asusté porque no quería que se nos cayera algo encima". En otro mercado de
artesanías, Matea (82) ovilla lana sentada en el suelo, descalza, al lado de su
nieta de 18 años que le traduce del cachiquel al español. Está ciega, pero este
trabajo lo hace de memoria, desde que tiene uso de razón. Dice Matea que se
asustó con el terremoto. Pero no sabe nada acerca del fin del mundo. Sólo atina
a encogerse de hombros, poner las manos cruzadas sobre su pecho y seguir
ovillando lana minuto a minuto, semana a semana, año tras año. En Antigua, los
guatemaltecos viven el día al margen de predicciones e interpretaciones
apocalípticas. Sí saben una cosa: de los terremotos nacen tesoros. El Museo del
Jade es una casa verde como la piedra preciosa donde tienen un pequeño museo y
se pueden comprar collares, aros, figuras hechas en jade. El jade se forma
gracias a los movimientos tectónicos. Este último terremoto debe haber formado
cientos de jades. De mi último terremoto personal surgió el tesoro de encontrar
el inicio de mi camino hacia la felicidad. Los mayas sabían que algo que nace de
un desastre es un milagro. Por eso, adornaban sus tumbas y lenguas con jade:
creían que la piedra los ayudaría a pasar al inframundo. Que el jade los
ayudaría a respirar. Todo tesoro que nace de un terremoto, de alguna manera es
nueva vida. De alguna manera, implica renacer. Pero en Antigua no hay
renacimientos, reconstrucciones ni derrumbes. Todo pareciera estar detenido en
el tiempo. Las casitas de un piso pintadas de colores. Las ventanas con sus
barrotes adornadas con flores. Las casas convertidas en tiendas de dulces y
chocolates, cafeterías, hoteles boutiques, peluquerías con spa, jugueterías, el
mercado de bordados multicolores, las ruinas de edificios antiquísimos que se
sostienen contra toda inclemencia, los cerros verdes que se ven desde todas
partes de la ciudad, resguardándola del paso de los años. En la plaza principal,
los guatemaltecos esperan el atardecer sentados en las bancas mientras las
indígenas venden sus artesanías en el mercado multicolor, y los turistas se
pasean de un lado a otro con sus ropas de excursionistas y cámaras de fotos y
varias parejas de novios y sus invitados de gala pasan por las calles para
llegar a los festejos. En Antigua, mucha gente viene desde todas partes del
mundo para contraer matrimonio entre las ruinas y decir que sí, hasta que la
muerte o un terremoto de a dos los separe. En Antigua, donde el tiempo pareciera
no avanzar hacia ningún final, todo parece perdurable, incluso las promesas de
amor.
En Antigua no hay tiempo. No hay después ni antes. Nada envejece
ni se transforma. Son como los finales y comienzos importantes: invisibles a
simple vista. Sin meteoritos, días de oscuridad, caos ni apagones. Sin derrumbes
estrepitosos ni terremotos amenazantes. Simplemente imperceptibles, como abrir
los ojos y asentarse donde sí se puede germinar. Eso fue lo que dijeron los
mayas: renacer es poner los pies sobre la tierra y echar raíces sobre terreno
fértil. Y no hay terreno más fértil que el amor y la paz. Eso creían los mayas.
Eso mismo creo yo, aquí, firme y de pie, en paz, después del comienzo y un poco
antes del fin.
La ciudad maya de tikal fue redescubierta en 1858.
LlegarDesde Santiago,
Avianca-Taca (www.aviancataca.com) tiene vuelos hacia Ciudad de Guatemala con
escalas en Lima y San José de Costa Rica. También vuelan Copa y
Lan.
DormirEn Panajachel está el hotel Atitlán, frente al lago, con
jardines, piscinas, es una preciosidad (www.hotelatitlan.com). Y también puede
ir a la Posada de don Rodrigo (www.posadadedonrodrigo.com).
En Ciudad de
Guatemala, el imponente y elegante hotel Vista Real (www.vistareal.com) es un
real lujo.
En Petén, para ir al parque Tikal, está Jaguar Inn, que
funciona con carpas y cabañas (www.jaguartikal.com), o la acogedora Casa de Don
David, con vista al lago (www.lacasadedondavid.com).
En Antigua, dos
hoteles sobrecogedores: Mil Flores (www.hotelmilflores.com) y Casa Santo Domingo
(www.casasantodomingo.com).
VisitarEl lago Atitlán y el mercado de
Chichicastenango, a tres horas en auto desde Ciudad de Guatemala. En el mercado
se puede regatear y comprar los más lindos y coloridos bordados.
El
Parque Nacional Tikal en Petén para ver las pirámides mayas y sus tesoros
arqueológicos (la entrada al parque cuesta casi 10 mil pesos chilenos; el
traslado del aeropuerto de Petén hasta el parque, 3 mil pesos chilenos en
bus).
En Antigua, el Museo del Jade, el mercado, la comida típica de La
Cuebita de los Urquizú, las iglesias, la ciudad entera, las ruinas, los
matrimonios, y el hotel museo Casa Santo Domingo.
Texto y fotos: Pepa
Valenzuela, desde Guatemala.. |
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