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Editor: Neville Blanc

Saturday, April 06, 2013

Orhan Pamuk: “Era el tonto de la familia, después gané el Nobel”

Entrevista con Orhan Pamuk: “Era el tonto de la familia, después gané el Nobel”




En París, su padre vio a Sartre y la anécdota se convirtió en un encuentro entre ambos personajes. No quiso estudiar ingeniería por la fobia a las matemáticas, concibe al museo como un espacio sagrado y no como el territorio del coleccionismo, sabe que le queda poco por vivir pero mucho por escribir. Esto es parte de lo que el Premio Nobel comenta en la siguiente charla que publicamos con autorización del periódico italiano La Reppublica
 
 


Por: Pergiorgio Odifreddi/ Estambul*

Orhan Pamuk es el primer turco en ganar el premio Nobel, concedido por “haber descubierto, en la búsqueda del alma melancólica de su propia ciudad natal, nuevos símbolos para la comparación y la trama de las culturas”. La referencia es, en particular, a Estambul. Ciudad y recuerdos (2003): un ensayo que alterna el recuento autobiográfico de la infancia y la adolescencia del escritor, y es testimonio histórico y sociológico de la decadencia de la ciudad y de sus habitantes. Pero Pamuk es conocido sobre todo por sus novelas del ambiente turco, que van de Mi nombre es rojo (1998) al presente multiétnico de Nieve (2002). Y su última obra es una interesante trilogía multimedia constituida por la novela El museo de la inocencia (2008), nombre obtenido del museo dedicado a los objetos citados en la novela, y del catálogo del museo La inocencia de los objetos (2012). Lo encontramos en Estambul, en su estudio con vista al Bósforo y Topkapi, para hablar de su ciudad y de su trabajo.

Quisiera empezar preguntándole…
Antes de que empieces déjame decirte una cosa. Yo provengo de una familia de ingenieros. Mi padre y mi tío se divertían haciéndome jugar con las matemáticas, proponiéndome con frecuencia la solución de problemas y de rompecabezas. Y yo siempre estaba ansioso por enfrentarme a preguntas tramposas y de no ser lo bastante rápido e inteligente para responder. En la escuela, la buena sangre familiar no mentía e iba bien en matemáticas. Pero enfrentarme a los maestros me provocaba un estado de agitación: por lo tanto, me disculpará si ahora también estoy nervioso.

Tranquilícese, no le haré preguntas tramposas. Empezaré con su padre, porque me ha asombrado leer en su libro Estambul que encontrase a Sartre en París.
Ah, no lo encontró: ¡lo vio por la calle solamente! Mi padre había seguido las tradiciones de la familia, de su papá y de su abuelo; ir al Politécnico y convertirse en ingeniero civil. Mi abuelo había trabajado muy duro, construyendo vías de ferrocarril, y había hecho un saco de dinero. Y mi papá y mi tío también habían trabajado muy duro, pero para malgastar lo que el abuelo había ganado. Así que mi hermano y yo tuvimos que empezar desde el principio.

Sin embargo, su hermano se convirtió en ingeniero.
Ambos fuimos educados con una típica concepción del tercer mundo: que uno debe estudiar ingeniería, para después servir al país haciendo trabajos útiles. Así que mi hermano empezó estudiando ingeniería química en Yale, y después estudió economía. Ha estado en la London School of Economics, pero acaba de renunciar y regresará a Turquía.

Si no se ofende, ya que hemos mencionado a Sartre, le preguntaré si alguna vez se ha sentido como “el tonto de la familia” con respecto a su hermano.
¡Oh, ciertamente! Y todavía peor. Soy el típico ejemplo del segundogénito, en el sentido de que la familia turca es de tipo patriarcal, y se concentra en la educación del primogénito: es él quien debe ser investido de responsabilidad, de escuchar siempre qué cosa debe hacer, cómo tratar a los hermanos jóvenes, etcétera. Un típico ejemplo de lo que sucedía es que cuando íbamos a algún lado, él se preocupaba de ver los nombres de las calles y de encontrar la dirección, mientras  tanto yo podía soñar y ver el vacío o los aparadores. Ser segundogénitos tiene sus ventajas y desventajas: en particular se tiene un crecimiento y una inmadurez retardada.

Se convierte en Peter Pan.
Mis amigos continúan diciéndome que todavía soy un poco infantil. Eso estimula la imaginación, pero no ayuda a convertirme en un ser social, y tampoco a sabérselas arreglar en la vida cotidiana. Algunas cosas se aprenden a los seis años, y ahora que tengo sesenta debo aceptar que este es mi carácter. Mi hermano es quien sabe navegar en sociedad, mientras que yo permanezco insociable, desarticulado, privado de autocontrol…



En el momento de esa decisión es cuando concluye Estambul. Pero hay un pasaje de ese libro, dedicado a la tristeza, en donde usted asocia este sentimiento con “la multitud de hombres positivistas, amantes de las matemáticas y de los crucigramas” presentes en su familia.
Para mí, las matemáticas eran divertidas cuando resolvía los problemas, pero era frustrante cuando no podía hacerlo. Por el contrario, escribir no requiere la solución necesaria y correcta de un problema, y permite la expresión de algo que no requiere una página vacía. El escritor se expresa libremente, y espera que ésta sea la respuesta a cualquier pregunta que el lector se hace con frecuencia a sí mismo y no al escritor.

A propósito de la tristeza de Estambul, ¿no cree que pueda encontrarla del mismo modo en otras ciudades que han perdido el sentido de su pasado? Pienso en El Cairo, en Bagdad, en Damasco o inclusive, en cierto sentido, en Roma.
Yo asocio el hüzün de Estambul, que significa precisamente “tristeza” o “melancolía”, con el hecho de haber vivido mi infancia en los 50, rodeado de los grandes monumentos otomanos que se caían a pedazos y se deterioraban. Era un poco como en la India de hoy, donde lo que se deshace no son los edificios de un remoto pasado, sino la contemporaneidad. Y es verdad que en El Cairo pasa lo mismo.

Me parece que en los escritores usted prefiere la autocrítica y el autoanálisis.
Existen dos aspectos en ser escritor. Está la mente analítica, matemática, que se esfuerza en seguir el curso de los pensamientos para alcanzar un objetivo y puede, además, tratar de efectuar construcciones mentales: el arquitecto muerto y sepultado que está dentro de mí, me condiciona en aquella dirección. Pero también está la mente poética, sensitiva, que suspende la racionalidad para sintonizar su música interna, o disfrutar un imprevisto o inesperado momento de inspiración. Para poder ser escritor es necesario conjugar la mentalidad analítica con la sensibilidad poética, en un continuo y equilibrado compromiso entre la planificación racional y el surrealismo irracional. Por eso me gusta escribir novelas.

De Amicis parecería su héroe. Habría esperado un capítulo sobre él en Estambul, como sucede en Nerval o Flaubert, y en cambio usted lo cita solo de paso.
Él sí era un buen escritor, con un ojo poco común. Su libro Constantinopla es el mejor del siglo XIX, y la ciudad que describe es de su invención. Ha influenciado a sucesivas generaciones de escritores, como los que usted ha recordado. Pero éstos fueron más famosos y vivían en el centro de la escena literaria, mientras que De Amicis era un escritor marginal de libros para niños. Su influencia ha sido indirecta, y por esto he hablado poco de él.

Quisiera hablar de su museo pero, en cierto sentido, ya se refiere a él en Estambul, en el capítulo sobre Koҫu: sus enciclopedias sobre la ciudad son también como museos, ¿no?
Resat Ekrem Koҫu nació como historiador, pero perdió su puesto en la universidad por motivos políticos; era un profesor de estudios otomanos, y esto entraba en conflicto con la visión de modernidad que la joven república turca buscaba promover. Y ya que él quería continuar contando historias otomanas, tenía necesidad de obtener algún beneficio e inventó una forma popular de hacerlo, a través de una enciclopedia que recuperara hechos históricos, extraños y curiosos, que él señalaba en los archivos que conocía muy bien.

En cuanto a usted, cuando habla del coleccionismo de Koҫu, casi parece que está hablando de sí mismo. ¿Ya coleccionaba objetos para su museo?
En la época en que coleccionaba hechos y libros, todavía no reunía objetos. Pero quisiera decir que no soy un coleccionista en el sentido técnico de la palabra, de alguien que está interesado en reunir objetos, no tanto por su valor o utilidad, como por el gusto de tenerlos y poseer una serie completa. Por ejemplo, para un coleccionista es más importante tener todos los volúmenes de la enciclopedia de Koҫu que leerlos. Y es más importante también preservar aquellos volúmenes como memorabilia, mientras yo los leo y los maltrato.


Pero con frecuencia, el coleccionismo desemboca en el totemismo.
Cierto. Todos tenemos la tendencia a permanecer atados a ciertos objetos, por motivos sentimentales ligados a la vida, al amor y a la muerte. Pero es solo cuando se piensa en un museo, personal o público, es que se habla de coleccionismo, con la relativa satisfacción inducida por la posesión de los objetos. Por lo tanto, reunir objetos no significa necesariamente ser coleccionista. Y con frecuencia, los coleccionistas no están ligados a historia alguna, ¿no?, cuando alguien no la inventa. Y un modo de inventarla, o sugerirla, puede ser precisamente exhibir los objetos en cierto modo. Cada museo narra una historia, y el museo de la inocencia no hace precisamente una novela.

Usted ha escrito que en los inicios pensaba hacer coincidir la novela con el catálogo del museo. ¿Esto no recuerda un poco a Pálido fuego de Nabokov?
Cierto. Al principio realmente tenía esa novela en la mente. Quería escribir el mío en las notas del catálogo, de tal modo que la historia surgiese de las notas sobre los objetos. Pero poco después pensé que me llamo Pamuk y no Nabokov, y lo hice a mi manera.

Sin embargo, el museo vino mucho después de la novela.
A decir verdad habría querido que llegasen juntos; esperaba poder inaugurar el museo el día de la publicación del libro, incluso si las presiones políticas de aquellos años hicieran la cosa imposible. La idea del catálogo, por el contrario, está próxima, y me vino a la mente cuando me percaté de la visualidad de los objetos expuestos.

¿Cuándo comenzó a reunir los objetos?
Durante la escritura de la novela. En ocasiones al mirar a un agente o ir a un mercado de cosas usadas, compraba objetos que me atraían y que pudiesen ser asimilados por mi historia. Algunos entraban naturalmente, a otros los obligaba a entrar y hubo otros que incluso permanecieron fuera. También me pasaba lo contrario, porque tenía objetos en la mente que no encontraba: muchos de estos que están en el museo se hicieron a propósito, y constituyen una suerte de objetos reales imaginarios.

Sin embargo, ¿no le molesta que algunos de sus lectores vean el peregrinaje al museo como los lectores de Dan Brown siguen las huellas de Robert Langdon?
¿O como los de Tolstoi que van a San Petersburgo y a los sitios descritos en Anna Karenina? No solo no me molesta, sino que realmente he construido el museo para que vayan. Hay un aspecto lúdico al crear confusión, diciendo abiertamente que la historia es imaginaria, y al mostrar al mismo tiempo objetos reales que le pertenecen.

Entiendo perfectamente la diversión del escritor, pero me preocupaba la actitud del lector.
Las estadísticas sobre los visitantes dicen que dos de tres y tres de cuatro de quienes asisten al museo no han leído el libro y jamás lo leerán. Y he descubierto, al hablar con quienes lo leyeron, que con frecuencia no recuerdan los detalles de un libro y de los objetos que encuentran: más bien recuerdan una sensación o una emoción que eso ha despertado en ellos. En otras palabras, no recuerdan el libro mismo, sino la experiencia de su lectura. Y un objeto se recuerda si está vinculado con un sentimiento. Por estos motivos los visitantes se sorprenden al ver la profusión de objetos que están en la novela y que no recordaban.

Ya que usted dice amar a Borges, ¿no bastaba con evaluar la novela y el museo, sin verdaderamente escribir uno y construir el otro?
Borges siempre decía que, en el lugar de Henry James, él habría escrito un cuentecillo, en lugar de un folletón. Pero al decir esto fingía no entender qué cosa es el arte de contar una historia. El hecho es que las novelas no son solo construcciones metafísicas o estructuras imaginarias que tratan de trascender la realidad. Son también modos de generar y transmitir el placer de expresar sentimientos, describir ambientes, encontrar las palabras justas en el momento justo. Pero, naturalmente, Borges era demasiado astuto y jugaba con el lector a su manera.

En cuanto a usted, ¿qué está haciendo ahora?
Después de haber concluido el museo he regresado a mi vida de escritor, y estoy en medio de una nueva novela. Tengo 60 años, la vida se está acortando, pero el premio Nobel me ha hecho perder las ambiciones, por lo tanto trabajo muy duro, porque me queda poco por vivir, pero también mucho por escribir.

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*La Repubblica. 21 de febrero
Traducción Gabriel H. García Ayala

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