Orhan Pamuk: “Era el tonto de la familia, después gané el Nobel”
Entrevista con Orhan Pamuk: “Era el tonto de la familia, después gané el Nobel”
En París, su
padre vio a Sartre y la anécdota se convirtió en un encuentro
entre ambos personajes. No quiso estudiar ingeniería por la fobia a las
matemáticas, concibe al museo como un espacio sagrado y no como el territorio
del coleccionismo, sabe que le queda poco por vivir pero mucho por escribir.
Esto es parte de lo que el Premio Nobel comenta en la siguiente charla que
publicamos con autorización del periódico italiano La
Reppublica
Por: Pergiorgio Odifreddi/ Estambul*
Orhan
Pamuk es el primer turco en ganar el premio Nobel, concedido por “haber
descubierto, en la búsqueda del alma melancólica de su propia ciudad natal,
nuevos símbolos para la comparación y la trama de las culturas”. La referencia
es, en particular, a Estambul.
Ciudad y recuerdos (2003):
un ensayo que alterna el recuento autobiográfico de la infancia y la
adolescencia del escritor, y es testimonio histórico y sociológico de la
decadencia de la ciudad y de sus habitantes. Pero Pamuk es conocido sobre todo
por sus novelas del ambiente turco, que van de Mi
nombre es rojo
(1998) al presente multiétnico de Nieve
(2002). Y su última obra es una interesante trilogía multimedia constituida por
la novela El
museo de la inocencia
(2008), nombre obtenido del museo dedicado a los objetos citados en la novela, y
del catálogo del museo La
inocencia de los objetos
(2012). Lo encontramos en Estambul, en su estudio con vista al Bósforo y
Topkapi, para hablar de su ciudad y de su trabajo.
Quisiera
empezar preguntándole…
Antes de que
empieces déjame decirte una cosa. Yo provengo de una familia de ingenieros. Mi
padre y mi tío se divertían haciéndome jugar con las matemáticas, proponiéndome
con frecuencia la solución de problemas y de rompecabezas. Y yo siempre estaba
ansioso por enfrentarme a preguntas tramposas y de no ser lo bastante rápido e
inteligente para responder. En la escuela, la buena sangre familiar no mentía e
iba bien en matemáticas. Pero enfrentarme a los maestros me provocaba un estado
de agitación: por lo tanto, me disculpará si ahora también estoy
nervioso.
Tranquilícese,
no le haré preguntas tramposas. Empezaré con su padre, porque me ha asombrado
leer en su libro Estambul que encontrase a Sartre en
París.
Ah, no lo
encontró: ¡lo vio por la calle solamente! Mi padre había seguido las tradiciones
de la familia, de su papá y de su abuelo; ir al Politécnico y convertirse en
ingeniero civil. Mi abuelo había trabajado muy duro, construyendo vías de
ferrocarril, y había hecho un saco de dinero. Y mi papá y mi tío también habían
trabajado muy duro, pero para malgastar lo que el abuelo había ganado. Así que
mi hermano y yo tuvimos que empezar desde el
principio.
Sin embargo,
su hermano se convirtió en ingeniero.
Ambos fuimos
educados con una típica concepción del tercer mundo: que uno debe estudiar
ingeniería, para después servir al país haciendo trabajos útiles. Así que mi
hermano empezó estudiando ingeniería química en Yale, y después estudió
economía. Ha estado en la
London School of Economics, pero acaba de renunciar y regresará
a Turquía.
Si no se
ofende, ya que hemos mencionado a Sartre, le preguntaré si alguna vez se ha
sentido como “el tonto de la familia” con respecto a su
hermano.
¡Oh,
ciertamente! Y todavía peor. Soy el típico ejemplo del segundogénito, en el
sentido de que la familia turca es de tipo patriarcal, y se concentra en la
educación del primogénito: es él quien debe ser investido de responsabilidad, de
escuchar siempre qué cosa debe hacer, cómo tratar a los hermanos jóvenes,
etcétera. Un típico ejemplo de lo que sucedía es que cuando íbamos a algún lado,
él se preocupaba de ver los nombres de las calles y de encontrar la dirección,
mientras tanto yo podía soñar y ver el vacío o los aparadores. Ser
segundogénitos tiene sus ventajas y desventajas: en particular se tiene un
crecimiento y una inmadurez retardada.
Se convierte en Peter
Pan.
Mis amigos
continúan diciéndome que todavía soy un poco infantil. Eso estimula la
imaginación, pero no ayuda a convertirme en un ser social, y tampoco a
sabérselas arreglar en la vida cotidiana. Algunas cosas se aprenden a los seis
años, y ahora que tengo sesenta debo aceptar que este es mi carácter. Mi hermano
es quien sabe navegar en sociedad, mientras que yo permanezco insociable,
desarticulado, privado de autocontrol…
En el momento de esa
decisión es cuando concluye Estambul. Pero hay un pasaje de ese
libro, dedicado a la tristeza, en donde usted asocia este sentimiento con “la
multitud de hombres positivistas, amantes de las matemáticas y de los
crucigramas” presentes en su familia.
Para mí, las
matemáticas eran divertidas cuando resolvía los problemas, pero era frustrante
cuando no podía hacerlo. Por el contrario, escribir no requiere la solución
necesaria y correcta de un problema, y permite la expresión de algo que no
requiere una página vacía. El escritor se expresa libremente, y espera que ésta
sea la respuesta a cualquier pregunta que el lector se hace con frecuencia a sí
mismo y no al escritor.
A propósito de
la tristeza de Estambul, ¿no cree que pueda encontrarla del mismo modo en otras
ciudades que han perdido el sentido de su pasado? Pienso en El Cairo, en Bagdad,
en Damasco o inclusive, en cierto sentido, en
Roma.
Yo asocio el
hüzün de Estambul, que significa precisamente “tristeza” o
“melancolía”, con el hecho de haber vivido mi infancia en los 50, rodeado de los
grandes monumentos otomanos que se caían a pedazos y se deterioraban. Era un
poco como en la
India de hoy, donde lo que se deshace no son los edificios de
un remoto pasado, sino la contemporaneidad. Y es verdad que en El Cairo pasa lo
mismo.
Me parece que
en los escritores usted prefiere la autocrítica y el
autoanálisis.
Existen dos
aspectos en ser escritor. Está la mente analítica, matemática, que se esfuerza
en seguir el curso de los pensamientos para alcanzar un objetivo y puede,
además, tratar de efectuar construcciones mentales: el arquitecto muerto y
sepultado que está dentro de mí, me condiciona en aquella dirección. Pero
también está la mente poética, sensitiva, que suspende la racionalidad para
sintonizar su música interna, o disfrutar un imprevisto o inesperado momento de
inspiración. Para poder ser escritor es necesario conjugar la mentalidad
analítica con la sensibilidad poética, en un continuo y equilibrado compromiso
entre la planificación racional y el surrealismo irracional. Por eso me gusta
escribir novelas.
De Amicis
parecería su héroe. Habría esperado un capítulo sobre él en
Estambul, como sucede en Nerval o Flaubert, y en cambio usted lo
cita solo de paso.
Él sí era un
buen escritor, con un ojo poco común. Su libro Constantinopla es
el mejor del siglo XIX, y la ciudad que describe es de su invención. Ha
influenciado a sucesivas generaciones de escritores, como los que usted ha
recordado. Pero éstos fueron más famosos y vivían en el centro de la escena
literaria, mientras que De Amicis era un escritor marginal de libros para niños.
Su influencia ha sido indirecta, y por esto he hablado poco de
él.
Quisiera hablar de su
museo pero, en cierto sentido, ya se refiere a él en Estambul, en
el capítulo sobre Koҫu: sus enciclopedias sobre la ciudad
son también como museos, ¿no?
Resat Ekrem Koҫu nació como historiador, pero perdió
su puesto en la universidad por motivos políticos; era un profesor de estudios
otomanos, y esto entraba en conflicto con la visión de modernidad que la joven
república turca buscaba promover. Y ya que él quería continuar contando
historias otomanas, tenía necesidad de obtener algún beneficio e inventó una
forma popular de hacerlo, a través de una enciclopedia que recuperara hechos
históricos, extraños y curiosos, que él señalaba en los archivos que conocía muy
bien.
En cuanto a usted, cuando
habla del coleccionismo de Koҫu, casi parece que está hablando de
sí mismo. ¿Ya coleccionaba objetos para su
museo?
En la época en que
coleccionaba hechos y libros, todavía no reunía objetos. Pero quisiera decir que
no soy un coleccionista en el sentido técnico de la palabra, de alguien que está
interesado en reunir objetos, no tanto por su valor o utilidad, como por el
gusto de tenerlos y poseer una serie completa. Por ejemplo, para un
coleccionista es más importante tener todos los volúmenes de la enciclopedia de
Koҫu que leerlos. Y es más importante
también preservar aquellos volúmenes como memorabilia, mientras yo los leo y los
maltrato.
Pero con frecuencia, el
coleccionismo desemboca en el totemismo.
Cierto. Todos
tenemos la tendencia a permanecer atados a ciertos objetos, por motivos
sentimentales ligados a la vida, al amor y a la muerte. Pero es solo cuando se
piensa en un museo, personal o público, es que se habla de coleccionismo, con la
relativa satisfacción inducida por la posesión de los objetos. Por lo tanto,
reunir objetos no significa necesariamente ser coleccionista. Y con frecuencia,
los coleccionistas no están ligados a historia alguna, ¿no?, cuando alguien no
la inventa. Y un modo de inventarla, o sugerirla, puede ser precisamente exhibir
los objetos en cierto modo. Cada museo narra una historia, y el museo de la
inocencia no hace precisamente una novela.
Usted ha
escrito que en los inicios pensaba hacer coincidir la novela con el catálogo del
museo. ¿Esto no recuerda un poco a Pálido fuego de
Nabokov?
Cierto. Al
principio realmente tenía esa novela en la mente. Quería escribir el mío en las
notas del catálogo, de tal modo que la historia surgiese de las notas sobre los
objetos. Pero poco después pensé que me llamo Pamuk y no Nabokov, y lo hice a mi
manera.
Sin embargo,
el museo vino mucho después de la novela.
A decir verdad
habría querido que llegasen juntos; esperaba poder inaugurar el museo el día de
la publicación del libro, incluso si las presiones políticas de aquellos años
hicieran la cosa imposible. La idea del catálogo, por el contrario, está
próxima, y me vino a la mente cuando me percaté de la visualidad de los objetos
expuestos.
¿Cuándo
comenzó a reunir los objetos?
Durante la
escritura de la novela. En ocasiones al mirar a un agente o ir a un mercado de
cosas usadas, compraba objetos que me atraían y que pudiesen ser asimilados por
mi historia. Algunos entraban naturalmente, a otros los obligaba a entrar y hubo
otros que incluso permanecieron fuera. También me pasaba lo contrario, porque
tenía objetos en la mente que no encontraba: muchos de estos que están en el
museo se hicieron a propósito, y constituyen una suerte de objetos reales
imaginarios.
Sin embargo,
¿no le molesta que algunos de sus lectores vean el peregrinaje al museo como los
lectores de Dan Brown siguen las huellas de Robert
Langdon?
¿O como los de
Tolstoi que van a San Petersburgo y a los sitios descritos en Anna
Karenina? No solo no me molesta, sino que realmente he construido el
museo para que vayan. Hay un aspecto lúdico al crear confusión, diciendo
abiertamente que la historia es imaginaria, y al mostrar al mismo tiempo objetos
reales que le pertenecen.
Entiendo
perfectamente la diversión del escritor, pero me preocupaba la actitud del
lector.
Las
estadísticas sobre los visitantes dicen que dos de tres y tres de cuatro de
quienes asisten al museo no han leído el libro y jamás lo leerán. Y he
descubierto, al hablar con quienes lo leyeron, que con frecuencia no recuerdan
los detalles de un libro y de los objetos que encuentran: más bien recuerdan una
sensación o una emoción que eso ha despertado en ellos. En otras palabras, no
recuerdan el libro mismo, sino la experiencia de su lectura. Y un objeto se
recuerda si está vinculado con un sentimiento. Por estos motivos los visitantes
se sorprenden al ver la profusión de objetos que están en la novela y que no
recordaban.
Ya que usted
dice amar a Borges, ¿no bastaba con evaluar la novela y el museo, sin
verdaderamente escribir uno y construir el
otro?
Borges siempre
decía que, en el lugar de Henry James, él habría escrito un cuentecillo, en
lugar de un folletón. Pero al decir esto fingía no entender qué cosa es el arte
de contar una historia. El hecho es que las novelas no son solo construcciones
metafísicas o estructuras imaginarias que tratan de trascender la realidad. Son
también modos de generar y transmitir el placer de expresar sentimientos, describir ambientes, encontrar las palabras justas en
el momento justo. Pero, naturalmente, Borges era demasiado astuto y jugaba con
el lector a su manera.
En cuanto a
usted, ¿qué está haciendo ahora?
Después de
haber concluido el museo he regresado a mi vida de escritor, y estoy en medio de
una nueva novela. Tengo 60 años, la vida se está acortando, pero el premio Nobel
me ha hecho perder las ambiciones, por lo tanto trabajo muy duro, porque me
queda poco por vivir, pero también mucho por
escribir.
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*La Repubblica. 21 de
febrero
Traducción Gabriel H.
García Ayala
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