La última tarde de Borges en Buenos Aires
27 de noviembre de 1985
La última tarde de Borges en Buenos Aires
Alberto Casares
Si para todo hay término y hay tasa
y última vez y nunca más y olvido
¿quién nos dirá de quién, en esta casa,
sin saberlo nos hemos despedido?
Borges (
Límites, en “El otro, el mismo”, 1964).
E
n primer lugar quiero agradecer a nuestro amigo Patricio Gatti y al grupo t-convoca por habernos invitado, a mi
colega Lucio Aquilanti y a mí, para compartir con ustedes esta mañana en la que trataremos de aportar algo desde
nuestra mirada de libreros. Como ustedes saben los libreros somos una extraña raza –que algunos creen en
extinción- que vivimos entre libros sin ser escritores, entre tipografías sin ser tipógrafos, entre ediciones sin ser
editores, entre libros curiosos y antiguos papeles sin ser bibliófilos ni archivistas. En fin, inmersos en este
maravillosos mundo con algo de cada una de las categorías que acabo de enumerar que nos permite tener un
punto de observación privilegiado.
E
l 14 de junio pasado se conmemoraron veinte años de la muerte de Borges. Estamos pues, en un año
borgeano en el que se han sucedido homenajes, exposiciones, conferencias y publicaciones especiales en nuestra
ciudad y en muchas partes del mundo. Hoy nos remontaremos unos meses antes de aquélla fecha para recordar
el día en que Borges se despidió de la ciudad que lo había visto nacer hace 107 años, un 24 de agosto de 1899.
Recordaremos su última tarde en Buenos Aires, un miércoles 27 de noviembre de 1985.
Curiosamente este hombre incapaz de imaginar un mundo sin libros, y que muy temprano había descubierto que
su destino sería literario, el mismo que había soñado el paraíso bajo la forma de una biblioteca, se despedía de su
ciudad amada en una librería.
En ese año, mi librería de la calle Arenales y Callao estaba cumpliendo diez años de vida. Pensé que sería
interesante organizar algunas exposiciones de libros de autores destacados de nuestra literatura. La primera
exposición se hizo en el mes de octubre y estuvo dedicada a la obra de Adolfo Bioy Casares. Bioy, a quién me
unió un lejano parentesco y una cercana amistad era un asiduo concurrente de la librería y resultó muy fácil
convencerlo del proyecto. Puso dos condiciónes: que no hubiera brindis y que nadie hablara para decir que era
un buen escritor. Así se hizo. Expusimos todos sus libros desde aquellos primitivos:
Prólogo, Caos, La vida múltiple
de Juan Ruteno, 17 disparos para lo porvenir, La nueva tormenta,
hasta Aventura de un fotógrafo en La Plata, a la sazón su
último libro. Fue una experiencia muy interesante y nuestro homenajeado se sintió muy cómodo y satisfecho. El
público encantado de poder ver esos libros a los que solo acceden los bibliófilos y los libreros.
Reconozco que soy un lector tardío de la obra de Borges. Pertenezco a una generación en que Borges no estaba
entre los autores preferidos. En las noches por la calle Corrientes cosechábamos otros autores. Mi pasión por el
libro me llevó a trabajar en una editorial en la que pasé ocho felices años de mi vida. Cuando dejé mi trabajo de
editor y pasé al gremio de los libreros se me abrió un mundo nuevo. Impulsado por los clientes
-que me enseñaron a leer- descubrí el libro viejo, el libro antiguo, el libro de bibliófilo. Pero también descubrí a
Borges y en él me quedé para siempre. Para entonces mi admiración por la obra de Borges estaba en su apogeo.
No solamente leía y releía, sino que me fui familiarizando con toda su obra en sus ediciones originales y en los
interminables vericuetos de sus variaciones de textos, modificaciones y correcciones.
La tentación de hacer la muestra de sus libros era muy grande, pero la admiración por su obra me hacía sentir
indigno de hacerla. Creía no tener derecho a robarle un minuto de su vida. Estando en esa duda, un coleccionista
de su obra me ofreció toda su colección para exponerla. Como yo seguía dudando un día me dijo que estaba en
tratativas con una galería de arte para hacer la muestra. “¡Ah no! –pensé- los libros
para las librerías y los cuadros
para
las galerías”. Ese comentario fue suficiente para decidirme a hablar con Borges y plantearle el proyecto.
Me encontré con un hombre sencillo, que casi sin exigencias fue aceptando mi propuesta.
Sabía lo que habíamos hecho con Bioy, y si bien al principio me dijo que él –como Oscar Wilde- prefería las
segundas y terceras ediciones, no se oponía a que mostráramos las primeras. Me aclaró que él no las conservaba y
cuando le dije que ya las teníamos fingió parecerle extraño que existiera gente empeñada en conseguirlas y
guardarlas.
El pretexto de la exposición me permitió tener el privilegio de hablar todas las mañanas con Borges durante los
quince o veinte días anteriores. Me pidió que lo llamara todos los días a las 10 de la mañana. Día a día, contestaba
personalmente: “Buen día Casares, ¿son las diez de la mañana?” Al principio me pidió que no pusiera los tres
libros que el mismo había resuelto poner en el “Index”:
Inquisiciones, El tamaño de mi esperanza y El idioma de los
argentinos
. Borges fue cambiando constantemente sus libros, pero estos tres los había abolido. Acepté su
prohibición, pero transcurridos unos días cambió de opinión y me dijo: “Si los tiene póngalos, porque a la gente
le gusta ver esas cosas”.
A través de estas conversaciones, en las que Borges me preguntaba cómo estaba el día o alguna cosa
intrascendente de la vida cotidiana, lamenté el pudor que me había impedido acercarme al escritor admirado y
comprendí que era
también un hombre, un hombre mayor que en su soledad tenía la necesidad de afecto que
tenemos todos.
Tratándose de un homenaje le aseguré que todo se haría de acuerdo a su gusto y que la inauguración se trataría
de una reunión sencilla sin brindis ni discursos. Todo quedó convenido: la muestra se inauguraría con su
presencia el 27 de noviembre de 1985. Al día siguiente debía viajar a Italia. A pesar de preguntarle si no sería
mejor hacerlo un poco antes para que no se juntara con su partida, Borges insistió en que fuera ese día.
A la diez de la mañana de aquél luminoso día de primavera Borges recibió mi llamada que, como era habitual,
contestó personalmente: “lamentablemente no puedo ir esta tarde a su casa, debo viajar a Europa” me dijo. De
nada sirvió recordarle que el viaje era al día siguiente. Sumido en la tristeza y la desilusión no me quedó más que
desearle un buen viaje y manifestarle mi esperanza de un reencuentro a su regreso. Alguien se acercó a la librería
y al ver mi tristeza y preocupación me sugirió que insistiera y volviera a llamarlo. Cuando lo hice, fue Fany
Úbeda, la fiel servidora de los Borges de tantos años, quién atendió el teléfono. Me confirmó que el viaje era al
día siguiente y me sugirió que volviera a llamar a determinada hora en que estaría “el señor solito”. Insistí
entonces y grande fue mi alegría cuando “el señor” me dijo: “¿qué espera para venir a buscarme?”.
Inmediatamente Marta, mi mujer, corrió a buscarlo y poco tiempo después lo teníamos con nosotros, con sus
libros y entre libros. Borges había sido un impenitente caminador de las calles porteñas y al detenerse frente a la
puerta número 1723 me dijo que allí no había una librería. Repasó con su memoria todas las casas de la calle
Arenales desde Rodríguez Peña hasta Callao: la reconstrucción era perfecta, pero la librería no existía. Yo traté de
convencerlo, de que era una pequeña librería, pero una librería al fin. Después de entrar y sentir el olor peculiar
de los libros dio su consentimiento: aquello era una librería y no hizo más que ponderarla para que yo no me
sintiera ofendido.
El pequeño recinto parecía no poder contener la grandeza del hombre que admiramos.
Sencillo, afable, cálido y conversador, compartió aquella tarde primaveral con un grupo de amigos y
admiradores. No ocultó la alegría del reencuentro con su viejo amigo Bioy Casares, con quién no se veía desde
mucho tiempo atrás. Rápidamente retomaron sus proverbiales diálogos llenos de humor, riqueza y fina ironía y
hasta tuvieron tiempo para consultarse palabras y frases que habrían de escribir.
Queríamos ofrecer a Borges una sencilla reunión de amigos, por eso habíamos resuelto no invitar a la prensa y
una sola periodista: Vilma Colina, de la revista “Somos” logró quebrar mi resistencia y documentó el encuentro.
Con el tiempo, Vilma me demostró que se lo merecía. Ella también ama el libro y admira a Borges.
El ajedrez, las librerías, Buenos Aires, sus viajes, las etimologías, fueron temas que surgían de sus labios mientras
firmaba sin ver los libros que le acercaban y que inevitablemente preguntaba de cual se trataba para agregar
algún comentario:
Historia universal de la infamia…”pensar que cuando escribí este libro no sabía que era la
infamia, después la vida me lo enseñó”.
Así fue transcurriendo el tiempo. En ese clima de encantamiento y fascinación que producía su sola presencia.
Cuando llegó el momento de irse, demorado deliberadamente por Borges que se sentía muy cómodo, se despidió
de todos diciendo que pasaría Navidad en Italia y de allí viajaría a Ginebra para quedarse hasta el fin de sus días.
Todos le deseamos un buen viaje y nadie le creyó cuando dijo que estaba enfermo y que no volvería a Buenos
Aires. ¿Quién de nosotros podía pensar que Borges no fuera inmortal?
Sin saberlo, sin proponérnoslo, con nuestro modesto homenaje, tuvimos el privilegio de compartir con Borges
su última tarde en Buenos Aires, como él lo quiso: con amigos y entre libros.
Alberto Casares
26/08/2006
<< Home