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Editor: Neville Blanc

Saturday, February 13, 2010

la parodia como forma de prestigio

El chiste obligatorio

Si tuviera discípulos, los forzaría como pudiera a la seriedad. Cervantes, Swift, Rabelais, Gogol, Dickens o Kafka eran cómicos justamente por su falta total de cinismo ante la literatura.

la columna de RAFAEL GUMUCIO
El Mercurio Santiago de Chile domingo 7 de febrero de 2010 Actualizado a las 6:26 hrs.
"Yo pienso, y lo he dicho varias veces, que es cada vez más difícil escribir literatura seria hoy", dice con razón César Aira, en una entusiasmante entrevista en la revista Letras Libres de México. Y luego explica: "Entonces hoy escribir en serio o hablar en serio es ponerse en el borde, en la cornisa de la solemnidad, de la tontería, del lugar común, del patetismo, de la mentira bien pensante. Y quizás es un poco triste eso: estamos obligados al chiste".

Sin pensarlo quizás, ha dado justamente Aira con un gran tema para un novelista serio, de esos que por desgracia no abundan en castellano: un mundo intelectual que temeroso por sus errores pasados recubre toda sus seriedades posibles, todos sus desplantes redentores, de chistes obligatorios. Los del periodismo cultural, los de la cultura en general, los de los discursos de aceptación de premios llenos de bromas autodenigratorias y falsa modestia de todo tipo. La ironía que se vuelve una forma de pudor pero también de renuncia, de obsecuencia. Una novela que podría contar lo que ya gran parte del arte contemporáneo en Chile y buena parte del mundo: solemne, triste, patético, lleno de lugares comunes y mentiras bien pensantes pero obligatoriamente chistoso, irónico, cómico. Irreparablemente vanguardista y paródico, aunque casi nunca fresco o nuevo.

Porque ahí Aira repite un lugar común muy atendible para su generación, pero que ha dejado de ser cierto para la nuestra: el arte solemne, el arte convencional, el arte políticamente correcto ya no es serio y mucho menos clásico. Las universidades enseñan transgresión como enseñaban ayer a dibujar naturalezas muertas. La academia no cita a Tolstoi sino a Kafka, no a Donoso sino a Bolaño, no a Arlt sino a Lamborghini. Por cierto deforman a estos últimos tanto como lo hacían con los primeros, exigiendo sí ahora los privilegios de la novedad, de la ruptura, de la revolución permanente, esa que por cierto nunca cambia nada. Conservan el orden, ése donde los marginales deben seguir pareciendo marginales, ése donde los escritores renuncian amablemente a tener opiniones políticas, cívicas o históricas, para que los economistas puedan hacerlo más a sus anchas, teniendo éstos el privilegio de manejar a solas -sin la experiencia acumulada por los narradores- la mayor de todas las ficciones: esa que se llama realidad.

La literatura latinoamericana no está pereciendo en manos del exceso de criollismo ramplón, sino quizás por un exceso de libros epigramáticos, metaliterarios, gratuitamente imaginativos, falsamente subversivos que se rebelan contra un statu quo que ya no existe, como los directores de teatros chilenos que suelen escupir sobre la tumba de Stalivnasky sin leerlo, es decir sin correr el riesgo de darse cuenta de que el maestro ruso fue mucho más lejos en subversión y peligros que todos ellos juntos.

De la solemnidad visible, esa que pretende escribir El Ulises de Guayaquil, o La Montaña Mágica de Curicó, o la versión hondureña de Guerra y Paz , saldrán las novelas cómicas de mañana. Del joven que escribe para salvar un país, o para ser un clásico, puedo esperar la risa futura, la ironía final, la inteligencia inesperada. De la risa forzada de la que habla con tanta lucidez César Aira, no puedo esperar más que crispación, más que seriedad, más que la tristeza que me embarga ante esa montaña de libros llenos de espacios en blancos, de citas de películas malas y chistes para los amigos que rellenan la sección de novedades de las librerías.

Si tuviera discípulos, los entusiasmaría hacia la grandiosidad y no hacia el epigrama, hacia el realismo y nunca hacia la metaliteratura. Lo haría justamente por amor a los epigramas y a la buena metaliteratura. Les obligaría a leer a Tolstoi y negaría a Nabokov hasta que tuvieran el estómago para absorberlo. Los forzaría a leer el Martín Fierro y el Facundo, para sólo después dejarles a solas con Borges. Les enseñaría la modestia a golpes, a golpe de querer ser como los grandes, de enfrentarse comparándose con ellos, con sus limitaciones. Los aleonaría como pudiera contra el cinismo universitario, esa escuela de frustración, dirigido por magísteres y doctorados en el arte de no escribir lo que quieres, lo que necesitas o lo que piensas.

Sabiendo, como sé ahora, que lo cómico flota mejor que lo serio, los forzaría como pudiera a la seriedad. Cervantes, Swift, Rabelais, Gogol, Dickens o Kafka eran cómicos justamente por su falta total de cinismo ante la literatura. La falta de seriedad de sus obras contrasta muchas veces con la seriedad de los propósitos redentores, espirituales, o simplemente filosóficos que jalonaron sus vidas. Todos sus intentos monumentales, todas sus reformas, todos sus discursos a la posteridad perecieron sin dejar sombra, porque son quizás la sombra misma que le da relieve a sus parodias, sus personajes arruinados que sermonean sobre la humanidad en general, sus gigantes borrachos y otros expertos en narices y nombres para recién nacidos. Creyeron hasta morder el polvo. Hicieron el ridículo y escribieron sobre él. La risa fue su escape ante el rigor de su solemnidad desengañada, de su grandiosidad abusada. Su bromas libres duelen quizás aún más ante la broma obligatoria, la parodia como forma de prestigio en que ya todo es una sonrisa y nada, o casi nada, es realmente alegre.

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