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Editor: Neville Blanc

Monday, July 05, 2010

EUGENIA HUICI DE ERRÁZURIZ





Una chilena que marcó estilo
Revista Cosas, junio 2010
A pesar de que todavía no se ha escrito un buen libro para preservar la memoria de la legendaria chilena Eugenia Huici de Errázuriz, su paso por el mundo puede ser atestiguado por los innumerables retratos que hicieron de ella artistas como Pablo Picasso, Auguste Rodin, John Singer Sargent, Paul Helleu, Giovanni Boldini, Jaques-Emile Blanche y Augustus John.


¿Quién hubiera podido prever que una sudamericana nacida en 1860 en la remota ciudad chilena de La Calera, de padre vasco y madre boliviana y educada por las monjas inglesas de Valparaíso se transformaría en una de las más lindas, elegantes e influyentes mujeres de la Belle Epoque?
Ella fue una “taste maker” con anterioridad a que esta expresión fuera inventada para identificar a aquellas personas que logran imponer su estética e influir en el gusto dominante de una época. Eugenia Huici de Errázuriz fue musa y mecenas de artistas a lo largo de los más de 50 años que vivió entre París, Biarritz, Londres y Madrid, donde dejó su rastro y seguidores que hasta hoy siguen sus dictados. Jean Michel Frank decía que con ella aprendió que es posible amueblar un departamento al quitarle los muebles, y en un artículo publicado en “Harper’s Bazaar”, en 1938, afirma haber sido ella su mayor fuente de inspiración. Igor Stravinsky no escondía el haber oído sus consejos cuando componía “El pájaro de fuego” y el “New York Times” en 1992 la señaló como una pionera de la estética moderna y minimalista.
Eugenia, en 1880, después de un año de casada con el millonario chileno José Tomás Errázuriz, pintor académico, convenció a su marido de que se radicaran en París, donde ya vivía su cuñada Amalia, mujer del bien relacionado cónsul chileno en la capital francesa. Fue en un verano, en un palacio veneciano arrendado por la pareja, que Eugenia conoció a John Singer Sargent quien, encantado por su belleza, hizo allí mismo varios esbozos al óleo de su rostro. Fue entonces cuando conoció a August Rodin. Ese fue el comienzo de una colección de amigos, protegidos y admiradores, como Jean Cocteau, Blaise Cendrars, Emilio Terry y Arturo Rubinstein.
Fascinada por el cubismo y los movimientos modernistas, y circulando en los salones europeos entre músicos y pintores de vanguardia, Eugenia pronto conoció al joven Picasso. Se convirtió en su amiga y mecenas y fue una de las primeras personas que percibió su genialidad. Se decía que Gertrude Stein, celosa, habría acusado a Eugenia de robarle a su “pequeño Napoleón”.
A pesar de su poca facilidad para los idiomas extranjeros, vivía rodeada de personas que la veían como árbitro de la elegancia, el buen gusto y el savoir-vivre. Su filosofía era la simplicidad. A pesar de ser muy rica, condenaba la ostentación. Pudiendo poseer todo, prefería despojarse. Para ella, los muros tenían que ser blancos, sin molduras, el suelo muy limpio, encerado, las cortinas de lino y sin forro. Con simetría no ortodoxa, colocaba sus muebles en forma original. Nada de pasamanerías ni conjuntos de sofás ni sillones en pares. Los cuadros siempre eran sin marco. De forma casi insolente para la época, en una decoración moderna ponía objetos antiguos, mezclando lo despojado con lo lujoso. Nada de bibelots inútiles de la era victoriana y eduardiana.
La forma era lo que daría sentido a un objeto, no su valor. En el living de su casa en París nada estaba puesto al azar. Los ceniceros tenían que ser de vidrio, simples y discretos. Si algo era lujoso, sería considerado vulgar. “Elegancia es eliminación”, repetía.

BALDOSÍN SIN ALFOMBRAS

Estricta en materia de proporción y equilibrio, conocía la importancia de la buena arquitectura. Era lo que permitía que un ambiente casi vacío se impusiese. En su casa de Biarritz, que compró antes de la guerra de 1914 y donde vivió por más tiempo, además de pintar con cal blanca las paredes, dejó sin alfombras el piso de baldosín de greda rojo.
Sobre una plancha de madera del largo de una pared del comedor, como decoración y por practicidad, creó una naturaleza muerta con jamón, queso y rodajas de pan dentro de enormes cúpulas de vidrio. A pesar de la informalidad de sus mesas, las servilletas eran de lino y los cubiertos de plata francesa, de la mejor calidad.
En París, en un pabellón que ocupó en los años 20 en un ala de la casa del conde Etienne de Beaumont, el pasamanos de la escalera era negro, la alfombra roja y el sillón y la mesa del jardín, verde esmeralda. Allí lo que normalmente estaría escondido como la escalera de pintor, el colgador de abrigos, el baúl de paja o el cesto de la lavandería los pintó de gris claro y los dejó a la vista, porque le bastaba que las formas fuesen lindas. Para Eugenia “menos era siempre más”.
Demasiados dulces con el té de la tarde era, para ella, también vulgar. Prefería una buena jalea casera, pan fresco y crocante, mezclas de té hechas por ella misma y mantequilla de campo. A ese modo purista de vivir le dedicaba mucho tiempo. Las sábanas tenían que ser de lino y perfumadas con esencias naturales, bien lavadas y almidonadas. Lo mismo los manteles.
En sus memorias, Cecil Beaton cuenta de un té en casa de la señora Errázuriz donde le llamó la atención la forma de un bule. En la respuesta y en la mirada de Eugenia concordando en la belleza del objeto, Beaton dijo haber intuido la base de toda su filosofía estética. Y describe: “En las paredes blancas, Picassos abstractos sin marcos; en las ventanas, cortinas de lino a rayas azules y blancas, fresquitas, con cara de recién lavadas, y el diván y las sillas tapizadas con género de algodón color índigo”. Según él, Eugenia mucho tuvo que ver con el uso y el éxito de ese color que se remonta al cambio de siglo. No fue, por lo tanto, sin motivo que Blaise Cendrars le dedicó su famoso poema “Del ultra marino al azul añil”.

HADA MADRINA

Fue en Madrid, después de Londres, donde la pareja vivió muchos años, que Eugenia conoció a Sergei Diaghilev, quien había abandonado Rusia huyendo de la guerra con su compañía de ballet. Ella fue la responsable de hacer que se conocieran y de juntar en un mismo proyecto a Diaghilev, Cocteau y Picasso. Cuando “Parade” –de Cocteau, con coreografía de Diaghilev, escenarios y vestuario de Picasso y música de Eric Satie– se estrenó en París en el Teatro Chatelet, en mayo de 1917, todos ellos sabían que ella era la gran hada madrina. Fue allí donde Picasso conoció a la bailarina Olga Koklova, se casó con ella y pasó una larga luna de miel en la casa de Eugenia, en Biarritz, la famosa Mimoseraie, donde dejó en sus paredes murales que fueron vendidos luego por el nuevo dueño a precio de oro.
La escritora argentina Victoria Ocampo, dudando de lo que en Europa se llamaba el eugenismo e intrigada con lo que había oído hablar de esa chilena que recibía en su casa a Winston Churchill, que era amiga de Lady Carnovan, la mujer del egiptólogo que descubrió la tumba de Tutankamón en 1922 y que al mostrarle a Elsa Schiaparelli piezas de cuero color rosa incaico traídas de Chile habría provocado en la modista la fascinación por el rosa shocking, resolvió conocerlo in situ. Como todos los que se acercaban a Eugenia, sucumbió a su encanto.
Sin embargo, no todas fueron flores en la vida de esta mujer que sin la menor noción de manejar dinero terminó empobrecida. Su marido, José Tomás Errázuriz, con quien tuvo tres hijos y por cuya pintura ella temprano perdió el interés, murió de tuberculosis en Londres en 1927 casi sin recursos. Un año después, Eugenia escribió en “Vogue” sus impresiones sobre el arte de Picasso. Viuda, su primera idea fue regresar a Chile, pero prefirió refugiarse en su querida La Mimoseraie. Incluso, después de haber perdido a su único hijo hombre Max en 1939, continuó solitaria hasta 1949, cuando volvió a su país y se dejó morir a los 90 años quejándose de que eso era también un exceso.
En 1931, visionaria como era, había pedido a Le Corbusier que le hiciera el proyecto para una casa en Viña del Mar, plano que no se materializó en ese momento. Bautizada Villa Eugenia, el proyecto años más tarde se realizó en Japón.

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