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Editor: Neville Blanc

Saturday, September 11, 2010

Vinicius de Moraes,







Edwards, Jorge
La Segunda Viernes 10 de Septiembre de 2010
Justicia poética

Existen embajadas tardías, pero acabo de enterarme de que también existen las embajadas póstumas. Un amigo brasileño me cuenta que hace poco ascendieron al poeta y músico Vinicius de Moraes, fallecido hace alrededor de treinta años, al rango de embajador. Aunque pertenecía a la carrera diplomática de su país, al célebre Itamaraty, no había podido serlo en vida. Se habían coludido diversos y heterogéneos factores para impedirlo: su condición de poeta y músico, el hecho de que fuera miembro de la carrera de día y cantara en las noches en una discoteca de Copacabana, su afición desmedida al whisky, sus cambios de mujeres…

Cuando se produjo el golpe de los militares en el Brasil, en 1964, Vinicius fue llamado al ministerio y se le pidió que escogiera entre la música y la diplomacia. Vinicius, sin la menor vacilación, declaró que escogía la música. Si no hubiera reaccionado en esa forma, no habría sido Vinicius de Moraes. Los militares golpistas, respetuosos del santuario, de la leyenda que era Itamaraty, sólo expulsaron a Vinicius y a tres o cuatro funcionarios más. Se demostraba así el respeto casi imperial por un servicio exterior estable, que defendía al país con armas diferentes. Y ahora se demuestra que ese respeto llega más allá de la tumba y que Vinicius, el poeta, el músico, el cantante de voz aguardentosa, obtiene la reivindicación nacional merecida y postergada.

Escribo en una habitación donde estuve con Vinicius de Moraes, con Pablo Neruda, con Toquinho, el inolvidable guitarrista, con una joven y extraordinaria cantante, hace un poco más de treinta años. Vinicius tenía una panza respetable, que vadeaba con habilidad para llegar hasta su vaso de etiqueta negra en las rocas. Toquinho desenfundó su guitarra y todos o casi todos cantamos, unos más entonados que otros. Conocí la poesía de Vinicius desde hacía mucho tiempo, sus cantos a las noches de los sábados en Río de Janeiro (porque hoje é sabado), su historia pasional ocurrida en Hollywood, California, y una de sus mujeres, una de sus viudas de hoy, me contó una historia interesante. Vinicius, me contó, escribía poesía culta y había empezado a cansarse. Había sido cónsul en Montevideo, funcionario de la misión brasileña en París, cónsul en algún lugar de California, no sé si en Los Angeles o en San Francisco, y había llegado a un momento de indefinición, de angustia. A todo esto, el diplomático y poeta, en sus ratos libres, en sus noches cariocas o californianas, componía sambas sencillas con su guitarra y hasta les ponía letras. Su mujer de entonces, persona sensible, inteligente, que además tenía músicos en su propia familia, decidió llevarlo de visita a casa de Tom Jobim, Antonio Carlos Jobim, uno de los grandes creadores populares del Brasil. Vinicius interpretó en la guitarra una de sus sambas y Tom Jobim encontró que era una melodía sencilla, casi elemental, pero bonita. De ese encuentro salió la idea de la bossa nova. De numerosas cervezas y conversaciones en un café de una esquina de la calle Prudente de Morais, a los pies del departamento de Rubem Braga, a una cuadra de la playa, y de las muchachas que ondulaban por la vereda en bikinis de miedo, salió A garota de Ipanema, una de las canciones más escuchadas del repertorio contemporáneo. Porque Vinicius era un lírico auténtico, un poeta del amor, pero de un amor de la calle, de la playa, de la naturaleza, de la noche carioca. Conocí todo eso de pasada, pero de la mejor forma, en los lugares y la época precisos, entre amigos formidables, y no me voy a olvidar. Levanto mi vista de la pantalla y veo a Vinicius de Moraes, al Vinicius de hace la friolera de 38 años, tratando de vadear su panza y alcanzar su etiqueta negra. Su ascenso póstumo me parece un acto de humor, pero un acto, también, de justicia, y quizá de justicia poética. Y pienso, además, que si una institución permite esa forma de ascenso, hay que sacarle el sombrero. Chapeau!, como se dice por aquí.

A Vinicius le preguntaron una vez en el Brasil cuál era el mejor amigo del hombre. ¡El whisky!, respondió, sin pestañear. ¿Y no es el perro?, replicó el periodista. El whisky, dijo el poeta, es el perro embotellado. Estaba cerca, comentan algunos, de una botella de Black and White, marca menos difundida ahora que entonces, y que tiene un perrito lanudo, pintado en blanco y negro, que nos mira con simpatía desde la etiqueta. Las anécdotas de Vinicius de Moraes son interminables y siempre tienen ingredientes parecidos: humor, ingenio, sabiduría criolla, una ternura envuelta en una sonrisa. Si ahora Itamaraty, con su severidad, sus formas impecables, sus tradiciones, ha tenido la inteligencia de asimilar ese espíritu diferente, ajeno a las normas convencionales, esa música y esa poesía, mejor para todos nosotros. El mejor amigo chileno del poeta brasileño era Pablo Neruda, aunque sabemos que también Gabriela Mistral, durante sus años de cónsul en Brasil, estuvo muy cerca del entonces joven Vinicius. Son los vasos comunicantes de la poesía, que pasan aquí por encima de las diferencias del lenguaje. Neruda se reunió una vez en los años cincuenta con los poetas del Brasil —con Manuel Bandeira, Carlos Drummond de Andrade, Murilo Mendes—, y salió de la reunión diciendo que eran “unos verdaderos sabios”, quizá demasiado para mantener la intuición literaria intacta. Rubem Braga y Vinicius se reían de esta observación. Neruda tenía una especie de aversión pánica del intelectualismo. Los brasileños, en cambio, leían filosofía, historia, poesía del Renacimiento, y escribían ensayos brillantes. Lo cual no impedía que Vinicius de Moraes, el embajador de Moraes, se escapara de las ceremonias de la diplomacia y compusiera y cantara sambas.

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