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Chile, fértil provincia, y señalada / en la región antártica famosa, / de remotas naciones respetada / por fuerte, principal y poderosa, / la gente que produce es tan granada, / tan soberbia, gallarda y belicosa, / que no ha sido por rey jamás regida, / ni a extranjero dominio sometida. La Araucana. Alonso de Ercilla y Zúñiga

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Editor: Neville Blanc

Sunday, January 13, 2013

DE NUESTROS SOCIOS: ROBERTO AMPUERO

 
Testimonio Las tres caras del histórico Palacio
La Moneda que más me gusta

Publicado por Ediciones Universidad Finis Terrae por encargo de la Dirección de Programación de la Presidencia, "La Moneda. Palacio de Gobierno de Chile" revisa los hitos de la sede del Ejecutivo. Uno de los textos reunidos en este volumen de lujo, que también incluye fotografías históricas y actuales, es del escritor y embajador en México, Roberto Ampuero, quien entrega su particular mirada sobre este emblemático edificio.

Roberto Ampuero

El Mercurio Artes y Letras Santiago de Chile
domingo 13 de enero de 2013
Actualizado a las 11:06 hrs.

 
La Moneda es neoclásica, pero también se puede afirmar que, en el sentido más profundo y preciso del término, es una gran construcción chilena enchapada a la antigua. Creo que hasta hace cuatro décadas, cuando éramos un país más bien modesto, apartado del mundo, medio oculto detrás de la cordillera, que existía como pidiendo disculpas y hablaba bajito, sin aspavientos, sin querer llamar la atención, La Moneda representaba de mejor forma nuestro carácter nacional. Vestida de gris riguroso, apagada, baja y simétrica, recatada y quitada de bulla, sólida en su austeridad, emplazada en el centro cívico, La Moneda no domina la ciudad ni el barrio en que se halla. No. Ella acoge simplemente al gobierno de turno sin alarde ni prosopopeya alguna, sin vociferar ni mediante su estructura ni colorido ¡aquí estoy yo!, sin anunciar a los cuatro vientos su condición de centro crucial del país. Pareciera más bien resignada al hecho de que está allí donde está, concentrada en sus tareas y funciones, sin interés por desgañitarse para capturar la atención de los transeúntes, cumpliendo espartanamente su misión y punto. Los edificios aledaños, mucho más altos, macizos pero igual de grises, parecieran haberse apartado un trecho para tolerarla y permitirle apenas el espacio para respirar con mínima soltura. Pero al contemplarla, esos gallardos vecinos lo hacen con mal disimulado desdén, de arriba abajo, como si quisiesen recordarle la esencia de un Estado democrático y de Derecho, en el cual La Moneda debe estar siempre bajo el atento escrutinio público, cumpliendo sus funciones en una cancha rayada por el marco constitucional. Tal vez por eso, entre otras razones, a los chilenos jamás les pareció adecuado que bajo el período del régimen militar se gobernase desde un edificio apartado y descollante, desde una mole de concreto y acero que emitía un mensaje de autarquía y manifestaba que no estaba dispuesto a ser auscultado por nadie.

Mi primera experiencia con La Moneda es la típica de un niño de provincia: la descubrí en un viaje de Valparaíso, mi ciudad natal, a Santiago. Antes sólo la había visto en fotos y documentales, o la había escuchado como relato. Me pareció un edificio importante pero muy lejano, misterioso y esquivo, con aires de fortaleza, instalado en un vasto manchón arquitectónico donde predominaba el gris. Era el edificio más grande que yo jamás había visto. Y supuse que la intención de su arquitecto había sido sentar distancia, presentarla como un fuerte irreductible, laberíntico, remoto, anónimo. Me consternó comprobar que además era una construcción que, debido a su emplazamiento, sólo podía ser observada por los costados desde un vehículo o una persona en movimiento. No existe un café, un banco o un restaurante desde el cual un transeúnte pueda contemplar La Moneda en su conjunto. Es imposible, por ejemplo, obtener una visión panorámica de los costados del edificio. Uno sólo puede apreciarla por etapas, en segmentos o secuencias que después ha de unir la imaginación para alcanzar una impresión integral.

Con los años, descubrí que para acercarse a esa mirada de conjunto había que acceder a la planta superior de ciertos edificios aledaños, aunque desde allí esa mirada siempre permanecía segmentada, cercenada, relativizada, acotada, como si el ciudadano no debiese alcanzar jamás la visión totalizadora del albergue del poder. La observé entonces desde fuera, viéndola de a retazos, y después, ya de regreso en casa de mis padres, la que ofrecía una espléndida vista de la bahía, la ciudad y hasta de los montes La Campana y el Aconcagua, generosas vastedades a las que estaba yo acostumbrado desde mi nacimiento, mi imaginación trató de unir las piezas de ese puzle que me deparó mi primer paseo a la capital.

Mi primer ingreso a La Moneda aconteció mucho después, alrededor de 1996, en un despejado atardecer veraniego. La temperatura era perfecta. Se trataba de una gran celebración cultural que tenía lugar en sus patios interiores. La democracia era joven, olía a fresca. Confieso que me sentí un intruso entre los políticos tradicionales, los artistas consagrados e invitados que se paseaban con envidiable familiaridad en el Palacio, exhibiendo ufanos sus vínculos con el poder de turno. Me sorprendió que La Moneda no hablara del pasado reciente, que más bien parecía querer olvidarlo, afincada como estaba bajo un inmenso toldo blanco, en el promisorio presente de una nación democrática, abierta a la economía mundial, segura de sí misma y consciente de que su performance de crecimiento y modernización constituía un modelo admirado en la región.

Otro encuentro inolvidable con La Moneda lo tuve en el Patio de los Naranjos. Ocurrió en la primera década de este siglo, cuando, como buen republicano, llevé a mis hijos a conocer el palacio presidencial. Ellos crecieron en Alemania, Suecia y Estados Unidos, y tenían entonces en el recuerdo, en materia de sede de gobierno, principalmente la visión de la Casa Blanca, un edificio que, desde los ataques terroristas del 11 de septiembre de 2001, adoptó, por razones obvias, medidas de extrema seguridad ante los visitantes. Llevé a mis hijos, adolescentes aún, al interior de La Moneda y desde luego les cautivó y los enorgulleció la libertad con que podían recorrer esos espacios abiertos a la ciudadanía, símbolo y realidad de la democracia chilena.

Sólo en abril de 2010 tuve el privilegio de recorrer por primera vez el interior del edificio. Caminé por sus diferentes niveles, los sótanos, sus salas, oficinas y pasadizos, la capilla, las escaleras de sillares y los amplios salones de recepción, los comedores e incluso el despacho presidencial. Me emocionó recorrer espacios donde se funden el presente republicano y próspero del Chile actual y su historia, toda su historia. Imaginé lo que vivieron y escucharon esos muros gruesos, lo que presenciaron esos gobelinos, lámparas y óleos, lo que supieron esos parquets de las personalidades que llegaron hasta "la casa donde tanto se sufre".

Fue entonces que solicité autorización para acceder a las salas réplica de lo que fue el despacho y antesala del ex Presidente Salvador Allende, que se suicidó en La Moneda el 11 de septiembre de 1973. Necesitaba ver aquella suerte de museo interior, pues anhelaba escribir una novela, que al final se tituló "El último tango de Salvador Allende", en torno a los últimos meses de vida del político socialista.

Distintas sensibilidades en un mismo tablero

Siento que la gran Plaza de la Constitución, frente a La Moneda, intenta ofrecer una respuesta al traumático pasado reciente, que comprendió la polarización extrema del país, primero, y luego una dictadura militar. Allí, en esa superficie, se alzan hoy las estatuas de tres presidentes que representan las principales sensibilidades políticas de Chile: Jorge Alessandri Rodríguez, que abarca concepciones de derecha; Eduardo Frei Montalva, que comprende un centro de inspiración cristiana, y Salvador Allende, ícono del socialismo y el comunismo en diversos matices. Junto a ellos, Diego Portales, considerado por muchos el ordenador institucional de la república. Siento que es sabio y transversal ese ordenamiento arquitectónico-político desplegado frente al palacio presidencial. Brinda suficiente espacio entre uno y otro líder, permite al ciudadano escoger su propia visión, desplazarse, explorar, pensar, ubicarse de algún modo entre los ejes, de acuerdo a su propia convicción, que no tiene por qué coincidir exactamente con la posición de su prócer. Es un tablero curioso, en el cual se encuentran todas las combinaciones posibles mientras La Moneda las observa.

Si la segunda cara de La Moneda es la de la apertura hacia la ciudadanía después del régimen militar, la tercera la visualicé recién el 16 de septiembre del 2010, con motivo de la celebración del Bicentenario de la independencia nacional organizada por el gobierno del Presidente Piñera. Entonces, se proyectó un impresionante y estremecedor juego de luces, imágenes y sonido que utilizó la fachada sur del palacio para mostrar sucinta y artísticamente el devenir histórico de Chile hasta la actualidad. Fue un espectáculo soberbio, montado por la empresa Le Petit Français y dirigido por Martin Arnaud. Más de sesenta mil personas se congregaron frente al edificio a atender el relato que La Moneda hacía de la historia de Chile. Fue un evento masivo, que siguieron millones a través de la televisión. Fue una muestra que tuvo la cualidad de convocar a los chilenos de diversas sensibilidades a explorar miradas distintas hacia el pasado, el presente y los sueños de futuro. La Moneda, inaugurada en 1805, fue fundamento, crisol, pantalla y mínimo común denominador para nuestra proyección como chilenos. Vimos un palacio presidencial de piedra que se transformaba después en uno de flores, luego en uno de agua, y uno que, en medio de la noche, era capaz de temblar como en el peor terremoto y que luego incluso se retorcía y oscilaba con los vientos de cambio de la historia. Vimos los rostros lampiños de pueblos originarios, las mejillas barbadas de los conquistadores, la guerra entre ellos, la lucha por la independencia, su conquista, vimos a sus próceres, a Pedro de Valdivia, y a Lautaro y a O'Higgins, y también a Neruda y Mistral, a los grandes de las artes y las letras, de la política y la sociedad. Vimos a Chile entero retratado en ese palacio convertido en una cantera de piedra unificadora, en un punto focal del relato nacional, en un Aleph exhibiendo su multiplicidad ante millones de ojos azorados.

En ese sentido, aquella noche los chilenos nos convertimos en los intérpretes y descifradores de nuestro edificio clave y en viajeros de nuestra historia. Esa noche, La Moneda nos permitió sumergirnos en los estratos más variados de nuestra identidad para coleccionar y recordar la existencia de quienes nos precedieron, para salvarlos del olvido, incorporarlos en su diversidad a nuestro presente y a la construcción de nuestros sueños de futuro. Esa noche, la historia que narró La Moneda mediante luces que encendieron las calles y el cielo fue amplia e inclusiva, no marginó a nadie, proyectó un país donde nadie sobra. Esa noche, La Moneda no disimuló ni sus cicatrices ni sus llantos ni alegrías, y mantuvo las puertas abiertas de par en par a la historia, y sus sueños de futuro se entremezclaron con las luces postreras de la ciudad y las estrellas. Esa es La Moneda que más me gusta.

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