Portada de la Aesthetica (1750) de Alexander Gottieb
Alexander Gottlieb Baumgarten, filosofo alemán del siglo XVIII, discípulo de Leibniz, en su trabajo
Reflexiones filosóficas acerca de la poesía, introdujo por primera vez el término “estética” en la filosofía, con lo cual designó la ciencia que trata del conocimiento sensorial de lo bello y se expresa preferentemente a través del arte, en contraposición a la lógica como ciencia del saber cognitivo y las matemáticas como su expresión privilegiada. Creó el nombre de la disciplina a través del adjetivo griego
Aisthetike (= estético), que surge a partir del sustantivo
Aisthesis (= sensación) a través de la construcción habitual “ciencia de la Aisthesis”, es decir, del conocimiento sensible. Si bien no fue el fundador de la filosofía del arte, la cual se remonta hasta los griegos, el nombre que designó para ello tuvo la fortuna de popularizarse como tal. Podemos decir que Estética es la rama de la filosofía que estudia los problemas del arte. ¿Qué es el arte? ¿Cuál es la diferencia entre una obra y otra, cuál su valor cuando se ponen en relación? ¿Las cualidades del arte, la belleza, por ejemplo, son inherentes a los objetos o forman parte de la representación de quien los observa?
Édouard Manet, Retrato de Stéphane Mallarmé, 1876.
Estética literaria es la rama de la Estética que estudia los problemas concernientes a la literatura como arte, los recursos utilizados por el autor, el género en el que se encuadran las obras y los objetivos perseguidos por el artista. En un sentido habitual estudiaría la adecuación de las obras en cánones tradicionales, sin embargo, desde el siglo XIX la introspección artística llevó a la creación de
obras abiertas y a un cambio de paradigmas en el estudio de la estética literaria. Según Mallarme, por ejemplo, en su poesía las sonoridades y los colores juegan un rol tan importante como los sentidos cotidianos que tienen las palabras. Escribió que su intención era “
pintar no la cosa, sino el efecto que produce”, por lo cual el verso no debía componerse de palabras, sino de intenciones, y todas las palabras debían borrarse ante la sensación. Era tarea del lector, a través de las resonancias y las impresiones cogidas al vuelo, el reconstruir el sentido del poema.
Umberto Eco en su ensayo
Obra abierta define este término tan esquivo
: se entiende toda obra literaria como obra inacabada hasta el momento en que entra en acción la perspectiva del lector, su interpretación basada en su propio bagaje cultural y personal. Según Roland Barthes,
en La muerte del autor, todas las obras serían abiertas, y no sólo las creadas para tener tales condiciones. El texto de la Ilíada, por ejemplo, no tiene ninguna interpretación posible, prácticamente carece de existencia, si no es a la luz de un lector que ilumine el texto que interpreta. Junto a la muerte del autor (él, que no tiene ahora ninguna preponderancia sobre el sentido de su texto), Barthes instaura la muerte del crítico especializado, una construcción burguesa del buen gusto que a fin de cuentas no es más que otro lector que interpreta la obra su manera. De esa pérdida de preponderancia del autor sobre el sentido de su obra surge la estética de la recepción, una teoría literaria que analiza la respuesta del lector ante los textos.
Intentos anteriores a la recepción fue el biografismo, que intentaba analizar el sentido de la obra a través de la vida del autor, y su heredero el sicoanálisis, que en sentido inverso, reconstruía la vida del autor a través de la obra. Barthes, en el ensayo antes mencionado, advierte sobre los peligros de esta tendencia, al comentar un texto de Balzac que describe a un hombre castrado que suele vestirse de mujer:
¿Quién está hablando así? ¿El héroe de la novela, interesado en ignorar al castrado que se esconde bajo la mujer? ¿El individuo Balzac, al que la experiencia personal ha provisto de una filosofía sobre la mujer? ¿El autor Balzac, haciendo profesión de ciertas ideas “literarias” sobre la feminidad? ¿La sabiduría universal? ¿La psicología romántica? Jamás será posible averiguarlo, por la sencilla razón de que la escritura es la destrucción de toda voz, de todo origen. La escritura es ese lugar neutro, compuesto, oblicuo, al que va a parar nuestro sujeto, el blanco-y-negro en donde acaba por perderse toda identidad, comenzando por la propia identidad del cuerpo que escribe.
Fiódor Dostoyevski. Retrato por Vasily Perov, 1872
Freud, a través de la lectura de los Hermanos Karamazov (en sus palabras: “
la novela más acabada que jamás se haya escrito”), definió a Dostoievski como un ejemplo clásico de complejo de Edipo. Es verdad que los biógrafos del autor han descrito al padre de Dostoievski como un tipo raro, violento, iracundo y tiránico además de avaro, y que en la novela él mismo retrata a Fiódor Pávlovich Karamázov como
“un tipo raro, (…) ruin y disoluto, (…) torpe, (…) amigo de comer en mesa ajena, (…) empeñado en hacer vida de gorrón, (…) torpemente insensato (…) un insignificante “maula”, (…) bufón maligno. (…) hombre en extremo lujurioso, el cual, además, llevaba a su casa, estando en ella la esposa, otras mujeres, y allí se organizaban orgías”. También es muy cierto que en la novela sucede que Iván, el único responsable ideológico, y principal culpable del asesinato de su padre por Peter Smerdiakov (que sufre como Dostoievski ataques epilépticos), y que es Iván, también como Dostoievski, el segundo hijo. Son realmente significativas las coincidencias entre Iván y el autor de la novela. Sin embargo, ateniéndonos a Barthes en un sentido inverso, este estudio puede dar una idea de la utilización del uso del psicoanálisis para clasificar algunos protagonistas de las novelas de Dostoievski, pero difícilmente puede deducirse que estos personajes representen a su creador, ya que el texto es un espacio libre de significados e incluso de intencionalidad (inconsciente o no). Es muy arriesgado psicoanalizar a un autor muerto y podemos tomar el ejercicio como un ligero acto de soberbia freudiana. El Freud lector sólo interpretaba la obra de Dostoievski a la luz de su propia teoría.
Verlaine en el café frente a un vaso de ajenjo, fotografiado por Dornac, 1892.
Al pensar en los excesos del biografismo regreso a Mallarme, incluido por Paul Verlaine, junto a Rimbaud, Tristan Corbiére y él mismo, en su famoso
Los poetas malditos. Verlaine expuso que dentro de su individual y única forma, el genio de cada uno de ellos había sido también su maldición, teniendo vidas trágicas y entregados con frecuencia a tendencias autodestructivas; todo esto como consecuencia de sus dones literarios. El término malditismo se popularizó para referirse a cualquier poeta que, independientemente de su talento, es incomprendido por sus contemporáneos y no obtiene el éxito en vida; especialmente para los que llevan una vida bohemia y rechazan las normas establecidas. Sin embargo el malditismo entraña también una estética literaria, un estilo y un código. Encontramos que la vida de Mallarme resulta bastante sosegada a comparación de la de sus colegas de denominación, la vida pequeñoburguesa y apacible de un maestro de liceo, que además, regentaba una tertulia en París. Quien desconozca estos detallas encontrará en la poesía de Mallarme todo el malditismo y decadentismo de los otros, e imaginará que la vida del poeta fue un mar de febriles noches de absenta y opio, y, conociendo la verdad, tal vez negará que tan tranquilo personaje pudiese escribir aquellos versos:
Una negra por el demonio sacudida /Quiso en un niño triste gustar de nuevos frutos.
Cuando Baumgarten propuso el nombre “estética” quiso dejar en claro que la belleza era un asunto sensorial, y sobre el arte estableció que el mismo resulta de la actividad intelectual y también de la sensitiva; por eso la noción de belleza no es una idea simple y distinguida, como puede acontecer con las ideas mentales (al estilo del racionalismo cartesiano), sino que se trata de una idea confusa, algo resultante de la obra del hombre no siendo simplemente una propiedad objetiva de las cosas. A la vuelta de casi tres siglos, el estudio del arte, tras intentar encontrar una belleza inherente en los objetos, una
“estética trascendental” como diría Kant, ha regresado al mismo punto: que la obra de arte, como toda creación humana, depende mucho del cristal con que se mira. Aun así cabe preguntarse por qué aun tenemos ciertas intuiciones al respecto, más allá de lo que nos dice la crítica especializada, y si estas intuiciones son, como pensaba Barthes, constructos culturales. ¿Quién es mejor escritor: Dante Alighieri o Carlos Fuentes? Y la absurda respuesta a tan infantil pregunta, nos viene con tanta rapidez a los labios, que dudamos (tal vez falazmente), que no exista algo que trascienda todo relativismo, todo código, todo consenso.
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