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Chile, fértil provincia, y señalada / en la región antártica famosa, / de remotas naciones respetada / por fuerte, principal y poderosa, / la gente que produce es tan granada, / tan soberbia, gallarda y belicosa, / que no ha sido por rey jamás regida, / ni a extranjero dominio sometida. La Araucana. Alonso de Ercilla y Zúñiga

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Editor: Neville Blanc

Thursday, November 19, 2009

NUESTROS CONSOCIOS OPINAN: ROBERTO AMPUERO


Ampuero y la caída del Muro de Berlín

En su conferencia, el escritor revivió su experiencia como reportero en Berlín Oriental cuando cayó el muro en 1989. Además, recordó su paso por Cuba.
Roberto Ampuero, autor de obras como Nuestros años verde olivo, Los amantes de Estocolmo y El Caso Neruda, entre otras, dictó el 19 de noviembre una charla en la Universidad Finis Terrae donde habló de literatura, pero fundamentalmente de su experiencia en Cuba, luego como corresponsal en Alemania Oriental y del día en que cayó el Muro de Berlín, el 9 de noviembre de 1989.

Aunque han pasado 20 años desde ese día, las palabras de Ampuero revivieron ese momento épico con detalles inéditos y sabrosos.
A continuación reproducimos parte de su exposición.
Octubre-noviembre 1989
“Ese año, era corresponsal de la prensa extranjera en Berlín Oriental. Como ya había vivido varios años antes en Europa del Este, tenía conocimientos sobre el funcionamiento de los países socialistas y estaba bastante a caballo sobre lo que estaba ocurriendo. Semanas antes del 9 de noviembre las manifestaciones y las protestas masivas eran constantes. Hay que imaginarse Bonn, la capital de Alemania Oriental, en esa época. Tenía sólo 100 mil habitantes, todos se conocían, ya que era una ciudad compuesta por integrantes del gobierno, parlamentarios, políticos y corresponsales. Nuestra asociación de prensa extranjera era muy fuerte, estábamos muy organizados y todos los personajes que asistían a Bonn se reunían con nosotros, ya que era la forma de que la información rebotara en sus países. Conocí, por ejemplo, a Margaret Thatcher, Helmut Kohl, Mijail Gorbachov y a varios líderes norteamericanos. Semanas antes del 9 de noviembre tuvimos un almuerzo con el vice canciller de Alemania Oriental para conversar sobre la situación del país. Estábamos ya en el postre y el ministro aún no se refería a Alemania Oriental, así que le hice la siguiente pregunta: ¿Qué pasaría si se produce una crisis y se presenta la oportunidad de la unificación?

Su respuesta fue descabellada, me dejó en absoluto ridículo. Dijo que si se unificaba Alemania tendríamos un equipo excelente para participar en las Olimpiadas, pero que no ocurría lo mismo al hacer un equipo de fútbol. Me fui consternado y recuerdo que un amigo del Financial Times me dijo que mi pregunta había sido muy buena, eso fue como un premio de consuelo. Este hecho siempre lo cuento, porque demuestra que absolutamente nadie se esperaba que Alemania se unificara.

El 9 de noviembre yo estaba en mi casa en Bonn viendo las noticias y, de repente, aparece un flash que decía que la frontera se abría y que tenían derecho a viajar hacia el occidente. Luego mostraron al jefe del Partido Comunista de Alemania Oriental leyendo un decreto, escrito a mano, que habían redactado para responder a las demandas populares que eran crecientes en el este. Ese día, la caída del muro de Berlín se produjo sólo porque el jefe del Partido Comunista se equivocó al leer al decreto. Lo que se había acordado originalmente fue que se iba a facilitar el viaje a occidente, pero siguiendo ciertas normas; de hecho, los que querían optar a este beneficio tenían que ir en ese minuto a pedir la solicitud. Era imposible, porque era de noche. Pero, como se equivocó al leer, la gente entendió que la frontera se abría y la noticia se difundió en Alemania Occidental. Muchos alemanes se movilizaron hacia la frontera. Y como dijo un gran escritor judío de Alemania Oriental: “Yo sabía que los que gobernaban eran unos patanes, pero no tenía idea de que eran analfabetos”.
La Habana, Cuba, 1974
“Llegué a Cuba el 6 de julio de 1974 cuando tenía 21 años. Recuerdo muy bien, porque en esa fecha se celebra el día nacional de Cuba y los carnavales. Posteriormente, Fidel Castro prohibió estas fiestas para que no empañaran la conmemoración de su hazaña. Renuncié a la Juventud Comunista el último trimestre de 1976 en La Habana, que no era el lugar más idóneo. ¿Qué me movió a hacerlo? Si uno despeja todas las razones ideológicas, sólo queda una pregunta que me hice en algún momento y que se ve reflejada en el libro Nuestros años verde oliva: ¿Quiero esto para mis padres, familia, amigos y para mi país?

La pregunta sólo aceptaba una respuesta honesta de mi parte y fue no. En ese momento tenía que decidir: actuaba o seguía callado, por eso renuncié. Yo tampoco quería para Chile lo que había en ese momento -el gobierno de Pinochet-, pero en ese entonces los políticos nos mostraban que sólo había dos polos, que, además, estaban separados por un muro. El que pasaba de un lado al otro era un traidor. Construir un espacio intermedio me desvelaba. Mi decisión, entonces, no estuvo influenciada por la lectura de libros de grandes pensadores liberales, aunque sonaría bonito, sino por esa pregunta. Otra de las cosas que influyó en esta decisión fue conocer a Heberto Padilla, un poeta que había caído en desgracia unos años antes por haber escrito un poemario que criticaba tangencialmente al sistema. Nunca más lo dejaron escribir, ni firmar nada, ni siquiera sus traducciones. Después de eso me fui a Alemania y al cabo de estar dos años viviendo en Europa del Este se me venció el pasaporte. Había muchas dificultades para moverse y sólo se podía viajar a países comunistas. Era muy difícil renovar el pasaporte porque los consulados chilenos tenían la orientación de no otorgárselo a personas como yo, ya que, al vivir en el este, podríamos estar tramando acciones terroristas. Por lo tanto, nos denegaban el pasaporte y yo seguía sin existir en el occidente. Una de las ventajas de pasar a occidente, si te daban el permiso, es que te podías mover fácilmente por países sin pasaporte: de Alemania a Bélgica y a Holanda, por ejemplo. Pero hubo un consulado que ayudó mucho a los chilenos. Era un señor de profundas convicciones democráticas, que no nos preguntaba nada. Entonces, llegábamos y le teníamos que mentir: decíamos que nos habían robado el pasaporte y argumentábamos que vivíamos en una comunidad de estudiantes, mostrábamos el ticket del tranvía y el certificado de alguna universidad. Este señor decía irónicamente: Bien, entonces usted vive acá, ¿y ese acento de dónde lo sacó? Y nos mandaba a sacar una foto y nos entregaba el pasaporte chileno”. Ese documento fue, literalmente, su pasaporte para comenzar su regreso a Occidente.

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